Gambi
De todos los hermanos, el único con sentido del humor era Aquilino, el pequeño. Desvergonzado y audaz, Aqui no era fácil de derrotar. Por naturaleza optimista, tendía a observar la realidad con distancia, comprendía que todo era mucho más trivial e intrascendente de lo que creía el resto de su familia. Muchas veces no entendía a sus hermanos, tan temerosos siempre y agobiados por... ¿qué?
Tenía un gran talento para el dibujo. Una vez, a los seis años, hizo una caricatura de un tirón, sin ni siquiera conocer el concepto de caricatura. Era un dibujo de Gandhi, al que le colocó un cuerpo de gamba. Totalmente reconocible –la calva, las gafas redondas de metal y un asomo de sari sobre el hombro... de gamba–, la caricatura iba acompañada de un rótulo, unas torpes letras garabateadas con rotuladores de colores: GAMBI.
Se la enseñó a Padre satisfecho y él le cruzó la cara de un bofetón.
Era una muestra indiscutible de inteligencia: el juego de palabras, la finura del dibujo, la gracia instintiva. Sin embargo, recibió ese castigo.
–No te burles de este hombre –le dijo Padre–. No voy a permitirlo.
Aqui se frotó la mejilla. Bien, a su modo infantil comprendió que Padre se había ofendido. No pasaba nada, eso no afectaba a la calidad de su dibujo, ni siquiera le afectaba a él como artista. No se sintió mal más allá del escozor en la piel. Padre nunca pegaba, era evidente que ambos habían traspasado un límite, aunque la frontera de lo permisible no hubiera sido delimitada previamente. ¿Las causas? Ahora eran lo de menos. Aqui contaba con el entendimiento necesario para saber que debía disculparse, y así lo hizo, pero tras la palabra perdón solo había un gran vacío.
A diferencia de sus hermanos, Aqui distinguía entre el tamaño de la falta y el del castigo, sabía que no tenían por qué corresponderse y que, de hecho, casi nunca se correspondían. Uno podía recibir un castigo muy grande por una falta pequeña o incluso inexistente, y también al revés: no recibir castigo alguno a pesar de haber sido malo o muy malo. Decidió que debía trabajar en esa dirección, la de la supervivencia por compensación.
Incapaz del rencor, del deseo de venganza, Aqui se centró en caminar por una línea recta, sin perderse en el rodeo de los sentimientos innecesarios.
Por esa razón, nadie jamás pudo doblegarlo lo más mínimo.
Ramitas atadas
En el colegio le explicaron el poder de la unión social con la conocida historia de las ramitas atadas. Fijaos, dijo la maestra: una sola ramita se parte fácilmente. Clac. Todos los niños lo comprobaron, los del fondo del aula estirando la cabeza para asomarse sobre los que estaban delante. Todas estas ramitas, dijo la maestra mostrando un buen puñado, se podrían quebrar si las cogiéramos una a una, da igual que sean diez, cien, mil o diez mil, solo sería cuestión de tiempo. Se paseó por entre los pupitres con el puñado de ramitas en desorden extendido en la palma de su mano. Luego forzó la voz para realzar el final de la historia y dijo: sin embargo, si las ponemos todas juntas –y las ató con un cordelito bien firme–, ¿veis?, nadie podrá romperlas nunca. ¡Verdad, verdad!, dijeron algunos alumnos, los inocentes y los aduladores. La unión hace la fuerza, resumió la maestra, y eso es válido para muchas situaciones, juntos somos más poderosos que separados, y si nos apretamos unos con otros, nadie de fuera nos podrá hacer daño. Una niña levantó la mano. Dijo que esa misma historia, la-misma-la-misma, se la había contado su madre para hablar de la importancia de la familia. Había cogido una ramita por cada uno de sus miembros –los padres, los hermanos, los abuelos, primos, tíos y hasta el perro– y era verdad, no había dios que las rompiera al atarlas. Aqui esperó a que la intervención de su compañera acabara para levantar también la mano. Yo quiero hacer una pregunta, dijo. La que quieras, Aquilino, respondió la maestra viéndoselas venir. Las ramitas que se quedan apretujadas en medio del manojo, ¿no se asfixian? La maestra suspiró. ¿A qué te refieres, Aquilino? Sabes de sobra que las ramas no respiran, así que difícilmente pueden asfixiarse. Aqui esbozó una sonrisilla sabihonda. Pero es como si fueran personas, ¿no? Cada ramita es como una persona, eso es lo que había que imaginar, ¿no? Si son personas por separado también son personas cuando están atadas. Por eso, a las que se quedan en medio les falta el aire y... se pueden morir. Es una forma de verlo, Aquilino, concedió la maestra, una forma peculiar. Hizo una anotación en su cuaderno, se puso muy seria y cambió de tema.
Abogado escolar
Un día le contó a Padre que había hecho de abogado en el colegio.
–De abogado como tú –dijo.
Padre rió, lo tomó en brazos. Por aquel entonces, Aqui debía de tener unos ocho o nueve años, no más. Era flacuchillo, ágil, muy blanco de piel, con enormes ojos oscuros, espesas pestañas y un magnetismo que no podía achacarse solo a su aspecto.
–¿Qué quieres decir con abogado como tú?
–En defensa de los débiles –dijo triunfante.
Padre le pidió todos los detalles. Le interesaban de verdad.
Al parecer, un niño había sido castigado injustamente. La maestra lo pilló con un dibujo hiriente escondido en el libro de texto. El dibujo la representaba a ella, a la maestra, y era hiriente por razones que Aqui no sabía explicar bien, pero que la ofendieron profundamente, hasta el punto de que lo castigó sin la excursión a los pinares que tenían planeada para la semana siguiente. Pero el dibujo no lo había hecho ese niño sino su compañero de pupitre, que era malo malísimo.
–De los que siempre consiguen echarles la culpa a los demás. –Aqui solía calificar a las personas por categorías.
¿Por qué el niño pillado en falta no había defendido su inocencia? Porque temía una venganza, claro está. Su compañero era una especie de matón.
–Suele pasar, suele pasar –reflexionó Padre.
Aqui habló a solas con la maestra. Se inventó una excusa para ir a verla en el recreo y así evitar que hubiese testigos delante que le pudiesen ir con el chivatazo al malo malísimo. Le explicó el error que había cometido castigando al niño inocente. Le explicó también que, si revelaba toda la verdad sin tomar antes precauciones, lo pondría en riesgo. Con tomar precauciones se refería a demostrar que se había percatado de su error por sí misma.
–Vaya, vaya, estuviste en todo –lo felicitó Padre.
Aqui había conseguido otro dibujo hecho por el malo malísimo. Lo sacó de la papelera, era un borrador. Esta vez no representaba a ningún maestro. No representaba, de hecho, a ninguna persona, sino a un dragón con cabeza de león, una quimera. Pero por como estaba dibujado, no solo por los trazos sino también por el tipo de bolígrafo que el malo malísimo había usado, se notaba que era obra de la misma persona.
–Buscaste una prueba judicial. ¡Eso es magnífico, Aquilino!
–Sí –dijo Aqui–. También me lo dijo la maestra.
El desenlace había sido el deseado. La maestra, con mucha cautela, llamó aparte al malo malísimo, lo desenmascaró con la evidencia. El otro, viéndose acorralado, confesó. Para no correr peligro, la maestra no levantó el castigo del primero hasta que obtuvo la confesión del segundo. De modo que quien se quedaría sin ir a los pinares iba a ser el malo malísimo, el verdadero culpable.
–Estoy muy orgulloso de ti –dijo Padre–. Deberías contarles esta historia a tus hermanos, a ver si aprenden algo.
Aqui se agitó en la silla donde estaba sentado, se abrazó las rodillas.
–No he terminado, papá.
–¿Ah, no? ¿Qué falta?
–Lo de los hororarios.
–¿El qué?
–¡Los hororarios! Hice como tú, los cobré honradamente, no para hacerme rico.
Padre pegó un respingo.
–¿Le cobraste a tu amigo?
–Bueno, no es mi amigo, nunca juego con él. Es solo un compañero de clase que estaba metido en un problema. Yo fui su abogado y él me pagó, pero no mucho.
–¿Te pagó?
Aqui ya tenía claro que se había equivocado, pero no contemplaba salvar el pellejo mintiendo. Reflexionó con rapidez y decidió por dónde tirar.
–Yo quería hacer lo que tú –dijo–. No quería enriquecerme. Había pensado dar los hororarios a... los necesitados.
Se metió la mano en el bolsillo del chándal, sacó un puñadito de monedas. Calderilla. Lo dejó sobre la mesa y, volviendo a abrazarse las piernas, miró a Padre muy serio, resuelto y sin pestañear.
Padre le sonrió, recogió el dinero, lo contó con lentitud y lo guardó en una caja de madera.
–Lo llevaré a la organización de tu parte, ¿te parece? –dijo–. Se pondrán muy contentos.
–Qué bien, papá.
–Y ahora, insisto, ¿por qué no les cuentas esta historia a tus hermanos?
La cacería
Padre estaba suscrito a Filosofía o Muerte, una revista trimestral de filosofía. Cada vez que recibía un ejemplar lo leía atentamente, tomando nota y resumiendo a Madre los artículos más interesantes. Le atraía, decía, la aproximación laica a la filosofía que exponía la revista, aunque, por otro lado, añadía, era demasiado divulgativa, casi casi superficial al abordar ciertos temas. Había además otra cosa que para él era imperdonable: la gran cantidad de erratas, cuando no de faltas de ortografía, que infestaban sus páginas. Se imponía la tarea de cazarlas, indignándose mucho cada vez que descubría alguna. Los colaboradores de la revista –antropólogos, historiadores, filósofos– eran falibles. Si de verdad fuesen tan rigurosos, decía, no escribirían tan mal ni cometerían tantos errores. La dejadez en el manejo de la lengua representaba dejadez del pensamiento. Luego mencionaba a Wittgenstein y su Tractatus fisiológico.
Aunque se esmeraba en el escrutinio de Filosofía o Muerte, también disfrutaba cazando erratas en el periódico local, en los folletos publicitarios y hasta en la hojita parroquial, que recogía ex profeso en la puerta de la iglesia con el único propósito de criticarla. No solo las detectaba, sino que las corregía, utilizando para ello un bolígrafo rojo, como los maestros en la escuela. La tarea, que exigía de una gran concentración, le ocupaba mucho tiempo. Cuando se metía en su despacho con la puerta cerrada, absorto en su trabajo, una suave ráfaga de permisividad recorría la casa. Madre se relajaba y hablaba por teléfono a media voz. Los niños, sabiéndola distraída, también podían hacer de las suyas sin ser inspeccionados.
Un día Aqui llamó a la puerta del despacho, se ofreció a ayudar a Padre en la caza de erratas. Él aceptó, no se sabe si de buena gana o no. Por entonces, Aqui había cumplido diez años y ya no cometía errores ortográficos, cosa que no podía decirse de sus hermanos, todavía atascados en la acentuación de los diptongos y los hiatos. Se aplicaron los dos, codo con codo, cabeza con cabeza, a repasar conjuntamente el mismo texto. Cuando a Padre se le escapaba algún error o cuando corregía lo que no era incorrecto, Aqui se lo advertía con mucho tacto, como si solo se tratara de un despiste. Padre fingía que le había tendido una trampa para cazarlo y él, Aqui, fingía creerlo.
Ser consecuentes
Durante años no tuvieron televisor. Aunque estaban más que acostumbrados, no dejaba de ser una anomalía en su época y en su entorno. Solo Martina, cuando se fue a vivir con ellos, preguntó por qué no tenían tele y se atrevió incluso a decir que la echaba de menos, pero, como también echaba de menos cosas más importantes, esa carencia pasó a un segundo plano. Cuando subía con Rosa a la casa de Clara, la vecina del cuarto, echaba un ojo a las telenovelas y a eso se reducía todo su contacto con la pantalla: más que suficiente. Tanto Padre como Madre decían que los programas de televisión eran malísimos, por no hablar de las películas, y que para eso era preferible ir al cineclub de la asociación de vecinos del barrio, donde además se recaudaban fondos para los niños de África. Fueron allí tres veces, todos juntos; las dos primeras pusieron películas en blanco y negro apabullantes –en una, una mujer muy mala le ponía de comer a su hermana paralítica una rata; en la otra, un hombre también muy malo era perseguido por las cloacas de una ciudad tras haber sido delatado por un gato–; la tercera vez vieron un estreno en color donde salía una pareja medio desnuda jadeando en la oscuridad de una abadía abandonada. No volvieron más.
No se puede añorar lo que se desconoce, de modo que el problema no consistía tanto en no tener televisor como en admitirlo ante terceros: esa vergüenza. En el colegio, Damián, Rosa y Martina simulaban ver los mismos programas que los demás, del mismo modo que simulaban recibir regalos en sus cumpleaños y en Reyes Magos. Habían aprendido a mentir con soltura y se guardaban mucho de hacer comentarios que pudieran delatarlos. Aqui, en cambio, no tuvo nunca reparo en decir la verdad, porque ¿dónde estaba el problema? ¿Acaso tenía él la culpa? No era una decisión suya sino de sus padres, y tampoco debía de ser tan grave ni tan rara, puesto que no era a los únicos a los que había oído afirmar que la televisión era una basura; la única diferencia, después de todo, consistía en que sus padres eran consecuentes. Como tenía un amiguito muy charlatán, le pedía que le contara con todo lujo de detalles lo que veía cada noche en su casa y así, preguntándole concienzudamente, se enteró de la dinámica de los concursos, las pruebas que contenían, la ropa que vestían los presentadores, el nombre de montones de personajes de ficción, el argumento de los dibujos animados y de las películas de superhéroes, cómo sonaba la sintonía del informativo, cuáles eran los chistes de moda y los humoristas más reconocidos, en qué consistían los enredos de los telefilmes y algunas otras cosas que le fueron susurradas al oído por ser algo más problemáticas de contar en voz alta.
Aqui accedió a la televisión audiodescrita mucho antes de que existiera esa posibilidad: sin complejos, con el orgullo intacto y los oídos bien abiertos, ávido de un conocimiento que, intuía, le iba a ser muy útil en el futuro.
Pollo con piña
No fue a causa del cambio en el menú, cualquiera sabe por lo que fue, es decir, nadie podía saberlo.
La cuestión fue que, por primera y por última vez, Madre cocinó pollo con piña y Padre se negó a comer un plato, dijo, tan pretencioso. La expresión de Madre al oír sus palabras cambió varias veces en solo unos segundos: primero un tic nervioso, luego asombro y de ahí a la inquietud del no saber qué hacer, el servilismo y la furia. La receta la había sacado de una revista; la revista la había hojeado en casa de una vecina que cortaba el pelo a domicilio; a sugerencia de esta vecina Madre se había teñido el pelo de un color más claro que de costumbre; la vecina era deslenguada y alegre y llevaba un tatuaje en un muslo. Quizá el desaire de Padre tenía en cuenta toda esta cadena de factores, juntos o mezclados, quién sabía, no podía saberse.
–Pues prepárate tú otra cosa –dijo Madre a la defensiva.
Que por supuesto, dijo Padre, faltaría más. Se levantó a la cocina, donde se le escuchó revolver entre los armarios montando mucho ruido. Volvió con un pedazo de queso y media barra de pan duro que cortó allí mismo, en la mesa, aparatosamente, y que comió de mala gana y sin decir nada más, mientras el resto, con su plato de pollo humeante y el aroma de la salsa de piña envolviéndolos de culpabilidad, comían con lentitud, con la mirada baja y en silencio. Únicamente Aqui, saboreando la novedad y sin alterarse lo más mínimo, devoró su plato con apetito y hasta rebañó la salsa con un trozo de pan que le había sobrado a Padre.
–¿Lo puedo coger? –dijo.
Madre le lanzó una mirada fulminante y llena de aprensión. Padre, en cambio, se lo dio sin inmutarse.
El ave félix
Acababa de empezar el curso, quizá llevaba yendo a clase una o dos semanas, cuando Aqui, nueve años, entonces todavía Aquilino, reunió a Madre y a Padre para decirles que se iba a acortar el nombre. Puede que el verbo reunir suene exagerado para describir lo que ocurrió, teniendo en cuenta la corta edad del niño, pero es lo que más se aproxima a la verdad. Aqui no esperó a que estuvieran los dos juntos, no aprovechó un momento concreto ni buscó la mejor ocasión en la que colarse e intervenir, como habría hecho cualquier otro niño. No. Lo que hizo fue, primero, decirle a Madre que quería explicarle algo, y cuando ella, preparando la masa de las croquetas, le dijo que adelante, que le explicara lo que fuese, él aclaró que todavía no, que necesitaba que Padre también estuviese presente y que si, por favor, lo podía llamar. Gracias a ese extraño poder de convicción, levantando la vista de la tarea y clavándola en los ojos oscuros de su hijo, Madre le pidió que esperara un segundo, se lavó las manos, se las secó con un paño y fue al despacho de Padre a avisarlo. Interrumpido en su trabajo de la tarde, al saber que la razón de esa intromisión imperdonable era que Aqui quería decirles algo, Padre acudió sin rechistar, aunque con la cabeza bien alta para que no flaqueara su autoridad. Más tarde, cuando, sentados en el salón –los adultos en el sofá y el niño enfrente, en una silla, con los pies colgando por no llegar al suelo–, supieron en qué consistía ese algo, se sintieron timados. Padre, refrenando su decepción, le dijo que Aquilino era un nombre muy especial y que no podía cambiarlo por capricho.
–Mi abuelo se llamaba así, ya te lo he contado muchas veces. Cuando decidimos ponerte ese nombre nos juramos a nosotros mismos que no permitiríamos que nadie lo estropease con acortamientos ni diminutivos. Ningún cambio: Aquilino tal como suena, como tu bisabuelo. ¡Un nombre tan regio!
Entrando de lleno en la melancolía, Padre recordó quién había sido su abuelo Aquilino, el único hombre que lo había entendido a la perfección, quien verdaderamente lo crió, quien le ofreció las enseñanzas más provechosas para su futuro, el hombre más noble, bondadoso y sabio que existiera, cuyo reloj de bolsillo él todavía conservaba como oro en paño. Para Padre, pasar de Aquilino a Aqui era una afrenta a la memoria de su antepasado; cuando uno hereda un nombre, dijo, se compromete a cuidar de esa herencia, es una responsabilidad que hay que afrontar con el mayor de los cariños.
A continuación, Madre, en tono más persuasivo, añadió lo que Aqui ya sabía perfectamente: que Aquilino es un nombre que viene del latín y significa águila, y que el águila es el símbolo del poder y la altura de miras –no hay más que ver cómo planean por el aire, horas y horas sin descansar–, por no hablar de su relación con el ave fénix, que siempre renace de sus cenizas con perseverancia y capacidad de superación, así que, preguntó entornando los ojos, ¿por qué habría de acortar un nombre tan bonito y pasar de ser un águila real a un vulgar gorrioncillo?
Aqui no entendía nada. A su bisabuelo solo lo había visto una vez en un álbum de fotos: un anciano demacrado, bajito, con muy malos pelos, cejas como escobas y un bastón nudoso que agarraba como si fueran a robárselo. En cuanto a la historia del ave félix, que tantas veces le habían contado, ¿qué tenía que ver con él? Su mundo estaba más allá de esas leyendas que solo salen en los libros. Escuchaba porque sabía que debía escuchar, pero ninguna de las razones de sus padres le hacía mella. Su determinación era firme y, aunque podía sacar más argumentos para defenderla –el mayor de todos que él no eligió su nombre, esa herencia–, se limitó a describir lo que estaba ocurriendo en el colegio.
–Me gritan en el recreo, a la salida. ¡Aquilino! Y luego: ¡tríncame el pepino!
–Aquilino, por Dios –dijo Madre.
–¡Pero es que están todo el día igual! No paran. ¡Aquilino, tríncame el pepino! O: ¿Quién es Aquilino? ¡El que me agarra el pepino!
–Es una ordinariez –dijo Padre–. Una vulgaridad. Por favor, no lo repitas más.
–Lo sé, lo siento. Pero es por eso. No quiero que pase más. Quiero llamarme Aqui. Quiero que todo el mundo me llame Aqui. Que nadie nunca más me llame... Aquilino.
Hasta a él le costaba decirlo porque ahora, en la habitación, resonaba el eco: pepino, pepino, pepinoooo.
Tras unos instantes recapacitando, Padre expresó su opinión con respeto. No desdeñó las motivaciones de Aqui, ni se burló de su preocupación. Al revés, le pareció gravísimo lo que les estaba contando, pero consideró que esa no era manera de resolver el problema.
–Sería como darles la razón a los gamberros. A los malos.
Aqui balanceó los pies, se sorbió los mocos y protestó.
–No son los gamberros, papá. Ni los malos. Son los niños del colegio. Todos los niños.
–¡Aun así! ¡No podemos permitir ese tipo de ofensas, esos insultos! ¿Qué va a ser lo siguiente? ¿Que les tiren piedras a los maestros?
–Ya se las tiran... Cuando no miran... Pequeñitas...
–¡Basta, Aquilino!
Pepino, pepino, pepinoooo.
Lo que había que hacer, dijo Padre –y Madre asintió–, era hablar con la maestra que, como tutora suya, tenía la obligación de evitar agresiones en el aula y proteger a los alumnos más débiles de los más fuertes. Aqui dijo que agresiones no eran, que a él no le había zurrado nadie, y Padre le corrigió: agresiones verbales, sí, cómo que no. Aqui insistió: él no quería que la maestra lo defendiera; él solo quería acortar su nombre, no solo en el colegio, sino en todos lados y para siempre. Defendía su postura con tranquila firmeza porque nada le iba a hacer cambiar de opinión; no flaqueaba, solo buscaba expresar su convencimiento. Cualquiera que asistiera a la conversación desde fuera –los padres sentados en el sofá, mosqueados e inquietos, frente al niño mocoso, encaramado en la silla, que no mostraba el menor atisbo de impaciencia o de duda– habría comprendido que la cuestión principal era que al propio Aqui su nombre le sonaba pedante y arcaico, que entendía que los demás se rieran porque él también lo habría hecho de tratarse de otro niño. Las burlas recibidas habían sido una revelación, el acceso a una verdad que hasta entonces le había sido vedada. Su nombre contenía un error que no se podía reparar, un defecto intrínseco. Era absurdo buscar culpas y soluciones más allá del propio nombre, pero era consciente de que eso, el rechazo a su nombre, Padre no iba a aprobarlo. Decírselo a las claras sería un ataque frontal a su sentido del honor, a su historia, a él mismo. Decidió callarse, pero no por temor sino por estrategia. Si era preciso, demostraría su convicción de otro modo.
Nadie sabe muy bien cómo consiguió escaparse del colegio al día siguiente. Posiblemente aprovechó un descuido de la portera en la hora del recreo y se deslizó por la cancela de atrás, que solía estar semiabierta y que daba a un solar ruinoso y solitario, lleno de cascotes, basura y, en aquella época, también jeringuillas. Había que cruzar con precaución por el solar rodeando lo que parecía haber sido un almacén y que entonces no era más que un resto de pared cubierto de pintadas. Tras recorrer unos pocos metros se llegaba a una zona residencial de bloques altos y, desde allí, enfilando una carreterilla, a un parque público. Aqui había preparado muy bien su fuga. Llevaba provisiones para un par de días –tres bollos de pan, medio chorizo, dos manzanas, un plátano, una tableta de chocolate y una docena de pastillas Avecrem para chupar–; de hecho, la mochila estaba repleta de comida y de ningún material escolar, aunque sí había otros objetos útiles para la supervivencia, como un cuchillo, un trozo de cuerda, bolígrafo y papel, tiritas y siete clavos, además del cepillo de dientes, dos calzoncillos y un cachito de jabón lagarto. Llevaba encima todos sus ahorros, con los que –calculaba– podría coger dos o tres veces el autobús, comprar un par de pasteles y hacer alguna llamada telefónica si la cosa se ponía fea. Se escondió entre unas adelfas hasta que dedujo que era la hora de salida del colegio –no llevaba reloj, pero escuchó el bullicio, a lo lejos, de los niños de regreso a casa–. Echó a andar todo recto, sin cambiar en ningún momento de dirección, y pasó por montones de lugares que no conocía. Sorprendentemente, nadie lo detuvo, nadie le preguntó. En aquel tiempo no era tan inusual ver a niños solos por la calle, se les mandaba a cada momento a hacer recados, y Aqui avanzaba con tal seguridad en sí mismo, con tal confianza, que lo último que alguien podía figurarse es que era un niño fugado o perdido. No tuvo miedo –nunca tenía miedo–, no sintió la menor vacilación. Soy como el ave félix, pensó. Disfrutó del paseo como si se tratara de una excursión, le gustó descubrir barrios nuevos, plazas con fuentes, una calle larguísima llena de escaparates, terrazas bulliciosas y casas que le parecieron palacios, de lo grandes y bonitas que eran. Entró en una confitería, contó sus monedas, hizo sus cuentas y compró el pastel con la mejor relación tamaño-precio: un bollo jugoso, relleno de crema amarilla, que chorreaba chocolate por los lados. Tuvo que abrir mucho la boca para comérselo sin mancharse; luego se pasó un buen rato chupándose los dedos.
En casa no había dejado ninguna nota. Si hubiese escrito lo que pretendía conseguir con la fuga, no se lo habrían concedido nunca. Padre jamás aceptaría tal chantaje, esa demostración de fuerza. Prefirió hacer creer que no estaba protestando, que no buscaba nada ni aspiraba ya a nada, sino que se sentía tan infeliz que, simplemente, atolondrado como se supone que es un niño de nueve años, había decidido escapar del colegio, donde tanto lo torturaban con agresiones verbales. ¿Cómo podrían ellos, sus padres, convencerlo para volver a casa? Con el señuelo del nombre. No porque él lo pidiera, sino porque ellos lo ofrecerían como una concesión: la merced de unos padres generosos.
Hubo un momento en que lo asaltó una visión luminosa y tentadora. Pensó –supo– que podría seguir así toda la vida, paseando y descubriendo sitios nuevos, decidiendo él solito el rumbo de sus pasos, por intuición y capricho, sin esperar indicaciones ni consejos ni órdenes. Pero cuando un señor lo paró en mitad de una avenida con mucho tráfico y le preguntó cómo es que estaba solo y dónde vivía, calculó que para entonces sus planes habrían surtido efecto y que quizá era hora de volver. Ese mismo señor, muy amable y preocupado, lo acompañó a su casa en un taxi y lo entregó a Madre, que estaba presa de un ataque de nervios –Padre, tras poner la denuncia en la policía, lo estaba buscando con desesperación, así que no asistió al momento de la entrega–. Antes de despedirse, el señor contempló a Aqui con ternura. No quería decir nada que sonara a reprimenda ni a advertencia, ninguna lección. ¡Era tan pequeño, tan adorable! Se marchó con la sensación del deber cumplido, aún estupefacto. Padre llegó una hora más tarde. Abrazó a su hijo medio llorando. No hubo broncas ni riñas, solo una agradable sensación de celebración en el aire el resto del día, y también los días siguientes, como un eco. Aqui había aparecido sano y salvo.
Porque a partir de ese día, por supuesto, Aqui dejó de llamarse Aquilino, salvo en los documentos oficiales, algo que, para él, resultaba perfectamente tolerable.