La nueva de la desaparición de Rosanna se había propagado, al parecer, entre los criados de fuera de la casa. Estos habían estado investigando por su cuenta y echado mano a un pequeño y vivaz tunantuelo, apodado "Duffy", quien era empleado de tanto en tanto para limpiar de hierbas el jardín y el cual había visto a Rosanna por última vez, hacía media hora. Duffy aseguraba haber visto pasar a la muchacha frente a él mientras se hallaba en el bosque de abetos, no caminando, sino corriendo en dirección a la playa.
—¿Conoce este muchacho la costa de los alrededores? —preguntó el Sargento Cuff.
—Ha nacido y se ha criado en la playa —le respondí.
—¡Duffy! —dijo el Sargento—. ¿Quieres ganarte un chelín? Si lo quieres, ven conmigo inmediatamente. Mr. Betteredge, mantenga listo el calesín hasta que yo regrese.
Y se lanzó hacia las Arenas Temblonas a una velocidad que mis piernas, pese a lo bien conservadas que se hallan para la edad que tengo, no tenían la menor esperanza de igualar. El pequeño Duffy, como es costumbre entre los jóvenes salvajes de nuestra región cuando están de buen humor, dio un alarido y comenzó a trotar pisándole los talones al Sargento.
Nuevamente se me hace imposible dar aquí una clara idea de lo que aconteció en mi espíritu durante el intervalo que siguió a la partida del Sargento Cuff. Me sentí poseído por un extraño y turbador desasosiego. Hice, dentro y fuera de la casa, una docena de cosas innecesarias, de las cuales me he olvidado totalmente. No podría tampoco decir cuánto fue el tiempo transcurrido entre la partida del Sargento hacia las arenas y el instante en que vi venir corriendo a Duffy, portador de un mensaje para mí. El Sargento Cuff le había dado al muchacho una hoja arrancada de su cartera, en la cual escribió con lápiz: "Envíeme uno de los zapatos de Rosanna Spearman lo más pronto posible.”
Despaché a la primera criada que hallé a mano al cuarto de Rosanna y envié de vuelta al muchacho con la noticia de que yo mismo habría de seguirlo con el zapato.
Bien sabía que no era ésa la manera más rápida de cumplir las órdenes recibidas. Pero estaba resuelto a ver por mí mismo el desarrollo de esta nueva comedia ya en curso, antes de entregarle al Sargento el zapato de Rosanna. Mi vieja idea de proteger a la muchacha en todo lo posible retornaba en la hora undécima. Este sentimiento, para no mencionar la fiebre detectivesca, me impulsó, tan pronto como el zapato se halló en mis manos, a lanzarme a lo que un hombre que ha llegado a los setenta años puede considerar la cosa que más se parece a una carrera.
Mientras me aproximaba a la costa el cielo se cubrió de nubes oscuras y la lluvia comenzó a caer en grandes oleadas blancas batidas por el viento. Pude escuchar el fragor del mar sobre el banco de arena, en la boca de la bahía. Un poco más adelante pasé junto al muchacho, quien, agachado, trataba de refugiarse a sotavento junto a los médanos. Y más tarde pude ver al mar rugiente y a las olas enormes rompiéndose sobre el banco de arena, a la violenta lluvia precipitándose sobre el agua como una prenda fluctuante, y al amarillo desierto de la playa sobre el cual se destacaba la presencia de una figura solitaria...: el Sargento Cuff.
En cuanto me vio, señaló con su mano hacia el Norte.
—¡Consérvese en esa posición! —me gritó—. Y baje hasta donde yo me encuentro.
Yo descendí hacia allí casi sin aliento y sintiendo que mi corazón brincaba como si estuviera a punto de lanzarse fuera de mi pecho. Había perdido el habla. Tenía cien preguntas que hacerle, pero ninguna de ellas logró llegar a mis labios. Su rostro me espantó. Arrebatándome el zapato lo colocó sobre una huella marcada en la arena en dirección al Sur y apuntando directamente hacia la rocosa saliente llamada Cabo Sur. La huella no había sido borrada aún por la lluvia, y el zapato de la muchacha coincidía exactamente con ella.
El Sargento señaló hacia el zapato colocado sobre la huella sin decir una palabra.
Yo lo tomé del brazo y traté de hablarle, pero fracasé como había fracasado anteriormente. Él echó a andar nuevamente en pos de las huellas, bajando más y más hacia el lugar donde se unían las rocas y la arena. El Cabo Sur se hallaba exactamente a flor de agua con el flujo de la marea; las aguas oscilaban sobre la oculta superficie de las Arenas Temblonas. Ya en un sentido, ya en otro, y sumido en un porfiado silencio que pasaba sobre uno como el plomo y una obstinada paciencia que causaba espanto, el Sargento Cuff colocó el zapato sobre las huellas, comprobando siempre que apuntaban hacia el mismo sitio, directamente hacia las rocas. Fuera hacia donde fuere, no pudo en ningún momento descubrir una sola huella que viniera desde allí.
Por último abandonó la búsqueda. Dirigió nuevamente su vista hacia mí y luego hacia las aguas que se extendían ante nosotros y que se infiltraban más y más en la oculta superficie de las Arenas Temblonas. Yo miré hacia donde él miraba... y pude leer sus pensamientos en su rostro. Un terrible y mudo temblor recorrió mi cuerpo súbitamente. Y caí de hinojos sobre la arena.
—Ella volvió al escondite —oí que el Sargento se decía a sí mismo—. Algún accidente fatal debió de haberle ocurrido sobre esas rocas.
Las miradas descompuestas de la muchacha, sus palabras, sus acciones... la rigidez mortal con que había prestado oído y me había hablado hacía unas horas, cuando la sorprendí barriendo el corredor, todo eso volvió a cobrar vida ante mí y me previno, aun antes de que el Sargento terminara de hablar, que la conjetura de éste se hallaba muy lejos de la terrible realidad. Me esforcé por comunicarle el temor que acababa de paralizarme. Y traté de decirle: "La muerte que ella ha tenido, Sargento, es la que ella misma se ha buscado." ¡No!, no pude articular tales palabras. El mudo temblor me tenía asido con sus garras. Era inconsciente a la violencia de la lluvia. No podía ver el ascenso de la marea. Como en un sueño, la visión del pobre ser perdido surgió de nuevo ante mí. La volví a ver como la había visto en el pasado... como en la mañana en que fui en su busca para traerla de regreso a la casa. La oí decir otra vez que las Arenas Temblonas la arrastraban hacia ellas contra su propia voluntad y preguntarse si no estaría allí aguardándola la tumba. El horror de esa situación se me hizo perceptible, en forma inexplicable, a través de mi propia hija. Esta era de su misma edad. De haber sufrido ella lo que sufrió Rosanna, habría llevado una vida tan miserable y tenido una muerte tan espantosa como la suya.
El Sargento, bondadosamente, me ayudó a ponerme de pie y me alejó del lugar en que ella había perecido.
Eso sirvió por hacerme recobrar el aliento y permitirme ver las cosas que me rodeaban tal como realmente eran. Dirigiendo mi vista hacia las dunas pude advertir que los criados de la casa venían corriendo hacia nosotros en tropel, junto con Yolland, el pescador, y gritando, ya sobre aviso, si habíamos dado con la muchacha. En la forma más breve posible les señaló el Sargento las evidentes marcas halladas en la arena, diciéndoles que algún fatal percance debió de haberle acaecido a la muchacha. Luego, dirigiéndose en particular al pescador, le preguntó mientras se volvía nuevamente de cara al mar:
—Dígame, ¿podría ella haberse alejado en un bote, desde ese arrecife, donde se detienen sus pisadas?
El pescador señaló hacia las largas olas que se estrellaban en el banco de arena y hacia las otras más grandes que levantaban nubes de espuma al chocar con los dos promontorios que se elevaban a cada lado nuestro.
—No hay bote en el mundo —respondió— que hubiera podido llevarla a través de eso.
El Sargento Cuff miró por última vez hacia las huellas de la arena, que iban siendo borradas rápidamente por la lluvia.
—Eso —dijo— prueba que no pudo abandonar este lugar por tierra. Y aquello —prosiguió, dirigiendo su vista hacia el pescador— demuestra que no pudo alejarse por mar.—Se detuvo, para pensar un minuto—. Media hora antes de que yo llegase aquí, se la vio venir corriendo hacia este lugar —dijo dirigiéndose a Yolland—. Cierto tiempo ha transcurrido desde entonces. Supongamos que haya sido hace una hora. ¿Qué altura habrían alcanzado las aguas hacia este lado de las rocas por ese entonces?
Apuntaba hacia el lado Sur... el cual, por otra parte, no se hallaba tan invadido por la arena movediza.
—Tal como avanza hoy la marea —dijo el pescador—, no debe haber habido hacia ese lado del cabo, hace una hora, el agua suficiente como para que se ahogara siquiera un cachorro de gato.
El Sargento Cuff se volvió hacia la arena movediza, un tanto en dirección al Norte.
—¿Y aquí? —le preguntó.
—Menos aún —respondió Yolland—. Las Arenas Temblorosas apenas se hallarían cubiertas por las aguas.
El Sargento se volvió hacia mí para decirme que el accidente debió de haber ocurrido en el sitio en que se encontraba la arena movediza. Mi lengua entonces recuperó el habla.
—¡No se trata de ningún accidente! —le dije—. Cuando ella vino a este lugar, se hallaba ya cansada de la vida y dispuesta a ponerle fin aquí.
El Sargento retrocedió sobresaltado.
—¿Cómo lo sabe usted? —me preguntó.
Los demás se amontonaron en torno mío. Recobrándose instantáneamente, los alejó el Sargento de mi lado y les dijo que era yo un anciano y que el hallazgo me había perturbado, añadiendo:
—Déjenlo solo un momento.
Luego, volviéndose hacia Yolland, le preguntó:
—¿Habrá alguna probabilidad de dar con ella cuando se produzca el reflujo?
Yolland respondió:
—Ninguna. Lo que la arena absorbe en ella queda para siempre.
Dicho esto, el pescador, dando un paso en mi dirección, me dirigió la palabra.
—Mr. Betteredge —dijo—, tengo algo que decirle respecto a la muerte de esa joven. A lo largo del Cabo existe una capa rocosa que se extiende hasta cuatro pies más allá de su borde y se halla oculta debajo, a una distancia de media braza de la superficie de arena. Lo que yo me pregunto es esto: ¿cómo es que no se golpeó contra ella? Si hubiera resbalado accidentalmente en el Cabo habría caído allí y podido hacer pie en una cavidad que apenas ocultaría su cuerpo hasta la cintura. Tiene que haber caminado o saltado desde allí hasta esas profundidades; de lo contrario no la echaríamos de menos ahora. ¡No se trata de un accidente, señor! Ha sido absorbida por la arena movediza. Y lo ha sido por su propia voluntad.
Luego del testimonio de ese hombre, en cuyo saber podía confiarse, el Sargento guardó silencio. Los demás, al igual que él, permanecimos callados. De común acuerdo nos volvimos para iniciar el regreso costa arriba.
Mientras andábamos entre las dunas nos encontramos con el establero inferior, quien venía corriendo hacia nosotros desde la casa. Era un buen muchacho que me respetaba mucho. Me alargó un papel con una decorosa expresión de dolor en el semblante.
—Penélope me dijo que le entregara esto, Mr. Betteredge —dijo—. Lo encontró en el cuarto de Rosanna.
Se trataba de las últimas palabras dirigidas a un anciano que había hecho siempre lo posible —gracias a Dios, siempre lo posible— para favorecerla.
"Usted me ha perdonado muchas veces en el pasado. La próxima ocasión que vaya a las Arenas Temblorosas trate de perdonarme una vez más. He venido a morir junto a la tumba que me estaba destinada. En la vida y en la muerte le he estado siempre agradecida, señor, por su bondad.”
Eso era todo lo que decía. Breve como era, no tuve yo la entereza suficiente para contrarrestar su influencia. Las lágrimas surgen fácilmente en la juventud, cuando da uno los primeros pasos en el mundo. Y también cuando uno es viejo y está a punto de dejarlo. Yo estallé en sollozos.
El Sargento Cuff avanzó un paso hacia mí..., con buena intención, no lo dudo. Pero yo retrocedí para evitar su presencia.
—No me toque —le dije—. Es el temor a usted lo que la llevó a ese lugar.
—Está usted equivocado, Mr. Betteredge —me respondió calmosamente—. Pero ya tendremos tiempo de hablar de ello, una vez adentro.
Yo eché a andar detrás de todos ellos, ayudado por el establero inferior, que me llevaba del brazo. A través de la lluvia impetuosa emprendimos el regreso..., para ir al encuentro de la inquietud y el terror que nos aguardaban en la casa.