Séptima narración

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De una carta escrita por Mr. Candy

Frizinghall, miércoles, sept. 26, 1849.- Mi querido Mr. Franklin Blake: Sin duda sospechará usted la triste nueva que estoy a punto de conmunicarle, en cuanto advierta, en este sobre sin abrir, la carta que le dirigiera usted a Ezra Jennings. Murió en mis brazos al caer la tarde del miércoles último.

No debe usted reprocharme el no haberle informado antes que su fin se hallaba próximo. El me prohibió expresamente comunicarle tal cosa. "Me hallo en deuda con Mr. Franklin Blake, me dijo, por haberme hecho vivir algunos días dichosos. No lo entristezca, Mr. Candy, no lo entristezca.”

Sus sufrimientos, hasta las últimas seis horas de su vida, fueron espantosos. En los intervalos de calma, cuando tenía la mente lúcida, le rogué que me diera el nombre de algunos de sus parientes para escribirles. Me pidió entonces que lo perdonara por no poder acceder a lo que yo le pedía. Y luego me dijo —sin amargura— que habría de morir como había vivido, esto es, olvidado y sin amigos. Mantuvo su designio hasta el último momento. No existe ahora la menor posibilidad de describir nada respecto de su persona. Su historia es una página en blanco.

La víspera de su muerte me indicó el lugar en que se hallaban sus papeles. Se los llevé al lecho. Había entre ellos un manojo de viejas cartas que hizo a un lado. También un libro inconcluso y su Diario..., compuesto de varios volúmenes entrelazados. Abrió el correspondiente al año actual y arrancó entonces de él una por una las páginas que se referían a la época que usted y él compartieron. "Entrégueselas", me dijo, "a Mr. Franklin Blake. Puede ser que en los años por venir tenga interés en echarle una ojeada a lo que se halla aquí escrito." De inmediato enlazó sus manos y le pidió a Dios en un ruego ferviente que los bendijera a usted y a sus seres queridos. Pero en seguida cambió de opinión. "¡No!", me respondió cuando yo me ofrecí para escribirle a usted, "¡no quiero apenarlo!”

A su pedido recogí a continuación los papeles restantes —o sea, el manojo de cartas, el libro inconcluso y los varios volúmenes que componen su Diario— y los guardé a todos en un sobre sellado con mi propio sello. "Prométame", me dijo, "que usted mismo habrá de colocar esto en mi ataúd y que habrá de velar porque nadie lo toque en adelante.”

Yo me comprometí a ello. Y la promesa ha sido cumplida.

Me pidió luego otra cosa, a la cual accedí luego de violenta lucha conmigo mismo. "Que mi tumba sea olvidada", me dijo. "Deme usted la palabra de honor de que no habrá de permitir que ningún monumento —ni siquiera la lápida más vulgar— habrá de indicar el sitio en que me halle enterrado. Quiero dormir ignorado. Quiero reposar olvidado." En cuanto yo traté de hacerle cambiar de opinión, se agitó por primera y última vez, de la manera más violenta. No pude soportar ese espectáculo y cedí. Sólo un pequeño montículo de hierba señala el lugar en que reposa. Con el correr del tiempo habrán de levantarse en torno de él más y más lápidas. Y las gentes que nos sucedan habrán de mirar con asombro la tumba innominada.

Según ya le he dicho, seis horas antes de su muerte dejó de sufrir. Dormitó un poco. Creo que soñó. En una o dos ocasiones se sonrió. Un nombre de mujer, según me pareció —el nombre de "ella"—, brotó por ese entonces varias veces de sus labios. Pocos minutos antes de morir me pidió que lo levantara sobre la almohada para poder ver elevarse el sol a través de la ventana. Se hallaba muy débil. Su cabeza se inclinó sobre mi hombro. Y dijo en cuchicheo: "¡Ya llega!” Luego me pidió: "¡Béseme!" Yo lo besé en la frente. Súbitamente levantó la cabeza. La luz del sol le dio en el rostro. Una bella expresión, una expresión angélica, cubrió su cara. Y exclamó tres veces: "¡Paz, ¡paz!, ¡paz!" Su cabeza volvió a caer sobre mi hombro, el largo infortunio que fue su vida había llegado a su fin.

Así fue como se alejó de nuestro lado. Fue, en mi opinión, un gran hombre..., aunque el mundo no haya sabido nunca nada de él. Sobrellevó su destino cruel con el mayor coraje. Poseía el carácter más dulce que haya encontrado yo jamás en un hombre. Su pérdida rl1e ha dejado muy solo. Quizá no he vuelto a hallarme nunca enteramente bien desde que estuve enfermo. A veces pienso abandonar mi profesión e irme de aquí para probar las aguas y los baños de algún sitio extranjero en beneficio de mi salud.

Corre el rumor aquí de que usted y Miss Verinder se casarán el mes próximo. Le ruego acepte mis más sinceras congratulaciones.

Las páginas arrancadas del Diario de mi pobre amigo lo están esperando a usted en mi casa..., selladas y con el nombre suyo en el sobre. No me atreví a enviárselas por correo.

Saludos para Miss Verinder, a quien le hago llegar, a la vez, mis mejores augurios. Me suscribo, mi querido Mr. Franklin Blake, su seguro servidor.

Thomas Candy