La anterior correspondencia bastará para explicar por qué razón no me ha quedado otra alternativa, en lo que concierne a la muerte de Lady Verinder, que la de la simple mención del hecho con que cierro el capítulo quinto.
Manteniéndome, en lo que atañe a lo que acaeció después, rigurosamente dentro de los límites de mi experiencia personal, debo decir que hubo de transcurrir un mes, luego del deceso de mi tía, antes de que Raquel Verinder y yo volviéramos a encontrarnos. EL hecho ocurrió en ocasión de haber ido a pasar yo unos pocos días bajo el mismo techo, con ella. Durante mi estada allí tuvo lugar un hecho relacionado con su compromiso matrimonial con Mr. Godfrey Ablewhite, lo suficientemente importante como para ser registrado en estas páginas. Cuando este último eslabón de una cadena de desdichas familiares sea revelado, habré dado cumplimiento a mi misión; porque habré entonces referido todo lo que sé en mi carácter de testigo (y de lo más mal dispuesto) de estos hechos.
Los restos de mi tía fueron transportados desde Londres al campo y depositados en el pequeño cementerio adyacente a la iglesia que se halla en sus propias tierras. Se me invitó, como a los demás miembros de familia, a asistir al funeral. Pero era imposible, debido a mis creencias religiosas, que lograra arrancarme a mí misma de mi propio abatimiento cuando tan pocos días habían transcurrido desde el momento en que recibí el golpe que significó para mí su muerte. Supe además que el Rector de Frizinghall habría de ser quien leyera las oraciones durante el servicio. Habiendo tenido ocasión de ver con mis propios ojos anteriormente cómo este réprobo clérigo se sumaba a los jugadores junto a la mesa de whist de Lady Verinder, dudo que, aun de haberme hallado en condiciones de viajar, hubiera asistido a la ceremonia.
A la muerte de Lady Verinder su hija fue puesta bajo la tutela de su cuñado, Mr. Ablewhite, padre. En el testamento se lo designaba tutor hasta el momento en que su sobrina se casase o alcanzara la mayoría de edad. Frente a tales circunstancias Mr. Godfrey, sospecho, puso al tanto a su padre de la clase de relación que la unía en ese entonces con Raquel. Sea como fuere, diez días después de la muerte de mi tía, el secreto de su compromiso matrimonial había dejado de ser tal en el círculo de sus familiares, y el gran problema que se le presentó a Mr. Ablewhite, padre —¡otro réprobo consumado!—, para resolver, fue cómo habría de arreglárselas para hacer que su persona y su autoridad resultaran lo más amable posible a la acaudalada joven que habría de casarse con su hijo.
Raquel le ocasionó cierta molestia en un principio cuando se trató de persuadirla en lo que atañe al lugar en que debía residir. La casa de Montagu Square se hallaba asociada a la desdichada idea de la muerte de su madre. La de Yorkshire, al escandaloso asunto de la desaparición de la Piedra Lunar. La residencia de su tutor en Frizinghall no se hallaba expuesta a ninguna de estas dos objeciones. Pero la presencia de Raquel en la misma, luego de su reciente pérdida, implicaba un obstáculo en medio de las alegrías de sus primas, las Ablewhite..., y ella misma exigió que la visita fuera postergada hasta una oportunidad más favorable. Se terminó por adoptar la idea, emanada del viejo Mr. Ablewhite, de probar suerte en una casa amueblada de Brighton. Su esposa, su hija inválida y Raquel irían a habitarla en seguida. EL se les uniría cuando la estación se hallase más avanzada. No contarían con otra compañía que la de unos pocos amigos y tendrían a Godfrey, que viajaría continuamente hacia Londres y desde Londres hacia allí en tren, a su entera disposición.
Si me detengo en este fluctuar sin rumbo de una residencia a la otra—en este insaciable desasosiego del cuerpo y este espantoso estancamiento del alma—, es meramente para alcanzar un fin determinado. El acto que, inspirado por la Providencia, probó ser el vehículo que habría de unirnos una vez más a Raquel Verinder y a mí, no fue otro que el hecho de haber alquilado la finca de Brighton.
Mi tía Ablewhite es una mujer alta, silenciosa, de hermosa tez, que se distingue por determinado rasgo de su carácter. Desde el día en que nació no se sabe que haya hecho nada por sí misma. En su marcha a través de la vida ha ido aceptando la ayuda de uno y otro y adoptando las opiniones de cada cual. Otra persona más sin remedio, desde el punto de vista religioso, no creo que haya encontrado yo jamás... No existe en ese ser asombroso escollo alguno que se oponga al trabajo ajeno. Tía Ablewhite sería capaz de escuchar al Gran Lama del Tibet con la misma atención con que me escucha a mí y de meditar luego sobre sus opiniones como lo haría sobre las mías. En cuanto a la casa amueblada de Brighton, se enteró de que existía, después de haber descendido frente a un hotel de Londres, de haberse arrellanado en un sofá y enviado por su hijo. Determinó el número de criados que harían falta allí, mediante el acto de desayunarse en su lecho una mañana (todavía en el hotel), y de darle asueto a su criada con la condición de que "comenzara a divertirse trayendo de inmediato a Miss Clack". La encontré abanicándose plácidamente en su peinador, hacia las once.
—Mi querida Drusilla, necesito varios criados. Tu eres práctica. .. Hazlo por mí.
Yo miré en torno, hacia las cosas de ese cuarto en desorden. Las campanas de la iglesia llamaban para el servicio del día; su sonido me insinuó la conveniencia de lanzar una frase afectuosa.
—¡Oh, tía! —le dije tristemente—, ¿es acaso digno esto de una cristiana inglesa? ¿Debe acaso afrontarse el tránsito de lo temporal a lo eterno en esta forma?
Mi tía me respondió:
—Me pondré el vestido, Drusilla, si eres tan buena como para ayúdame.
¿Qué respuesta cabía luego de estas palabras? Yo he hecho maravillas con mujeres criminales... Pero no he avanzado una sola pulgada con tía Ablewhite.
—¿Dónde está la lista de los criados que necesitas?
Mi tía sacudió la cabeza; no contaba con las energías suficientes siquiera para echar mano de la lista.
—Raquel la ha llevado, querido —me dijo—, a la otra habitación.
Me dirigí al otro cuarto, y así fue como me encontré con Raquel por primera vez desde el momento en que nos separáramos en Montagu Square.
Aparecía lamentablemente pequeña y delgada en su traje de luto riguroso. Si yo le atribuyera importancia alguna a esa cosa baladí y perecedera que es la apariencia personal, me sentiría inclinada ahora a añadir que el suyo era uno de esos cutis que se resienten toda vez que no se hallan bordeados por alguna prenda blanca. Pero ¿qué importancia tienen nuestro cutis y nuestra apariencia? ¡No son más que un estorbo y una trampa, mis queridas muchachas, que nos acechan en nuestra marcha hacia cosas más altas! Ante mi gran sorpresa, Raquel se levantó al entrar yo en el cuarto y vino a mi encuentro extendiéndome la mano.
—Me alegro de verte, Drusilla —me dijo—. He tenido antes la costumbre de hablarte en una forma extremadamente tonta y grosera. Perdóname. Confío en que me perdonarás.
Supongo que mi rostro debió traicionar el asombro que experimenté ante esas palabras. Enrojeció por un momento y prosiguió luego con su explicación.
—En tiempos de mi madre—dijo—, no siempre sus amigos fueron también los míos. Ahora que la he perdido, mi corazón se vuelve en busca de consuelo hacia aquellas personas que a ella le agradaron. Tú le gustabas. Prueba ser mi amigo, Drusilla, si te es posible.
Para cualquier inteligencia decorosamente constituida, este reconocimiento del motivo que la impulsaba era, simplemente, chocante. ¡He aquí, en nuestra cristiana Inglaterra, una joven que, en medio de su desgracia, tan escasa noción tenía del lugar hacia el cual debía mirar en busca de consuelo, que esperaba realmente hallarlo entre los amigos de su madre! ¡He aquí a una parienta mía que despertaba a la realidad de sus faltas respecto a sus semejantes, bajo la influencia no del deber ni la convicción, sino del sentimiento y del impulso! Cosa ésta de lo más deplorable..., aunque susceptible de despertar las esperanzas de una persona tan experimentada como yo en los trabajos piadosos. Nada de malo tendría, me dije, que me asegurara de la magnitud del cambio operado en el carácter de Raquel a raíz de la pérdida de su madre. Resolví, a manera de útil experimento, probarla en lo que se refería a la cuestión de su compromiso matrimonial con Mr. Godfrey Ablewhite.
Luego de haber respondido a sus insinuaciones con la mayor cordialidad posible, me senté a su lado en el sofá, a su propio requerimiento. Discutimos los asuntos familiares y los planes para el futuro... todos ellos, menos ese otro plan futuro que habría de epilogar en su matrimonio. Por más que me esforcé en una u otra forma para hacer recaer la conversación en el mismo, ella se obstinó en no recoger mi insinuación. Cualquier franca alusión al tema de mi parte hubiese resultado prematura en esta primera etapa de nuestra reconciliación. Además, acababa yo de descubrir cuanto me hacía falta saber. Ya no era ella esa criatura desafiante y temeraria a quien viera y escuchara durante mi martirio en Montagu Square. Lo ocurrido fue ya suficiente de por sí para estimularme a tomar en mis manos el asunto de su conversión, a la cual di comienzo dirigiéndole unas pocas palabras de prevención en contra de la idea de un prematuro establecimiento del vínculo matrimonial, para deslizarme poco a poco hacia temas más elevados. Considerándola ahora a la luz del nuevo interés que despertaba en mí su persona —y acordándome de la temeraria premura con que había acogido ella la proposición matrimonial de Mr. Godfrey—, me sentí solemnemente llamada a intervenir con un fervor que me aseguró que habría de alcanzar resultados nada comunes. Una acción rápida era lo que, me pareció, correspondía en el presente caso. Inmediatamente volví a la cuestión de los criados requeridos por la casa amueblada.
—¿Dónde está la lista, querida?
Raquel me la alargó.
—Una cocinera, una fregona, una criada y un lacayo —leí—. Mi querida Raquel, estos criados serán tomados sólo por una temporada..., la temporada por la cual ha alquilado tu tutor la casa. Nos será muy dificultoso conseguir que personas de capacidad y buenos antecedentes acepten un contrato tan breve, aquí en Londres ¿Han encontrado ya casa en Brighton?
—Sí. Godfrey la ha alquilado; y las gentes de la casa se ofrecieron para ocupar las plazas de criados.
A él le pareció que difícilmente habrían de adaptarse a nuestras necesidades y regresó sin llegar a nada concreto.
—¿Y tú no tienes experiencia alguna en cuanto a ese asunto, Raquel?
—Absolutamente ninguna.
—¿Y tía Ablewhite no tratará de hacer algo?
—No, pobrecita de ella. No la condenes, Drusilla. Creo que es la única persona dichosa que he encontrado jamás en mi vida.
—Hay diversos grados de felicidad, querida. Algún día hablaremos un poco de ello. Mientras tanto tomaré a mi cargo la tarea de salvar esa dificultad constituida por los criados. Tu tía tendrá que escribirles una carta a los criados de la casa...
—La firmará después que yo la haya escrito, lo cual es lo mismo.
—Exactamente lo mismo. Yo tomaré la carta y partiré para Brighton mañana.
—¡Qué buena eres! Nos reuniremos contigo tan pronto como te halles lista para recibirnos. Y espero que te quedes con nosotros, en calidad de huésped mía. ¡Brighton es tan animado!; estoy segura de que te agradará.
Con estas palabras me fue extendida la invitación, y la gloriosa perspectiva de una intervención de mi parte se ofreció de inmediato ante mi vista.
Nos hallábamos a mediados de la semana. Hacia la tarde del sábado la casa se encontraba lista para recibirlos. En tan breve espacio de tiempo me había informado no sólo respecto a los antecedentes personales, sino también a las creencias religiosas de los criados desocupados que acudieron a mí, y llevado a feliz término una selección que mereció la aprobación de mi conciencia. Encontré también allí y mandé llamar a dos graves amigos míos, residentes en la ciudad, a quienes sabía podía confiarles la piadosa misión que me llevó a Brighton. Uno de ellos —un amigo clérigo— me ayudó buenamente en la tarea de lograr asientos para nuestro pequeño grupo familiar, en la iglesia en la cual él oficiaba. El otro —una dama soltera, como yo— puso todo el material de su biblioteca, compuesta de valiosas publicaciones, a mi entera disposición. Le tomé prestados una media docena de volúmenes, escogidos cuidadosamente con el propósito de entregárselos a Raquel. Una vez que los hube distribuido muy juiciosamente por las habitaciones que indudablemente habría ella de ocupar, consideré que los preparativos se hallaban completados. Firme creencia religiosa en los criados que los aguardaban; firme doctrina en el sacerdote que la arengaría; sana doctrina en los libros que reposaban sobre la mesa..., ¡ésa era la triple bienvenida que mi celo religioso le había preparado en la casa a la muchacha huérfana! Una paz celestial saturó mi pensamiento, cuanto me senté en la tarde de ese sábado junto a la ventana para aguardar el arribo de mis parientes. La aturdida multitud pasaba y repasaba ante mis ojos. ¡Ay!, ¿cuántos de entre ellos serían capaces de sentir la exquisita satisfacción del deber cumplido que a mí me embargaba? Terrible pregunta. No insistamos en ella.
Entre las seis y las siete llegaron los viajeros. Una indecible sorpresa me produjo el hecho de que vinieran escoltados no por Mr. Godfrey (como yo me imaginara), sino por Mr. Bruff, el abogado.
—¿Cómo está usted, Miss Clack? —me dijo—. Esta vez pienso quedarme.
Su referencia a aquella ocasión en que lo obligué a posponer sus negocios en aras de los míos, cuando nos hallábamos ambos de visita en Montagu Square, me convenció de que ese viejo mundano había venido a Brighton para poner en práctica algún plan de su parte. ¡Yo le había preparado, cabalmente, un pequeño paraíso a mi bien amada Raquel..., y he aquí la serpiente instalada ya en él!
—Godfrey sintió mucho no haber podido venir con nosotros, Drusilla —dijo mi tía Ablewhite—. Cierto asunto lo obligó a permanecer en la ciudad. Mr. Bruff se ofreció para remplazarlo y se ha tomado asueto hasta el lunes por la mañana. (Entre paréntesis, Mr. Bruff, se me ha ordenado hacer ejercicio, pero no me gusta). Esa —añadió tía Ablewhite apuntando a través de la ventana y en dirección a un inválido que pasaba en ese instante sobre una silla de ruedas— es la idea que yo tengo del ejercicio. Si es aire lo que se quiere, hay que tomarlo en su silla. Y si es que quiere uno fatigarse, estoy segura de que se fatigará lo suficiente con sólo mirar a los hombres.
Raquel permanecía silenciosa junto a la ventana y con la vista clavada en el mar.
—¿Cansada, querida? —inquirí yo.
—No. Solamente un poco triste —me respondió—. He visto el mar muchas veces, en nuestra costa de Yorkshire, alumbrado por esta misma luz. Y estaba pensando, Drusilla, en días que jamás habrán de volver.
Mr. Bruff se quedó a comer y seguía en la casa al llegar la noche. Cuando más lo observaba, más me convencía de que algún fin secreto lo impulsó a venir a Brighton. Lo vigilé estrechamente. Se mantuvo siempre con aspecto despreocupado y se refirió en su conversación a los mismos e impíos chismes de siempre, hora tras hora, hasta que llegó el momento de la despedida. Cuando estrechó la mano de Raquel, advertí que su mirada dura y astuta se detenía por un instante en el rostro de ella, denotando un interés y una atención de índole peculiar. Ella se hallaba indudablemente implicada en su fin secreto. No dijo nada que saliera de lo común ni a ella ni a ningún otro, al abandonar la casa. Se invitó a sí mismo para el almuerzo del día siguiente y partió entonces para su hotel.
Fue imposible lograr, a la mañana siguiente, que tía Ablewhite se quitara a tiempo el peinador para poder ir al templo. Su hija inválida, que no padecía de otra cosa, en mi opinión, que de una pereza incurable heredada de su madre, anunció que pensaba quedarse en la cama todo el día. Raquel y yo nos dirigimos, solas, a la iglesia. Un magnífico sermón fue pronunciado por mi talentoso amigo, respecto de la pagana indiferencia del mundo, en lo que concierne a la gravedad de los pecados menores. Durante más de una hora atronó su elocuencia, auxiliada por una voz soberbia, a través del sagrado edificio. Al salir le dije a Raquel:
—¿Ha conseguido llegarte al corazón, querida? —Y ella me respondió:
—No, sólo me ha producido jaqueca.
Estas palabras habrían sin duda decepcionado a cualquiera otra persona. En lo que a mí se refiere, una vez embarcada en una misión de manifiesta utilidad, nada hay que pueda desalentarme.
Encontramos a tía Ablewhite y a Mr. Bruff a la mesa, almorzando. En cuanto Raquel se rehusó a comer dando como motivo su dolor de cabeza, el astuto abogado aprovechó la oportunidad que ella acababa de darle.
—Sólo existe un remedio para el dolor de cabeza —dijo este horrible anciano—. Un paseo, Miss Raquel, es lo que habrá de curarla. Me pongo a su entera disposición si me concede el honor de darme el brazo.
—Con el mayor placer. Un paseo es lo que más estaba deseando realizar ahora.
—Son ya más de las dos —sugerí blandamente—. Y el servicio de la tarde comienza a las tres.
—¿Cómo puedes creer que vuelva a la iglesia —me respondió de manera petulante— con este dolor de cabeza?
Mr. Bruff le abrió, oficiosamente, la puerta. Un minuto después estaban fuera de la casa. No creo que haya sentido en ninguna otra ocasión más hondamente el deseo de intervenir. ¿Pero qué podía yo hacer? Nada, como no fuera aguardar la primera oportunidad que se me ofreciera para ello, a una hora más avanzada del día.
Al volver de los servicios religiosos de la tarde hallé que acababan de regresar en ese instante. Una sola mirada que les dirigí a ambos me bastó para comprobar que ya le había dicho el abogado lo que tenía que decirle. Jamás vi a Raquel tan silenciosa y pensativa como en esa ocasión. Jamás vi anteriormente que Mr. Bruff se consagrara tan devotamente a ella y la observase con tan notables muestras de respeto. Tenía, o fingió tener, el compromiso de asistir a una comida ese día..., y se despidió de todos a una hora temprana, con el propósito de regresar a Londres en el primer tren de la mañana siguiente.
—¿Está segura de no volverse atrás? —le dijo a Raquel ya en la puerta.
—Completamente segura —le respondió ella..., y así fue como se separaron.
En cuanto él le dio la espalda, Raquel se retiró a su cuarto. No apareció en ningún momento durante la comida. Su criada, la mujer del gorro con cintas, fue enviada escalera abajo para anunciar que había vuelto a dolerle mucho la cabeza. Yo subí corriendo y le ofrecí luego, a través de la puerta, cuanta ayuda es posible que una hermana le preste a otra hermana. La puerta se encontraba cerrada y ella siguió manteniéndola así. ¡He aquí todo un cúmulo de obstáculos materiales, contra los cuales podría yo luchar! Me sentí alegre y estimulada por el hecho de que hubiese cerrado la puerta.
Cuando a la mañana siguiente le fue llevada su taza de té yo ascendí en pos de ella, me senté a su lado en la cama y le dije unas pocas palabras juiciosas. Raquel me escuchó con lánguida cortesía. Vi las preciosas publicaciones que me diera mi grave amigo, amontonadas sobre una mesa que se hallaba en un rincón. ¿Había acaso reparado por casualidad en las mismas?, le pregunté. Sí..., pero no le interesaron. ¿Me permitiría leerle unos pocos pasajes, muy profundos, que probablemente habían escapado a su mirada? No; entonces no...; tenía otras cosas en las cuales pensar. Me dio estas respuestas aparentemente absorbida por la tarea de plegar y replegar el volante de su camisa de dormir. Era evidente que se hacía necesario despertarla mediante alguna referencia a esas cosas mundanas que aún gravitaban en el fondo de su corazón.
—¿Sabes, mi amor —le dije—, que tuve una extraña ocurrencia ayer respecto de Mr. Bruff? Pensé, cuando te vi a tu regreso del paseo que realizaste con él, que te comunicó alguna mala nueva.
Sus dedos soltaron el volante de su camisa de dormir y sus coléricos ojos negros relampaguearon ante mí.
—¡Todo lo contrario! —dijo—. Fueron nuevas que tenía mucho interés en oír..., y le estoy muy agradecida a Mr. Bruff por habérmelas comunicado.
—¿Sí? —le dije, en un tono dulcemente interesado.
Sus dedos retornaron el volante y volvió su cabeza con enfado, dejando de mirarme. Por centenares se cuentan las veces en que se me respondió de esa manera durante el cumplimiento de mi misión piadosa. Ahora, su actitud no hizo más que estimularme a probar de nuevo. En mi impávido afán por bregar por su dicha resolví afrontar el gran riesgo y aludí abiertamente a su compromiso matrimonial.
—¿Nuevas que tenías interés en oír? —le dije, repitiendo sus palabras—. Supongo, mi querida Raquel, que tales nuevas se referirán a Mr. Godfrey Ablewhite.
Saltó en el lecho y se puso mortalmente pálida. Era evidente que en la punta de su lengua se hallaba ya lista una réplica de la misma índole insolente y desenfrenada de las de antaño. Se reprimió... dejó caer su cabeza hacia atrás, sobre la almohada... meditó durante un minuto..., y me respondió después con estas notables palabras:
—Jamás me casaré con Mr. Godfrey Ablewhite.
Me llegó ahora el turno a mí de sobresaltarme.
—¿Qué quieres decir? —exclamé—. Toda la familia considera ya el matrimonio como una cosa hecha.
—Mr. Godfrey Ablewhite es esperado hoy aquí —me contestó empecinadamente—. Aguarda a que él venga. .., y verás lo que sucede.
—Pero mi querida Raquel...
Hizo sonar la campanilla que se hallaba a la cabecera de su lecho. La persona del gorro con cintas apareció en el cuarto.
—¡Penélope, el baño!
Hagámosle justicia. Teniendo en cuenta mi situación mental de ese momento, creo sinceramente que dio con el único medio posible capaz de obligarme a abandonar la alcoba.
Un espíritu meramente mundano habría juzgado mi situación, en lo que respecta a Raquel, cargado de dificultades de índole desusada. Yo había dado por seguro el ir llevándola hacia planos más y más elevados, mediante una breve y ardiente exhortación sobre el tema del matrimonio. Y he aquí, de creer lo que ella me dijo, que tal hecho no habría de verificarse de ningún modo. Pero, ¡ah, mis amigos!, una cristiana batalladora como yo y con mi experiencia (con la perspectiva de poder realizar una labor evangelizadora ante sí), juzga las cosas con un criterio más amplio. Admitiendo que Raquel desistiera en verdad del matrimonio que los dos Ablewhite, padre e hijo, daban como una cosa segura, ¿cuál habría de ser el resultado? La cosa sólo podía terminar, de mantenerse ella firme, en un simple intercambio de expresiones duras y de ásperas acusaciones por ambas partes. ¿Y cuál sería el efecto de todo ello en Raquel, una vez que la borrascosa entrevista hubiese terminado? Una saludable depresión moral. Su orgullo se agotaría, y su obstinación cedería también, bajo el peso de la firme resistencia que, de acuerdo con su carácter, habría de oponer. Debería, pues, volverse en demanda de simpatía hacia la persona más próxima a ella susceptible de ofrecérsela. Y yo era esa persona que se hallaba más cerca..., desbordando consuelo, henchida hasta el exceso de las más oportunas y vivificantes palabras. Jamás anteriormente se habían ofrecido ante mis ojos tan brillantes perspectivas en el campo de la evangelización.
Bajó para el almuerzo, pero no comió nada y apenas si articuló palabra alguna.
Luego del almuerzo empezó a vagar negligentemente de un cuarto a otro..., y, de repente, despertándose a sí misma, procedió a abrir el piano. La música que escogió para ejecutar en el instrumento fue de lo más escandalosa y profana y se hallaba asociada al recuerdo de ciertas obras de teatro que le helaban a una la sangre en las venas con sólo pensar en ellas. Hubiera sido imprudente intervenir en ese momento.
Luego de asegurarme, secretamente, de la hora de la llegada de Mr. Godfrey Ablewhite, salí de la casa para huir de la música.
Ya sola, en el exterior, se me presentó la oportunidad de visitar a los dos amigos que tenía en el vecindario. Un lujo indescriptible significaba para mí el sentir que me toleraba a mí misma la debilidad de mantener una conversación sobre temas importantes con personas serias. Infinitamente animada y confortada desanduve el camino, y regresé a la casa con tiempo de sobra para aguardar el arribo del huésped a esa hora del día..., ¡y me encontré cara a cara con Mr. Godfrey Ablewhite!
No intentó abandonar el lugar. Todo lo contrario. Avanzó para salirme al encuentro, con la mayor vehemencia.
—¡Mi querida Miss Clack, he estado aguardando aquí tan sólo para verla a usted! Quiso la casualidad que me viera libre de mis compromisos en Londres, antes de lo que yo esperaba..., y he venido aquí, en consecuencia, antes de la hora indicada.
Ni la menor muestra de embarazo entorpeció su explicación, pese a que era ésta la primera vez que nos encontrábamos, luego de la escena que se desarrolló en Montagu Square. Cierto es que él ignoraba que yo había sido testigo de la misma. Pero sabía por otra parte, que por el hecho de concurrir a la Junta Maternal para la Confección de Pantalones Cortos y por hallarme vinculada a ciertos amigos que se dedicaban a diversas obras de beneficencia, tenía que hallarme enterada de su negligente y vergonzosa conducta respecto de las damas y de los pobres. ¡No obstante, allí lo tenía yo ante mí, en plena posesión de sus encantadoras cuerdas vocales y de su irresistible sonrisa!
—¿Ha visto ya a Raquel? —le pregunté.
Lanzando un dulce respiro me tomó la mano. Yo la hubiera arrancado, sin duda, de la suya, de no haber quedado paralizada por el asombro que me produjo el tono con que expresó su respuesta.
—He visto a Raquel —me dijo, con la mayor tranquilidad—. Usted sabe, querida amiga mía, que se hallaba comprometida conmigo, ¿no es así? Pues bien; repentinamente ha decidido romper el compromiso.
Luego de meditar sobre ello se ha convencido de que la mejor manera de propender a su felicidad y a la mía sería la de retractarse de su imprudente promesa y dejarme libre para que efectúe yo una elección más afortunada en cualquier otro sitio. Esa es la única explicación que me ha dado y la única respuesta que lograra sacarle cualquier pregunta mía.
—¿Qué ha hecho usted, por su parte? —inquirí—. ¿Se ha sometido?
—Sí —dijo, con una calma inconmovible—. Me he sometido.
Tan inconcebible me resultaba su conducta en tales circunstancias, que permanecí, confundida, con mi mano en la suya. Clavarle la vista a cualquiera constituye, hasta cierto punto, una grosería; clavársela a un caballero resulta una acción indecorosa. Yo cometí ambas indiscreciones. Y le dije, como en un sueño:
—¿Qué quiere usted decir?
—Permítame que se lo diga —replicó—. ¿Qué le parece si nos sentamos?
Me condujo entonces hacia una silla. Tengo la vaga impresión ahora de que se mostró muy afectuoso conmigo. No digo que deslizara su brazo en derredor de mi cintura... aunque no estoy muy segura. Yo me hallaba desamparada y él tenía la costumbre de ser muy cariñoso con las damas. Sea como fuere, nos sentamos. Puedo responder de ello, aunque no pueda hacerlo respecto de ninguna otra cosa.