XVI

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La única luz que había en el cuarto del ama era la de su lámpara para leer. La pantalla se hallaba tan baja como para que su cabeza se mantuviera en la sombra. En lugar de mirarnos directamente a la cara, como era su costumbre, permaneció sentada junto a la mesa, manteniendo obstinadamente fijos sus ojos sobre un libro abierto.

—Oficial —dijo—, ¿tiene alguna importancia, para la investigación a su cargo, que usted sepa con anticipación que una persona de esta casa desea abandonar la misma?

—Mucha importancia, señora mía.

—Debo comunicarle, entonces, que Miss Verinder se propone ir a pasar una temporada a casa de su tía, Mrs. Ablewhite, de Frizinghall. Ha hecho ya todos los preparativos para ir mañana por la mañana.

El Sargento Cuff me miró. Yo di un paso hacia adelante dispuesto a hablarle a mi ama..., pero mi corazón se echó atrás (debo reconocerlo) y decidí entonces retroceder sin decir una palabra.

—¿Puedo preguntarle a Su Señoría cuándo decidió Miss Verinder marcharse a la casa de su tía? —inquirió el Sargento.

—Hace aproximadamente una hora —respondió mi ama.

El Sargento Cuff me miró una vez más. Es corriente oír decir que el corazón de los viejos no se conmueve tan fácilmente. ¡El mío no hubiera podido golpear más fuerte, de haber tenido yo veinticinco años, que en esa ocasión!

—Yo no soy quién, señora mía —dijo el Sargento—, para vigilar los actos de Miss Verinder. Todo lo que puedo pedirle es la postergación de la partida, si es posible, hasta una hora más avanzada del día. Yo mismo tengo que ir a Frizinghall mañana por la mañana..., y estaré de regreso a las dos de la tarde, si no antes. Si Miss Verinder pudiera ser retenida aquí hasta ese momento, me agradaría decirle dos palabras —súbitamente— antes de su partida.

Mi ama me comunicó entonces que le ordenara al cochero que su carruaje no debía venir en busca de Miss Raquel sino hasta las dos de la tarde.

—¿Tiene usted algo más que decirme? —le preguntó al Sargento, para luego dar la orden.

—Sólo una cosa, Señoría. Si Miss Verinder demostrara sorpresa ante este cambio, le ruego que no le mencione que he sido yo la causa de la postergación de su viaje.

Mi ama levantó de golpe la cabeza que tenía inclinada sobre el libro, como si fuera a decir algo, pero, reprimiéndose merced a un gran esfuerzo, volvió a dirigir su vista hacia el libro y nos despidió con un ademán.

—Es una mujer maravillosa —dijo el Sargento Cuff, en cuanto nos encontramos solos, de nuevo, en el hall—. De no haber sido por el dominio ejercido sobre sí misma, el misterio que en este momento lo tiene preocupado, Mr. Betteredge, se habría aclarado esta misma noche.

Ante esas palabras, la verdad se precipitó, por fin, en mi vieja y estúpida cabeza. Por un instante, supongo, debo de haber perdido, realmente, el juicio. Asiendo al Sargento por el cuello de su levita lo oprimí contra el muro.

—¡Maldito sea! —exclamé—, hay algo malo en la conducta de Miss Raquel..., ¡y usted me lo ha estado ocultando todo el tiempo!

El Sargento Cuff me miró desde lo bajo —aplastado contra la pared—, sin mover una mano ni agitar uno solo de los músculos de su melancólico rostro.

—¡Ah —dijo—, por fin lo ha adivinado usted!

Mi mano descendió de su cuello y mi cabeza se hundió en mi pecho. Ruego al lector tenga en cuenta, como excusa por ese proceder grosero de mi parte, el hecho de que me hallaba al servicio de la familia desde hacía cincuenta años. Miss Raquel había trepado hasta mis rodillas y había tirado de mis patillas, muchas veces, siendo una niña. Con todos sus defectos había sido siempre para mí la más querida, la más bella y la mejor ama joven a quien pudo servir o amar un viejo criado. Le pedí al Sargento Cuff que me perdonara, pero mucho me temo lo haya hecho con los ojos húmedos y no de la manera más conveniente.

—No se aflija, Mr. Betteredge —dijo el Sargento mostrando una benevolencia que en verdad yo no merecía—. Si en el campo de nuestras actividades nos mostráramos demasiado susceptibles, no tendríamos entonces el valor siquiera de la sal con que sazonamos nuestra comida. Si ello sirve para estimularlo, tire otra vez de mi cuello. Sin duda no sabrá usted ahora cómo hacerlo; pero yo estoy resuelto a pasar por alto su torpeza en consideración a sus sentimientos.

Frunció las comisuras de sus labios y, según su manera melancólica, pareció creer que acababa de dar curso a una frase muy jocosa.

Yo lo conduje hasta mi pequeña sala y cerré la puerta.

—Dígame la verdad, Sargento —le dije—. ¿De quién sospecha? No me parece bien que me lo siga ocultando.

—No sospecho —repuso el Sargento Cuff—. Sé.

Mi infortunado carácter comenzó a sacar el mejor partido posible de la situación, nuevamente.

—¿Quiere usted decir, en inglés vulgar —le dije—, que Miss Raquel es quien ha robado su propio diamante?

—Sí —-asintió el Sargento—; eso es lo que habré de decirle en un número mayor de palabras. Miss Verinder ha estado secretamente en posesión del diamante, desde el primer instante hasta ahora; y le ha dispensado su confianza a Rosanna Spearman porque calculaba que habríamos de sospechar de ésta. He ahí, en pocas palabras, toda la historia. Tire de mi cuello otra vez, Mr. Betteredge. Si eso le sirve para desahogar sus sentimientos, vuelva a tirar de él.

¡Dios me asistiera! Mis sentimientos no habrían de desahogarse en esa forma.

—¡Deme usted sus razones!

Eso fue todo lo que pude decirle.

—Las oirá mañana —dijo el Sargento—. Si Miss Verinder se rehusa a postergar la visita a su tía (lo que hará), me veré obligado a exponer el caso en todos sus detalles ante su ama, mañana. Y, como no estoy seguro de lo que habrá de ocurrir, le rogaré a usted que se halle presente para oír lo que digan ambas partes. Dejemos el asunto por esta noche. No, Mr. Betteredge, no logrará usted hacerme decir una palabra más en torno a la Piedra Lunar. He ahí su mesa, tendida ya para la cena. Esa es una de las muchas flaquezas humanas hacia la que me muestro indulgente. Si tira usted del cordón de la campanilla, le estaré muy agradecido. Porque lo que estamos a punto de recibir...

—Le deseo muy buen provecho, Sargento —dije—. Mi apetito se ha desvanecido. Aguardaré y veré que se le sirva y luego le pediré me excuse y me permita salir de la casa para atar estos cabos por mi cuenta.

Velé, pues, para que se le sirviera de la mejor manera posible..., y no hubiera lamentado mucho la circunstancia de que los mejores manjares se le hubiesen atragantado. El jardinero principal, Mr. Begbie, entró en ese mismo instante con el informe de la semana. El Sargento se engolfó en seguida en el tema de las rosas y en el valor de los senderos de grava y los de césped. Yo los dejé y salí con el corazón oprimido. Fue ése el primer contratiempo, en muchos años, que yo recuerde, sobre el cual no surtió efecto alguno el humo de mi pipa y ni siquiera mi Robinsón Crusoe.

En un estado de lamentable desasosiego y no deseando ir a ningún cuarto en particular, resolví dar una vuelta por la terraza, para meditar a solas en medio de la paz y la quietud de ese lugar. No interesa especificar aquí cuáles eran mis pensamientos. Me sentía miserablemente viejo, agotado e incapaz para el cargo que ocupaba..., y comencé a preguntarme, por primera vez en mi vida, cuándo le placería a Dios sacarme de este mundo. Pese a todo esto, seguía yo confiando en Miss Raquel. Si el Sargento Cuff hubiera sido el rey Salomón en toda su gloria y me hubiese dicho que mi joven ama se hallaba complicada en algún asunto vil y delictuoso, no habría tenido para el rey Salomón, sabio como era, otra respuesta que ésta:

"Usted no la conoce como la conozco yo.”

Fui interrumpido en mis meditaciones por Samuel. Me traía un mensaje escrito de parte del ama.

Mientras me dirigía hacia la casa en busca de luz para poder leerlo, Samuel observó que era posible que se produjera un cambio en las condiciones del tiempo. La agitación de mi mente me había impedido advertir tal cosa. Pero ahora mi atención se había despertado y reparé en el desasosiego de los perros y en el grave lamento del viento. Mirando hacia arriba comprobé cómo las nubes tenues se iban ennegreciendo más y más y aumentaban a cada instante en velocidad, mientras pasaban por encima de una luna húmeda. Habría tormenta... Tenía razón Samuel: tendríamos tormenta.

El mensaje del ama ponía en mi conocimiento que el juez de paz de Frizinghall le había escrito para recordarle la situación en que se hallaban los tres hindúes. En las primeras horas de la semana entrante los tres truhanes debían ser liberados y dejados en entera libertad para poder proseguir con sus acostumbradas triquiñuelas. Si teníamos que hacerles aún alguna pregunta, debía ser sin pérdida de tiempo. Habiéndose olvidado de ello la última vez que estuvo con el Sargento Cuff, mi ama deseaba ahora que yo salvase esa omisión. Los hindúes se habían esfumado de mi mente (como sin duda se habrán esfumado de la de ustedes). Por mi parte no veía por qué debía acordarme de ellos nuevamente. No obstante, acatando los hechos, cumplí al punto la orden.

Hallé al Sargento Cuff y al jardinero frente a una botella de whisky escocés y enfrascados en una conversación que se refería al cultivo de las rosas. El Sargento se mostraba tan hondamente interesado por el mismo, que al entrar yo allí alzó su mano para indicarme que no los interrumpiera. Hasta donde yo pude comprender, el problema en discusión se refería si era o no conveniente injertar en el escaramujo la blanca rosa musgosa para favorecer su desarrollo. Mr. Begbie decía que sí; el Sargento Cuff dijo que no. Ambos apelaron a mí como dos muchachos enardecidos. Desconociendo enteramente todo lo que se relacionaba con el cultivo de las rosas, adopté una posición intermedia..., como hacen los jueces de Su Majestad cuando se sienten molestos ante las vacilaciones de los platillos, aunque sólo exista entre ambos una diferencia equivalente al peso de un cabello.

—Caballeros —observé—, mucho es lo que puede decirse por ambas partes.

Y aprovechando el intervalo de calma que se produjo a raíz de esa sentencia tan imparcial, coloqué el recado del ama sobre la mesa, ante los ojos del Sargento Cuff.

Por ese entonces mis sentimientos hacia su persona eran casi de odio. Con todo, la verdad me obliga a reconocer que, en lo que se refiere a agilidad mental, era un hombre maravilloso.

Medio minuto después de haber leído el recado su memoria había dado con el informe del Inspector Seegrave; había extraído de él el fragmento que se refería a los hindúes y se hallaba listo para darme su respuesta.

¿No se hacía mención, en el informe de Mr. Seegrave, de cierto famoso viajero que conocía a los hindúes y su lengua? Muy bien. ¿Conocía yo su nombre y su dirección? Muy bien, otra vez. ¿Tendría yo a bien anotárselos al dorso del mensaje del ama? Muy agradecido. El Sargento Cuff habría de visitar a tal caballero a la mañana siguiente, cuando fuera a Frizinghall.

—¿Espera usted algo de esa visita? —le pregunté—. El Inspector Seegrave comprobó que esos hindúes eran tan inocentes como un niño recién nacido.

—Ya se ha probado que el Inspector ha estado errado en todas sus apreciaciones hasta el momento —replicó el Sargento—. Puede ser que valga la pena comprobar mañana si también se han equivocado respecto a los hindúes.

Dicho lo cual se volvió hacia Mr. Begbie y retomó el hilo de la discusión exactamente en el mismo sitio en que lo había abandonado.

—En esta cuestión que hemos puesto sobre el tapete se hallan involucrados el suelo, la estación, la paciencia y el trabajo personal, señor jardinero. Ahora bien, permítame enfocar el asunto desde otro punto de vista. Tome usted, por ejemplo, la rosa musgosa blanca...

En ese instante había yo cerrado la puerta y el resto de la disputa quedó fuera del alcance de mis oídos.

En el pasillo me encontré con Penélope, quien se hallaba acechando allí y a quien le pregunté qué estaba esperando.

Aguardaba el llamado de la campanilla de su joven ama y el anuncio de que podría seguir efectuando los preparativos para el viaje del día siguiente. Posteriores indagaciones sirvieron para poner en mi conocimiento que Miss Raquel daba como motivo para ir a visitar a su tía de Frizinghall el hecho de que la casa se le hacía insoportable y de que no podía tolerar por más tiempo la odiosa presencia de un policía bajo el mismo techo. Al ser informada, media hora antes, de que su partida debía ser diferida hasta las dos de la tarde, había sido acometida por la más violenta cólera. Mi ama, presente en ese instante, la regañó severamente y luego, como tenía que decir algo reservado para el oído particular de su hija, hizo salir a Penélope del cuarto. Mi hija se hallaba extraordinariamente deprimida por los cambios sobrevenidos en la casa.

—Nada sale bien, padre; nada es como era antes. Siento como si alguna horrible desgracia pendiera sobre todos nosotros.

Eso era lo que yo también sentía. Pero, ante mi hija, oculté mis sentimientos tras un rostro alegre. La campanilla de Miss Raquel llamó mientras estábamos allí conversando. Penélope se lanzó hacia la escalera trasera para seguir empacando. Yo me dirigí en sentido contrario, hacia el vestíbulo, para consultar el barómetro respecto al probable cambio de las condiciones atmosféricas.

Exactamente en el mismo instante en que me aproximaba a la puerta de vaivén que separa el vestíbulo de las dependencias de la servidumbre, fue abierta aquélla violentamente desde el otro lado y vi venir a Rosanna Spearman a la carrera con una terrible expresión de dolor en el rostro y oprimiendo la región del corazón con una de sus manos, como si el mal proviniera de ese lugar.

—¿Qué te pasa, muchacha? —le pregunté, cortándole el paso—. ¿Estás enferma?

—¡Por Dios, no me hable! —me respondió, desasiéndose de mi mano y corriendo en dirección a la escalera de la servidumbre.

Yo le dije a la cocinera, que se encontraba por allí que vigilara a la muchacha. Luego comprobé que otras dos personas se hallaban, como la cocinera, al alcance de mi voz. El Sargento Cuff se precipitó suavemente desde mi habitación para preguntarme qué ocurría. Le respondí: "Nada". Mr. Franklin, desde el lado opuesto, abrió de golpe la puerta de vaivén y haciéndome señales para que entrase en el vestíbulo me preguntó si había visto a Rosanna Spearman.

—Acaba de pasar a mi lado, señor, con la cara descompuesta y haciendo muy extraños ademanes.

—Mucho me temo, Betteredge, que sea yo el causante involuntario de su mal.

—¡Usted, señor!

—No puedo explicármelo —dijo Mr. Franklin—; pero si la muchacha se halla, de verdad, complicada en la cuestión de la pérdida del diamante, creo entonces que vino a verme con la intención, y estuvo a punto, de confesármelo todo —a mí, entre todos los seres de este mundo—, hace apenas dos minutos.

Al dirigir mi vista hacia la puerta de vaivén mientras prestaba oídos a estas últimas palabras, me pareció que aquélla era abierta ligeramente desde adentro.

¿Estaría allí alguien escuchando? La puerta se cerró antes de que llegara yo a la misma. Cuando miré a través de ella un instante después, me pareció que los faldones de la respetable levita negra del Sargento Cuff desaparecían hacia la esquina del pasillo. Sabía él tanto como yo que no podía esperar de mi ayuda alguna, ahora que conocía yo el rumbo cierto que seguía en su pesquisa. En tales circunstancias se avenía muy bien con su carácter ayudarse a sí mismo y el hacer tal cosa de una manera subterránea.

Como no me hallaba plenamente seguro de que la persona que había visto era, en realidad, el Sargento —y no deseaba provocar un daño innecesario allí donde, el Cielo bien lo sabe, demasiadas cosas malas estaban sucediendo—, le dije a Mr. Franklin que uno de los perros se había introducido en la casa..., y luego le pedí que me contara lo ocurrido entre él y Rosanna.

—¿Pasaba usted por el vestíbulo en ese momento, señor? —le pregunté—. ¿La había encontrado casualmente cuando ella le dirigió la palabra?

Mr. Franklin señaló la mesa de billar.

—Yo me hallaba jugando allí —dijo—, esforzándome por olvidar esa miserable historia del diamante. Al alzar la vista... ¡he aquí que descubro a Rosanna Spearman, a mi lado, igual que un fantasma! Su manera de aproximarse había sido tan extraña, que no supe, al principio, qué hacer. Percibiendo una expresión ansiosa en su semblante le pregunté si deseaba hablar conmigo. Me respondió: "Sí, si es que tengo el coraje suficiente." Al tanto como me hallaba de las sospechas recaídas sobre su persona, sabía muy bien el sentido que debía darle a esa frase. Confieso que me sentí incómodo. No sentía el menor deseo de provocar sus confidencias. Al mismo tiempo y en vista de las dificultades en que nos encontrábamos en la casa, no podía negarme a escucharla, si es que realmente se sentía inclinada a hablarme. La situación era violenta y me atrevo a decir que salí de ella de una manera igualmente violenta. Le dije: "No la entiendo, absolutamente. ¿Necesita usted algo de mí?" ¡Ten en cuenta, Betteredge, que no lo hice con maldad! La pobre muchacha no tiene la culpa de ser tan fea... Fui bien consciente de ello todo el tiempo. El taco se hallaba aún en mis manos y proseguí jugando con el fin de librarme de un asunto tan embarazoso. Los hechos me demostraron que no hice, en esa forma, más que agravar las cosas. ¡Mucho me temo que la haya mortificado sin quererlo! Ella se alejó súbitamente. "Se ha puesto a mirar el juego", le oí decir. "¡Prefiere mirar cualquier cosa, con tal de no mirarme a !" Antes de que pudiera detenerla, había ya abandonado el vestíbulo. No me siento satisfecho de mi conducta, Betteredge. ¿Me harías el favor de decirle a Rosanna que lo hice sin ninguna mala intención? He sido un tanto duro con ella, hasta en mis propios pensamientos.... casi he deseado que la pérdida del diamante le fuera atribuida a ella. Y no porque le desee ningún mal a la pobre muchacha; pero... —se detuvo repentinamente, y dirigiéndose hacia la mesa de billar, siguió haciendo carambolas.

Luego de lo ocurrido entre el Sargento y yo, me hallaba tan al tanto de las palabras que Mr. Franklin no quiso decir, como podía estarlo él mismo.

Nada que no fuera el implicar a nuestra segunda doncella en la pérdida del diamante podría librar a Miss Raquel de la infame sospecha que el Sargento Cuff hacía recaer en su persona. No se trataba ya de aplacar la excitación nerviosa de mi joven ama, sino de probar su inocencia. Si Rosanna no había hecho, en verdad, nada que la comprometiera, el deseo que Mr. Franklin confesó haber sentido respecto de ella hubiese entonces sido un deseo miserable, para cualquier conciencia. Pero no se trataba de eso. Ella había fingido hallarse enferma e ido secretamente a Frizinghall. Había pasado la noche en pie, haciendo o destruyendo algo en privado. Y estuvo esa tarde en las Arenas Temblonas, bajo circunstancias altamente sospechosas, si es que se concretaba uno a decir las cosas menos graves. Por todas estas razones (y pese a lo mucho que lamentaba lo que le ocurría a Rosanna), no pude menos de reconocer que la manera como Mr. Franklin enfocaba el caso era natural y razonable, teniendo en cuenta su situación. A ello me referí brevemente.

—¡Sí, sí! —me contestó—. Pero existe una posibilidad —muy pobre, por cierto—, y es la de dar con algo que venga a justificar la conducta de Rosanna; algo que no se ha producido todavía. ¡Me disgusta el herir los sentimientos de una mujer, Betteredge! Dile a la pobre lo que te he pedido que le expresaras. Y, si desea ella hablar conmigo —poco importa que esto me envuelva en un lío—, envíala a la biblioteca, que es donde yo estaré.

Dichas estas palabras abandonó el taco y se alejó de mi lado.

A través de las indagaciones realizadas en las dependencias de la servidumbre me enteré de que Rosanna se había retirado a su aposento. Rechazando todos los ofrecimientos de ayuda que se le hicieron, dio las gracias por ellos y respondió que sólo quería que la dejaran descansar. Allí, por lo tanto, terminaba su confesión (si es que en verdad tenía algo que confesar) por esa noche. Yo le transmití el resultado a Mr. Franklin, quien decidió abandonar de inmediato la biblioteca para irse a dormir a su cuarto de arriba.

Me hallaba apagando las luces y cerrando las ventanas cuando vi entrar a Samuel, quien me traía noticias de los dos huéspedes que abandonara yo en mi habitación momentos antes. La discusión en torno a la rosa musgosa blanca parecía haber terminado, por fin. El jardinero se había retirado a su casa y el Sargento Cuff se hallaba en algún sitio, en la parte más baja de la finca.

Yo entré en mi habitación. Era completamente cierto... No se advertía allí más que un par de vasos sucios y un fuerte y áspero olor de grog. ¿Se había dirigido el Sargento por su propia cuenta hacia el dormitorio que le fuera destinado? Subí la escalera para comprobarlo.

Al llegar al segundo rellano me pareció oír el rumor suave y acompasado de una respiración, hacia mi mano izquierda. Allí había un corredor que comunicaba con la alcoba de Miss Raquel. Al mirar hacia ese sitio pude ver, enroscado sobre tres sillas atravesadas en el pasillo..., con un pañuelo rojo atado sobre sus cabellos grises y con su respetable levita negra enrollada a manera de almohada, ¡al Sargento Cuff durmiendo!

Se despertó instantánea y silenciosamente, igual que un perro, en cuanto yo me aproximé.

—Buenas noches, Mr. Betteredge —dijo—. Y escuche lo que le voy a decir: si alguna vez se le ocurre dedicarse al cultivo de las rosas, tenga en cuenta que la rosa musgosa blanca resulta de más calidad cuando no se la injerta en el escaramujo, ¡diga lo que dijere el jardinero en contrario!

—¿Qué está haciendo usted aquí? —le pregunté—. ¿Por qué no duerme en su cama?

—Si no me hallo en ella en este instante —replicó al Sargento— se debe al hecho de que soy uno de los tantos individuos que en este mísero planeta no pueden ganarse el pan honesta y cómodamente al mismo tiempo. Se han producido esta tarde dos sucesos concordantes: el regreso de Rosanna Spearman de las arenas y la resolución tomada por Miss Verinder de abandonar la casa, a continuación de aquél. Cualquiera que fuere el objeto escondido por Rosanna, es evidente, a mi entender, que su joven ama no podía partir hasta tanto no estuviera segura de que tal cosa se hallaba ya oculta. Ambas deben ya haberse puesto en comunicación, secretamente, esta noche. Y si tratan de volver a hacerlo cuando la casa se halle en silencio, es necesario que esté yo alerta para impedirlo. No me culpe por haber estropeado sus proyectos respecto a mi alcoba, Mr. Betteredge..., cúlpelo al diamante.

—¡Ojalá ese diamante no hubiera llegado jamás a esta casa! estallé.

El Sargento Cuff dirigió una mirada dolorida hacia las tres sillas en las cuales se había condenado a sí mismo a pasar la noche.

—Lo mismo opino yo —respondió gravemente.