CIENTO OCHENTA AÑOS POR LO MENOS

Hay que esperar un buen rato, no confiarse. Por fortuna, Madre y Padre se acuestan pronto, no como en otras familias, en las que los padres se quedan hasta las tantas viendo la televisión o tomando una copa; a algunos, incluso, les da la madrugada aunque tengan que levantarse temprano al día siguiente, qué irresponsables. Aquí no. Aquí, a las once como mucho, todo el mundo a la cama, sea invierno o verano, lunes o sábado, bien pensado es una suerte. Sin embargo, no es fácil calcular cuánto pueden tardar en quedarse dormidos. Un suspiro, un carraspeo, una palabra suelta son señales: aún no. El equilibrio entre mantener la prudencia frente al ansia de escapar –¡de escapar ya!– es tan precario, tan tenso, que amenaza con romperse en cualquier momento abocándolas al desastre. Rosa ya está vistiéndose a oscuras, en silencio, para ganar tiempo. Martina le pide que aguante un poco. La bronca para una es la bronca para las dos.

–Imagina que entran ahora y te ven arreglada.

–¿Para qué van a entrar?

–Para cualquier cosa, solo imagínalo.

–Paso.

Rosa sujeta una pequeña linterna con una mano mientras con la otra se pinta la raya del ojo. Pestañea, hace morritos para ponerse el pintalabios. En el espejo de mano, ve su cara entre sombras: la nariz ancha, las mejillas redondas, los ojos lánguidos y el flequillo rebelde. No se ve guapa, sino transformada, el sorprendente reverso de la Cenicienta: cuando otras se recogen, ella sale, como las brujas, como las putas. Esconde el maquillaje bajo el colchón, apaga la linterna, se tumba boca arriba, aguza el oído, palpitante. Martina también está escuchando. Completo silencio. Duermen. ¿Duermen? Si sale con sigilo, piensa, no habrá riesgo.

Esperan unos minutos más, cautelosas, hasta que un suave ronquido se desliza desde el cuarto de matrimonio hasta el suyo. El ronquido se combina con una respiración profunda, un ritmo pausado y tranquilizador, alternante: ronquido-respiración-ronquido. Es el momento. Con los zapatos en la mano, Rosa avanza por el pasillo sin atreverse a respirar. Abre la puerta de la calle todo lo despacio que puede, sale y la cierra más despacio todavía, para evitar el clic que la delate. Martina calcula el tiempo y, en el momento crítico, tose para amortiguar el ruido. Se queda despierta un rato más, con el corazón latiendo tan rápido que casi duele, hasta que considera que el peligro ha pasado. Sus padres duermen, sus hermanos duermen, toda la casa duerme, sumergida en un suave silencio. Agotada por la tensión, ella también se duerme. Lleva un reloj de pulsera con alarma de luz que avisará de la hora en que debe levantarse para abrirle la puerta a Rosa, antes de que amanezca. Ellas no tienen llave. A ninguno de los hijos, ni siquiera a Damián, el mayor, les han dado copia de la llave. ¿Para qué? Apenas salen y, cuando lo hacen, o van acompañados de sus padres o tienen que volver a horas tan ridículas que siempre están despiertos para abrirles.

Corre por las calles desiertas, iluminadas por viejas farolas de forja, haces de luz amarillenta y turbia que le marcan el paso confusamente. Un peligro, si lo piensa a fondo, ir sola a esas horas, pero Rosa, embriagada por la sensación de libertad, no lo piensa ni siquiera en la superficie. No es la primera vez que lo hace; puede que tampoco sea la última.

Él la está esperando en una esquina, el sitio exacto donde ella le ha indicado. Al verlo allí, apoyado en la pared, con los brazos cruzados, puntual y paciente, Rosa olvida todo lo que ha dejado atrás: la cama vacía, el maquillaje bajo el colchón, la linterna, el pasillo, la casa en silencio y su vida entera, por unas pocas horas. Es un chico un par de años mayor que ella, alto y desgarbado, con manos grandes, melancólicos ojos castaños y un ligero bizqueo que da a su mirada un aire pícaro. Se besan, se cogen de la cintura, caminan en zigzag jugueteando, deteniéndose a cada poco para besarse de nuevo.

Esa insaciabilidad: Rosa nunca ha sentido nada parecido. ¿Cómo ha ocurrido, qué fuerza impetuosa le ha hecho ese regalo? No puede ser producto del azar, piensa, no una simple casualidad. Es magia, pura magia, una revelación milagrosa y llena de matices que por desgracia tiene que mantener en secreto. Rosa ha escuchado a sus padres demasiados comentarios al respecto. A su vecina Clara, por ejemplo, la critican por sentarse en el portal con su último amiguito, como lo llaman. La campaña para promover el uso del preservativo les parece lo peor, una manera burda y mezquina de empujar a las crías a irse con cualquiera. El texto feminista que escribió una compañera de Rosa en el periódico del barrio los escandalizó no solo por su contenido soez, sino también por la redacción, tan deficiente, ya que la degeneración nunca viene sola. Sin haber sido formulada una prohibición expresa, Rosa sabe que los novios no son bienvenidos en su familia. Que el mero hecho de tener novio, o de desearlo, es una aberración. Que ante esa posibilidad, se sacaría la artillería pesada, en pos del bien común, por supuesto. Un novio significa sexo, y el sexo, ya se sabe, no existe. La misma palabra sexo es impronunciable, con la explosión efervescente y festiva de la equis. Quien la diga en voz alta está ya manchado por la sospecha, porque revela un conocimiento impropio. Como cuando en la televisión salen animales copulando y ellos fingen no saber lo que pasa.

Aunque, ¿cómo evitarlo? Si existe una manzana que morder, Rosa ya la ha mordido. Sus actos ya no son propiamente decisiones. Visto bajo este prisma, salir a escondidas de casa, por la noche, no es una elección que ella haya tomado con frialdad. Rosa siente que obedece a un mandato. No de nadie, por supuesto, sino de la persona que anida en su interior, esa desconocida.

Su transformación ocurrió dos meses atrás, en la biblioteca del rectorado. Al causante lo distinguió de entre su grupo de amigos de un solo vistazo, como si perteneciese a una especie diferente que supo identificar a la primera, un ejemplar exótico, único, que contempló con la boca seca y una extraña opresión en el estómago. Más tarde lo pilló mirándola, una mirada rápida y centelleante. Era una moneda lanzada al aire y ella tenía que atraparla a la primera: cara o cruz.

Se le acercó sin apenas pensarlo, se sentaron muy cerca, sin hablar. Él aproximó su pierna a la de Rosa, apenas rozándola. Es posible que ni siquiera llegara a tocarla, pero esos dos milímetros de distancia, o ese solo milímetro, se llenó de un calor que a Rosa se le fue directo a la vulva. Un escozor. La necesidad de poner una mano encima, de apretar. La inconveniencia de hacerlo. Un impulso imprevisto, como una dentellada.

¿Qué estudias?, se preguntaron a la vez, y eso les hizo reír. Rosa estaba en primero de psicología –no le gustaba, dijo–. Él, en tercero de biología –le gustaba mucho, admitió, pero podía escaquearse un rato y salir a dar una vuelta con ella si quería–. ¡Y como para no querer! Unas horas más tarde se estaban besando como locos.

Se veían a escondidas por las mañanas, faltando a clase porque por las tardes, le dijo ella con aire misterioso, estaba muy ocupada con otros asuntos. Iban al parque, donde se abrazaban detrás de los setos o se echaban sobre el césped en silencio, mirándose muy cerca. Vestida por completo, sin despegar los labios, Rosa tuvo con él su primer orgasmo. Sorprendida, como si un vendaval la hubiese arrastrado por los aires y la hubiese depositado después en el mismo lugar de partida, palpitante, conmocionada, también mantuvo aquel descubrimiento en secreto, para ella sola.

La fiesta a la que van ha empezado a las diez y acabará tarde, de madrugada. El día antes, cuando quedaron, Rosa dijo que había tiempo de sobra, que ella hasta las doce no saldría, que más temprano le daba pereza. Él la miró extrañado, presintiendo un engaño aunque equivocado sobre la naturaleza de ese engaño. En sus ojos brilló la desconfianza, los labios le temblaron, pero no dijo nada. Rosa encogió los hombros, aprovechando para hacerse la interesante.

–¿Qué pasa? ¿Por qué tengo que salir a la misma hora que todo el mundo? ¡Ni que hubiese dicho algo tan raro! Si tú quieres ir antes, allí nos vemos.

–No, yo te espero –dijo él–. Yo voy contigo. Te recojo.

–Vale, pero no en la puerta. No me gusta que me recojan en la puerta.

–Donde tú digas.

–En la esquina del estanco. ¿Sabes cuál te digo? En el cruce con Padre Pío.

–Sé cuál dices.

La esquina del estanco: un lugar discreto, fuera de la vista, a unos diez minutos de su casa. Y aun así podrían verlos, alguien, cualquier vecino, podría irles con el cuento a sus padres más tarde. Ella prefiere caminar por las calles silenciosas, es decir, las vacías, donde no hay comercios sino bloques de pisos con estrechas entradas, pasadizos que unen los portales y lugares de paso. Evitar la avenida por donde circula el autobús nocturno, las paradas y los pasos de cebra. Dar rodeos, meterse por lo oscuro, encapucharse. Pero tiene que hacerlo sin dar explicaciones, porque sí, sin exponer su miedo ni su cobardía. ¿Cómo interpreta él su conducta evasiva, todos esos argumentos inconsistentes y contradictorios? A Rosa no le preocupa demasiado. O le preocupa menos que confesar la verdad: que es una fugitiva que debería estar ya durmiendo en su cama, bajo el amparo del ala familiar.

Cuando llegan a la fiesta, chicas y chicos se abren a su paso, hablándoles a gritos entre el estruendo de la música. Rosa no maneja los códigos de lugares como ese, no sabe qué debe hacer ni cómo. Espontáneamente, buscando protección, agarra a su amigo de la mano para que la guíe entre un bullicio que, de pronto, juzga artificial e innecesario. Él le roza el cuello con un dedo y ella se estremece. Se fija en sus labios llenos, sonrientes y cálidos. Su pelo, lacio, brilla con varios tonos, como el de algunos yorkshires, negro o dorado según se mueva. Bajo la luz rojiza del local, ve desplegarse su belleza oculta, casi salvaje, al alcance ahora de cualquiera. Siente que lo posee, pero su posesión es efímera, está en la cuerda floja, como si hubiera tomado algo que no le pertenece, algo ajeno, robado, que le pudieran confiscar en cualquier momento. Por eso, es mejor no perder mucho el tiempo, ir cuanto antes al grano.

Horas más tarde se despiden en la misma esquina donde se encontraron, la del estanco.

–¿No quieres que te acompañe un poco más? –pregunta él–. Está muy oscuro.

–No, no –dice Rosa sin asomo de cansancio.

Cada vez que se separa de él, le asalta la misma pregunta: ¿y si ese es el fin? ¿Y si se rompe el hechizo, es decir, si la pillan? Es una angustia rápida pero honda a la que ella prefiere dar la espalda. No pensar más, no planificar nada, no ahora, no en ese alto al fuego que todavía no se ha agotado por completo. Se abrazan, se besan furiosamente, entrechocando los dientes, y luego él da la vuelta y se marcha con las manos hundidas en los bolsillos de la cazadora. Rosa camina acelerada en la dirección contraria. Va con el tiempo justo porque ha apurado hasta el último segundo, pero a buen paso llegará. Entre la niebla, el asfalto brilla plateado; un gato blanco, esbelto, cruza por delante, salta un murete y se cuela con agilidad por una verja. Rosa lo interpreta como una buena señal, la señal de su suerte. No es el fin, se dice, tiene todavía muchos dados que tirar, apretados en el puño. Son las seis y veintidós de la madrugada, a las seis y media Martina abrirá la puerta sin que ella tenga que avisar. La calle está desierta, solo de vez en cuando pasa algún coche a toda velocidad, dejando tras de sí el chirrido de los neumáticos. Un par de chicos la llaman desde la acera contraria; ella aprieta el paso sin mirar. No le importa porque, por lo que sabe, que chisten de lejos o piropeen forma parte del lote de la noche. Llegado el caso, sabría defenderse. No tiene dieciocho años, tiene ciento ochenta por lo menos. Es sabia y guarda secretos que los demás ni atisban. Mira el reloj de nuevo.

Y, de pronto, un empujón, algo que brota de un portal en sombras, una masa que al principio ni siquiera parece una persona y que la hace tambalearse, casi caer, hasta ser sujetada en el último momento, arrastrada hacia dentro, hacia lo más oscuro, la ceguera, el aturdimiento, el dolor en el costado, sin saber cómo ha sido, de dónde ha venido.

–Niña, ten cuidado, que te vas a hacer daño. –Una voz áspera, aguardientosa. Una voz de hombre mayor–. Ven aquí.

Rosa apenas tiene tiempo de entender las palabras. Se dobla de dolor, ha recibido un buen golpe, está tan confundida que tarda en asociarlo con esa voz, con ese hombre. Lo mira de refilón, sin distinguirlo apenas. Solo ve que es gordo y calvo y que tiene un aspecto desastrado, como si llevara un exceso de ropa, una capa echada sobre otra, sin sentido. El hombre sonríe.

–Quédate aquí conmigo hasta que se te pase el susto. Porque vaya susto, ¿no? ¿Te has hecho daño?

–Sí, aquí...

Sabe que tiene que marcharse enseguida, pero no por el hombre, sino porque Martina la está esperando para abrirle la puerta. Esa idea asfixia todas las demás, es tan precisa, tan incuestionable, que le dificulta atar cabos. El hombre se ha quedado callado, se limita a observarla con avidez. Mientras ella se mantenga cerca no dirá nada más; solo necesita que se quede a su lado, sin moverse. Rosa lo oye jadear, baja la mirada. La visión repentina de su pene, negro y púrpura, brillante, la hace dar un salto atrás, aunque es una reacción más impulsiva que racional. Echa a correr, todavía encorvada. Ha gritado sin darse cuenta; un grito corto y ronco, como el de un animal. Los chicos de la acera de enfrente han cruzado hacia ella. Uno la detiene con firmeza; el otro se dirige hacia el hombre, lo insulta.

–Tranquila, tranquila –le dicen–. ¿Te ha hecho algo?

–No, yo... Solo me he asustado.

–¿Te ha hecho algo ese hijoputa? ¿Te ha tocado? ¿Qué te ha hecho?

–Me tropecé, no pasa nada, ya me voy.

Todo ocurre a gran velocidad. El hombre calvo, que lleva un abrigo de cuadros muy largo, casi hasta el suelo, está también gritando, moviendo los brazos como aspas.

–¡Que me dejéis en paz, cojones, que no he hecho nada!

Rosa quiere huir, pero uno de los chicos todavía la está sujetando por el brazo. Le pide que espere, la policía viene de camino. ¿Cuándo la han avisado? ¿Por qué sin su permiso? ¡Qué exagerado todo!, piensa Rosa, sin decirlo. Tiene un gusto metálico en la boca, los oídos le zumban. Oye entonces la sirena, estridente. El azul de las luces del coche se proyecta en la cara del hombre: otra vez el color púrpura, delatándolo, aunque ahora más matizado, difuso. Rosa se vuelve a mirarlo, da un respingo. Lo reconoce.

–Es el vecino del primero –dice en voz baja.

–¿Qué? ¿Quién es?

–No...

Le sobreviene una súbita e inexplicable sensación de hermandad, como si ella también corriera el peligro de ser detenida: ellos dos, su vecino y ella –los culpables–, frente a los dos chicos –los salvadores–, y los dos agentes de policía que ya se están bajando del coche con gran alboroto, como quien irrumpiera por sorpresa en una celebración privada. ¿Por qué tienen que inmiscuirse?, piensa ella, molesta. Hace el esfuerzo de que la escuchen. Les dice que no ha pasado nada, que todo ha sido una confusión. Tiene que irse, añade, la están esperando. El hombre lleva ahora los pantalones abrochados; ella lo mira de reojo, es posible que imaginara lo que vio; es su vecino, ¿quién iba a sospechar que su vecino es un exhibicionista? Puede que sea en ese momento cuando él también la reconoce a ella, y no antes.

–¿No oyen lo que dice? –pregunta a los agentes, señalándola–. Esta muchacha vive en mi bloque, solo me he parado a saludarla.

–¡La ha intentado violar! ¡Nosotros lo hemos visto!

A Rosa le vuelve el regusto metálico a la boca. Es sangre, ahora se da cuenta, debió de morderse la lengua al ser golpeada. Se limpia con el dorso de la mano, ojalá no se le note a simple vista.

Los agentes le explican que puede interponer una denuncia, no va a pasarle nada, insisten, pero se trata de una insistencia débil, desganada, porque ellos mismos comprenden que es inútil, siendo vecinos esos dos va a ser difícil que lo que ha ocurrido quede plasmado en los papeles. Frente a ellos, los chicos –muy jóvenes, bebidos, con las caras muy rojas y los ojos desorbitados– se muestran exaltados, bravucones. Insultan al hombre: guarro, pervertido, puto gordo. Tengo que irme, repite Rosa, pero nadie la escucha.

¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Diez minutos, un cuarto de hora? El reloj marca las seis y cuarenta y nueve y todavía va a tardar otros dos o tres minutos en llegar, aunque salga pitando. Pide permiso a uno de los agentes para irse. Me están esperando, repite. El agente hace un gesto de desprecio con la mano. Váyase, dice, si tanta prisa tiene. Puede que sea la primera vez en su vida que le hablan de usted, pero a Rosa le suena profundamente humillante. Se marcha apresurada, sin echar a correr. En esas circunstancias, correr equivaldría a admitir su culpabilidad, de la que ya no tiene ninguna duda. A sus espaldas escucha rezongar al vecino, defendiéndose. Lo van a hostigar todavía un buen rato.

La escena ha transcurrido en blanco y negro; así, al menos, la recordará ella más adelante, bañada en una atmósfera lechosa, dramática e irreal. Un cosquilleo todavía entre las piernas, el eco de la fiesta junto al sabor a sangre en las encías. A pesar del peligro, Rosa ya está a salvo. Martina la ha esperado tras la puerta y cuando abre se abstiene de preguntar, ahora es indispensable el silencio, imprescindible, aunque está enfadada porque cree que a Rosa se le pasó la hora y esta irresponsabilidad casi les cuesta a las dos el pellejo. Recorren el pasillo de puntillas, se meten en la cama sin cruzar ni una sola palabra. Rosa se adormece de inmediato, cae en un sopor que no es exactamente sueño sino letargo. Quizá más tarde, a la mañana siguiente –es decir, en tan solo media hora, porque ya está amaneciendo–, se derrumbe y llore, pero por el momento se siente invulnerable, victoriosa. Lo que ha ocurrido le resulta incluso cómico. Ciento ochenta años por lo menos.

Al vecino se lo encuentra de vez en cuando por las escaleras del bloque o en la panadería de la esquina. Un día coinciden en el autobús; otro en el ambulatorio, con su abrigo largo de cuadros, tan desproporcionado. Él esquiva su mirada; ella, Rosa, hace lo mismo. La mujer del vecino –también muy gorda, con unos diminutos ojillos incrustados en las cuencas, criticona y chismosa– se convierte al principio en su objeto de atención –¿cuánto sabe de la vida oculta de su marido?, ¿cómo le afecta?–; luego, Rosa se cansa de hacerse preguntas; no es más que una pobre mujer, piensa, bastante tiene con levantarse cada mañana y seguir adelante. Viven los dos solos, sin hijos, con la única compañía de una tortuga que se pasa el día adormilada en el patio de luces del edificio, entre los helechos. Es posible que la tortuga les sobreviva. No solo a ellos dos, sus vecinos, sino también a la misma Rosa, a Martina, a sus padres y a sus hermanos. A todo el bloque.

Extrañamente, siente que ha establecido una complicidad natural con el hombre del abrigo. No porque le perdone lo que ha hecho, no porque lo absuelva, sino porque hay un rival mayor por encima de ellos, quizás el mismo rival aunque con distinta cara. Ella también acumula mentiras y secretos. En los últimos tiempos ha empezado a cometer pequeños hurtos –una chocolatina en el súper, una libreta en la papelería, una pulsera de cuentas que una compañera de clase olvidó en el lavabo–, arriesgándose a la vergüenza pública y al escarnio. ¿Por qué lo hace? No lo sabe. Lo único que sabe es que tampoco es trigo limpio.

Aquellos que tienen dobles vidas, los que sufren por debajo de lo visible, los que son perseguidos por cometer actos deshonrosos, los que levantan el brazo para protegerse y esconden la cara, tienen ganada de antemano su compasión.

Lo obsceno es una categoría que, intuitivamente, Rosa reserva ya para otras cosas.