–La de cosas que están pasando últimamente... En serio, ni te imaginas. Escándalos, peleas, que si esto, que si lo otro... Pero yo ver, oír y callar. De todos modos, ¿a quién se lo iba a contar? ¡Vienes tan poco!
–Vaya. Así que me echas de menos porque no tienes con quién cotillear.
–¿Quién habla de cotillear?
–Escándalos, peleas... La materia prima del cotilleo, ¿no?
–¡Uf, eres imposible!
Clara fumaba en la entrada de la cocina, echando hacia atrás la cabeza para soltar el humo al pasillo. Llevaba el pelo muy corto, con flequillo recto, y una hilera de argollas plateadas en una de las orejas. Apoyada en el quicio de la puerta, con sus hermosas ojeras violáceas, la ropa negra y el rostro muy pálido, parecía mayor de lo que era. Eso justo le había dicho su madre nada más verla, que la encontraba peor, más fea y hasta más envejecida.
–¿Cómo quieres que venga, si no paras de ponerme pegas?
–¿Pegas yo a ti? ¿No es más bien al revés?
Una luz lechosa, desvaída, se colaba por el patio interior. De espaldas a ella, la madre daba vueltas a un guiso en la cazuela. Pollo con verduras y montones de especias mezcladas al tuntún. El olor a picante invadía la casa. También el sonido del televisor, aunque nadie lo viera.
–Vale, mami, ¿y qué es todo eso que ha pasado? ¿No me lo vas a contar?
–Oh, nada que te interese. A ti no te gusta cotillear.
–Venga ya, no seas rencorosa. Cuéntamelo.
–¿Que te lo cuente? ¡Ya veremos! –Se volvió con ironía, le clavó la mirada–. Ay, Dios, no me acostumbro a verte esas argollas.
–¿No te gustan?
–¡No! Qué obsesión tenéis ahora por taladraros. Ya no os basta con las orejas, no. Ahora también la nariz y la lengua y las cejas... Toda la ferretería encima, vaya.
–Y más sitios, mami, más sitios nos taladramos.
–Ni me los digas.
Clara rió.
–Quién te ha visto y quién te ve. Con lo moderna que tú has sido siempre... ¿O quieres que te recuerde lo de tu tatuaje en...?
La madre también se echó a reír de buena gana. ¿Moderna? Sí, era verdad que lo había sido. A Clara, de niña, se lo decían con frecuencia, aunque con un sentido acusatorio. Tu madre es muy moderna, le soltaban, y en realidad sonaba: demasiado moderna. Lo decían por todo y por nada. Porque vestía con descaro y se pintaba las uñas de los pies. Porque se divorció dos veces y había montado en casa un salón de peluquería donde acudían clientas de otros barrios. Porque se echaba en una tumbona de la azotea comunitaria a leer novelas, broncearse y fumar. Porque cuando iba al cine colocaba a Clara con cualquiera, a su única hija, esa niña desobediente y contestona por falta de mano dura. Charlatana y extravagante, la madre de Clara hablaba inocentemente con quien fuera, sin darse cuenta de que la criticaban a sus espaldas. De niña, Clara sentía vergüenza ajena, pero también la imperiosa necesidad de defenderla. Ahora Clara no solo no se avergonzaba de su madre, sino que, en gran medida, la admiraba. Había superado un montón de zancadillas y obstáculos y lo había hecho sin alarde, como por instinto. A sus pies, querida madre, pensaba a menudo, aunque eso no impedía que la sacara de quicio su manera de hablar, dando vueltas y vueltas, divagando y repitiéndose.
Ahora, mientras probaba el guiso y se quitaba el delantal, mencionaba a los vecinos del segundo como si ella no los conociese de sobra.
–Mami, que Rosa era mi amiga, ¿no te acuerdas?
–Sí, sí.
Pero siguió. Rosa tuvo un niño inesperadamente, le informó. Una niña, se corrigió luego, un bebé precioso que al principio cuidaban los abuelos por temporadas, hasta que ella sentó cabeza al fin y se lo llevó. Todos los hijos se habían ido ya a vivir sus vidas, cada uno a su lado –cada mochuelo a su nido, dijo–, y ya solo quedaba el matrimonio, aquel hombre tan-tan-tan amable, tan elegante, y su mujer, que estaba como una cabra o como una vaca, según se mirase.
–Con decirte que un día quiso avisar a la policía porque yo había usado las cuerdas de su tendedero. ¡A la policía por eso! ¡Por tender en sus cuerdas! Menos mal que el marido intervino.
–Sí, ya me sé la historia.
Oh, pero habían pasado muchas más cosas que Clara no sabía. En los últimos meses la mujer se había puesto fatal. Tiraba basura al patio interior y hablaba sola. Una noche salió a la calle en camisón y se puso a cantar a toda voz. Y se estaba volviendo muy maleducada, muy grosera. ¡Decía cada palabrita!
–Me pregunto qué hace ese hombre con ella. No pegan nada de nada y míralos, llevan casados toda la vida. En fin. El matrimonio es un lugar misterioso, bien que lo sé yo con mis dos divorcios a cuestas...
Y empezó a hablar de sus divorcios.
–Mami, ¿quieres hacer el favor de centrarte?
–¿Centrarme? ¿Te parece que estoy descentrada?
–No he dicho eso. Pero te pones a embrollarlo todo, eres incapaz de contar una historia desde el principio hasta el final sin dar un montón de rodeos. Lo conviertes todo en un lío.
–Yo no doy rodeos –respondió muy ofendida–. Voy aclarando los datos, explicándolos según van saliendo. Si los pusiera uno detrás de otro, sin más, no se entendería nada. Eso que tú llamas rodeos yo lo llamo la salsa de la historia. Y me parece a mí que interrumpiéndome tampoco ayudas mucho. Ahora tendré que empezar otra vez por el principio.
Pusieron la mesa en silencio. El mantel a cuadros, servilletas de colores, dos juegos de cubiertos, dos vasos Duralex, la jarra de agua. La cazuela en el medio, un cucharón y dos platos para servir allí mismo. La madre seguía picada, pero Clara sabía que en cuanto se sentaran se le pasaría y continuaría la historia. Lo que más le gustaba en el mundo, con diferencia, era observar, inventar y narrar, esa mezcla explosiva.
–Bueno, ¿y qué ha pasado ahora con los vecinos?
–¿Que qué ha pasado? ¿Ves como al final sí quieres saberlo?
Clara no quería saberlo, pero dijo:
–Desembucha.
–La otra noche, que se montó una buena. No veas los gritos que pegaba ella. Él ni mu. Solo la mujer, venga a insultar y a perder los papeles, a decir barbaridades que hasta a mí me espeluznaban, y mira que he oído cosas en mi vida. Y después vino un jaleo tremendo de romper cosas, platos o así, cristales haciéndose añicos y el ruido de golpes en la pared y de alguien tirando muebles al suelo. –Suspiró contrariada y miró comer a su hija–. ¿Cómo está el pollo? Por más que lo intento no termino de pillarle el punto.
–Está bueno. Pero escucha, ¿a nadie se le ocurrió asomarse a ayudar?
–¡Sí, hombre! Para ayudar estaba la cosa...
Lo único que se podía hacer, dijo, era avisar a las autoridades. Que al final no hizo falta porque lo que llegó fue una ambulancia. Y luego supieron que la había llamado el marido, desbordado por la situación.
–Para llevársela la tuvieron que sedar. Una crisis nerviosa, al parecer. Pobre hombre.
–¿Y no pobre mujer?
–No te digo que ella no me dé pena, pero más pena me da él. Se le nota consumido, como sin fuerzas. Ella cada día más gorda y él cada día más canijo.
Clara se quedó pensativa. Qué extraña fijación tenía su madre con aquel vecino. Siempre había sospechado que le gustaba un poco, furtivamente. Sin duda, lo consideraba un hombre atractivo, muy diferente de los que a ella le tocaron en suerte. Por supuesto, Clara tenía otra opinión al respecto.
–Se me ha ocurrido que podría llevarle de vez en cuando un plato de comida –dijo entonces la madre–. Ya sabes, algo sencillo, que no le haga sentirse mal. Por ejemplo, si cocino un guiso como este, pues le aparto un poco y le bajo un táper. Ya sé que no soy buena cocinera, pero ahora que ella está ingresada vete a saber qué come él, si es que come.
Clara se atragantó al escucharla.
–Mamá, por Dios, no hagas eso. Qué vergüenza. ¿Qué más te da a ti si ese hombre come o no?
–¡Él es siempre tan amable conmigo!
–Tiene dos manitas para cocinarse él solo, ¿no?
Si supiera que... Ah, pero ¿cómo decirlo? La mera idea de que su madre bajase a llevarle guisos a aquel hombre la enfurecía. La miró de reojo. El pelo suave y cuidado, peinado con ondas un poco artificiosas. La piel con manchas, castigo divino por todo el sol que tomó en su juventud medio desnuda. Los ojos irritados por abusar de las lentillas. Era presumida, pero, a la vez, mostraba una orgullosa despreocupación por su aspecto. A quien le gustara, bien, y a quien no, también.
–Pues a mí me parece una buena idea –dijo con dignidad–. Los vecinos tienen que ayudarse unos a otros. Y me sorprende que te espante la idea. Yo no te eduqué para que fueses tan egoísta.
Se levantó para recoger la mesa. Clara vio que le temblaban las manos, agrietadas y secas pero con la manicura hecha. Al principio pensó que era por la conversación, pero luego notó que había otro motivo. Algo en el cuerpo de su madre se estaba desgastando y parecía desenfocado, borroso.
–Mamá, ¿te encuentras bien?
–Sí, claro. Pero para el poco tiempo que estamos juntas no vamos a pasarlo discutiendo, digo yo. Voy a preparar el café.
–Me refiero a otra cosa. ¿Has estado enferma, te duele algo?
–¿Yo? Qué va, qué dices. Estoy como una rosa. Luego te enseñaré un par de trapitos que me he comprado. A mi edad todavía me queda bien la ropa. Nunca he estado mejor, en serio.
Un día, muchos años atrás, en la entrada del portal, Clara se había cruzado con Damián, que por entonces debía de tener unos trece años. Un niño grande que se comportaba como uno más pequeño, con torpeza, los labios entreabiertos, la mirada baja y las manos inquietas, sin saber dónde colocarlas. Un niño en la mitad de dos edades, que había crecido más de la cuenta pero aún no se había desarrollado del todo, como solía decirse en esa época. Alto, gordito, blando, sin terminar de cuajar. La sombra del bigote asomando sobre la boca indecisa. La raya al lado, quizá hecha por la madre. El aroma a colonia Nenuco. Calcetines blancos y gruesos zapatos de cordones, como de ortopedia. La bolsa de tela que llevaba colgando del brazo estaba a rebosar de barras de pan. De una de ellas faltaba el pico. El tragón, pensó Clara, no sabe contenerse.
Damián se echó a un lado y la saludó con timidez. En vez de responder, a ella se le ocurrió gastarle una broma.
–Oye, tengo una cosa tuya en mi casa.
Damián titubeó.
–¿Una cosa? ¿Qué cosa?
–No puedo decírtelo. Una cosa. Mejor sube y la recoges. ¿O prefieres que te la baje yo?
–Pero ¿qué es? ¿Qué cosa?
Clara disfrutaba con este tipo de juegos. Juegos retorcidos, incluso crueles, para probar a la gente. Hacía experimentos con quienes la rodeaban. Le encantaba ver sus reacciones, ponerlos al límite. Era una niña mala. No traviesa: mala. A veces, si la situación se torcía o se le iba de las manos, se sentía culpable, pero la tentación de torturar seguía siempre ahí, como un latido.
–¡Que no puedo decírtelo!
–Pero ¿por qué la tienes tú? ¿Te la ha dado Rosa?
–Rosa, sí.
Por la cara de Damián pasaron todo tipo de expresiones: curiosidad, duda, inquietud, bochorno y miedo. ¿En qué estaría pensando?, se preguntó Clara, maliciosa. Con trece años los niños ya esconden secretos deshonrosos y oscuros, manchas privadas, flaquezas. Desorientarlos resultaba muy fácil. Como acorralar a una cucaracha, un escobazo por aquí, otro por allá, con la diferencia de que las cucarachas solían ser más listas y se escabullían mejor. Damián la miraba con sus redondos ojos azules, sin entender. Clara se acercó más, le tiró de la manga.
–Venga, ven y te la doy.
No hizo falta insistir mucho más. Damián la siguió con docilidad por las escaleras, sin hacer el intento de parar antes en su casa para dejar la bolsa de pan. Clara abrió con su propia llave; su madre, dijo, había ido a yoga. Quedarse sola era algo a lo que ella ya no daba ningún valor, estaba más que acostumbrada. Podía ver la tele hasta hartarse. Cocinar espaguetis y dejar después la cocina hecha un desastre. Probarse la ropa de su madre y maquillarse con sus barras de labios y sus polvos. Jugar con los secadores de pelo, con los rulos y las tenacillas. No todos los niños de su edad contaban con esos privilegios. Eso era lo que más le gustaba: el saberse poseedora de algo que no tenía el resto.
–¿Sabes lo que es el yoga? ¿No? Me lo imaginaba. –Bajó la voz, agarró a Damián de un brazo–. Una especie de religión que se practica en grupo, con el cuerpo. Los que van se reúnen y se tiran por el suelo. Hacen posturas raras, se doblan y se enroscan como las serpientes. Ven espíritus. Y hablan con ellos, en idiomas rarísimos.
Damián cerró los ojos.
–Bueno, ¿me vas a dar ya lo que sea?
–¡Verdad! ¡Ahora mismito!
Recorrió el pasillo canturreando. ¿Dónde puse la cosita, dónde la puse?, decía. ¡Ahora no me acuerdo! Se paraba delante de cada habitación. ¿Estará aquí? Entraban y seguía con su teatro: ¡aquí no, seguiremos probando en otro sitio! Un hormigueo de placer la recorría de arriba abajo: el placer de la burla.
Damián la seguía de cerca, pisándole los talones.
–Dime la verdad. No tienes nada, ¿no?
–¿Cómo que no? ¡Pero si todavía no hemos terminado de buscar! Tenemos que mirar en los armarios..., debajo de las camas..., en los cajones..., detrás de la cortina de la ducha... ¡Puede estar en cualquier sitio!
Aturdido, Damián se detuvo en mitad del pasillo, sin hacer caso ya de la mano de Clara, que tiraba de él, resistiéndose sin voluntad, por pura parálisis. Se mordía los labios como si se estuviera enfrentando a una gran decisión.
–Dime la verdad –suplicó.
–¿La verdad? Vale. Te la diré. Pero primero voy a enseñarte mis tesoros. Mis colecciones. Ni te imaginas de lo que están hechas mis colecciones. A mis amigas les dan asco, pero yo creo que son una pasada. ¿No quieres verlas?
–Por favor... Tengo que bajar ya. Me están esperando.
Clara olió el miedo que Damián desprendía. Consideró, con satisfacción, que era un miedo desproporcionado y ridículo: el miedo de un cobarde.
–Qué cagón.
–Con que me digas qué estamos buscando me conformo.
–Solo te lo diré si ves mis colecciones.
–Te estás quedando conmigo. No tienes nada.
Clara rió.
–¿Ah, sí? ¿Cómo estás tan seguro? ¿Qué nos apostamos a que sí tengo una cosa tuya? ¿Una cosa, además, que te morirías de vergüenza si los demás la vieran? Venga, vamos a apostar. ¿A qué sabes jugar? ¿Al ajedrez, a las damas? ¿Echamos una partida de cartas? ¿Jugamos a la escoba? ¿Al tute? Si ganas tú, te devuelvo lo que es tuyo. Pero si gano yo, se lo enseño a todo el mundo.
–No puedo. Se va a montar una buena si mis padres se enteran de que he subido aquí.
–¿Por qué? ¿No te puedes entretener ni un minuto? ¡Cagón, cagón, cagón! ¡Miedica! Ahora bajo yo y hablo con ellos. Yo se lo explico.
El pecho de Damián subía y bajaba. Se apoyó en la pared, desvanecido, casi a punto de caer de rodillas. En los labios entreabiertos le brilló un rastro de saliva. La saliva del bobo, pensó Clara, del imbécil. Siguió con la matraca. Cantarina, sádica.
–¡Damián tiene miedo de que su papá y su mamá le zurren con la zapatilla! ¡Que le peguen en ese culo gordo que tiene! ¡Pobre Damián, es como un niño pequeño, una nenaza, buhhhh!
Fue decir todo eso y verse después, sin transición, en el suelo, tirada de mala manera sobre una pierna doblada, con la cabeza dolorida del golpe. Casi no le dio tiempo a entender qué había pasado. Damián la contemplaba desde arriba con desesperación y furia, los puños apretados. Clara se sacudió, trató de levantarse. Cuando pudo hacerlo, él ya se había ido corriendo. Dejó la puerta abierta. Clara oyó sus pasos por la escalera, a la carrera, sus jadeos. Se enjugó las lágrimas, más de sorpresa que de dolor. La garganta le ardía. En el suelo estaba la bolsa del pan; las barras habían quedado esparcidas a lo largo del pasillo. Damián no volvió por ellas.
Clara se pasó el día siguiente vagueando. Era verano y no había colegio, los días se alargaban y el remordimiento cubría todas las horas. Su madre, en cambio, estuvo muy atareada. Atendió a cuatro clientas sin descanso. Secador, tenacillas, tintes y mechas. Historias inventadas o reales, de unas y otras. A Clara le encantaba sentarse a escuchar, zambullirse de lleno en ese mundo de calor artificial y productos químicos. Pero esta vez nada de aquello la entretenía. Se puso a toquetear las cestillas con botes, a sacarlos y volverlos a colocar en su sitio. Su madre la miró de refilón. Más tarde, cuando se quedaron solas, le preguntó qué le pasaba.
–Ayer por la tarde vino el niño del segundo, el mayor. Y le gasté una broma muy pesada. Ahora me siento mal.
Su madre le revolvió el pelo, pensativa.
–Eso te honra, sentirte mal. Pero no es suficiente. Tienes que bajar y pedirle perdón.
–Me da vergüenza.
–Nunca tiene que dar vergüenza pedir perdón.
–Pero me da.
–Entonces a lo mejor no es vergüenza sino orgullo.
Cuando su madre hablaba así, con esa firme serenidad, Clara sabía que el asunto era serio.
–Es que... es que tengo... está aquí su bolsa del pan –lloriqueó–. Se la dejó sin darse cuenta. Las barras ya están duras, las tengo guardadas en mi cuarto. Y no sé qué hacer, si devolverlas así, duras, o comprar otras barras o qué.
–No te preocupes por el pan, eso no tiene importancia. El pan duro es solo pan duro. Pero baja y habla con él. Luego te sentirás mucho mejor, ya verás como te perdona. En esa familia todos son muy educados. Y yo quiero que tú también lo seas.
A Clara la asoló una inusual timidez. A ella, que tan valiente era para otras cosas, le imponía bajar a esa casa. Llamar a la puerta, modular la voz y actuar. Ya había estado antes y era muy incómodo. Tanta cortesía y tantas preguntas. La sensación de estar siendo observada, de tener siempre una mirada en la nuca aunque no hubiese nadie detrás. Clara prefería que fuera Rosa quien subiera a jugar. Abajo se sentía constreñida. Sin embargo, era difícil explicar el motivo a un adulto. Ella no habría sido capaz de hacerlo.
Su madre la empujó suavemente hacia la puerta. Clara bajó las escaleras con lentitud. Se acordó de los pasos de Damián la tarde antes. Apresurados, bajando de dos en dos con atropello. Se le encogió el estómago. Tomó conciencia de sus pies sucios, las uñas largas asomando por las chancletas rosas, y tuvo ganas de llorar. Pensó en subir a lavarse. Pero ya era tarde. Ya estaba en el segundo. Mejor llamar y acabar cuanto antes.
La recibieron y la hicieron pasar al interior con amabilidad. Abrió la madre, pero el padre salió enseguida del despacho, como un animal de su madriguera, y ya no abandonó la escena. En voz muy baja, Clara pidió permiso para hablar con Damián, si es que estaba en casa, claro. Estaba, estaba. La acompañaron hasta la salita, una estancia muy austera, casi despojada de muebles. El trazado del piso era idéntico al suyo, pero había que esforzarse para reconocerlo. Quizá todo estuviera más limpio y ordenado, pero no era más claro sino más oscuro, con menos color, más oprimente. Clara prefería el abigarramiento decorativo de su madre, las viejas alfombras y los cojines estampados, los cuadritos cubriendo las paredes para tapar desperfectos y las figuras por doquier cubiertas de polvo. Le indicaron que se sentara en el sofá, mientras Damián, sentado en la mesa camilla con sus cuadernos escolares, la miraba con ojos precavidos. También estaban todos los demás: Rosa, el hermano pequeño, la madre, el padre. Si Clara había pensado hablar a solas con Damián, se desengañó en ese momento. La familia al completo la observó con expectación. Una leve sonrisa marcaba la expresión del padre, de pie en una esquina. Tenían sintonizada la radio en un canal de música clásica. El locutor anunció: Pieza número 3, ballade, allegro enérgico en sol menor, de las seis piezas para piano opus 118 de Johannes Brahms, compuestas en 1893. Clara consideró lo inadecuado que sería interrumpir al locutor. Sobre ella cayó todo el peso de la ceremonia. Se hizo un hondo silencio hasta que comenzó a sonar la música.
Pero ¿cómo hablar, qué decir? En la cara de Damián había un destello de espanto. ¿Temía que lo delatase? ¿Qué sabían sus padres de lo ocurrido? Algo tuvo que explicarles cuando bajó sin la bolsa del pan. ¿Qué esperaban de ella? ¿Qué era lo conveniente? Tragó saliva y se topó otra vez con la mirada inquisitiva de los padres. La de él, más amable; la de ella, un pelín torcida, como desconfiada.
–Damián –arrancó al fin–, quiero pedirte perdón por lo de ayer.
Incómoda, se dirigió a los demás para explicarse.
–Le hablé de malas maneras y no le dejé irse aunque me dijo que tenía prisa. Me porté fatal y por mi culpa, bueno..., se olvidó esto en mi casa. –Extendió la bolsa de tela, que hasta entonces había llevado en la mano hecha un gurruño.
Todos seguían callados, esperando. Ella se vio obligada a continuar. Miró a Damián para coger fuerzas.
–Si... si me perdonas, no lo volveré a hacer. Quiero decir, no lo volveré a hacer de ningún modo, me perdones o no, pero ojalá me perdones.
El padre respondió en nombre del hijo.
–Por supuesto que te perdona. El rencor es un sentimiento que debe arrancarse de nuestros corazones, como las malas hierbas. Gandhi decía: «No dejes que muera el sol sin que hayan muerto primero tus rencores.» ¿Qué crees que significa, Clara?
–Que el sol es importante...
El padre la contempló con seriedad. Levantó un dedo, aleccionador.
–No. Que debemos librarnos del rencor lo antes posible. Si nos hacen algo por la mañana, por ejemplo, antes de que anochezca ya hemos tenido que perdonarlo.
–¿Y si nos lo hacen por la noche? ¿Hay de plazo hasta el día siguiente? –preguntó el hermano pequeño.
–No, querido mío. No se trata de plazos. Lo que importa es la idea, el concepto.
Clara asintió ostentosamente, dando a entender que lo había comprendido.
–Por eso, no es que Damián te vaya a perdonar ahora. Es que ya te perdonó ayer. ¿Verdad, Damián?
–Sí, papá.
–De todos modos, está muy bien que hayas venido –intervino la madre–. ¿Ha sido tu madre quien te lo ha dicho?
–¿Qué? ¿Mi madre? No. Sí.
–Bueno, dale las gracias de mi parte, ¿vale?
–Sí.
–¿Os gustan los espárragos?
–¿Qué?
–He comprado un manojo enorme de trigueros, tengo de sobra. Llévale la mitad a tu madre. Ven conmigo a la cocina que te los dé.
Clara la siguió en silencio, como hipnotizada. En ese momento, habría hecho cualquier cosa que le hubieran pedido, por extraña que fuera. Volvió a su casa con los espárragos en un puño y la sensación de haber cumplido solo a medias. A Damián no parecía haberle hecho ningún favor. Él la había despedido con sus ojos de pescado, sin pestañear. Quizá lo había metido en más problemas, quizá ahora lo estaban interrogando para conocer la verdad de la historia, que no encajaba con la que habría contado el día antes. Pero a su madre Clara le explicó que todo había ido perfecto. El padre le había enseñado una cita muy bonita de un hombre muy sabio. Algo así como que cada día, antes de acostarse, hay que perdonar a todo el mundo. Su madre cogió los espárragos y los metió con delicadeza en un vaso con agua, como si fuesen flores.
–Para una tortilla –dijo–. ¡Qué hombre más agradable, qué detalle!
Clara no le dijo que eran un regalo de la madre. Le dio pudor hacerlo. Un pudor inexplicable y misterioso. El deseo de no remover más las cosas, ya de por sí demasiado confusas para ella.
Se sentaron enfrente de la tele, sin verla. Clara había llevado dulces, esas cañitas de hojaldre rellenas de crema y espolvoreadas de azúcar que tanto le gustaban a su madre, pero ella, que normalmente era muy capaz de comerse tres o cuatro seguidas, solo mordisqueó una, distraída. Con la mosca detrás de la oreja, Clara la escuchaba hablar –¡todavía!– de los vecinos.
–A los hijos ya ni los veo. Vendrán de higos a brevas, como tú.
–Tirito, ¿eh?
–Ni tirito ni tirita. Así son las cosas. No digo yo que se desentiendan, porque malos no son, nunca lo fueron. Al revés, eran unos niños encantadores. El mayor muy callado, eso sí. Y Rosa, tu amiga, un poquito peculiar, como enfadada siempre. Guapísima, por cierto. Luego estaba Martina, la adoptada, que era mucho más simpática pero más feúcha. Casi eran de la misma edad, ¿verdad?
–Sí. Martina un año mayor, creo.
–Y el chico, el Aquilino, qué pillo era. Ese ha sido el más listo de todos. Me han dicho que le va de maravilla. Ese ha salido a su padre.
–Porque la madre es tonta, claro.
–Estudios, que yo sepa, no tiene.
Clara resopló.
–Mami, en serio, mira que estás repitiendo con las demás mujeres lo que antes hacían ellas contigo.
–¿Repetir el qué? No te entiendo.
Y era verdad que no entendía. ¿Cómo explicárselo? Clara decidió no hacerlo mientras ella, erre que erre, insistía en el asunto de los tápers.
–Mira, es de justicia. No te puedes imaginar lo correcto que ese hombre ha sido siempre conmigo.
–Ya me lo has dicho.
–Un día, sin venir a cuento, me regaló un disco de música clásica. Que sabía que me gustaba la música, dijo, que a ver qué me parecía ese disco.
–Oh, un disco, ya ves tú, qué maravilla.
–También me prestó algunos libros porque me vio leer en la azotea. Libros mejores que los que yo leía, más complicados, pero él pensó que yo era capaz de entenderlos. Eso me encantó, la verdad, que no me menospreciara.
–Ajam.
–Y una vez que me vio echando una quiniela me preguntó si andábamos apuradas de dinero. Me dijo que no dudara en recurrir a su ayuda cuando fuese preciso. Afortunadamente no hizo falta, pero qué gesto, ¿no? No todo el mundo hace eso.
–Desde luego que no. Oye, ¿y todavía sigue igual de generoso?
–Bueno, ahora hablamos menos, pero todavía, cuando coincidimos, me pregunta por ti, me ayuda a cargar las bolsas si vengo de la compra. Ya te digo, es un hombre encantador.
A Clara le iba a dar algo si no hablaba.
–Pues no siempre ha sido tan encantador. Damián me contó que le obligó a tirar todos sus cómics a la basura. El pobre los compraba con su dinero, los leía en secreto y luego los escondía en el trastero, en cajas de apuntes antiguos. Pero el padre los encontró y le obligó a romperlos. Tuvo que hacerlo él mismo, página a página, y después bajarlos al contenedor, sin rechistar. Sus propios cómics, toda su colección. Todo porque el padre decía que los superhéroes eran violentos y pornográficos. Que difundían valores nefastos o qué sé yo. Vamos, que no lo hizo como un castigo. Era una enseñanza.
–Pero ¿tú estás segura de que fue así? A mí me cuesta creerlo, la verdad. Siempre ha sido un hombre muy respetuoso. Muy pacífico. Nunca una palabra más alta que la otra. No me lo puedo imaginar rompiendo nada.
–No, si él no los rompió. Los mandó romper.
–A ver, vete a saber. Lo mismo es que el niño se pasaba el día entero leyendo y no estudiaba. O a lo mejor es verdad que eran cómics guarros, que esa es otra. Hay que ponerse en la situación completa para juzgar.
–No era un niño, mami. Era una persona adulta cuando pasó aquello. Eran sus cómics, le gustaban. No, no le gustaban. Le volvían loco, ¿entiendes? Le apasionaban. Y tuvo que romperlos él mismo. El padre no quería que nadie los rescatara de la basura. Pensaba que lo mejor era destruirlos.
–¿Y eso te lo contó él? Yo pensaba que de mayor ya no tenías relación con ninguno, ni siquiera con Rosa.
–Con Damián sí. Nos veíamos bastante, aunque medio en secreto porque él no quería que sus padres lo supieran. Nunca te lo he contado. Ay, mami, hay tantas cosas que no sabes...
Desde el día en que bajó a pedirle perdón, no habló más con él. Por supuesto, se lo cruzó montones de veces en el portal, por las escaleras del bloque o en las tiendas del barrio, haciendo los recados. Si se lo chocaba de frente, Damián la saludaba con brusquedad, pero si podía evitarlo se hacía el tonto. Clara creyó que seguía enfadado, que jamás la había perdonado, no tanto por la broma que le montó como por haber bajado después a humillarlo ante su familia.
Rosa también dejó de subir a jugar. Quizá ese vacío estuviese relacionado con lo ocurrido. O quizá el motivo fue la llegada de Martina, la hermana adoptada, que la sustituyó en su papel de compañera de juegos. Clara se hizo a la idea de que esa familia, los del segundo, eran unos raros. Su relación con ellos se redujo a decir hola y adiós y poco más. Y era verdad: solo él, el padre, se paraba a preguntar qué tal estaban o hacía algún comentario cortés sobre el tiempo. Inclinaba un poco la cabeza y sonreía como el que más.
Años más tarde, cuando contrataron a Clara en el centro comercial, comenzó a coincidir con Damián en el autobús. Los dos tenían horarios similares, aunque él se bajaba dos paradas antes, en el campus universitario. Fue ella quien se acercó a conversar la primera vez, espontáneamente. Por curiosidad, por necesidad de expiación, por aburrimiento, por una mezcla de todo ello. Damián estuvo cohibido al principio, pero enseguida se relajó. Se cayeron muy bien, como si acabasen de conocerse. En realidad, todo era muy nuevo entre ellos dos. Clara era ahora más madura, más dulce. El punto de desvergüenza y marrullería que todavía le salía a ratos se aplacaba en presencia de Damián. Por su parte, él mostraba un fino sentido del humor, socarrón e inteligente, que Clara no había imaginado. Bajo su aspecto más bien insignificante, Damián le parecía ahora irresistiblemente gracioso. Su leve tartamudeo. La manera de torcer la cabeza cuando la escuchaba. Los andares patosos. Tenía una timidez brillante, encantadora, no para reírse de ella, sino para envidiarla.
El trayecto se les hacía tan corto que acordaron hacerlo andando. El camino era largo –cuarenta minutos en el caso de Damián y casi una hora en el de ella–, pero se lo pasaban charlando y además se ahorraban el dinero del autobús. Fue entonces cuando Damián le pidió que no dijera nada. No le apetecía que sus padres le hicieran preguntas, aclaró. ¿Preguntas sobre qué? Sobre esa amistad, dijo, vacilante. Sobre ellos dos. Clara intuía que había otra razón, pero, luchando contra su propia naturaleza, no presionó para averiguarla. Así que, cada mañana, quedaban una manzana más allá del portal, en un lugar discreto, y después caminaban juntos hablando sin parar. Damián no tenía ni idea de muchas de las cosas que le contaba Clara. No conocía ni una sola de las películas que ella veía o de los bares adonde iba los fines de semana. Clara se reía de él, pero sin malicia. ¡Vives en una burbuja!, le decía. Pero el mundo de Damián también era complejo, a su manera. Por ejemplo, era un experto en cómics de superhéroes y en novelas de ciencia ficción, que sacaba de la biblioteca. Sabía un montón de cosas sobre ovnis, enigmas científicos, investigadores perseguidos por la CIA y territorios míticos como la Atlántida, datos muy concretos que registraba con pasión y codicia. En otras circunstancias, Clara habría manejado los resortes de esa amistad para hacerse con el mando –la chica más experimentada y segura de sí misma frente al chico ingenuo y manipulable–. Pero no ocurrió así. Hablaban como iguales. Eran iguales. Si él le contaba un problema –y comenzó a hacerlo, poco a poco–, ella no sentía una lástima fría y desdeñosa, como habría ocurrido en otro caso, sino una sincera preocupación por su amigo.
Él le confesó que odiaba sus estudios. Se había matriculado en matemáticas no sabía por qué. En el bachillerato se le daban fatal. Quizá creyó que esa decisión gustaría a sus padres. Que lo aplaudirían por ello. Escoger una de las carreras más difíciles, más abstractas y puras. No lo hicieron. Él jamás conseguía complacerlos, por mucho que lo intentara. Y la carrera le superaba. Era incapaz de aprobar los exámenes. No entendía nada y se había quedado tan atrás que ya no había solución. Llevaba tantas asignaturas pendientes que hasta los profesores lo daban por perdido. Sus padres, de esto, no tenían ni idea. Si seguía yendo a clase, le dijo, era solo para disimular. Últimamente se metía en la sala de estudios y leía los cómics que guardaba en una taquilla. No hacía nada más. Pero tarde o temprano se descubriría el pastel. Esa certidumbre ya no le dejaba dormir.
Clara lo animó a que dijera la verdad. A que abandonara la carrera y empezara cualquier otra cosa que le gustara. O a que se pusiera a trabajar como ella, a ganar su propio dinero. ¿Por qué no abría una tienda de cómics? ¿O una librería especializada en ciencia ficción? Aunque el proyecto sonaba terriblemente fantasioso, se dedicaron a planificarlo al detalle. Tendría que pedir un préstamo, claro, así es como lo hacía todo el mundo que montaba un negocio. Repartir publicidad por los buzones, poner carteles en los tablones de las facultades. En bellas artes seguro que había muchos fanáticos de los cómics. En filología. En filosofía. Pescarían clientes por todos lados. ¿Había posibilidades de que sus padres le prestasen algo de dinero? ¿O al menos de que lo avalaran ante el banco? Damián sonrió para sí. Todo lo que hablaban era una pura fabulación, dijo, era imposible llevarlo a cabo. ¿Por qué?, insistió Clara. ¿No podía al menos intentarlo? Él entonces le contó lo que le había pasado con los cómics. Que su padre le había obligado a destrozar y tirar los que encontró en el trastero. O que, más que obligarle, se lo había pedido con amabilidad. Era muy complicado enfrentarse a eso, dijo. Clara no entendió por qué no se había rebelado, ella se habría negado a obedecer, pero lo vio tan abatido, tan fuera de combate, que asintió sin preguntar nada.
Se quedó dormida con el café a medio tomar, la cabeza vencida sobre el cuello. No había placidez en ese sueño. Respiraba con esfuerzo, entrecortadamente. Clara le colocó un cojín en la nuca, trató de acomodarla. La piel de sus manos le pareció más fina que nunca, como a punto de romperse por la presión de los nudillos. Las venas que le surcaban las muñecas eran de un verde pálido con un delicado toque turquesa. Bajo el vestido floreado y juvenil se adivinaba un cuerpo derrotado por el cansancio. Al dormir, su madre había dejado de fingir. Ahora se mostraba tal como era, sin censuras, agotada y posiblemente enferma. Desprendía un olor dulzón, como a manzana pasada, un olor sospechoso. Clara decidió interrogarla en cuanto se despertara. Tenía prisa por irse, pero la dejaría descansar y luego le preguntaría sin rodeos. Apagó el televisor, se levantó y curioseó entre los discos de vinilo. El tocadiscos hacía tiempo que no funcionaba, pero ahí seguía, como un testigo de la vida pasada. Clara miró las portadas de los discos. No había más que un par de docenas. Todos estaban muy viejos, algunos muy rayados. Ella tenía grabadas en su memoria las carátulas. Jacques Brel, Edith Piaf, Miguel Bosé, Nino Bravo, Vinicius de Moraes, Roberto Carlos, Cesaria Evora, Julio Iglesias. Si se esforzaba, era capaz de encontrar una pauta en ese hilo de nombres. Recordó cómo su madre los ponía una y otra vez, cómo le hizo amarlos y después detestarlos y después amarlos de nuevo. Entre todos ellos, como en los juegos de lógica en los que hay que desenmascarar al intruso, encontró un disco de la sinfonía. Lo miró con amargura.
Cuando se despertara, le encantaría contarle la verdad. O al menos esa verdad que hasta entonces había ido soltándole a cuentagotas, para no herirla de golpe. Para ese hombre, el que creyó que le descubría el mundo regalándole un disco de Beethoven, el que todavía le sostenía la puerta para que ella pasara o la ayudaba a cargar con las bolsas de la compra, para ese hombre educado y distinguido, ella era una basura. Es posible que ahora, tantos años después, su juicio se hubiera suavizado, pero existió una época en que este parecer fue severo e implacable. Ellas dos, madre e hija, eran un mal ejemplo no solo para su familia, sino para la sociedad entera. De ahí que Damián escondiera su amistad. De ahí también que Rosa dejara de subir a jugar tan de repente. Ellas eran la peste.
Otro día llegó cabizbajo. Las flores de las jacarandas restallaban con insolencia, alfombrando la acera de un resplandor morado. Era primeros de mayo: el cielo limpísimo y la brisa de la mañana, los gorriones alborotados, en pleno cortejo; toda esa belleza parecía conspirar en contra de Damián, burlándose de su abatimiento. Clara dejó de preguntarle qué le ocurría y caminó en silencio, pisando las flores en el suelo, apenada. Solo al final del trayecto, atropelladamente, Damián arrancó a hablar. Contó que su hermana Rosa, la tarde antes, había anunciado que abandonaba su carrera. No llevaba ni un año matriculada en psicología, pero aun así se había atrevido a plantar cara.
–¡Pero eso está muy bien! –dijo Clara–. ¿Cuál es el problema?
¿El problema?, repitió Damián, desolado. Que le había adelantado por la derecha, saltándose las normas de la lógica. Como si hubiese un solo cartucho en el arma y ella hubiera disparado la primera, sin respetar su turno. La comparación no era casual e incluso se quedaba corta. Soltar algo así, dijo, era como arrojar una bomba. ¿Cómo iba ahora él a seguir sus pasos? Rosa atacaba por atacar, se había vuelto rebelde por pura rabia, sin motivo. Actuando así, egoístamente, los dejaba a los demás en desventaja. Damián no podía entenderlo. Rosa había sacado unas notas excelentes en los primeros parciales. ¿Por qué les hacía eso? ¿Era solo una provocación?
Clara se quedó junto a él, parada en la esquina donde solían despedirse. De refilón, notó que los miraban. Damián estaba muy exaltado, con las lágrimas a punto de saltar. Quizá quienes los veían pensaban que era una pareja en el momento de su ruptura. Que ella lo había dejado y que él, desesperado, ansiaba retenerla a su lado. Intentó calmarlo.
–¿Y si en realidad tu hermana te ha abierto el camino? ¿No es más fácil ahora para ti, con ese precedente?
Damián se limpió la cara con el dorso de la mano. Sus ojos centelleaban de ira. Moqueaba. Su aspecto era lamentable. Un pensamiento cruzó rápido por la mente de Clara. Así –pensó– se explica que jamás consiga nada. Como si el mero hecho de flaquear, de dejarse vencer por la desolación, lo convirtiera en culpable.
–No entiendes una mierda –le soltó él.
El labio inferior, adelantado, le temblaba. Clara recordó el día de la broma en su casa. Era la misma expresión; nada había cambiado en él desde entonces. Una expresión en la que se mezclaban el miedo, la timidez y la profunda ofensa de la dignidad herida.
–No te enfades conmigo, Damián. Me gustaría ayudarte, pero no sé qué decirte.
–Pues no digas nada.
Balbuceando, todavía enfadado, le dijo que ahora todo era una catástrofe. ¿Qué camino abierto ni qué mierda? Ya no era posible arreglarlo. Desde el anuncio de Rosa su madre se había metido en la cama y allí seguía, sin comer, quejándose de atroces dolores de cabeza, llorando sin parar. En cuanto al padre, los había tenido reunidos toda la noche para hablarles sobre la importancia de la perseverancia y el esfuerzo. Había hablado durante horas y horas, interrumpiéndose solo para pedirles que repitieran alguna frase o completaran algún razonamiento. No les había permitido dormir. Se suponía que todo aquello lo hacía para convencer a Rosa de que cambiase de opinión, pero ella solo cabeceaba con la mirada perdida, sin compasión por sus hermanos. ¿Por qué no cedía? Si hubiese cedido, los habría dejado en paz. ¿Qué culpa tenían Martina o Aqui? ¿Y qué culpa tenía él?
–Pero ¿por qué aguantáis todo eso? ¡Ya sois mayores! ¿Toda la noche sin dormir y encima discursitos? ¿Por qué no os fuisteis? ¡Erais cuatro contra uno! ¿Os tenía atados a la silla o qué?
–¡No! ¡Atados no! ¡No lo entiendes, no lo entiendes, no entiendes nada!
Desesperado, le lanzó una última mirada de cólera antes de darse la vuelta y salir andando a toda velocidad. Ni siquiera la rozó, pero Clara tuvo la impresión de que la había empujado contra la pared, como tantos años atrás. Ella lo había sacado de quicio de la misma manera. Subrepticiamente, lo había llamado cobarde. Hay un tipo de incomprensión que siempre va ligada a la censura moral. Esa había sido la suya.
Lo que se rompió entre ellos aquel día ya no pudo repararse. Se siguieron viendo, pero con una intermitente tensión de fondo. Su amistad se volvió irritable, susceptible y llena de tabúes. No hubo una ruptura solemne ni despedida ni nada parecido, pero la distancia se fue agrandando hasta que ya apenas hubo vínculo entre ellos y dejaron de esperarse en la esquina.
Mirando el rostro de Ludwig, sus labios finos, el pelo gris y alborotado, la expresión ceñuda, Clara recordó la última conversación que tuvo con Damián. Ocurrió dentro del autobús, porque ya nunca caminaban juntos. Él se sentó a su lado, clavó los codos en las rodillas, se lo soltó todo de corrido. Clara todavía se pregunta el motivo. Si había callado hasta entonces, podía haber seguido callado después. ¿Fue por despecho? ¿Para mostrarle lo complicada que era la situación y contrarrestar la ignorancia de Clara? ¿O solo por venganza?
Recuerda que le habló con frialdad, con las pupilas muertas, inmóviles, sosteniéndose la cabeza con las manos.
–¿Sabes lo que piensa mi padre de vosotras?
–Ni lo sé ni me importa.
–No, no, espera, tienes que saberlo.
–¿Por qué?
–Porque te crees muy lista.
Abrió la boca para coger aire y enumeró. Que su madre atendía a clientas a domicilio para no pagar impuestos. Que era una egoísta por haber tenido solo una hija y una irresponsable por no educarla debidamente. Que también era frívola y consumista, que su codicia era tan grande que prefería echar una quiniela antes que darle una limosna a un necesitado. Que a las dos les encantaba codearse con gente de un nivel económico superior, darse aires. Que no tenían buen gusto y jamás lo tendrían. Que eran incultas, inmaduras y caprichosas, incapaces de llevar una vida decente. Que para colmo eran unas beatas que lavaban su mala conciencia yendo a las romerías y encendiendo velitas a los santos, supersticiosas como pocas. Que si Clara trabajaba de dependienta en el centro comercial era por su incapacidad para estudiar, además de por su pereza, pero que aún podía caer más bajo. Que, si no, tiempo al tiempo.
–¿Sigo?
Clara no recuerda qué respondió, si se defendió o no, si mostró o no su enfado, si cuando Damián se bajó del autobús –pues a la fuerza tuvo que bajarse antes que ella– se despidió de él como si nada o si le volvió la cara. Como suele ocurrir con la memoria, tiene claro los planteamientos, a veces los nudos, jamás los desenlaces. O bien recuerda detalles inconsistentes, en apariencia sin significado. Los cristales del autobús empañados debido a la humedad del interior. La mujer que estaba sentada frente a ellos, estudiándolos con tanta atención que Clara supo que lo había escuchado todo. La medallita de oro que lucía esa mujer sobre el jersey, con una luna y un sol solapados –su madre tenía una similar, regalo de un amigo–. Las botas que llevaba puestas ella ese día, unas pisamierdas, como entonces las llamaban, y las marcas blanquecinas que había dejado la lluvia en el serraje del empeine. Su mirada clavada en ellas, en las marcas, mientras Damián hablaba y la cara le ardía.
Colocó el disco en su sitio y contempló a su madre, que aún estaba dormida. Con el sudor, el pelo se le había pegado a las sienes. De vez en cuando, se estremecía, como asustada por un mal sueño. Estuvo observándola unos minutos mientras algo cambiaba dentro de ella, como si sus pensamientos hubiesen tomado de pronto una deriva inesperada. ¿Por qué habría de quitarle la venda de los ojos?, pensó. ¿Qué tipo de trofeo estaba persiguiendo? ¿El de la verdad? ¿El ajuste de cuentas? Ese era justo el tipo de cosas que le tentaban de niña, pero ya no. Hacer experimentos, pruebas. Poner a los demás frente a las cuerdas, incluso a quienes más quería. El impúdico placer de confundirlos, de verlos sufrir. De desbaratar sus ideas, quitarles el suelo y hacerlos caer. De ridiculizarlos.
Pero eso ya formaba parte del pasado.
Si su madre quería llevarle tápers de comida al vecino, ¿cuál era el problema? ¿Acaso su misión era restablecer un orden justo en el que cada uno recibiera solo lo que merecía? ¿Y qué merecía cada uno? ¿Lo iba a decidir ella?
Ese hombre había estado insultándolas a sus espaldas hacía un montón de años. Tenía una doble cara llena de falsedad que su madre no conocía, que no podía ni siquiera sospechar. Y qué. Era una falsedad inofensiva. Desconcertante pero inofensiva. Quizá aquel hombre las criticaba para lucirse, tontamente, delante de su mujer y sus hijos. Quizá solo desempeñaba el grandilocuente papel que se había impuesto a sí mismo y echaba mano de lo que tenía más cerca, como un contraejemplo. Quizá no toda su amabilidad era mentira. Quizá estaba trastornado. Quizá su opinión había cambiado, quizá incluso se había arrepentido. Se dicen muchas tonterías, muchas exageraciones a lo largo de una vida. Si lo pensaba a fondo, ella tampoco tenía la conciencia limpia.
Mirando a su madre dormir, lo tuvo claro. Era preferible que siguiera sintiéndose apreciada por ese hombre a que se le revelara una verdad tan hiriente. A estas alturas, pensó, no merece la pena remover el pasado. A estas alturas, se dijo: qué expresión más extraña. Como si el tiempo se les estuviera agotando. Como si hubiese que centrarse solo en lo importante y evitar lo accesorio, lo irrelevante.
Relevancia o irrelevancia: la diferencia, de pronto, se le presentó muy nítida. Qué hombre más irrelevante, se dijo, qué historia más pequeña en el fondo.
A ellas no les quedaba tiempo para la irrelevancia.