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Miranda. Retrato de amor
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Efectos colaterales
de Marta D'Argüello y Sebastián Tognocchi
Pieza por pieza de un puzle complicado
4 de mayo, Buenos Aires, Argentina
Medianoche del jueves. La temperatura es agradable. El calor sofocante del verano parece ser historia lejana y, por mucho que uno esfuerce su intención, remontarse hacia aquellas sensaciones resulta desgarradoramente imposible. A una mano en alto, solitaria y bajo la penumbra de aquellas luces amarillentas de la avenida, un taxi perezoso detiene su marcha. La mujer se sube con apremio.
—A Retiro, por favor. —Tras indicar su destino, afina su oído, agudizando los sentidos—. Disculpe, ¿puede subir el volumen de la radio, por favor? —pregunta con cierto nerviosismo. El conductor la observa fijamente a través del espejo retrovisor y, al notar como sus mejillas se ruborizan en la oscuridad, asiente y sonríe con amabilidad.
«Qué decirles… ¡Qué decirles esta noche que pueda cambiar algo, al menos una sola cosa, en su miserable vida! Sí, así como lo escuchan: vidas miserables. Porque, finalmente, eso es lo que tenemos: nada. No tenemos nada. Ustedes mismos no tienen nada. ¿Creen tener certezas? ¿Certezas en su vida? ¿Cuántos de ustedes, hoy, comenzaron su día sabiendo qué iban a cenar? O peor… Piensen, ustedes…, ayúdenme en la tarea de pensar: ¿cuántos de ustedes creen que hoy hemos perdido audiencia, fiel audiencia, por el simple hecho de ser jueves? ¿Cuantos han modificado su vida gracias a las posibilidades? Las vueltas del destino. Porque somos hipócritas por naturaleza: nunca olviden esto. Jugamos a tener el control, pero lo cierto es que no tenemos ni la más remota idea de qué sería tenerlo. Ni… ni la más remota idea. Y qué bella es la sensación de desangrarse por dentro, sabiendo que uno entregaría cuanto tiene y más aún por ese control…».
Ella inclina hacia atrás la cabeza, desplazando su cuerpo por el asiento. Cierra los ojos para tener la sensación de estar junto a quien habla y escuchar con atención cada palabra que sale por los parlantes del coche.
«Veamos: buenas noches. Bienvenido a Sin Censura.
—Bienvenida —lo corrigen.
—¿Está segura de eso? Porque yo no lo estoy… —bromea punzante.
—Muy segura. Es bienvenida, con a final. Cuando quiera, está invitado a verificarlo… —redobla la apuesta.
—Mariana —la nombra.
—Me gusta el control… —explica interrumpiéndolo.
—Yo no le pregunté. ¿Por qué habría de interesarme lo que le gusta?
—Porque soy la persona ideal para seguir su juego y hablarle del control.
—¿Usted? —pregunta sorprendido.
—Ajá…
—¿Usted… a mí? ¿Usted va a hablarme, justamente a mí, de control?
—Yo, así como lo escucha, y ahora mismo.
—¿Cuánto? ¿Cuánto le gusta el control? —Se interesa por su seguridad.
—Bueno, Giuliu…, digamos que no siento mayor placer que al tenerlo.
—Y cuando habla del «placer de tenerlo», no habla específicamente de un sentimiento físico, ¿no es así?
—¿Se refiere al placer?
—Claro…
—No, lejos está de la sensación de placer física y, sin embargo, es mucho, muchísimo más embriagante.
—Interesante —susurra al micrófono mientras el volumen de la música baja de manera notable hasta hacerse casi imperceptible.
—Mariana, en estos momentos… ya sabe cómo es: cientos, miles de personas están en sus camas… escuchándonos. Han apagado todo a su alrededor. Se encuentran en su intimidad más suya y desean conocer su secreto. Su lado B, su «yo» más privado. Ese que, tal vez, sea idéntico al de ellos y que, probablemente, no hayan tenido, jamás, el valor de expresar. Hoy se han acostado con usted, y usted se ha metido en la cama de miles de personas. Mariana: desate la orgía más grande del mundo. Mariana…, su libre albedrío: dispare».
Una catarsis poco común
Madrugada del domingo 7 de mayo
Volver de la casa de mis padres es como crecer de golpe. Una maduración en tiempo record desde el verde y tranquilo City Bell hasta el bullicio de Capital, en donde el cemento me comprime, me asfixia…, me aturde. Daría lo que fuera por continuar siendo su pequeña e indomable adolescente. La que no tenía la cabeza explotada por las circunstancias que le pone la vida en el camino con la complicidad del destino. Bueno, del destino y de los actores que se encargaron de implantar dudas, acertijos, miedos…
Escenas que parecen sacadas de una ficción y que, paradójicamente, no tienen otro destino que mi nuevo libro. La mejor manera de hacer catarsis.
Por más que lo intente, llevo días entrelazando los acontecimientos que pasaron hace meses, con el propósito de darle forma y acomodarlo en mi archivo mental personal. Dejarlo listo para volcarlo en la trama en el momento preciso, marcado con las palabras que, automáticamente, arrastran de mis recuerdos el desencadenante de todo, la punta del ovillo: lo que pasó la bendita noche de los premios.
Le pago al chofer que me recogió en la estación y bajo de manera apresurada.
El ingreso del edificio hace que las imágenes, que no paro de evocar, me representen la escena como si la viera desde otra dimensión.
«—Vení, pasá… —le ordené abriendo la puerta con fuerza, y él subió accediendo de manera obediente—. Vos tenés que estar jugando conmigo o estas realmente muy mal. ¡¿Yo…, celosa?! —le reclamé de nuevo, sin dejar de observarlo desde varios escalones más arriba.
—Usted, celosa —insistió a la vez que acortaba la distancia acercándose de manera peligrosa—. Deseaba que me fuera con usted. —Mi piel se eriza al recordar lo que me dijo a continuación—. Deseaba que estemos juntos.
—Imbécil… —¿Qué otra cosa podía decirle? Tenía que insultarlo. Él me había dejado plantada y me estaba provocando con un descaro que no iba a tolerar.
—Me desea… —Trepó un último escalón y me susurró a centímetros de mi cara.
—¡Sos un imbécil y un machista! —arremetí. Estaba en una zona muy peligrosa y debía salir de allí o caería en su red.
—Dígalo —me insistió, ignorando los epítetos que le había gritado. Fue por más… mucho más. Intenté zafarme con todas mis fuerzas cuando me tomó por la cintura mientras continuaba repitiendo su orden—. ¡Dígalo! —Aparté mi torso cuanto pude hacia atrás, lo suficiente para tomar impulso y estampar la palma de mi mano contra su rostro—. ¡Dígalo, Camila! —gritó a la vez que sus ojos me rogaban que le obedeciera.
—¡Sos un imbécil! —reiteré con bronca, sin dejar de descargar mi ira en su pecho. No quería ceder, aunque lo deseaba con locura. Mi cuerpo traicionero cayó merced de mis hormonas y ya no pude resistirlo».
Me detengo en el mismo sitio. El mismo peldaño en que su boca se abrió para que al fin hiciera lo que había ansiado toda la maldita noche: besarlo… Sentir cómo la tensión le comenzaba a dar lugar a la pasión y encendió las luces de alerta en mi parte pensante, pero ni aun así lograba separarme de sus labios. “Dígalo, señorita del tercer piso…”, y él se aprovechó de mi debilidad. No sé de dónde saqué las fuerzas necesarias para negarme y sobreponerme a la tentación de que subiera junto a mí y termináramos en mi cama.
«—No hoy. No ahora, y no después de la horrible noche que me hiciste pasar».
Bajó en silencio y cerró la puerta. Yo, inmóvil, me había quedado observando como Julián desaparecía de mi vista, no sin antes voltear y regalarme una última sonrisa. “Los soldados no vuelven la vista atrás”, pensé triunfante, y retrocedí sobre mis pasos con un sabor amargo en mi garganta, pero convencida de haber ganado esa batalla. En ese preciso momento, el teléfono vibró en mi bolso. De pie frente al ascensor y con el día ya amanecido, sonreí y lo tomé con vergüenza y velocidad. «Sos tan predecible, nene», sentencié fijando la vista en la pantalla. Sin embargo, la vida tiene vueltas que uno no suele esperar y te sorprenden… y vaya si me sorprendí.
Entro a mi departamento y me tiro en el sofá sin siquiera encender la luz. Así, en la más absoluta oscuridad, cierro los ojos y rememoro lo que sucedió luego de que atendí la llamada. Sus palabras retumban en mi cabeza y me ubican en el mismo instante de meses atrás… Aún no puedo entender por qué acepté su invitación. Como si realmente le debiese algo. Como si realmente hubiera tenido que estar a disposición de esa flaca sensual e insípida que, claramente, tenía (y tiene) aires de superada. Es igual a él… Cada recuerdo me renueva las ganas de arrancarle esa sonrisa falsa de su cara, igual que aquella noche cuando llegó…
«—¡Camila! —me sorprendió—. Perdón, ¡perdón por mi tardanza! El tráfico es un problema en esta ciudad —dijo al tiempo que corrió la silla para tomar asiento frente a mí.
—Me estoy acostumbrado a que me dejen esperando —respondí con bronca acumulada.
—Lo decís por…
—Lo digo porque te fuiste con Julián del evento anoche, haciéndome quedar como una completa imbécil.
—No fue tan así.
—Yo sí lo creo. Y te digo más… Tu llamado, después de haber pasado la noche con él, me resultó presumido y desubicado. ¡Tengo tantas, pero tantas ganas de…!
—Esperá, momento. ¿Realmente creés que me fui con Julián?
—¡Ah, bueno! ¿Ahora resulta que sos víctima en todo esto?
—¡No sé si víctima, pero no pasé la noche con él!
—Mirá, Patricia: me importa muy poco lo que hiciste o dejaste de hacer.
—No parece —arremetió, cruzándose de brazos en el momento en que un camarero le dejó frente a sus ojos una copa de vino bien servida.
—Julián vino a mi casa hoy temprano. Es más, se fue segundos antes de que me llamaras. Parece que no fuiste tan interesante como pensás… —expliqué redoblando la apuesta y disfrutando de mi estocada. Patricia presionó los labios y bajó su vista a la mesa. Pensativa, aguardó unos segundos.
—Yo no sé qué pensás de él.
—¿Me estás preguntando? ¿Tengo que confesarme? ¿Con vos?
—No es necesario si no querés. Dejame… dejame que te cuente lo que yo pienso de él —susurró, aproximándose—. Julián es un… tarado. Es un pendejo que se cree «todo poderoso». ¡Y que con su vida haga lo que quiera! Pero no me gusta que juegue con los demás.
—Suponés que conmigo juega… —razono poco convencida.
—¡Y claro! ¡Para darme celos a mí! —se entusiasmó, y su ridícula deducción hizo que me echara a reír de manera incontrolable.
—¡Dale, Patricia! ¿En serio me decís? Ni una, pero ni una sola vez estuviste en nuestras conversaciones —mentí de manera divina y descarada. «¿Lo estaré protegiendo?», recuerdo que en ese momento se me cruzó esa duda por la cabeza—. Ni una vez en nuestra intimidad —insistí sin mencionar que nunca hubo tal intimidad—. Nunca. Te aseguro que mi historia con él no tiene nada que ver con vos.
—¿No? Mirá vos… ¿Creés que sos la primera? ¿Creés que Julián nunca jugó con nadie más que con vos? ¿Creés que nació el día que te conoció?
—No, bueno…
—Yo también fui su intención. ¿Y sabés qué hacía cuando estaba conmigo? Hacía lo que él quería. No se privaba de nada. Manejaba todo a su antojo, como lo hizo siempre. ¡Ay, chiquita…! —¿¡«Ay, chiquita», me dijo!? Aún me hierve la sangre ante esa expresión—, no te creas tan especial. Te va a hacer mierda a vos también. Como nos quiere hacer mierda a todas. ¿Y sabés por qué? ¿Querés que te diga por qué? Porque él jamás va a enamorarse. Jamás va a ser de una sola mujer. ¡Jamás va a ser de nadie! Él es de él y solamente de él. Y te va a usar, como me usó a mí. Yo también fui la segunda de otra, eh… A Julián, lo único que le importa es él mismo.
—Patricia, ¿por qué creés que me importa lo que me decís? —Claramente me cayó peor de lo que yo misma creía que me caía.
—Porque tenemos la posibilidad de ganarle.
—¿Ganarle? ¿Ahora esto es una guerra? ¿Somos… socias para derrocar al «macho alfa»?
—Mirá, no me caés bien, Camila. Ni de cerca… ¡ni por asomo, diría mi abuelo! Pero peor me cae Julián. Lo quiero y lo odio tanto al mismo tiempo… que creo que lo odio por tanto quererlo. Y ya no tengo intenciones de que gane. De que haga la suya. De que se maneje a su voluntad. Tenemos una oportunidad, y eso es lo que te vengo a plantear. Porque anoche, en el evento, me di cuenta, con solo cruzar dos palabras con vos, de que te está haciendo lo mismo que a todas, siempre. Decidite…, ¿me vas a escuchar? ¿Vas a darme al menos la oportunidad de oír mi idea, ya que viniste hasta acá? ¿O te vas a ir a vivir tu increíble historia con el alfa este?».
Basta por hoy de recuerdos tóxicos. Mis párpados me pesan tanto o más que cada parte de mi cuerpo. Saco el celular de mi bolsillo y lo apago sin revisar los mensajes que, con seguridad, hay en el buzón. Me quito las botas, desprendo mi corpiño y me tapo con la manta que siempre dejo sobre el sillón. Esta noche duermo aquí, sola… como aquella vez. Necesito descansar… De verdad lo necesito.