Me dirigí a la estación de ferrocarril, innecesario será que lo diga, acompañado de Gabriel Betteredge. Llevaba la carta en el bolsillo y la camisa de noche empacada, a salvo, dentro de mi pequeño saco de viaje...; ambas habrían de ser sometidas al examen de Mr. Bruff.
Abandonamos la casa en silencio. Por primera vez desde que lo conocía noté que el viejo Betteredge iba a mi lado sin decirme una palabra. Teniendo algo de qué hablar, por mi parte, inicié la conversación tan pronto traspusimos la entrada del pabellón de guardia.
—Antes de partir para Londres —comencé a decirle—, tengo que hacerte dos preguntas. Ambas se relacionan con mi persona y creo que habrán de sorprenderte un tanto.
—Si ambas vienen a quitarme de la cabeza la carta de esa pobre muchacha, Mr. Franklin, podrán ellas hacer lo que quieran conmigo. Tenga la bondad de comenzar por sorprenderme, señor, tan pronto como le sea posible.
—Mi primera pregunta, Betteredge, es la siguiente: ¿me hallaba yo borracho la noche del cumpleaños de Raquel?
—¡Borracho usted! —exclamó el anciano—. ¡Vaya, si su más grande defecto, Mr. Franklin, es el de beber solamente en la comida y no probar una sola gota de licor después de esa hora!
—Pero el día del cumpleaños fue una fecha especial. Muy bien podría ser que hubiera hecho abandono de mis hábitos regulares esa noche, única entre todas las demás.
Betteredge meditó durante un momento.
—Abandonó, sí, usted sus hábitos, señor —me dijo—. Pero le diré en qué sentido. Presentó un aspecto lastimosamente enfermizo..., y lo persuadimos para que tomara un trago de brandy con agua para levantarle un poco el ánimo.
—No acostumbro beber brandy con agua. Es muy posible. . .
—Aguarde un instante, Mr. Franklin. También yo sabía que no se hallaba acostumbrado a ello. Escancié para usted medio vaso de los que se usan para el vino, de nuestro viejo coñac de cincuenta años, ¡y qué vergüenza para mí!, inundé ese noble licor con cerca de medio vaso de agua fría. Un chico no hubiera podido emborracharse con él..., ¡mucho menos un hombre!
Yo sabía que podía confiar en su memoria en una cuestión como ésa. Era completamente imposible que me hubiera embriagado. Pasé, pues, a la segunda pregunta.
—Antes de que se me enviara al extranjero, Betteredge, siendo un muchacho, tú me conocías bastante, ¿no es así? Ahora bien: dime sin ambages si recuerdas alguna cosa extraña que haya yo hecho, luego de haberme ido a la cama a dormir. ¿Me viste alguna vez caminar dormido?
Betteredge se detuvo, me miró durante un momento, asintió con la cabeza y prosiguió su camino nuevamente.
—¡Ya sé cuál es su propósito, Mr. Franklin!—me dijo—. Está usted tratando de explicarse cómo fue que se manchó con pintura su camisa de noche, sin enterarse usted mismo de ello. Pero se equivoca, señor. Se halla usted muy lejos de la verdad, señor. ¿Caminar dormido? ¡Jamás hizo usted tal cosa durante su existencia!
Nuevamente tuve la sensación de que Betteredge debía de estar en lo cierto. Ni en mi patria ni en el extranjero había llevado yo nunca una vida solitaria. De haber sido yo sonámbulo, cientos y cientos de personas lo hubieran comprobado e, interesándose por mi seguridad, me hubieran prevenido respecto de tal hábito y tomado las precauciones del caso.
Admitiendo aun todo eso, me seguí aferrando —con una obstinación indudablemente natural y excusable dadas las circunstancias por que atravesaba— a una u otra de las dos explicaciones que yo concebía como las únicas capaces de justificar la insoportable situación en que me hallaba entonces. Advirtiendo que no estaba aún convencido se refirió Betteredge astutamente a ciertos eventos posteriores, relacionados con la historia de la Piedra Lunar y dispersó a los vientos de una vez y para siempre mis dos teorías.
—Probemos sus teorías de otra manera, señor —me dijo—. Persista usted en esa idea y veamos hasta dónde lo hace avanzar la misma en el camino de la verdad. Si hemos de creerle a la camisa de dormir—a quien, yo por lo menos, no le creo—, no solamente la manchó usted con la pintura de la puerta, sino que robó usted el diamante, también sin saberlo. ¿Es o no es así, hasta aquí, por lo menos?
—Completamente cierto. Continúa.
—Muy bien, señor. Diremos que se hallaba usted borracho o que caminó dormido cuando se apoderó de la gema. Esto puede admitirse en lo que concierne a la noche del día del cumpleaños y a la mañana subsiguiente. Pero ¿cómo podrá servir para explicar lo que ocurrió después? El diamante fue llevado a Londres, después de eso. Le fue entregado en calidad de prenda a Mr. Luker posteriormente. ¿Hizo usted ambas cosas, sin saberlo, también? ¿Se hallaba borracho cuando lo vi fuera en el calesín del pony, la tarde del sábado? ¿Y se dirigió usted, dormido, hacia la casa de Mr. Luker, luego que abandonó el tren al final de su viaje? Perdóneme que le diga, Mr. Franklin, que este asunto lo ha trastornado de tal forma, que no se halla usted en condiciones de juzgar las cosas por sí mismo. Cuando más pronto se halle usted junto a Mr. Bruff, más pronto distinguirá el camino que lo conduzca fuera del punto de estancamiento en que se encuentra ahora.
Arribamos a la estación con uno o dos minutos de adelanto.
Apresuradamente le di mi dirección de Londres a Betteredge, de manera que pudiera escribirme si se hacía necesario, prometiéndole, de mi parte, ponerlo al tanto de cualquier novedad que se produjese. Hecho esto y en el preciso instante en que me despedía de él, eché por casualidad una ojeada al puesto de los libros y diarios. Y ¡he ahí que, conversando con el encargado del puesto, vi de nuevo al extraño ayudante de Mr. Candy! Nuestros ojos se descubrieron los unos a los otros simultáneamente. Ezra Jennings se quitó el sombrero al verme. Yo le devolví el saludo y me introduje en mi compartimiento en el mismo instante en que el tren partía. Fue un alivio para mi mente, creo, poder detenerse en cosas que no tenían ninguna especie de relación personal conmigo. Sea lo que fuere, comencé ese viaje de regreso que habría de llevarme hacia Mr. Bruff, sorprendido —absurdamente sorprendido, lo admito— por el hecho de haberme encontrado dos veces, durante el mismo día, con el hombre del cabello blanquinegro.
La hora en que llegué a Londres excluía toda esperanza de hallar a Mr. Bruff en el teatro de sus actividades. Me dirigí, pues, desde la estación a su residencia privada de Hampstead, donde perturbé la modorra del abogado, que se hallaba solo en su comedor con su doguillo favorito sobre las rodillas y su botella de vino junto al codo.
La mejor manera de describir el efecto que le produjo mi historia a Mr. Bruff será la de puntualizar las diversas medidas que tomó en cuanto hube llegado al término de la misma. Ordenó que llevaran bofes y té fuerte a su estudio e hizo poner en conocimiento de las señoras de la casa que les estaba prohibido interrumpirnos, cualquiera fuera el pretexto que utilizaran para ello. Luego de estas medidas preliminares, examinó primero la camisa de dormir y se consagró en seguida a la lectura de la carta de Rosanna Spearman.
Cuando hubo terminado, Mr. Bruff me dirigió por primera vez la palabra, desde que nos recluyéramos en su cuarto.
—Franklin Blake —me dijo el anciano caballero—, es éste un asunto serio, desde más de un punto de vista. En mi opinión, le concierne casi tanto a Raquel como a usted mismo. Su extraordinaria conducta ha dejado de ser un misterio ahora. Ella cree que fue usted quien robó el diamante.
Yo me había resistido a razonar imparcialmente, para no arribar a tan odiosa conclusión. Pero ésta había forzado el paso dentro de mí, no obstante. Mi resolución de obtener una entrevista personal con Raquel se basaba cierta y realmente en esa causa que acababa de puntualizar Mr. Bruff.
—El primer paso por darse en esta investigación —prosiguió el abogado— habrá de ser el de apelar a Miss Raquel. Ha guardado silencio hasta ahora por motivos que yo, que conozco su carácter, puedo fácilmente explicarme. Es imposible, luego de lo ocurrido, tolerar ese silencio por más tiempo. Debe ser persuadida, o forzada, a decirnos en qué se basa para creer que fue usted quien robó la Piedra Lunar. Hay muchas probabilidades que todo este asunto, difícil como nos parece ahora, se derrumbe y desintegre en mil pedazos, con sólo que logremos abrirnos paso a través de la inveterada reserva de Raquel y podamos convencerla de que debe hablar sin ambages.
—Es ésta una consoladora opinión para mí —le dije—. No obstante, admito que me gustaría saber...
—En qué se basa mi presunción —me interrumpió Mr. Bruff—. Podré decírselo en dos minutos. Tenga en cuenta, en primer lugar, que juzgo el caso desde el punto de vista del abogado. Las pruebas son las que me interesan. Muy bien. Estas surgen al comienzo del caso y en una faz importante del mismo.
—¿Qué faz?
—Escuche usted. Admito que el nombre estampado en la camisa de dormir es el suyo. Admito también que la marca de pintura prueba que dicha prenda fue la que provocó la mancha en la puerta de Raquel. Pero ¿qué testimonio existe, ante usted o ante mí, que venga a demostrar que usted fue la persona que vistió en ese momento la camisa de dormir?
Su objeción me electrizó. No se me había ocurrido en ningún momento.
—En cuanto a esto —prosiguió el abogado, levantando la confesión de Rosanna Spearman—, comprendo que se trata de una carta dolorosa para usted. Comprendo también por qué no se resuelve usted a analizarla desde un punto de vista puramente imparcial. Pero yo no me hallo en su misma situación. Puedo aplicarle mi experiencia profesional a este documento, de la misma manera en que se la aplicaría a cualquier otro. Sin aludir para nada a las actividades de esa mujer como ladrona, le haré notar simplemente que su carta viene a demostrar que era una perita en imposturas, como lo demuestra ella misma; y arguyo, por tanto, que se justifica mi sospecha de que no ha dicho toda la verdad. No lanzaré ninguna teoría respecto de lo que pudo o no pudo ella hacer. Solamente diré que si Raquel ha sospechado de usted, basándose únicamente en la camisa de dormir, existen noventa y nueve probabilidades entre cien de que Rosanna Spearman fuera la persona que le mostró la prenda. En tal caso, ahí está la carta de esa mujer en la cual ella confiesa que se hallaba celosa de Raquel, que le cambiaba las rosas y que percibía un pequeño rayo de esperanza en su futuro, en caso de que produjera una disputa entre Raquel y usted. No me detendré para inquirir quién robó la Piedra Lunar (para conseguir sus fines, Rosanna Spearman hubiera sido capaz de hurtar cincuenta Piedras Lunares); sólo diré que la desaparición de la gema le dio a esa ladrona, que se hallaba enamorada de usted, la oportunidad de desunirlos, a usted y a Raquel, por el resto de sus vidas. Tenga en cuenta que ella no había decidido aún en ese entonces eliminarse, y habiéndosele presentado tal oportunidad, afirmo sin la menor vacilación que se hallaba de acuerdo con su carácter el aprovecharla. ¿Qué me dice usted de ello?
—Una sospecha parecida —le respondí— cruzó por mi mente tan pronto abrí la carta.
—¡Exacto! Y una vez que la hubo leído se apiadó de la pobre muchacha y no se atrevió a sospechar de ella. ¡Eso habla mucho en su favor, mi querido señor..., mucho en su favor!
—Pero supongamos que resulte que he llevado realmente encima la camisa de dormir. ¿Qué ocurre entonces?
—No veo cómo pueda probarse tal cosa —dijo Mr. Bruff—. Pero, dando por sentado que existe tal prueba, la vindicación de su inocencia no sería entonces una fácil faena. No profundicemos ahora en eso. Aguardemos y veamos si es que Raquel ha sospechado de usted, basándose únicamente en la camisa de noche.
—¡Dios mío, cuán fríamente habla usted de las sospechas de Raquel! —prorrumpí—. ¿Qué derecho tiene ella a sospechar de mí, exista la prueba que existiere, y a pensar que yo soy el ladrón?
—Pregunta muy sensata, mi querido señor. Hecha con un poco de vehemencia..., pero digna de ser tenida en cuenta a pesar de ello. Lo mismo que a usted lo confunde me tiene perplejo a mí. Busque en su memoria y conteste a lo siguiente: ¿ocurrió durante su permanencia en la casa algo, no, naturalmente, que viniera a hacer vacilar la creencia de Raquel en su honor, pero sí que viniera, digamos, a hacerla vacilar en su creencia, no importa si con muy poca razón, en los principios de usted en general?
Yo me puse en pie de un salto, impelido por una ingobernable agitación. La pregunta del abogado me hizo recordar, por primera vez desde que abandonara Inglaterra, que algo había, en verdad, ocurrido.
En el capítulo octavo de la Narración de Betteredge se hace alusión a la llegada de un extranjero desconocido a la casa de mi tía, quien fue a verme allí por asuntos de negocios. La naturaleza de su misión era la siguiente:
Yo había sido tan tonto (hallándome, como me hallaba habitualmente, necesitado de dinero) como para aceptar un préstamo del encargado de un pequeño restaurante de París, donde era un cliente bien conocido. Una fecha fue fijada para la devolución del dinero, y, cuando venció el plazo, comprobé, como les habrá ocurrido comúnmente a millares de hombres honestos, que me era imposible cumplir con mi compromiso. Le envié entonces al hombre una letra. Mi nombre era, desgraciadamente, demasiado conocido respecto de tales documentos: el hombre no lo pudo negociar. Sus asuntos se habían desordenado luego que me prestara a mí esa suma; la bancarrota se avecinaba, cuando un pariente suyo, un abogado francés, vino a verme a Inglaterra para insistir en el pago de la deuda. Era éste un individuo de fogoso temperamento, que optó, frente a mi, por la injuria. Cambiamos palabras ásperas y, desgraciadamente, mi tía y Raquel, que se encontraban en el cuarto contiguo, las oyeron. Lady Verinder entró en la habitación e insistió en enterarse de lo que ocurría. El francés exhibió sus credenciales y me proclamó el culpable de la ruina de un pobre hombre que confiara en mi honor. Mi tía le entregó inmediatamente el dinero y lo despidió. Me conocía mejor, sin duda, que el francés, para adoptar el punto de vista de éste, respecto de la transacción. Pero le chocó, al mismo tiempo, mi negligencia y se irritó justamente conmigo por haberme colocado en una situación que, de no haber mediado su intervención, hubiera llegado a ser deshonrosa. Que su madre la hubiera puesto al tanto de lo ocurrido o que Raquel lo hubiera oído por sí misma... es cosa que no puedo yo determinar. Lo cierto es que ella adoptó su personal punto de vista romántico y presuntuoso en lo que concierne a este asunto. Según dijo, era yo un "hombre sin corazón", "sin honor" y que "carecía de principios", agregando que "no se podía decir lo que sería capaz de hacer la próxima vez"...; en suma, me dijo las cosas más duras que oyera jamás de labios de una joven. La brecha abierta entre ambos persistió hasta el día siguiente. Al otro día logré hacer las paces con ella y dejé de pensar en este asunto. ¿Había Raquel vuelto a pensar en tan desgraciada contingencia, cuando se produjo el momento crítico en que el lugar que yo ocupaba en su estimación se vio nuevamente y de manera mucho más seria en peligro? Mr. Bruff, al mencionarle yo tal cosa anteriormente, había respondido afirmativamente y de inmediato a mi pregunta.
—Esto no habrá dejado de ejercer su efecto en ella —me dijo gravemente—. Y desearía, por el bien suyo, que eso no hubiera ocurrido jamás. No obstante, hemos descubierto que existía determinado influjo que la predisponía en contra de usted..., y, sea como fuere, hemos despejado ya una de las incógnitas. El próximo paso que habremos de dar en nuestra investigación será el que nos lleve junto a Raquel.
Se levantó y echó a andar, pensativo, de arriba abajo por el cuarto. En dos oportunidades estuve a punto de decirle que me hallaba decidido a entrevistarme con Raquel y en igual número de ocasiones el respeto que me inspiraba su edad y su carácter me hicieron vacilar respecto del hecho de sorprenderlo en un momento desfavorable.
—La gran dificultad estriba—me dijo resumiendo— en lograr que ella dé a conocer, sin reservas, su opinión sobre este asunto. ¿Se le ocurre a usted algo?
—He decidido, Mr. Bruff, hablarle a Raquel personalmente.
—¡Usted! —se detuvo súbitamente y me miró como si pensara que había perdido el juicio—. ¡Usted, entre tantas personas como hay en el mundo! —se contuvo bruscamente y empezó a dar otra vuelta por el cuarto—. Aguarde un poco —me dijo—. En casos tan extraordinarios como éste, el método osado resulta a veces el mejor de todos —meditó sobre ello durante un minuto o dos, bajo esa nueva luz arrojada sobre el asunto y optó de manera audaz por declararse en mi favor—. Quien no arriesga, nada consigue —prosiguió el anciano—. Cuenta usted con una probabilidad que yo no poseo... y habrá de ser, por tanto, usted quien experimente primero.
—¿Una probabilidad en mi favor? —repetí, con la mayor sorpresa.
Mr. Bruff suavizó por vez primera la expresión de su rostro, hasta llegar a sonreír.
—Así es —me dijo—. Le digo a usted claramente que no confío ni en su discreción ni en su carácter. Pero sí en que Raquel conserva aún, en algún remoto y minúsculo rincón de su corazón, cierta enfermiza debilidad por usted. Toque ese resorte... ¡y verá usted cómo habrá de escuchar la más plena confesión que haya brotado jamás de labios de una mujer! El problema reside en saber cómo se las arreglará usted para verla.
—Ella ha sido ya huéspeda suya en esta casa —le respondí—. ¿Me atreveré a sugerirle —si es que no se ha hablado ya en forma desfavorable de mí en este lugar— si no podría verla en esta casa?
—¡Calma! —dijo Mr. Bruff.
Sin otro comentario que esta palabra única respecto de mi réplica, comenzó a pasearse otra vez de arriba abajo por el cuarto.
—Hablando vulgarmente, mi casa habrá de convertirse en una trampa destinada a cazar a Raquel, mediante la utilización de un cebo que adoptará la forma de una invitación que le harán a ella mi esposa y mis hijas. Si fuera usted cualquiera otra persona, menos Pranklin Blake, y el asunto un poquito menos serio de lo que en realidad es el mismo, habría de rehusarme yo de plano. Tal como están las cosas, abrigo la total certeza de que vivirá Raquel lo suficiente como para agradecerme algún día esta traición que le haré en mi ancianidad. Considéreme usted su cómplice. Raquel será invitada a pasar el día en mi casa y usted habrá de recibir la comunicación pertinente.
—¿Cuándo? ¿Mañana?
—Si fuera mañana, no contaríamos con el tiempo suficiente como para recibir su respuesta. Digamos pasado mañana.
—¿Cuándo tendré noticias suyas, Mr. Bruff?
—Permanezca en su casa toda la mañana y aguarde mi llamado.
Luego de agradecerle el valioso servicio que me estaba prestando, con toda la gratitud que experimentaba, realmente, en ese instante, decliné la hospitalaria invitación que me hizo para que durmiera esa noche en Hampstead y regresé a mi alojamiento de Londres.
Del día que siguió a éste sólo puedo afirmar que fue el más largo de toda mi existencia. Inocente, como sabía yo mismo que lo era, y seguro como me hallaba de que la abominable imputación que se hacía recaer sobre mi persona debía, tarde o temprano, disiparse, experimentaba, no obstante, una sensación de vergüenza que me hacía rehuir instintivamente a mis amigos. Es común oír decir (casi invariablemente de boca de observadores superficiales) que el delito puede tener la apariencia de la inocencia. Por mi parte creo que es un axioma mucho más cierto ése que afirma que la inocencia presenta a veces el aspecto del delito. Decidí no recibir a nadie, durante todo el día, en la casa, y sólo me aventuré a salir amparándome en la oscuridad de la noche.
A la mañana siguiente Mr. Bruff me sorprendió junto a la mesa del desayuno. Luego de alargarme una llave de gran tamaño, me anunció que se sentía avergonzado de sí mismo por primera vez en su vida.
—¿Vendrá ella?
—Vendrá hoy a almorzar y a pasar la tarde con mi esposa y mis hijas.
—¿Se hallan Mrs. Bruff y sus hijas en el secreto?
—Ha sido inevitable. Pero las mujeres, como habrá usted observado, carecen de principios. Mi familia no experimenta mis escrúpulos de conciencia. Siendo nuestro fin avenirlos, a usted y a Raquel, mi esposa y mis hijas pasan por alto los medios puestos en juego para lograr tal cosa, con la misma tranquilidad que si fueran jesuitas.
—Le estoy infinitamente agradecido. ¿De dónde es esa llave?
—Es de la puerta que se halla en el muro de mi jardín trasero. Hágase presente allí a las tres de la tarde. Introdúzcase en el jardín y penetre en la salita y abra luego la puerta que hallará enfrente y que comunica con el cuarto de música. Allí se encontrará con Raquel.. ., a solas con ella.
—¿Cómo podré agradecerle a usted?
—Ya le diré cómo. No me condene por lo que pase luego.
Con estas palabras salió del cuarto.
Muchas eran las horas áridas que debía pasar aguardando. Para matar el tiempo le eché una ojeada a las cartas recibidas. Entre ellas se hallaba una de Betteredge.
La abrí ansiosamente. Ante mi sorpresa y mi chasco, comenzaba con una excusa y me prevenía respecto del hecho de que no debía aguardar ninguna novedad de importancia. ¡En la frase siguiente volvía a aparecer el eterno Ezra Jennings! Había detenido a Betteredge mientras abandonaba la estación y le preguntó quién era yo. Satisfecha su curiosidad en ese punto, le comunicó a Mr. Candy, su amo, que me había visto. Al enterarse de ello, Mr. Candy se había dirigido por su cuenta a Betteredge, para expresarle que lamentaba el que no nos hubiéramos encontrado. Tenía cierto motivo particular para hablar conmigo y me pedía que la próxima vez que estuviera yo en el pueblo de Frizinghall se lo hiciera saber. Dejando de lado unas pocas sentencias típicas de la filosofía de Betteredge, eso era todo lo que en sustancia decía la carta de mi corresponsal. El fiel y cordial anciano reconocía que la había escrito "sobre todo para gozar del placer de escribirme".
Yo estrujé la carta en mi bolsillo y la olvidé en seguida, absorbido, como me hallaba totalmente, por la inminente entrevista que habría de sostener con Raquel.
En cuanto el reloj de la iglesia de Hampstead dio las tres, introduje la llave en la cerradura de la puerta del muro. Confieso que al dar el primer paso dentro del jardín, mientras me hallaba asegurando aún la puerta desde adentro, experimenté una culpable sensación de incertidumbre respecto de lo que podría ocurrir más tarde. Dirigí una mirada furtiva hacia la izquierda y la derecha como si sospechara la presencia de algún inesperado testigo oculto en cierto rincón ignorado del jardín. Nada ocurrió que viniera a confirmar mis aprensiones. Los senderos estaban todos desiertos, y no había otros testigos allí como no fueran los pájaros y las abejas.
Atravesé el jardín, penetré en el invernadero y crucé la salita. Al poner mi mano sobre la puerta que había enfrente de mí, oí unas pocas notas quejumbrosas que surgían del piano que se hallaba dentro de ese cuarto. Ella acostumbraba dejar vagar sus dedos por el teclado de esa manera, durante mi estada en la casa de su madre. Me vi obligado a aguardar un instante, para poder calmarme. El pasado y el presente surgieron al unísono en el supremo instante..., y el contraste ofrecido por ambos me conmovió.
Transcurrido un breve lapso, excité mi hombría y abrí entonces la puerta.