Unas azafatas muy atentas están repartiendo vales para la cena canjeables en cualquiera de los restaurantes del aeropuerto, o al menos eso dicen con sus sonrisas rígidas, aunque a la hora de la verdad solo los aceptan en algunos, no en todos, como Martina tiene pronto ocasión de comprobar. Tampoco los vales corresponden a un importe para usar libremente, según el gusto o el capricho de cada cual, sino que hay que ceñirse a unos menús predeterminados, que no son los que Martina elegiría. Aun así, estudia la carta un buen rato, al igual que el resto de viajeros, y trata de ajustarse a las normas del vale, como si el hecho de ahorrarse el dinero de la cena fuera central, cuando lo central es que no llegará a su casa a la hora prevista, sino mucho, muchísimo más tarde. Nadie sabe cuándo se reanudarán los vuelos, nadie de la aerolínea se compromete a darles información concreta, lo único que les han asegurado es que, llegado el caso, entregarán nuevos vales para el desayuno.
¡Una noche completa en el aeropuerto! Martina se resigna con una cansada indiferencia. Elige un sándwich vegetal y pide que le quiten el pepino.
–Si va sin pepino, tendrá que abonarlo –dice la camarera tecleando en la pantalla de pedidos.
–Abonar qué, ¿el sándwich?
–Sí, claro, qué va a ser. El sándwich que entra en las condiciones del vale es este, ¿ve? –Apunta a una foto de la carta–. Lechuga, huevo duro, tomate, pepino, golpe de mayonesa. Si se cambia algún ingrediente, no entra.
–¡Pero si no he cambiado ningún ingrediente! Lo único que quiero es que le quite el pepino.
–Entonces ya es un sándwich diferente. Sin pepino es otro sándwich. La máquina no me permite canjearlo por el vale, ¿comprende?
–¿La máquina no le permite canjearlo? –A Martina le da la risa nerviosa–. Eso es absurdo, vamos, no me diga que no es absurdo.
Tras Martina, una larga fila de pasajeros espera con hastío. Ojerosos, cansados, bien vestidos pero a la vez al borde del desaliño. Mosqueados. Levemente violentos. La camarera resopla, le lanza una mirada de odio al tiempo que eleva las comisuras de los labios en lo que pretende ser un último gesto de cortesía comercial. Tiene el pelo teñido de rubio –chamuscado–, la piel irritada, una gorra roja y blanca a juego con el delantal y con toda la imagen corporativa del establecimiento. Quizá sin el teñido, sin la gorra y el delantal, sin las marcas del estrés en la piel, es decir, quizá en otra vida, habría sido una mujer guapa, incluso muy guapa.
–¿Con pepino o sin pepino? –repite.
–Pero ¿de verdad si le quita el pepino me lo va a cobrar?
–Son las normas.
A Martina se le agota la paciencia.
–Bueno, pues con pepino, qué más da.
Sorteando pasajeros, busca una mesa lo más lejos posible de la barra, se desabrocha el abrigo, coloca a un lado la maleta de ruedas, desmonta el sándwich, desecha el pepino –la única rodaja que hay, diminuta y posiblemente insulsa–, lo vuelve a montar, se limpia los dedos con una servilleta, saca su libro. Cuando va a dar el primer bocado detecta con el rabillo del ojo un movimiento. A continuación, el color de una chaqueta, una estridente voz masculina, una pregunta.
–¿Le importa si me siento?
Sí, le importa, pero sacude la cabeza, mira al hombre que se inclina con su bandeja de plástico y un portadocumentos cruzado al pecho, la expresión obsequiosa y el traje color topo arrugado de arriba abajo. Despeja un lado de la mesa para que se instale.
–Está todo muy lleno –dice él a modo de excusa.
No es verdad. Está lleno, incluso bastante lleno, pero no muy lleno. Si quiere una mesa, bueno, es cierto que hay que compartir, pero bien podría sentarse en uno de los taburetes altos. Es lo que habría hecho ella en su lugar.
–No se preocupe –dice, y vuelve a su sándwich y su libro.
Él suelta una risilla cómplice.
–He escuchado el incidente del pepino –dice–. Sí que es ridículo. A mí no me dejaban pedir cerveza sin porque con el vale solo se puede con. Un exalcohólico caería de nuevo en la ruina solo por el asunto del vale.
Es un hombre de unos cincuenta años, grandullón, con los mechones de pelo pegados a la frente. La nariz es gruesa, los labios gruesos, las cejas gruesas, los dedos gruesos –agarran todavía la bandeja, tontamente–, todo en él es grueso y sin gracia, aunque tiene unos simpáticos ojillos achinados que le dan una agradable expresión, eso es innegable. Parece un comercial de medio pelo o el típico empleado al que encasquetan el viaje que nadie más quiere hacer. Martina le sonríe con tirantez, asiente para no ser descortés y finge regresar a la lectura.
–Aunque también es verdad que en estos sitios los sándwiches están ya preparados de antemano, vienen envueltos en ese film transparente que no hay quien les quite sin pringarse los dedos de salsa, yo al menos soy incapaz. Y que lo que a nosotros nos parece una tontería, como sacar una rodaja de pepino, a los empleados les supone un tiempo precioso. Esta pobre gente vive así, contando los minutos para mejorar la productividad.
Martina baja el libro, lo inspecciona de nuevo, esta vez con mayor interés. ¿Le está enmendando la plana? Recapacita al respecto.
–Tiene toda la razón –dice al cabo de unos segundos, pero lo dice con tal seriedad que da la impresión de estar más molesta de lo que está.
–Bueno, no trataba de quitarle la razón. Ahora pensará que soy un entrometido por sentarme aquí y meterme donde no me llaman.
–No, qué va.
El hombre suelta al fin la bandeja. Hay unos espaguetis en un recipiente de plástico, cubiertos también de plástico, un bizcochito de chocolate y naranja y la cerveza con, es decir, el menú n.º 5 de entre los admitidos por el vale. Lo coloca todo ordenadamente en su mitad de la mesa, se frota las manos, la mira de frente y habla de nuevo.
–En realidad, me he sentado aquí por otro motivo.
Se produce un silencio. Él levanta una ceja, como para dar el golpe de efecto antes de confesar.
–La he reconocido. Del hospital.
–Ah, vaya.
Martina no sabe qué decir. ¿Debería ella reconocerlo también? Se esfuerza unos segundos sin éxito.
–Usted estaba en el hospital con su madre. La vi allí un montón de veces por los pasillos. No se fijaría en mí, claro. Yo acompañaba a mi hermana.
Martina cierra el libro y le pregunta qué le ocurre a su hermana, aunque es de esperar que nada bueno, dado que, si es cierto que ese hombre la conoce del hospital, ha tenido que verla en el área de oncología. Cáncer de mama, responde él, aunque por suerte ya le dieron el alta. Martina teme que él le pregunte ahora por su madre, pero no lo hace, le basta con sonreír y atacar los espaguetis con ganas. Martina vuelve a lo suyo. Hay algo impúdico en comer tan cerca de un desconocido, pero le parece que debe ser amable con ese hombre porque él, a su modo, ha tratado de serlo con ella.
El motivo del retraso está a miles de kilómetros de allí y, por mucho que Martina lo intente, no termina de entenderlo. Un volcán que ella no podría ni ubicar en el mapa erupcionó el día antes liberando una densa nube de cenizas. Hasta ahí, más o menos normal. Lo curioso es que esa nube, que no era tan grande ni mucho menos, debía haberse disuelto allí mismo, en unas pocas horas. Sin embargo, lo que hizo, terca como una mula, fue ponerse a recorrer mundo y sin razón alguna se dirigió hacia ese punto del planeta, justo hacia ese punto y no a cualquier otro de los muchos posibles. Luego, como si estuviera agotada tras el largo viaje, se paró a descansar y ahí sigue, contumaz. Ni meteorólogos ni climatólogos se explican muy bien el fenómeno, tan arbitrario y dañino. Al parecer, la nube no solo impide la visibilidad en el aire. También supone una amenaza para los motores de los aviones, que podrían atascarse con sus finísimas partículas de roca, cristal y arena. Por eso, hasta que se disipe, tres aeropuertos del país se han visto obligados a cancelar todos los vuelos, pero solo esos tres aeropuertos y solo en ese país, mientras el resto del mundo opera con normalidad. Como tocados por un azar traicionero, montones de pasajeros se han quedado varados entre un vuelo y otro, como le ha ocurrido a ella y también a su compañero de mesa, aunque su destino final, según le ha contado, sea diferente.
A través del ventanal que da a las pistas de salida, los dos miran caer la noche sobre esa otra noche previa de color gris compacto: los aviones, los hangares, las plataformas de acceso, los autobuses, todos esos vehículos y maquinarias que siempre están transportando bultos y equipajes y que ahora no transportan nada y permanecen al acecho, frustrados y expectantes. Las luces de señalización brillan débilmente entre esa niebla que no es niebla sino algo más parecido a una humareda apocalíptica –ella, Martina, se ha resistido a usar el adjetivo que todos usan, apocalíptico, aunque a regañadientes reconozca que le va al pelo–. En las noticias ha visto a personas por la calle cubiertas de ceniza. Una mujer muestra cómo se le han quedado tiznadas las sábanas en el tendedero de su azotea. Grupos de niños dibujan en el capó de los coches caritas sonrientes –probablemente, piensa Martina, dibujan algo más que caritas–. Como se da por seguro que la nube tardará aún algunas horas en desaparecer, muchos pasajeros han exigido, sin éxito, el alojamiento en hoteles cercanos y hay incluso quienes dicen, asustados, que, aunque se reanuden los vuelos por la mañana, con ellos que no cuenten. Las aerolíneas no descartan que el viento haga algún milagro y la nube se marche antes de lo esperado, por lo que recomiendan paciencia y permanecer alerta a los paneles. Con sus maletas de ruedas, contrariados, los viajeros caminan aburridos, taciturnos, entrando y saliendo de las tiendas, reclamando información a cada rato, inútilmente.
Mirando la nube Martina siente un agotamiento placentero, como cuando se ha estado corriendo todo el día y al fin se para. El hombre al lado, que ya ha terminado de cenar y recoge su bandeja con parsimonia, parece ajeno a la impaciencia y la irritabilidad que se respira por todos lados. Martina le pregunta la edad de su hermana, la del cáncer.
–Cuarenta y uno –contesta sacudiéndose las migas del bizcocho.
Más joven que yo, piensa ella. Sin más explicaciones, el hombre saca un gotero del portadocumentos y se echa un par de gotas en cada oído. Parpadeando, se da varios golpecitos con el puño, como para que el líquido entre hasta el fondo, en uno y otro. Con sus ojillos achinados y de color indescifrable, mira alrededor como si se hubiera desorientado. Martina piensa que va a hablarle de su problema de oídos, o del cáncer de su hermana, pero lo que hace es sacudir la cabeza y sonreír enigmáticamente.
–¿Le apetece un café?
Por qué no, dice ella, y él se ofrece a buscarlo. Martina lo ve alejándose en dirección a la barra, con su espalda ancha y encorvada, los zapatones grandes, polvorientos, y las manos enormes. Sus andares lentos le recuerdan a los de un oso. No un oso real, sino uno de dibujos animados. Bubu de mayor, piensa sin malicia.
Cuando vuelve a la mesa, junto con el café, Bubu le da el pésame. Le cuenta que se enteró de la muerte de su madre el mismo día del deceso –del desezo, dice–, que es una verdadera pena y que lo lamenta mucho. Después de todos esos días en el hospital, dice, de tantas horas haciendo tiempo en los pasillos y en la sala de espera, ha llegado a conocer el destino de media planta de oncología.
–No era mi madre. Era mi tía.
¿Por qué hace el matiz? ¿Qué le importa a ella aclararle esa cuestión a un desconocido? Bubu, desconcertado, balbucea incómodo.
–Ah, pensé... Su padre me dijo...
–Tampoco él es mi padre.
Le explica que de niña, y también de adolescente, vivió en casa de sus tíos. De alguna manera, extraoficialmente, la adoptaron porque ella era huérfana, así que los estuvo llamando mamá y papá durante años, aunque luego, con el tiempo, dejó de hacerlo sin que hubiese mediado ningún enfado ni nada parecido, simplemente no era natural, no eran sus padres.
Bubu coge la taza, derrama un poco de café.
–Bueno, igual eran buenas personas, me pareció.
Eran buenas personas, ¿no? Es lo que suele pensarse de quienes llegan a cierta edad, y más si están enfermos y llenos de incertidumbre, como era el caso... No hacía ni veinticuatro horas que habían estado tirando las cenizas de la tía Laura al mar, unas cenizas muy diferentes de las que flotaban ahora sobre sus cabezas. Cualquiera que los viese desde fuera habría pensado bien de ellos: buenas personas despidiéndose de un ser querido, ¿no era así? Pero ¿por qué el mar? Sus tíos nunca iban a la playa, no existía ningún vínculo afectivo con aquel lugar y, de hecho, a la tía Laura la arena la ponía de los nervios, colándose siempre por todos lados, incluso por aquellas partes del cuerpo que no podían nombrarse en voz alta. Sin embargo, allí estuvieron ellos, en esa playa de guijarros oscuros, fuera de temporada, entre chiringuitos cerrados, golpeados por el viento, y los altos bloques de apartamentos que se erguían desafiantes a sus espaldas. No era, ni de lejos, la playa más bonita del mundo. Era solo la que les pillaba más cerca.
Hacía años que Martina no se metía en las decisiones de la familia. Ni siquiera decía su opinión. Protestar. Quejarse. Durante mucho tiempo no se consideró con el derecho de hacerlo. Ella se sabía una intrusa: la hermana adoptada, la que se fue a vivir al extranjero en cuanto pudo, la que renegó –por segunda vez– de su origen. Los otros no la consultaban. Como familia tenían sus atribuciones bien claras y, cuando los tíos envejecieron, fue el hijo menor el que tomó las riendas. No por desconsideración. Tampoco por deseo de mandar o de imponerse. Solo por un marcado sentido práctico: el mayor era un indeciso, un tontorrón, y la mediana estaba siempre metida en problemas. Aqui, Aquilino, el hijo listo, el resolutivo, los defendía de todo lo que rozara el sentimentalismo. Contra lo esperado, escoger el mar para esparcir las cenizas de su madre había sido la decisión menos sentimental de todas. Era un tópico, el resultado de no pensar, o de pensar desde el otro lado de la barrera, con asepsia.
El recuerdo de las palabras de la tía Laura una tarde en la que Martina y ella cortaban verduras en la cocina se había transformado ahora en un pesado fardo. El momento regresó a su mente en el hospital, una y otra vez, mientras la tía se iba muriendo poco a poco. Quiso preguntarle, pero no halló palabras. A mí que me entierren y me coman los gusanos, había dicho sin venir a cuento. Y también: nada de quemarme, nada de urna y cenizas, qué espanto, yo bajo tierra, con una cruz y una corona de flores, como Dios manda. Martina estaba segura de haberlo escuchado bien, recordaba uno a uno todos los detalles. Le impactó la crudeza con la que despachó el asunto, con el mismo tono de voz con el que la apremiaba porque los pimientos no estaban lo suficientemente picados. Trozos más pequeños, más pequeños, decía, y nunca eran lo bastante pequeños para su gusto.
¿Cómo podía confirmar aquel deseo? ¿Preguntándole directamente? Complicado. Martina observaba su rostro hundido en la almohada. Las arrugas le consumían las mejillas, apenas le quedaba ya pelo, solo un penacho como un plumón de polluelo, ella, su tía, que tuvo aquella melena tan rubia, tan plateada después, y tan hermosa. Dentro de aquella cabeza crecía un tumor que la estaba matando. ¿Era ella consciente? ¿Hasta dónde sabía? ¿Cuánto les estaba permitido a ellos, los familiares, revelar? Más que rabia o dolor, en su mirada latía el desconcierto. A veces, también, mostraba un inesperado sentido del humor, un travieso destello de burla, de mala leche, como si hubiese entendido que, dado el poco tiempo que le quedaba, era mejor hablar sin pelos en la lengua, cayese quien cayese. El tío achacaba ciertos comentarios –el lenguaje obsceno, el ajuste de cuentas, las risas imprevistas– a ese estado de demencia, y sacaba a las visitas fuera de la habitación, meneando la cabeza con pesar. Pero Martina no estaba tan convencida. A pesar de todas las señales de la decadencia, su tía destilaba placidez. Los ojos febriles estaban rebosantes de vida, aunque de una vida distinta, a la contra y audaz. ¿Se iba a morir? ¿Sí? Bueno, pues adelante, parecía decir, aquí estoy sin miedo, ya he vivido bastante. Una noche, mientras dormía, Martina sacó el móvil para fotografiar con discreción ese rostro tan puro, tan rotundo, que quería conservar para siempre. Pero la cámara fue incapaz de captarlo. Lo que vio en la pantalla era solo la cara de una mujer enferma. Lo que veían sus ojos era completamente distinto. Borró la foto.
Los hechos se precipitaron muy rápido. A pesar de que se sabía el desenlace, Martina apenas tuvo tiempo de reaccionar. Aqui se encargó de todo, habló con la funeraria, acordó la incineración, hizo los trámites burocráticos que había que hacer, engorrosos y feos. Ella no encontró argumentos para protestar. Cuando se atrevió a contar la conversación en la cocina, le dijeron que estaba equivocada. ¿Cuándo había sido aquello? Muchos años atrás, seguro, tantos que su memoria fallaba. Que no se preocupara, dijo Aqui: los deseos de su madre eran otros, y se cumplirían escrupulosamente.
El tío se abstuvo de intervenir en el debate. En los últimos tiempos apenas hablaba, nunca discutía. Era una sombra de lo que había sido, como si se hubiera cansado de actuar o se hubiera quedado sin público. Merodeaba fuera de la habitación con los brazos cruzados tras la espalda, vuelta y vuelta por el pasillo, tratando de mantener la dignidad. A través del cristal esmerilado, Martina lo veía como a un niño frágil e inofensivo, vulnerable, nervioso, limpiándose los mocos con la manga. En la playa, vestido para la ocasión, aguantó las lágrimas como el que más. El salitre se les metía en la nariz, picaba en los ojos, pero nadie lloró, no era de recibo mostrar debilidad en aquel momento, quebrarse, no era el tipo de reacciones propias de esa familia. Justo al acabar, el sol tocó la línea del mar, achatándose, y de la arena se levantó un aire frío, como si se cerrara el telón. No hubo palabras, ni abrazos, ni manifestaciones de emoción. Pero cuando volvían al coche, al pasar frente a una heladería sin clientes, ante el reclamo colorido de los sabores –avellana, turrón, stracciatella, leche merengada, tutti frutti–, el tío comentó para sí: todo lo que le gustaban los helados, a mi pobre Laura, y yo no le dejaba comérselos...
Bubu le cuenta que se dedica a la compraventa de coches antiguos, pero antiguos de verdad. También los alquila para ferias y exposiciones y para uso particular, están muy de moda, dice, ahora todos los niños de papá los llevan a las bodas y a las fiestas de graduación y hasta a las baby-showers, y algunos se los cargan con la borrachera de después, hijos de puta. Aunque es una pequeña empresa familiar, se ve obligado a viajar al extranjero al menos un par de veces al año, como ahora, para rastrear modelos y cerrar tratos. Habla un buen rato de los coches más demandados, de sus precios y especificaciones, mientras estruja una servilleta de papel, se frota los oídos y hace los más variados gestos con las cejas. Luego se aclara la garganta y pregunta:
–Y usted, ¿a qué se dedica?
A Martina le da una pereza terrible contestar.
–¿Y si nos tuteamos?
–Vale. –Bubu se toquetea el oído izquierdo nerviosamente–. Entonces, ¿a qué te dedicas?
–Estoy de año sabático.
–¿Y eso?
–Bah, larga historia. Necesito tiempo para investigar.
–¿Investigar sobre qué?
¿Merece la pena explicárselo? ¿Sabe un tipo como Bubu qué es una hemeroteca o cómo funciona un archivo histórico? Martina arruga el vaso de café y mira otra vez la nube de cenizas, que en apariencia no se ha movido ni un solo milímetro. En la circunvalación de la autopista brillan las luces de los coches, de dos en dos, diminutas y pálidas, como escarchadas. También dan la impresión de estar inmóviles.
–Sobre datos que a nadie le interesan. Cosas pequeñas. Al ponerlas juntas quizá tomen sentido. O quizá no. Eso es justo lo que estoy tratando de averiguar. Pero hace falta tiempo para eso, no se puede ir corriendo.
–De ahí lo del año sabático. –Bubu entrecierra los ojos.
–Exacto.
Ninguno menciona nada sobre parejas, matrimonios, vida privada. Ella ve la alianza que él lleva en el dedo anular, como embutida a presión. Parece antigua, gastada, está claro que no se la ha quitado nunca. ¿Hijos? Tampoco hablan de eso.
Acabado el café, Martina anuncia que se va a estirar las piernas. Como un niño que pide permiso a un adulto, entornando los ojos e incluso ladeando un poco la cabeza, Bubu le pregunta si puede acompañarla. Ella no sabe decir no. Quizá le venga bien un poco de charla, piensa a continuación, consolándose.
Caminan despacito, dando vueltas de una terminal a otra con sus maletas de ruedas. La de él, con las etiquetas de vuelos anteriores todavía pegadas en el asa, es vieja y chirría. Bubu la maneja con torpeza, tropezándose con todos los escalones, las barras y balizas, los asientos y los soportes publicitarios. Se detienen para coger aire ante un KFC. Una pareja está sentada al lado, con su hijo pequeño. El niño, de unos cinco o seis años, señala hacia el ventanal con aire interrogante mientras los padres le explican que Dios se ha enfadado con él por portarse mal y que, hasta que no se acabe la comida, el cielo va a seguir así de oscuro. Desolado, el niño coge un trozo de pollo, lo mordisquea sin ganas. Bubu se vuelve hacia Martina, pregunta bruscamente:
–¿Cuándo te dijeron que eras adoptada?
–Ah, lo supe desde siempre. Ya era mayorcita como para saberlo. Viví con mi abuela hasta los once años, no es poca cosa. Y luego con mis tíos. Nadie me ocultó nunca mi origen.
–Muy bien, muy bien –aprueba.
Se echa de nuevo gotas en los oídos. Martina empieza a pensar que es un tic para distraer la atención cuando se siente incómodo. Quizá por el mismo motivo, se acerca al ventanal a mirar la nube, pone una mano encima del cristal y deja la señal pringosa de sus dedos. Martina lo observa. Una situación que no hubiese tolerado en otro momento –pasear con un extraño, un pesado, un plasta–, una situación tan embarazosa, tan irritante en el fondo, resulta ahora aceptable. Quizá la culpa es de la nube de cenizas, que la está trastornando. O quizá es el lugar de donde viene. El hospital, la familia, el precario equilibrio de las cosas, tan mudable.
–¿Y si cenamos algo más? –propone–. Yo tengo hambre otra vez.
–¡Y yo! –aplaude él con entusiasmo.
Buscan el lugar más tranquilo posible y miran los menús expuestos en los atriles, ya sin las restricciones de los vales. Acaban compartiendo una pizza. Bubu devora su mitad en un santiamén, en completo silencio. Tiene cara de estar pensando en otra cosa o, más bien, de estar planificando lo que va a decir a continuación. Al acabar suspira largamente. Luego, nueva sesión de gotas en los oídos y confesión, con los codos clavados en la mesa.
–Últimamente no me va nada bien.
Entrelaza las manos cubriéndose la frente.
–¿Y eso? ¿Estás en medio de otra nube de cenizas? –bromea Martina.
–Sí, algo así. Estoy metido en un juicio. Una demanda por... Ay, no sé si contártelo, hasta me da vergüenza.
–¿Vergüenza por qué? Por mí no hay problema.
–¡Es que es todo tan feo! ¡Tan injusto! Mi socio, bueno, mi exsocio me acusa de... dice que... robé... que me quedé con beneficios que no eran míos. Me ha denunciado por estafa.
–Vaya.
–¿Tengo yo pinta de estafador?
–No, la verdad. No sé qué pinta tiene un estafador, pero tú no la tienes.
En realidad, piensa, un estafador tendría un aspecto más inteligente, menos indefenso. Más hábil. Bubu no podría estafar ni a una mosca.
–¿Y por qué lo hace?
–¿Quién? ¿Mi exsocio? ¿Que por qué me denuncia?
–Sí.
–Supongo que por dinero. O porque me odia. Sin motivo. Me odia sin motivo, quiero decir. Si hubiera un motivo..., ¡pero no lo hay!
–¿Y cuál es la situación ahora?
–Ya te lo he dicho antes. Mala. Es una mala situación. Jodida. Porque ya todo el mundo me mira mal, los clientes no se fían y el banco me ha denegado un préstamo. Y para colmo mi exsocio es mi hermano. Mi propio hermano, ¿sabes? Así que tengo a toda la familia en mi contra. Hasta mi hermana, la del hospital... Bueno, no me dejaba entrar en la habitación a verla, ¿entiendes? Me pasé todo el tiempo en el pasillo, días y días, mendigando para ser recibido por su majestad.
Qué sorpresa, piensa Martina. ¿Y si Bubu no es el osito de dibujos animados que había creído? Según este viraje de la historia, su estancia en el hospital escondía otros motivos. Es posible que Bubu no sea solo un hombre de cincuenta años y cien kilos de peso. No un experto en compraventa y alquiler de coches antiguos que viaja al extranjero a hacer negocios. No un señor vestido con un traje arrugado de color topo que padece otitis nerviosa. ¿Quién es, entonces? Lo ve gemir, retorcerse las manos. Perder los papeles en cierto modo, porque ¿para qué le cuenta a ella esas intimidades?
–Tu padre..., esto..., tu tío, me estuvo asesorando.
Martina tuerce el gesto. Él, todavía con la mirada baja y las manos en la frente, no nota su transformación.
–¿Te asesoró, dices?
–Bueno, me dio unas indicaciones, unas pautas. Por un lado, me quitó el miedo. Pero por otro me dejó muy descolocado, porque lo que él me recomendó que hiciera es justo lo contrario de lo que me aconseja mi abogado.
–Ya.
–Cada abogado es un mundo, ¿no? Yo ya he hablado con varios. Cada uno te dice una cosa. Lo que quieres oír o lo que no quieres oír pero necesitas evitar a toda costa. Anticipan de qué va la película y, si no aciertan, culpan al abogado contrario. Unos te hacen ser más prudente de la cuenta y otros te piden que saltes al vacío. Uno dice A y otro Z, uno blanco y otro negro, uno... –vacila– pim y otro pum. Quizá solo te dice la verdad quien no te cobra, pero claro, entonces no es tu abogado. Así que me fío bastante de lo que me dijo tu pa... tu tío. Es más, casi seguro seguiré sus consejos.
Continúa hablando y hablando sobre el juicio, detalles y más detalles, contradicciones entremezcladas con asuntos de dinero, pequeñas mezquindades familiares y rencores, chismes desprovistos de credibilidad quizá por el modo en que los expone, titubeante, como renqueando. Hay un momento en que ella deja de oírlo, al igual que dejó de oír los avisos de megafonía hace horas. Se fija en los viajeros que van de un lado a otro comiendo snacks sin despegar la vista del teléfono, con las pesadas bolsas de los duty free a cuestas. Muchos se quedan dormidos en cualquier sitio, con la boca abierta y los pies en alto. A ella también le gustaría descansar, pero ¿cómo interrumpirlo? Para no herir sus sentimientos, finge que tiene que atender una llamada, se aleja un rato. Al regresar, él le dice que le gusta mucho hablar con ella. Que casi considera una suerte la tormenta, el azar que los ha juntado esa noche, ¿ella no?
–Sí, claro, en parte... Pero ahora deberíamos dormir un poco, ¿no te parece?
Martina se tumba en tres asientos libres, con la cabeza apoyada sobre el bolso y el abrigo extendido a modo de manta. Bubu se recuesta un poco más allá, en la fila de enfrente, repantigado en un solo asiento, con los largos brazos cruzados sobre la barriga. Le sonríe levantando una mano en señal de gratitud, como si ella hubiese hecho algo especial por él. Martina siente compasión, pero no una compasión limpia, sino contaminada por la irritación.
Cuando despierta, el tono grisáceo del cielo ha cambiado hacia un rojo azafrán que se extiende en hilachas. Lo primero que hace, todavía adormilada, es leer las noticias en el móvil; al parecer, la nube de cenizas ya se está evaporando, es solo cuestión de unas horas que desaparezca del todo. Manda varios mensajes, revisa el correo electrónico, se despereza. Bubu, con los ojos tapados por una visera de la Asociación de Afectados por Cáncer de Pulmón, resopla en sueños. Sigilosamente, Martina se levanta, se acerca al cristal, mira el amanecer. En mitad de una oscura pradera distingue un par de cuervos, enormes y ajetreados, que picotean el suelo con afán. Algunos vehículos cruzan ya las pistas preparándose para el nuevo día. Mirando de reojo a Bubu, con la sensación de estar traicionándolo, se escabulle y recoge su vale para el desayuno. Gracias al café se espabila un poco. Le duele la cabeza como si tuviera resaca.
En el aseo, se lava la cara y se cepilla los dientes. El foco de luz blanca del lavabo da a su piel un aspecto poco favorecedor, como de piel de pollo maltratado en una granja industrial. Piensa: quizá no es la luz, quizá es que soy así, pero no es un pensamiento molesto sino resignado. Al salir, inesperadamente, se topa con Bubu en la puerta. Tal vez la vio entrar y la estaba esperando como si fuera algo suyo: su mujer, su novia, su amiga o su hermana, algo que le pertenece. Sonríe con alegría, todavía con la visera que debió de coger del hospital. Ya se ha programado su vuelo, anuncia. El de ella, no el suyo, pero algo es algo.
–No es que quiera que te vayas –se apresura a aclarar–. Pero tienes que descansar, bastante paliza te has pegado.
Aún queda una hora para el embarque. Martina preferiría quedarse sola –no es de buen despertar–, pero hacen tiempo juntos, paseando por la zona de tiendas, entre escaparates y maniquíes con pinta de estar más vivos que ellos. Martina pega la nariz al cristal de una boutique de lujo para mirar un kimono de seda azul y rosa con un intrincado estampado de plantas de papiro y aves del paraíso. Es escandalosamente caro. Indecentemente caro. Y sin embargo no puede dejar de mirarlo.
–¿A qué hora abre la tienda? –pregunta.
Bubu consulta un discreto cartelito que hay junto a la puerta.
–Pone que a las diez.
–Lástima, no me da tiempo.
Bubu vacila. Ella lo ve vacilar. No ha querido ponerle en una trampa y sin embargo ahí está, con sus brazos colgantes de oso y las manos con las palmas hacia atrás, la mirada clavada en el kimono y una expresión como a punto de dar el salto. Ella podría rescatarlo, podría poner las cartas sobre la mesa, pero se limita a esperar con disimulo. Y él lo da. El salto.
–Lo compro y te lo mando.
–No, no –dice ella–. ¡No puedo permitírmelo!
–No me has entendido.
Se vuelve radiante, iluminado, ridículo con su visera de plástico y, aun así, decidido, digno.
–No me has entendido –repite–. Lo compro y te lo mando de regalo.
Martina suelta una carcajada.
–¿Qué dices? ¡No!
En su rechazo, en su risa, hay también un insulto imprevisto, como si dijera: no, no de ti, quizá de otra persona sí, pero ¿de ti, Bubu? ¡De ti no! Ella nota el impacto del rechazo en la expresión de Bubu, que se apaga de repente, como un globo desinflándose. Trata de explicarse y es casi peor, porque su explicación entra a derribo. Ese kimono tan caro y tan sofisticado, dice, no lo miraba para ella, sino para su mujer. Si su vuelo saliera más tarde habría tenido la tentación de llevárselo, pero gracias a que la nube de cenizas ya se ha evaporado y que a la hora en que abra la tienda estará sobrevolando el océano, se ha salvado de gastarse un dineral. No es algo que haga con frecuencia, dice, regalos de ese precio, y ni siquiera regalos baratos, no es nada detallista, pero la ocasión es especial porque han pasado muchos días separadas, días dolorosos y tristes, y la ha echado de menos. Dice todo esto del tirón, sin coger aliento, mirando todavía el kimono, mientras Bubu, paralelo a ella, rígido como un poste, procesa todo ese montón de datos nuevos.
–¿Por qué no me lo dijiste antes?
–¿El qué?
–Que eres lesbiana, ¿por qué lo sueltas ahora, al final, y no lo dijiste antes?
Es un cambio de guión, una reacción que Martina no había previsto. La voz de Bubu, eléctrica y firme, esperando respuesta. Sin exigencia pero con apremio. ¿Debería enfadarse? Se conforma con sondear en él, con mucho tacto.
–¿Por qué tenía que hacerlo?
–Porque yo te he contado mis problemas.
–Oh, ser lesbiana no es ningún problema.
Él resopla, rebusca en los bolsillos –¿las gotas?
–Tenías que habérmelo dicho. Llevo toda la noche detrás de ti, intentando ser agradable y gustarte. Te vi en el hospital hace días y luego aquí y pensé que no podía ser una casualidad, que tenía que significar algo. ¡Y tú me propusiste tomar pizza juntos y fuiste tan amable y todo eso! ¡Con lo fácil que hubiera sido hacerme ver desde el primer momento que no era posible!
No hay reproche en su voz, solo amargura, desconcierto, tristeza. El labio inferior le tiembla un poco, como a los niños a punto de llorar. Se toca los oídos.
–No era posible fuese o no yo lesbiana, por Dios –dice ella.
Y luego:
–No sé de qué me estás hablando.
¿Y su alianza?, querría preguntarle. ¿Acaso él es sincero? ¿Y qué es toda esa historia de la estafa? ¿No será cierto que, a pesar de su aspecto, contra toda intuición, sí es un estafador? Le sobreviene un ramalazo de ira, pero lo deja pasar, se controla, sabe cómo hacerlo. Con suavidad, le dice que es una pena acabar así la noche –¿la noche?, ¡ya es de día!, piensa–, que ha sido estupendo conocerlo y que lamenta el malentendido. Ahora, añade sonriendo, se tiene que ir, a ver si al final con las tonterías pierde el avión –al instante se arrepiente: con las tonterías–. Le tiende la mano como a un desconocido –¿no lo es al fin y al cabo?– y él corresponde al gesto blandamente. En voz muy baja, rumiando, le desea buen viaje.
Y ella se aleja con rapidez, al fin sola, hacia la puerta de embarque, liberada, aturdida y confusa. Tiene un sabor amargo en la boca: el café tan cargado, pero también algo más, algo que tiene que ver con la necesidad de reparación, con la justicia. ¿Debería...? Cuando está llegando a su avión, al ver la fila de pasajeros con la documentación preparada, una larga fila tensa e impaciente, da la vuelta, deshace el camino a toda prisa y lo busca con ansiedad, mirando hacia ambos lados. El aeropuerto es ahora distinto, anónimo, frío, muerto, con más gente que antes, con más ruido. ¿Dónde está Bubu, dónde se ha metido? Ve hileras de bancos, plástico y acero, más plástico y más acero, las hebras de azafrán adelgázandose en el cielo, y muchas más personas, más tiendas y maletas, montones de sándwiches ordenados en sus expositores, asépticos surtidores de zumos y fruta cortada en tarritos, la prensa con las mismas noticias de ayer, las mismas de mañana, avisos luminosos, niños desesperados, hartos de todo, un chihuahua enfurecido, hombres feos, tripones, con trajes que no le quedan bien a nadie, junto a chicas a las que les queda bien todo, ese mundo que nunca vieron sus tíos, que jamás viajaban, y que ella está harta de ver, con tanto viaje.
Lo encuentra de pura suerte, agachado mientras ayuda a cerrar un carrito a una joven madre que sostiene a su bebé en brazos. Martina se acerca con lentitud, lo mira desde arriba. Él, en cuclillas, maniobrando con más buena voluntad que eficacia, aprieta palancas y botones sin sentido hasta que engancha un tirador y consigue el milagro. Silba con satisfacción, se levanta y entonces la ve. La visera se le ha torcido y casi le tapa media cara. Martina, agarrándolo del brazo, lo conduce hacia un lado.
–Escucha –dice sin más preámbulo–. No deberías hacer caso de nada de lo que te aconsejara mi tío en el hospital.
Bubu la mira con cara de no entender.
–Me refiero a tus líos judiciales. Él no es abogado. ¿Te dijo que es abogado? Pues bien, no lo es.
–No... No recuerdo si me lo dijo. Quizá lo sobrentendí yo, no lo sé. Por cómo hablaba, por las cosas que me dijo.
–Ya. Muy típico. Mi tío se ha pasado la vida haciendo creer que era abogado, pero solo trabajaba de administrativo en un bufete.
–¿En serio? ¿Os mentía?
–No. Nunca dijo que fuera abogado, ni lo dice ahora, con esas palabras, pero producía la confusión todo el tiempo, eso es todo.
Martina no quiere hacer sangre, no es el momento. Todavía tiene la imagen de la heladería grabada en la retina. Aquel viejo, su tío, horas antes de quedarse viudo, estuvo asesorando sin fundamento a ese pobre hombre, confundiéndolo con su imprudencia, con su vanidad, por pura inercia, y todo ¿con qué fin? Con ninguno. O al menos con ninguno que a ella le corresponda definir. Bubu achica los ojos, la contempla con lo que a ella le parece una sospecha impropia, ese tipo de actitud suspicaz de aquellos de quienes se ríen todo el tiempo y ya no se fían de nadie.
–Bueno, no sé qué pensar, la verdad –dice.
Su mirada se ha nublado de escepticismo y precaución. Una dureza nueva le comprime los labios, secamente. ¿Es posible que Bubu no la crea, que piense que le está soltando una trola solo para reírse de él y confundirlo todavía un poco más? Sí, determina: es posible. ¿Merece la pena tratar de explicarse, hacerle entender que...? No, ni merece la pena ni da tiempo: harían falta varias erupciones volcánicas para eso.
Improvisadamente, sin pensarlo, le da un abrazo –él se queda rígido, desarmado– y se marcha corriendo otra vez. Al llegar a la puerta de embarque, casi sin aliento, jadeando, solo queda una azafata junto al mostrador que la mira con recelo, como se mira a las locas. Es la última en subir al avión, que despega a los pocos minutos.