A cargo de Gabriel Betteredge
Yo soy la persona (como sin duda recordarán ustedes) que abrió la marcha en estas páginas y dio comienzo a la historia. También habré de ser la que se quede detrás, por así decirlo, para cerrarla.
Que nadie crea que quiero yo añadir aquí ciertas palabras finales respecto del diamante hindú. Aborrezco esa gema aciaga y remito al lector, en lo que a eso se refiere, ante otras personas de más autoridad que la mía para conocer, como sin duda querrá hacerlo, cualquier novedad relativa a la Piedra Lunar. Mi propósito es el de dar a conocer aquí un suceso de la vida de la familia, que ha sido pasado por alto por todo el mundo y que yo no permitiré que sea tan irrespetuosamente dejado de lado. El hecho en cuestión es... el casamiento de Miss Raquel con Mr. Franklin Blake. Este interesante suceso se produjo en nuestra casa de Yorkshire el martes nueve de octubre de mil ochocientos cuarenta y nueve. Yo vestí un nuevo traje en tal ocasión. Y la pareja de recién casados fue a pasar su luna de miel a Escocia.
Escasas como han sido las fiestas en nuestra casa desde la muerte de mi pobre ama, debo reconocer que en ocasión de la boda tomé, hacia el final del día, un trago de más en honor de la fecha.
Si han hecho ustedes alguna vez lo que yo he hecho, habrán de comprender y sentir lo que yo he comprendido y sentido. De lo contrario, es muy probable que digan: "¡Viejo estúpido!, ¿por qué nos dice tal cosa?” La razón que me asiste para hacerlo es la siguiente:
Luego de haber bebido, pues, ese trago (¡válgame Dios!, ustedes también tienen su vicio favorito: sólo que el vicio de ustedes no es igual al mío y éste no es igual al de ustedes), recurrí de inmediato al único remedio infalible..., ése que ustedes ya conocen y que lleva el nombre de Robinsón Crusoe. En qué página abrí este libro sin igual es algo que no podría determinarlo. Pero en qué lugar del mismo vi que dejaban las líneas de sucederse las unas a las otras, es algo que conozco perfectamente. Se trataba de la página trescientos dieciocho..., en la que aparece el siguiente pasaje relativo al matrimonio de Robinsón Crusoe:
"A la luz de tales ideas hube de meditar sobre mis nuevos compromisos: tenía una esposa..." (¡Observen que también la tenía Mr. Franklin!)..., "un hijo ya...” (¡observen nuevamente, que podía ser ¿se el caso de Mr. Franklin, también!...), "y mi mujer, entonces...” Lo que hizo o dejó de hacer "entonces" la mujer de Robinsón Crusoe fue algo que no sentí el menor deseo de conocer. Taché con mi lápiz el pasaje que se refería al hijo y coloqué un pedazo de papel en dicha página para que sirviera de indicador: "Descansa allí, le dije, hasta que Mr. Franklin y Miss Raquel lleven varios meses de casados...; ¡entonces veremos lo que ocurre!”
Pasaron los meses (más de los que yo suponía) y ninguna oportunidad se me presentó de ir a perturbar la calma del indicador del libro. No fue sino en el actual mes de noviembre, correspondiente al año mil ochocientos cincuenta, cuando penetró Mr. Franklin en mi cuarto con el mejor de los humores para decirme:
—¡Betteredge, tengo cierta noticia que darte! Algo habrá de ocurrir en nuestra casa antes que transcurran muchos meses.
—¿Se refiere a la familia, señor? —le pregunté.
—Le concierne completamente a la familia —me dijo Mr. Franklin.
—¿Tiene algo que ver con ello su buena esposa, si me dispensa, señor?
—Mucho es lo que tiene que ver ella en el asunto —me dijo Mr. Franklin, comenzando a experimentar cierta sorpresa.
—No necesita usted, señor, agregar una sola palabra más —le respondí—. ¡Dios los bendiga a los dos! ¡Los felicito de todo corazón!
Mr. Franklin me clavó su vista como una persona herida por el rayo.
—¿Me permites preguntarte dónde te informaste? —me preguntó—. Yo por mi parte me informé (dentro del mayor secreto) hace apenas cinco minutos.
¡He aquí una gran oportunidad para exhibir a mi Robinsón Crusoe! ¡He aquí la oportunidad de dar lectura al fragmento doméstico relacionado con la criatura, que había marcado con una señal el día de la boda de Mr. Franklin! Le leí entonces las milagrosas palabras con un énfasis que les hacía justicia..., y lo miré luego a la cara con los ojos severos.
—¿Cree usted ahora, señor, en Robinsón Crusoe? —le pregunté con la solemnidad que se ajustaba a la ocasión.
—¡Betteredge! —me dijo Mr. Franklin con la misma solemnidad—, me he convencido, al fin.
Nos estrechamos las manos..., y percibí que lo había convencido.
Hecho el relato de este suceso extraordinario, llega a su fin mi reaparición en estas páginas. Que nadie se ría de la única anécdota que he narrado aquí. En buena hora podrán ustedes reírse de cuanto cosa haya escrito yo en estas páginas. Pero no cuando se trata de Robinsón Crusoe, por Dios, porque es éste un asunto serio para mí..., y les ruego que lo tomen ustedes de la misma manera, por lo tanto.
Dicho lo cual, he terminado con mi relato. Señoras y señores, les hago una reverencia y doy por terminada aquí esta historia.