XVIII

Índice

Mientras descendía hacia la puerta principal me encontré con el Sargento en los peldaños.

Se hubiera hallado en pugna con mi carácter demostrar ahora interés alguno en sus procedimientos, luego de lo acontecido entre ambos. A despecho de mí mismo, sin embargo, me sentí poseído por una curiosidad irresistible. Mi dignidad se hundió bajo mis pies y di salida a las siguientes palabras:

—¿Qué nuevas trae de Frizinghall?

—He estado con los hindúes —respondió el Sargento Cuff—. Y he averiguado lo que Rosanna compró secretamente en la ciudad el jueves último. Los hindúes recobrarán la libertad el miércoles de la semana entrante. No me cabe la menor duda, y de la misma opinión es Mr. Murthwaite, de que vinieron aquí en busca de la Piedra Lunar. Pero sus cálculos se vieron frustrados por lo ocurrido en la casa el miércoles a la noche y están tan comprometidos en la desaparición de la joya como puede estarlo usted. No obstante, puedo asegurarle una cosa, Mr. Betteredge: si nosotros no somos capaces de dar con la Piedra Lunar, ellos lo serán. Usted no está al tanto de las últimas noticias respecto a los tres hindúes.

Mr. Franklin regresaba de su paseo en el mismo instante en que el Sargento pronunciaba esas palabras sobrecogedoras. Dominando su curiosidad mejor de lo que ya había dominado la mía pasó a nuestro lado sin decir una palabra, y se introdujo en la casa.

En cuanto a mí, habiendo ya dejado a un lado mi dignidad, me propuse sacar todo el proyecto posible de tal sacrificio.

—Eso en lo que se refiere a los hindúes —le dije—. ¿Y en cuanto a Rosanna?

El Sargento Cuff sacudió la cabeza.

—El misterio en ese sentido es más impenetrable que nunca —dijo—. He seguido su pista hasta dar con una tienda de Frizinghall atendida por un lencero llamado Maltby. No le compró nada a ningún otro pañero, ni a ninguna modista o sastre y no compró en lo de Maltby otra cosa que un gran trozo de paño. Se mostró escrupulosa en lo que se refiere a la calidad.

En cuanto a la cantidad, compró lo suficiente para hacer un peinador.

—¿Para quién? —le pregunté.

—Para ella misma, puede usted estar seguro. Entre las doce y las tres, en la mañana del jueves, debe de haberse deslizado hasta el aposento de su joven ama para decidir dónde ocultarían la Piedra Lunar, mientras todo el mundo dormía en la casa. Al regresar a su habitación su peinador debe de haber rozado la puerta húmeda de pintura. No pudo hacer desaparecer la mancha con agua y tampoco podía destruir el peinador, sin despertar sospechas, antes de haberse provisto de otro idéntico, con el fin de que el inventario de su ropa blanca no sufriera alteraciones.

—¿En qué se basa usted para decir que ese peinador era de Rosanna? —objeté.

—En el material comprado para la nueva prenda —respondió el Sargento—. Si hubiera sido para el peinador de Lady Verinder, hubiese tenido que adquirir también encajes y volantes y Dios sabe cuántas otras cosas; y no hubiera tenido tiempo para confeccionarlo en una sola noche. Un paño vulgar hace pensar en un vulgar peinador de criada. No, no, Mr. Betteredge, todo esto es muy claro. El problema en este caso reside en la pregunta: ¿Por qué, luego de haberse provisto de otra prenda, oculta ella el peinador manchado en lugar de destruirlo? Si la muchacha no quiere decirlo, sólo existe una manera de vencer esa dificultad. Habrá que buscar el escondite en las Arenas Temblonas..., allí es donde habremos de dar con la pista verdadera.

—¿Cómo va a dar usted con el sitio? —inquirí.

—Lamento mucho tener que chasquearlo —dijo el Sargento—, pero es ése un secreto que no habré de compartir con nadie.

Sin duda no habrá de ser mayor la curiosidad sentida por ustedes que la que experimenté yo cuando supe que había regresado de Frizinghall provisto con un auto de registro. Su experiencia en la materia le decía que lo más probable era que Rosanna tuviese en su poder un papel-guía, en el cual constara la ubicación del escondite, con el fin de regresar a él después de cierto lapso y una vez que hubiesen variado las circunstancias. La posesión de ese papel significaría para el Sargento el logro de todas sus aspiraciones.

—Ahora bien, Mr. Betteredge —prosiguió—, ¿qué le parece si abandonando el campo especulativo nos entregamos a la acción? Le recomendé a Joyce que no perdiera de vista a Rosanna. ¿Dónde está Joyce?

Joyce era el agente de policía que el Inspector Seegrave dejara bajo las órdenes del Sargento Cuff. El reloj dio las dos en el mismo instante en que hacía la pregunta y con puntualidad cronométrica se vio aparecer el vehículo que habría de llevar a Miss Raquel hasta la casa de su tía.

—Cada cosa a su debido tiempo —dijo el Sargento, deteniéndome en el mismo momento en que me lanzaba en busca de Joyce—. Debo atender primero a Miss Verinder.

Como aún amenazaba lluvia, era el carruaje cerrado el que habría de llevar a Miss Raquel a Frizinghall. El Sargento Cuff le hizo una seña a Samuel para que descendiera del pescante trasero y se acercara.

—Un amigo mío se hallará aguardando entre los árboles, sobre ese lado de la casa de guarda —dijo—. Sin detener el coche subirá al pescante, a su lado. No tiene usted otra cosa que hacer como no sea retener la lengua y cerrar los ojos. De lo contrario se creará dificultades.

Luego de aconsejarlo en esta forma, envió al lacayo de nuevo a su lugar. Qué es lo que pensó Samuel; no puedo saberlo. Era evidente para mí que Miss Raquel habría de ser vigilada en secreto desde el instante en que abandonara la casa... si es que la abandonaba. ¡Mi joven ama bajo vigilancia! ¡Un espía habría de estarla acechando desde el pescante del coche de su madre! Mejor hubiera sido que me cortara la lengua antes que hablarle jamás al Sargento Cuff.

La primera persona que salió de la casa fue mi ama. Se mantuvo a un lado, sobre el último peldaño a la espera de los acontecimientos. Ni una sola palabra nos dijo al Sargento o a mí. Con los labios apretados y los brazos cruzados debajo de la ligera capa que acostumbraba llevar cuando salía al aire libre, se mantuvo allí tan inmóvil como una estatua aguardando la aparición de su hija.

Un minuto más tarde se vio bajar la escalera a Miss Raquel, hermosamente ataviada con un traje amarillo que hacía resaltar su tez oscura, ajustado, a la manera de un jubón, en la cintura. Llevaba un pequeño y elegante sombrero de paja con un velo blanco enroscado alrededor. Sus guantes color de vellorita armonizaban con sus manos igual que una segunda piel. Su hermosa cabellera negra surgía por debajo del sombrero y era tan suave como el raso. Sus pequeñas orejas semejaban dos conchas rosadas... y de cada una de ellas pendía una perla. Avanzó hacia nosotros ágilmente, tan erguida como un lirio en su tallo y tan flexible y tierna en el andar como un gato joven. No advertí en su bello rostro alteración alguna, como no fuera en los ojos y los labios. Aquéllos brillaban con un fuego que no era muy de mi agrado y éstos habían perdido en tal forma el color y la sonrisa, que apenas si logré reconocerlos. De manera súbita y precipitada besó a su madre en la mejilla, y le dijo:

—Trata de perdonarme, mamá... —y en seguida tiró hacia abajo el velo con tanta vehemencia que lo desgarró. Inmediatamente se lanzó escaleras abajo y se introdujo precipitadamente en el carruaje como en un escondite.

El Sargento Cuff obró tan rápidamente como ella. Luego de haber hecho a un lado a Samuel se hallaba ya con la mano en la portezuela abierta del vehículo, cuando Miss Raquel penetraba en él.

—¿Qué quiere? —le preguntó Miss Raquel a través de su velo.

—Tengo algo que decirle, señorita —respondió el Sargento—, antes de que parta. No pretendo impedirle que visite a su tía. Sólo me atreveré a decirle que su partida, tal como están las cosas, dificultará la labor en que me hallo empeñado de dar con su diamante. Le ruego que me comprenda; y ahora decida usted por sí misma si habrá de quedarse o partir.

Miss Raquel persistió más que nunca en su negativa de responderle.

—¡Adelante, James! —le gritó al cochero.

Sin agregar una sola palabra cerró el Sargento la portezuela. En el mismo instante en que lo hacía se vio bajar corriendo las escaleras a Mr. Franklin.

—Adiós, Raquel —le dijo, extendiéndole la mano.

—¡Adelante! —gritó Miss Raquel con más fuerza que nunca y haciendo tanto caso de su persona como de la del Sargento Cuff.

Mr. Franklin volvió a subir la escalera con el aspecto de quien ha sido tocado por un rayo. El cochero, sin saber qué hacer, dirigió su vista hacia el ama, que permanecía inmóvil en lo alto de la escalera. La ira, el dolor y la vergüenza se reflejaban en su rostro cuando le hizo una señal al cochero para que echara a andar los caballos, y se volvió luego, presurosa, hacia la casa. Mr. Franklin, recobrando el habla, la llamó desde atrás, mientras el vehículo se ponía en marcha:

—¡Tía! Tenías mucha razón. Permíteme que agradezca todas tus bondades y déjame partir.

Mi ama se volvió como para hablarle. Pero, en seguida, como si desconfiara de sí misma, agitó sólo su mano en un ademán cordial.

—Ven a verme antes de irte, Franklin —le dijo con la voz quebrada... Y prosiguió su camino en dirección a su cuarto.

—¿Me harás un último favor, Betteredge? —dijo Mr. Franklin, volviéndose hacia mí con lágrimas en los ojos—. ¡Llévame, tan rápido como te sea posible, a la estación!

También él entró en la casa. Por el momento, Miss Raquel lo había trocado en un ser completamente desvalido. A juzgar por su estado actual, ¡cuán grande debía ser la pasión que sentía por ella!

El Sargento Cuff y yo nos quedamos solos, frente a frente, junto al pie de la escalera. Sus ojos estaban fijos en un claro que había entre los árboles, a través del cual podía divisarse uno de los recodos del camino que conducía a la casa. Tenía las manos en los bolsillos y silbaba suavemente, para sus propios oídos, "La última rosa del verano".

—Cada cosa debe hacerse a su debido tiempo —le dije en un tono salvaje—. No creo que sea éste el momento oportuno para ponerse a silbar.

En ese instante apareció el carruaje a la distancia, a través del claro, y en dirección hacia la puerta de la casa de guardia. Se hizo entonces visible la presencia de otro hombre en el pescante trasero, junto a Samuel.

—¡Muy bien! —se dijo a sí mismo el Sargento. Y volviéndose hacia mí—: Tiene usted razón, Mr. Betteredge; como usted dice, no es éste un momento oportuno para ponerse a silbar. Lo que corresponde ahora es poner manos a la obra, sin pasar por alto a ninguna persona de la casa. Comencemos con Rosanna Spearman. ¿Dónde está Joyce?

Los dos lo llamamos por su nombre sin obtener respuesta. Envié entonces a uno de los estableros en su busca.

—¿Oyó usted lo que le dije a Miss Verinder? —observó el Sargento mientras aguardábamos—. ¿Y advirtió usted la reacción que produjo en ella? Le dije, sencillamente, que su partida dificultaría mi tarea de dar con su diamante, ¡y ella optó por partir contra viento y marea! Su joven ama, Mr. Betteredge, lleva a su lado un compañero de viaje en el coche, y el nombre de ese acompañante es la Piedra Lunar.

Yo no dije una sola palabra. Seguiría creyendo, hasta la muerte, en Miss Raquel.

El establero regresó seguido —de muy mala gana, según me pareció—de Joyce.

—¿Dónde está Rosanna Spearman? —preguntó el Sargento Cuff.

—No lo sé, señor —comenzó a decir Joyce—; lo siento mucho. Pero por uno u otro motivo...

—Antes de partir para Frizinghall —lo interrumpió en forma brusca el Sargento—, le dije que no le quitara los ojos de encima a Rosanna Spearman, y que no le hiciera comprender que se la vigila. ¿Quiere decir, entonces, que se ha dejado usted burlar por ella?

—Mucho que temo, señor —dijo Joyce, comenzando a temblar—, haber puesto demasiado empeño en eso de no hacerle ver que la vigilaba. Hay tantos pasillos en la planta baja de la casa...

—¿Cuánto tiempo hace que la perdió de vista?

—Más o menos una hora, señor.

—Puede usted volver a su trabajo en Frizinghall —le dijo el Sargento tan sereno como siempre y en la forma calmosa y monótona que era habitual en él—. No creo que tenga usted talento alguno para actuar en nuestro oficio, Joyce. Su actual ocupación se halla un tanto por encima de su capacidad. Buenos días.

El hombre se escabulló. En lo que a mí se refiere, se me hace muy difícil describir las sensaciones que experimenté al tener noticia de la desaparición de Rosanna Spearman. Mi mente parecía fluctuar entre cincuenta opiniones diferentes al mismo tiempo. Así es como me quedé con la vista clavada en el Sargento Cuff..., privado enteramente de la facultad del habla.

—No, Mr. Betteredge —dijo el Sargento, como si acabara de echar mano del primero de mis pensamientos a su alcance para responderle antes que a los otros—. Su joven amiga Rosanna no habrá de escapárseme tan fácilmente como usted parece creerlo. Mientras me halle al tanto del sitio en que se encuentra Miss Verinder, tendré a mi disposición los medios de dar con el paradero de su cómplice. Yo les impedí que se vieran anoche. Muy bien. Tratarán de encontrarse en Frizinghall en lugar de hacerlo aquí. La investigación deberá proseguir ahora, simplemente, mucho antes de lo que yo esperaba, en la casa hacia la cual va de visita Miss Verinder. Mientras tanto, mucho me temo verme obligado a molestarlo a usted para que reúna de nuevo a la servidumbre.

Juntos nos dirigimos hacia las dependencias de la servidumbre. Fue en verdad una desgracia, aunque no por eso un hecho menos cierto, la circunstancia de que me sintiese acometido de nuevo por la fiebre detectivesca, en cuanto oí al Sargento decir estas últimas palabras. Me olvidé de que lo odiaba. Lo tomé del brazo muy confiadamente y le dije:

—¡Por Dios, dígame qué es lo que piensa hacer ahora con los criados!

El gran Cuff permaneció completamente inmóvil y habló luego, sumido en una especie de rapto melancólico.

—¡Si este hombre —dijo el Sargento, refiriéndose aparentemente a mí—, entendiese siquiera de rosas, habría de ser la criatura más perfecta de la creación! —Luego de expresar en forma tan franca sus sentimientos hacia mí, suspiró y enlazó su brazo con el mío.

—Rosanna ha hecho una de estas dos cosas —prosiguió—. O bien se ha dirigido directamente hacia Frizinghall (antes de que pueda llegar yo allí) o ha ido a visitar su escondite en las Arenas Temblonas. La primera cosa que tenemos que averiguar consiste en saber cuál fue el criado que la vio por última vez antes de que abandonara la casa.

El interrogatorio demostró que la última persona que posó sus ojos sobre Rosanna fue Nancy, la muchacha de la cocina.

La había visto salir con una carta en la mano y detener al repartidor de la carne, quien acababa de hacer su entrega diaria por la puerta trasera. Nancy oyó que le decía al hombre que echara la carta al correo cuando regresase a Frizinghall. EL hombre, luego de fijarse en la dirección, le dijo que era una forma muy indirecta ésa de enviar una carta dirigida a Cobb's Hole a través del correo de Frizinghall... y que, además, era sábado, lo cual haría que la misma no llegase a destino antes del lunes a la mana. Rosanna le contestó que la demora no tenía importancia. Lo único que deseaba era estar segura de que el hombre cumpliría su pedido. Luego de asentir, aquél había partido. Nancy fue requerida en la cocina para seguir con su faena. Y ninguna otra persona había vuelto a ver a Rosanna Spearman desde entonces.

—¿Y bien? —le pregunté al Sargento cuando nos hallamos solos de nuevo.

—Bien —dijo el Sargento—. Tengo que ir a Frizinghall.

—¿Por la carta, señor?

—Sí. En ella es donde se halla especificado el escondite. Tengo que averiguar la dirección en el correo.

Si es la que yo sospecho, habré de visitar nuevamente a nuestra amiga Mrs. Yolland, el lunes próximo.

Junto con el Sargento partí para ordenar que se enganchara el pony al calesín. En la cuadra, una nueva luz vino a sumarse en torno a la muchacha desaparecida.