Habiendo partido mi ama, yo gozaba ahora de un descanso para poder observar al Sargento Cuff. Lo hallé sentado en un cómodo rincón del vestíbulo, consultando su libreta de apuntes y arrugando maliciosamente las comisuras de sus labios.
—¿Tomando notas del caso? —le pregunté.
—No —dijo el Sargento—. Tratando de ver cuál es el próximo caso.
—¡Oh!—dije—. ¿Piensa usted que ya todo ha terminado aquí?
—Pienso —respondió el Sargento Cuff— que Lady Verinder es una de las más astutas mujeres de Inglaterra. Y pienso también que una rosa es algo mucho más digno de interés que un diamante. ¿Dónde está el jardinero, Mr. Betteredge?
Ni una palabra más logré arrancarle en lo que concierne a la cuestión de la Piedra Lunar. Había perdido todo interés personal en su propia pesquisa e insistió en dar con el jardinero. Una hora más tarde los oí disputar en voz alta en el invernadero, y el escaramujo era el tema de la discusión.
Mientras tanto, era necesario que aclarara yo si Mr. Franklin persistía en su resolución de abandonarnos partiendo en el tren de la tarde. Luego de haberse enterado de la entrevista efectuada en la habitación del ama y de su resultado, decidió inmediatamente aguardar hasta que llegaran noticias de lo ocurrido en Frizinghall. Esta alteración de los planes, tan natural en él —y que no hubiese conducido a nada en particular a cualquier hombre corriente—, demostró en el caso de Mr. Franklin ser capaz de producir un efecto inconveniente. Lo sumió en el desasosiego y dio pie a que las facetas foráneas de su carácter comenzaran a abandonar una tras otra su yo, como ratas que huyen de un costal.
Ya en su carácter de angloitaliano, ya en el de anglogermano o en el de francoinglés, penetró y salió de todos los aposentos de la casa, sin hablar de otra cosa que de la manera como lo había tratado Miss Raquel; y sin otro interlocutor que yo en todo momento. Lo hallé, por ejemplo, en la biblioteca, sentado al pie del mapa de la Italia moderna y demostrando no ser capaz de enfrentar sus penurias como no fuera haciendo mención continua de ellas. Dentro de mí albergo muy dignas ambiciones, Betteredge; pero ¿qué haré con ellas ahora? Estoy henchido de hermosas cualidades latentes. ¡Ah, si Raquel me hubiera sólo ayudado a actualizarlas!" Se mostró tan elocuente en la pintura de sus propios méritos olvidados y tan patético en sus lamentaciones, luego de haberlo hecho, que yo no supe cómo hacer para consolarlo en el primer momento, pero súbitamente se me ocurrió que ése era un caso que se prestaba para ser tratado con un trozo del Robinsón Crusoe. Cojeando me dirigí, pues, hacia mi habitación y cojeando emprendí el regreso a la biblioteca, portador de ese libro inmoral. ¡Ni un alma había en la biblioteca! El mapa de la Italia moderna pareció clavar en mí un par de ojos; y yo clavé, a mi vez, mi vista en él.
Probé luego en la sala. Su pañuelo, que se hallaba sobre el piso, demostraba que había entrado allí. Y he ahí que el cuarto vacío demostraba, a su vez, que se había escurrido nuevamente hacia afuera.
Me dirigí entonces al comedor y di allí con Samuel, quien con una galleta y un vaso de jerez en las manos se dedicaba a indagar silenciosamente en la atmósfera vacía del cuarto. Un minuto antes Mr. Franklin había agitado furiosamente la campanilla, para pedir ese pequeño estimulante. Al llegar allí Samuel con lo solicitado, luego de violenta carrera, comprobó que Mr. Franklin se había esfumado, antes de que la campanilla que se hallaba al pie de la escalera hubiese cesado de vibrar a raíz del tirón con que aquél la había impulsado.
Probé a continuación en el cuarto matinal y lo hallé por fin allí. Se encontraba junto a la ventana, dibujando jeroglíficos con su dedo en el húmedo cristal.
—Su jerez lo está aguardando, señor —le dije.
Fue lo mismo que si le hubiera hablado a las paredes. Estaba sumergido en el insondable abismo de sus propias ideas, sin miras a que se detuviera en sus reflexiones.
—¿Cómo explicas tú la actitud de Raquel, Betteredge? —fue la única respuesta que recibí.
No encontrando ninguna réplica adecuada a mano, saqué a relucir mi Robinsón Crusoe, completamente persuadido de que hallaríamos en él algún pasaje explicativo del caso, siempre que empleáramos cierto tiempo en su búsqueda. Mr. Franklin cerró el libro e insistió al punto en su jerigonza anglogermana. "¿Por qué no estudiar a fondo la cuestión?", dijo como si él mismo hubiera estado objetando dicho procedimiento.
—¿Por qué demonios habremos de perder la paciencia, Betteredge, cuando es mediante esa cualidad que arribaremos a la verdad? No me interrumpas. La actitud de Raquel se torna enteramente inteligible si, haciéndole justicia, adoptamos primero el punto de vista objetivo, a continuación el subjetivo y por último y como remate el objetivo-subjetivo. ¿Qué es lo que ha ocurrido? Sabemos que la pérdida del diamante, descubierta el jueves último por la mañana, la sumió en un estado de excitación nerviosa del cual no se ha recobrado aún. ¿Vas a negarme la existencia hasta aquí del aspecto objetivo? Muy bien, entonces... no me interrumpas. Ahora bien, hallándose en ese estado de excitación nerviosa, ¿cómo podía esperarse que reaccionara, frente a las gentes que la rodeaban, de igual manera que si se hallase en otras condiciones? Al argüir en esta forma, o sea, partiendo de lo interno hacia lo externo, ¿a qué arribamos? Al punto de vista subjetivo. Te desafío a que me niegues la existencia de este aspecto subjetivo del asunto. Muy bien..., ¿qué ocurre entonces? ¡Dios santo! ¡Arribamos, naturalmente, al aspecto objetivo-subjetivo! Resulta entonces que Raquel, hablando con justeza, no es Raquel propiamente dicha, sino otra persona. ¿Debe importarme el ser tratado cruelmente por otra persona? Tú eres bastante irrazonable, Betteredge; pero difícilmente podrías acusarme a mí de lo mismo. Ahora bien, ¿en qué termina todo esto? Concluye en que, a despecho de tu maldita estrechez mental inglesa y tus prejuicios, me siento enteramente cómodo y feliz. ¿Dónde está el jerez?
Mi cabeza se hallaba a esta altura en un estado tal de confusión, que no estaba seguro de si era la mía o la de Mr. Franklin. En tan deplorables condiciones me las arreglé para cumplir tres acciones objetivas: le alcancé a Mr. Franklin el jerez; me retiré a mi habitación y me conforté a mí mismo con la más estimulante pipa de tabaco que recuerdo haber fumado jamás.
No crean, sin embargo, que logré desembarazarme de manera tan fácil de Mr. Franklin. Escurriéndose otra vez del cuarto matinal al vestíbulo, halló el camino de los cuartos de servicio, olió en la atmósfera el aroma de mi pipa y recordó al instante que había sido tan simple como para dejar de fumar en obsequio de Miss Raquel. En un abrir y cerrar de ojos irrumpió en mi cuarto con su cigarrera y volvió, empecinado, a la carga con su tema eterno, tratándolo ahora según su pulcra, ingeniosa e increíble modalidad francesa.
—Dame fuego, Betteredge. ¿Se concibe que haya un hombre que después de haber fumado durante tantos años como yo lo he hecho, sea incapaz de descubrir todo un sistema para el tratamiento que debe dispensarse a las mujeres, en el fondo de su cigarrera? Sígueme con atención y te probaré la cosa en dos palabras. Tú escoges, por ejemplo, un cigarro; lo pruebas y te desagrada. ¿Qué haces, entonces? Lo tiras y ensayas otro. Ahora bien, observa ahora la aplicación del sistema. Tú escoges una mujer, la pruebas y ésta destroza tu corazón. ¡Tonto!, aprende de tu cigarrera. ¡Arrójala de tu lado y ensaya otra!
Yo sacudí la cabeza negativamente. Maravillosamente ingenioso, me atrevo a decir, pero mi experiencia personal se hallaba totalmente en pugna con ese procedimiento.
—En tiempos de la difunta Mrs. Betteredge —le dije— me sentí inclinado innumerables veces a poner en práctica su filosofía, Mr. Franklin. Pero la ley insiste en que debe uno seguir fumando su cigarro, luego de haber escogido.
Hice la observación, guiñándole un ojo. Mr. Franklin soltó una carcajada... y seguimos disfrutando de nuestra alegría igual que dos grillos, hasta el instante en que un nuevo aspecto de su carácter surgió, a su debido tiempo, en primer plano. Así iban las cosas entre mi joven amo y yo y así, mientras el Sargento y el jardinero disputaban en torno de las rosas, empleamos el tiempo que precedió a la llegada de las nuevas de Frizinghall.
El calesín tirado por el pony se halló de vuelta una buena media hora antes del momento en que yo hubiese osado imaginar que lo haría. Mi ama había resuelto permanecer, por el momento, en la casa de su hermana. El caballerizo trajo dos cartas escritas por ella: una dirigida a Mr. Franklin y la otra a mi nombre.
La de Mr. Franklin se la envié a éste a la biblioteca, en donde se había refugiado por segunda vez, luego de tanta andanza. A la mía le di lectura en mi propia habitación. Un cheque que se escurrió de ella en cuanto abrí el sobre, sirvió para indicarme, antes de enterarme de su contenido, que el despido del Sargento Cuff como encargado de la investigación en torno a la Piedra Lunar era ya un hecho consumado.
Le mandé decir al invernadero que deseaba hablar con él inmediatamente. Surgió ante mí con la cabeza atiborrada de la persona del jardinero y del escaramujo, y afirmó que jamás había existido, ni habría de existir en el futuro, persona alguna que pudiese compararse, por lo obstinada, con Mr. Begbie. Yo lo insté a ahuyentar esas futesas de la conversación y a dedicar toda su atención a las cosas realmente importantes. Al oír tales palabras, esforzó su atención lo suficiente como para ver la carta que yo tenía en la mano.
—¡Ah! —dijo con su tono fatigado—, ha recibido usted noticias de Su Señoría. ¿Tengo yo algo que ver en el asunto, Mr. Betteredge?
—Podrá usted comprobarlo por sí mismo, Sargento.
Y a continuación comencé a leerle la carta, con el mayor énfasis y la mayor discreción posibles, la cual se hallaba concebida en los siguientes términos:
"Mi buen Gabriel: Le ruego informe al Sargento Cuff que he cumplido la promesa que le hiciera, con el siguiente resultado, en lo que atañe a Rosanna Spearman: Miss Verinder declara solemnemente que en ningún instante cambió en privado palabra alguna con Rosanna, desde el instante en que esta infortunada mujer entró por vez primera en mi casa. Que en ningún momento, ni siquiera por casualidad, se encontró con ella la noche en que desapareció el diamante; y que ninguna clase de contacto hubo entre ellas desde la mañana del jueves, día en que se dio la primera alarma en la casa, hasta el día de hoy, sábado a la tarde, en que Miss Verinder abandonó la misma. Luego de haberle comunicado a mi hija la noticia del suicidio de Rosanna Spearman, en forma repentina y con las palabras estrictamente imprescindibles para efectuar tal anuncio..., esto fue lo que ocurrió.”
Al llegar a este punto, elevé mi vista hacia el Sargento Cuff y le pregunté qué opinaba de la carta.
—No haría más que ofenderse si le expresara mi opinión —replicó el Sargento—. Continúe, Mr. Betteredge —añadió con exasperante obstinación—, continúe.
Al acordarme de que éste era el hombre que tuvo la audacia de quejarse de la obstinación del jardinero, mi lengua sintió el vehemente impulso de "continuar", pero con palabras que no eran las de mi ama.
No obstante, mi yo cristiano se mantuvo firme. Proseguí pacientemente la lectura de la carta del ama:
"Dirigiéndome a Miss Verinder en la forma que deseaba el policía, le hablé de la manera que me pareció más susceptible de provocar sorpresa en ella. En dos ocasiones, antes de que mi hija abandonara mi techo, le previne que al hacerlo se expondría a despertar la más degradante e intolerable de las sospechas. Ahora acabo de decirle que mis temores se hallaban justificados.
"Su respuesta ha sido respaldada por su tono más solemne, tan sencillamente como es posible que sea cosa alguna expresada con palabras. En primer lugar, no le debe dinero en privado a ser viviente alguno. En segundo lugar, el diamante no se encuentra ni se ha encontrado nunca en sus manos, desde que lo puso en su bufete el miércoles por la noche.
"La confianza de mi hija en mi persona no ha ido más allá de estas palabras. Se mantiene en un obstinado silencio cada vez que le pregunto si puede darme alguna explicación respecto a la desaparición del diamante. Se niega a hacerlo, con lágrimas en los ojos, cuando apelo a ella diciéndole que lo haga en mi beneficio. "Algún día llegarás a saber por qué me tiene tan sin cuidado la acusación y por qué guardo silencio, aun ante ti. Mucho es lo que he hecho para merecer la piedad de mi madre..., nada que pueda hacerla avergonzarse de mi conducta." Estas han sido sus palabras.
"Luego de lo ocurrido entre ese funcionario y yo, creo —pese a que no es más que un extraño— que debe hacérsele conocer, igual que a usted, cuanto ha dicho Miss Verinder. Léale esta carta y entréguele en seguida, en sus propias manos, el cheque que adjunto a la misma. Al renunciar a toda nueva intervención suya en el asunto, sólo tengo que agregar que estoy segura de su honestidad e inteligencia; pero me hallo a la vez más persuadida que nunca de que las circunstancias lo han arrastrado fatalmente en este caso por un camino equivocado.”
Con estas palabras terminaba la carta. Antes de alargarle el cheque, le pregunté al Sargento si tenía alguna observación que hacer.
—No encuadra con mis obligaciones, Betteredge —replicó—, hacer observación alguna respecto a un caso, cuando he dado a éste por terminado.
Yo arrojé el cheque en su dirección, a través de la mesa.
—¿Cree usted en esta parte de la carta de Su Señoría? —le dije indignado.
El Sargento miró el cheque y arqueó melancólicamente sus cejas, al comprobar la liberalidad de Su Señoría.
—Es ésta una tan generosa estimación del valor de mi tiempo —dijo—, que me siento obligado a retribuirla en alguna forma. Tendré en cuenta el monto de ese cheque, Mr. Betteredge, cuando llegue el momento en que sea oportuno recordarlo.
—¿Qué quiere usted decir? —le pregunté.
—Su Señoría ha sorteado los escollos del momento en forma muy inteligente —dijo el Sargento—. Pero este escándalo de familia pertenece a esa categoría de hechos que vuelven a estallar en la superficie cuando menos lo espera uno. Nuevos problemas detectivescos se hallarán en nuestras manos, señor, antes de que la Piedra Lunar tenga muchos meses más de vida.
Si algún sentido trascendía de tales palabras y algo quiso dar a entender con el tono con que las dijo, fue lo siguiente: la carta de mi ama demostraba, según él, que Miss Raquel era lo suficientemente tenaz como para resistir la más potente súplica que le fuera dirigida y que había hecho víctima a su madre (¡Dios mío, y en qué momento!) de toda una serie de abominables mentiras. Qué respuesta le hubiera dado cualquier otra persona al Sargento, no podría decirlo. Yo, por mi parte, le repliqué de esta sencilla manera:
—¡Sargento Cuff, considero sus últimas palabras como un insulto inferido a mi ama y a su hija!
—Mr. Betteredge, considérelas usted como una advertencia y se hallará más próximo a la verdad.
Furioso e iracundo como me encontraba, la diabólica presunción de esta respuesta selló mis labios.
Con el fin de serenarme avancé hacia la ventana. La lluvia había ya cesado; y, ¿a quién fue que vieron mis ojos en el patio sino a Mr. Begbie, nuestro jardinero, aguardando allí afuera el instante de reanudar la disputa acerca del escaramujo, con el Sargento Cuff?
—Saludos para el Sargento —dijo Mr. Begbie, en cuanto advirtió mi presencia—. Si está él dispuesto a caminar hasta la estación, tendré el placer de acompañarlo.
—¡Cómo! —gritó el Sargento a mis espaldas—, ¿no se ha convencido usted aún?
—¡Demonios, ni una pizca! —respondió Míster Begbie.
—¡Entonces iré a la estación! —dijo el Sargento.
—¡Lo esperaré en la puerta! —exclamó Mr. Begbie.
Yo me hallaba, como ustedes ya saben, bastante enfurecido... Pero ¿cómo podía la cólera de ningún hombre mantenerse incólume ante una interrupción de esta índole? El Sargento Cuff advirtió el cambio producido en mí y estimuló su progreso con una expresión oportuna.
—¡Venga! ¡Venga! —dijo—. ¿Por qué no aplicarle a mi caso el mismo punto de vista puesto en práctica por Su Señoría? ¿Por qué no decir que las circunstancias me han arrastrado fatalmente por un camino equivocado?
Poder juzgar una cosa desde el punto de vista en que lo hacía Su Señoría era un privilegio de ser gustado... aun teniendo en cuenta la desventaja de que el ofrecimiento había sido hecho por el Sargento Cuff. Lentamente me fui apaciguando, hasta que alcanzó mi espíritu su nivel normal. Toda opinión en torno a la persona de Miss Raquel, que no fuese la mía o la de mi ama, provocaba de mi parte un altivo desdén. ¡La única cosa que escapaba a mi voluntad era echar en el olvido la cuestión de la Piedra Lunar! Mi propio sentido común debió de haberme aconsejado, bien lo sé, hacer a un lado la cosa..., pero, ¡vaya!, las virtudes que distinguen a la actual generación no existían en mi tiempo. El Sargento Cuff me había herido en mi punto débil y, pese a mis altivas miradas de desprecio, la tierna zona herida por él seguía aún hormigueando. Lo cual me impulsó perversamente a obligarle a dirigir su atención hacia la carta de Su Señoría.
—En lo que a mí se refiere, estoy enteramente convencido —dije—. ¡Pero dejemos de lado eso! Haga de cuenta que tiene aún que convencerme. Usted es de opinión de que no debe dársele crédito a las palabras de Miss Raquel y de que volveremos a oír hablar de la Piedra Lunar. Demuéstreme tal cosa, Sargento —concluí en un tono ligero—. Demuéstremela.
En lugar de ofenderse, asió el Sargento mi mano y la sacudió hasta hacerme doler nuevamente los dedos.
—¡Juro ante Dios —dijo este extraño oficial, solemnemente— que ingresaría mañana mismo en el servicio doméstico, Mr. Betteredge, si se me brindara la oportunidad de trabajar a su lado! Decir que es usted tan transparente como un niño, es hacer a los niños un cumplido que nueve de cada diez de ellos no merecen. ¡Vaya, vaya!, no empecemos a disputar de nuevo. Le diré lo que quiere saber sin recurrir a ese enojoso expediente. No diré una palabra más respecto a Su Señoría o Miss Verinder..., sino que, por primera vez en mi vida, me trocaré, en cierto sentido, en un profeta, y ello en su beneficio. Ya le he prevenido que este asunto de la Piedra Lunar no ha terminado todavía. Muy bien. Ahora, en el momento de partir, le anunciaré tres cosas que habrán de ocurrir en el futuro y las cuales, es mi creencia, los obligarán a ustedes a fijar su actuación en ellas, les agrade o no hacer tal cosa.
—¡Prosiga! —le dije, con el mayor descaro y ligereza.
—Primero —dijo el Sargento—, tendrá usted noticias de los Yolland... cuando entregue el cartero la misiva de Rosanna en Cobb's Hole, el lunes próximo.
Si me hubiera volcado encima un balde de agua fría, dudo que mi desagrado hubiese sido mayor que el que me provocaron tales palabras. Las protestas de inocencia de Miss Raquel habían dejado las actividades de Rosanna —la confección del peinador, el ocultamiento de la prenda manchada y demás hechos— sin la menor explicación. ¡Y esto no se me ocurrió a mí en ningún momento, antes de que el Sargento Cuff me obligara a pensar en todo ello de repente!
—Luego —prosiguió el Sargento—, tendrá usted noticias de los tres juglares hindúes. Oirá hablar de ellos en los alrededores, si Miss Raquel permanece en el vecindario. Y oirá hablar de ellos en Londres, si Miss Raquel se dirige a Londres.
No sintiendo ya el menor interés por los escamoteadores y hallándome plenamente convencido de la inocencia de mi joven ama, acogí esta segunda profecía con la mayor ligereza.
—Basta ya de las dos primeras cosas de las tres que habrán de suceder —le dije—. ¡Dígame cuál es la otra!
—La tercera y última —dijo el Sargento Cuff— consiste en que tarde o temprano oirá usted hablar de ese prestamista londinense que me he tomado ya la libertad de mencionar dos veces. Déme usted su libreta de apuntes para anotarle su nombre y dirección..., para evitar que se produzca confusión alguna, en caso de que el hecho se consume en realidad.
En consecuencia, escribió sobre una hoja en blanco: "Mr. Septimus Luker, Middlesex Place, Lambeth, Londres.“
—Estas son las últimas palabras —dijo, indicando la dirección— relativas a la Piedra Lunar, con que habré de molestarlo a usted por el momento. El tiempo dirá si estoy en lo cierto o equivocado. Mientras tanto, señor, me voy de aquí llevándome una favorable y sincera impresión de su persona, que en mi opinión nos honra a ambos. Si no volvemos a encontrarnos antes de que me retire del ejercicio de mi profesión, espero que venga usted a verme a esa casita próxima a Londres, a la cual ya le he echado el ojo. Le prometo, Mr. Betteredge, que los senderos serán de hierba en mi jardín. En cuanto a las rosas musgosas...
—¡Demonios, ni una pizca podrá hacer crecer a la rosa musgosa, si no la injerta primero en el escaramujo! —gritó una voz desde la ventana.
Ambos nos volvimos. Allí estaba el eterno Mr. Begbie, quien se hallaba demasiado impaciente respecto a la controversia, para seguir aguardando un minuto más en la puerta. El Sargento estrujó mi mano y se precipitó al patio, más caldeado aún que su antagonista.
—Pregúntele qué pasó con la rosa musgosa cuando regrese y fíjese bien si lo he dejado con alguna pierna en que pararse —gritó el gran Cuff, a su vez, desde la ventana.
—Caballeros —respondí yo, tratando de aplacarlos como los había aplacado anteriormente—, en lo que concierne a la rosa musgosa. mucho es lo que puede decirse por ambas partes.
Fue lo mismo que si me hubiese puesto, como dicen los irlandeses, a silbarle gigas a una piedra. Ambos prosiguieron el camino, disputando la batalla de las rosas, sin dar ni pedir cuartel. La última vez que los vi, Mr. Begbie sacudía su obstinada cabeza y el Sargento Cuff lo había tomado de un brazo igual que si se tratara de un preso. ¡Ah, vaya, vaya! Reconozco que no pude evitar un sentimiento de simpatía hacia el Sargento..., aunque seguí odiándolo todo el tiempo.
Explíquese como mejor puedan este estado mental. Pronto se verán libres de mi persona y mis contradicciones. Una vez que me haya referido a la partida de Mr. Franklin, el relato de lo acontecido el día sábado habrá llegado, por fin, a su término. Y cuando, luego de ello, haya narrado ciertos extraños eventos acaecidos en el curso de la nueva semana, habré cumplido mi misión respecto a esta historia y entregaré la pluma a la persona designada para sucederme. Si se hallan ustedes fatigados por la lectura, como yo por la faena de escribir este relato..., ¡qué alegría, Dios mío, será la que experimentaremos dentro de muy pocas páginas!