EL padre no llegó a la ceremonia
atascado en un túnel del suburbio
detenido en el tiempo
tras un derrumbe cuya causa ignora.
La madre, en pleno brindis, ya aburrida
abandonó su puesto de matriarca
y se fue a la montaña, coronada de halcones,
a bailar la canción del despertar.
La disonancia se disemina en las esferas:
ese trono vacío no promete cuidados
pero aviva el deseo, la marcha de las cosas
hacia el alumbramiento, hacia la noche nueva.
El pan espera mano blanda que comparta.
Solo una hermana,
entre cinco guerreros, desenfunda el cuchillo
y en ademán de reina egipcia perfilada
se dispone a dar la orden y bendecir el caos.
AL fondo, arrodillado, en la penumbra, solo
frente a un televisor en mute y sin señal
un niño ensambla palos y cartones
levanta casas, torres, castillos, murallones
construye una ciudad que sus amigos
–bocetos de algo– habitarán en gloria
como sombras congregadas bajo el sol.
Solo hay un reino donde no hay reinado, intuye
y lo demás es ruido de armaduras y espadas
libaciones, caballos muertos, el peso fálico del oro.
Por los pasillos de su mente busca más bien
el eco, la arquitectura aérea, el paisaje
de manchas y borrones sobre la pantalla
como emergiendo desde el más allá
imposible de conocer salvo metiendo la cabeza.
La ciudad
será un ensueño de caminos, con puertas
que conducen a más puertas, escalones
que caen al subir, pasajes escondidos tras rendijas
y puentes, puentes que cuelgan de las nubes
con toboganes como tentáculos entrando al mar
un lugar donde cada encuentro sea un azar
en que nadie pregunte la dirección de nada
porque nada es lo que hay y solo un centro en fuga.
Proyecta el territorio de una imagen posible
sin trono, sin pirámide, sin piedra sobre piedra:
perdido entre los mundos, otro espacio real.
EN un principio cayeron piedras del cielo, eso dicen.
Yo recuerdo una voz que anunciaba una lluvia de piedras
el golpe sonoro contra los techos, el baile con los primos
encapuchados en la plaza, mis manos cubiertas
de una nieve inaudita, demasiado cerca del mar.
Recuerdo las advertencias, la mención al peligro
y al milagro, como si la natura de pronto quisiera borrarlo todo
lapidar las casas, los vecinos, el barrio entero:
el éxtasis del fin, el brote entre las ruinas, el cuerpo
brujo renaciendo de su cadáver, y el asombro.
Las imágenes y las palabras coinciden, no así los hechos
que ocurrieron sin nosotros: meteoritos
que los antiguos adoraron como recados celestes
escritos sobre la inmensa hoja negra de arriba.
Tenemos las fechas, especulamos sobre el tiempo
un punto disparado al interior del cálculo
fuera de la imaginación, palpable
en los estratos de la tierra, su misterio sólido
insistiendo en que somos apenas algo:
momento de un momento en un curso infinito,
golpe que no deja huella sobre el agua.
En un principio cayeron piedras del cielo.
Yo recuerdo aquel invierno en que sonaron.
I
REGARÉ el limonero con orina
Lo regaré porque tú me lo dijiste
Lo regaré con urea para que crezca fuerte
Para que el fruto sea dulce y amarillo
Para que no se pudra como el tiempo
Lo regaré cada noche al recordarte
Pasaré de largo las tentaciones del sueño
Pasaré de largo sin mirar los espejos
Pasaré de largo las habitaciones oscuras
Pasaré de largo el escalón, la ventana
Y plantaré un jardín
Con maría, hierbabuena y un limonero
Y regaré, te juro, lo regaré con orina
Con orina porque tú me lo dijiste
Lo regaré en honor a tu memoria
Con un tibio chorro en la raíz del fruto.
II
QUÉ bien se impregnó todo de tu ausencia
sin dejar ni rastro tuyo. Colgada estás
en el cielo negro de las despedidas
que nunca puedo despedir: mi mano se acerca
y tiembla mientras más se alejan las cosas,
vicio como el de abrazar a desconocidos.
Carne del deseo que descuida de sí
carne del sacrificio que se olvida
especie –a su manera heroica– de fragilidad.
En la pista de hielo, en las rocas costeras
perdido en la neblina cuando te oí caer
en la casa inundada, en el círculo de fuego
entre los días, los recuerdos, mis palabras, las tuyas,
dime si acaso esta sombra no es también sólida.
III
COMO un gato de la fortuna, siempre
tendió su mano hacia los demás, aunque olvidó
que tenía garras y que de porcelana no era.
Hirió incontables veces el corazón de otros
y a pesar del peso inclaudicable, esa cosa
que llaman afectadamente herida y que tiene
el desatino de infectarse o cicatrizar mal, así
y todo siguió insistiendo entre las gentes
con su calor fraterno y su zarpazo artero
sin señal o bufido. Admiraba la construcción
pero no tuvo la ambición de los constructores.
De su tiempo sin tiempo prefirió el cambio duradero
retratado en el ciclo de ciertas piedras acuáticas.
Un buen día escaló un eucalipto con las garras
(de algo servían) y absorto ante la tierra marchita
le llegó su turno. En su lápida quedó escrito:
AQUÍ YACE EL FRUTO DEL ÁRBOL SIN RAÍZ
NO adores la palabra, recoge la piedra bruta
dorada por el sol y machacada en su trópico.
No digas: pobre piedra picoteada por pájaros.
Tan solo tómala y observa sus capas desiguales
entre tu palma y el núcleo duro ahí temblando
sacudiéndose como el sueño en el párpado
de un perro negro dormido. Lánzala de vuelta
al río que rumbo abajo la empujó hasta acá
y si el agua se remueve, y si la mirada se extravía,
y si la mano perpleja busca, allá en el fondo,
un rostro difuminado en el ondear, entonces
di: esta piedra no es palabra alguna, tensa cosa
que lanza al ser lanzada, apariencia que cae
y que vuelve a surgir. Dilo bajo. En silencio.
Que se escuche.