EL TÍO ÓSCAR

Sentados en la mesa de la cocina, como si el hecho de estar allí esquinados los protegiera de las críticas, Madre y el tío Óscar comían palos de nata. De primeras, Madre había rechazado los pasteles –es la una de la tarde, ¿estás loco?, dijo–, pero no hubo que insistir demasiado. Satisfecha, con ojos ávidos, se chupaba los dedos antes de atacar el tercero, dando muchas explicaciones.

–Bueno, por un día tampoco va a pasar nada. Además son pequeños.

El tío Óscar la miraba divertido. También él era goloso y tendía a coger kilos con facilidad. La barriga le sobresalía acomodada entre sus flacas piernas abiertas. En su caso, no era solo por los dulces. También le gustaba beber.

–¿Pequeños? Bueno, son... como son. Oye, ¿no crees que deberíamos dejarles a los niños?

–Pues no sé qué decirte. Damián está a dieta.

–¿Tu marido?

–No, hombre. El niño.

–¿Otra vez? ¡Pobrecito!

–Es por su bien.

–Ah, la razón de siempre. Por su bien esto, por su bien lo otro. A mí me da pena, está creciendo, bastante tiene ya con todo lo que le pasa a uno cuando crece. ¿Y los demás? ¿Qué culpa tienen los demás? ¿Tampoco van a poder comerse uno?

Madre rió nerviosamente, tragando un último bocado.

–Mejor que ni los vean. Imagina qué duro sería para Damián que sus hermanos puedan comer pasteles y él no.

–A mí me da que es tu marido quien no quieres que los vea.

Una sombra cruzó por la mirada de Madre, oscureciéndola.

–No digas tonterías.

La cocina era pequeña, un cuadrado con azulejos grises, muebles grises y una ventana que daba a un estrecho patio de luces. Desde allí se oían las voces de los vecinos, el sonido de las cuerdas de tender enrollándose y desenrollándose, las peleas y las risas, los gemidos y también algún llanto. El tío Óscar se asomó a mirar. Abajo había macetas con plantas, una enorme tortuga y una palangana llena hasta los bordes de agua verdosa.

–¿A qué hora llega?

–¿Quién?

–Tu marido, ¿quién va a ser?

–Sobre las dos y media. Un poco después que los niños. Siempre lo esperamos para comer. Y deja ya de llamarlo tu marido. Tiene un nombre.

El tío Óscar hizo como si no la hubiese escuchado.

–¿En qué está metido ahora?

–¿Cómo que en qué está metido?

–No te pongas a la defensiva, no te estoy preguntando nada raro. Tu marido siempre está metido en algo. En la lucha contra esto o el apoyo a lo otro. Recaudando para una causa o difundiendo no sé qué principios. ¿Sigue metido en eso de la cárcel?

–La ODEPRE.

–¿La qué?

–Organización de Defensa de los Derechos de los Presos.

–Eso.

–Bueno, hace lo que puede.

–¿Qué significa hace lo que puede? ¿Sigue o no?

–No, eso lo dejó. Ahora está con un proyecto para los mongolitos. Los niños con síndrome de Down, ya sabes.

–¿Y qué pasó con los presos?

–Pues nada. Tuvo algunas diferencias con otros miembros de la organización. Al parecer se la estaban jugando a sus espaldas. Malversando fondos o algo así, de las subvenciones que recibían y los donativos y todo eso. Y encima a él lo ponían a dar la cara, lo utilizaban sin tener en cuenta los riesgos. Un día uno de los presos, uno que estaba sindicado, creo, casi le da una paliza.

–¿Estás en serio?

–¿Por qué iba a bromear?

–Madre mía.

Soltó una carcajada que mosqueó a Madre mucho más de lo que estaba dispuesta a reconocer.

–No le veo la gracia.

–No, ya, si no la tiene, perdona. ¿Los presos tienen sindicatos?

Madre lo miró de reojo, dudó.

–Yo qué sé. Anda, deja ya de preguntar tanto.

–Vale, vale. Volvamos a poner los pies en la tierra. Las cosas concretas, facilitas. ¿Qué hacemos con los palos de nata? Van a llegar los niños.

–Mmmmm... Los escondemos, ¿no?

–Muy bien, los escondemos.

Al tío Óscar le gustaba provocar. Le gustaba muchísimo. Como sabía que en aquella casa no se bebía alcohol, llevaba a la mesa su propia petaca de whisky, a la que iba dando sorbos entre cucharada y cucharada de garbanzos. Hablaba en voz muy alta, interrumpía constantemente a Padre y soltaba grandes risotadas, palmeándose los muslos. Se ponía unos picos de pan a los lados de la boca, sujetándolos con el labio superior, como si fuese una morsa. Decía tacos y contaba chistes guarros, de cacas y pedos, mirando a sus sobrinos de reojo para forzar que se les escapara la risa. Se complacía en hablar mal, decía intierro, mondarina, almóndiga. Con su conversación en apariencia inocente, sus preguntas como dardos y sus comentarios excéntricos acorralaba a Padre sin pretenderlo. Sus visitas, que los niños deseaban en secreto, resultaban también duras y tensas. Por un lado, les parecía gracioso y ocurrente, por otro sabían que era un foco seguro de conflicto: cuando se marchaba, Padre y Madre discutían durante horas, días, semanas, y el tema era siempre él, el tío Óscar.

Con el tiempo entendieron que quizá esa actitud no buscaba ser provocativa. Quizá el tío Óscar era así, expansivo, desacomplejado, alegre y bromista, sin que mediara intención alguna de desacreditar a quienes no eran como él. Quizá, simplemente, no se doblegaba, y eso, su total independencia de carácter, era algo que a los niños no les podía entrar en la cabeza. Lo que interpretaban como una tremenda osadía, casi como un insulto, para el tío Óscar en realidad no era nada.

En aquella ocasión se iba a quedar una semana completa por un motivo relacionado con su trabajo, algo que explicó por encima mientras los mayores tomaban café –él, acompañado por su petaca– y los pequeños leche con galletas. El tío Óscar era representante de una marca de electrodomésticos y viajaba a menudo, incluso al extranjero. Era capaz de enlazar una historia con otra sin parar, anécdotas y enredos protagonizados por encargados de grandes almacenes, camareras, recepcionistas de hotel o colegas de otras empresas, que adornaba con silbidos y onomatopeyas. Padre le interrumpió cortésmente.

–¿Y no aprovechas, ya que viajas, para visitar algún museo o monumento, para ir al teatro...?

–No. Lo más intelectual que hago es leer un par de páginas del Nuevo Testamento que dejan en la mesilla de los hostales. ¿Eso cuenta como experiencia cultural?

Y estalló en carcajadas.

Esos días estaba promocionando un nuevo modelo de lavavajillas. Uno menos ruidoso, con gasto mínimo de luz y de agua y un moderno sistema de bandejas que dejaba toda la vajilla y la cubertería tan impoluta como si la hubiese lamido una camada de gatitos. Si ellos querían, dijo, podía conseguirles un aparato con un sustancioso descuento. La verdad, lavar a mano los platos de una familia de seis miembros le parecía una heroicidad. Incluso ellos, que solo eran dos –la tía Luisa y él–, habían comprado uno y lo usaban a diario.

–Lavar a mano no es ninguna heroicidad –dijo Madre–. Heroicidades son otras cosas, creo yo.

–Pues nosotros dos lo usamos muchísimo –repitió el tío Óscar–. Tiene una opción de media carga que está muy bien.

–¿Y qué me importa a mí la media carga? Eso es para vosotros. En esta casa somos muchos más, no se usaría nunca.

–En esta casa no se usaría ni la media ni la entera –intervino Padre.

–Pues a mi hermana le vendría muy bien, permíteme que te lo diga. Es silencioso y rápido. Una vez que lo pruebas, ya no hay marcha atrás. La comodidad engancha que no veas.

–No todo en esta vida es la comodidad. –Padre subrayó la palabra ahuecando la voz–. También hay que considerar el despilfarro. Gastar por gastar, derrochar y derrochar. A eso es adonde nos está encaminando tu modernidad. En esta familia somos mucho más antiguos –ironizó–. Más partidarios de la moderación. ¿Sabes lo que decía Gandhi?

–Montones de cosas, ¿no? Gandhi diría montones de cosas.

–Sí, pero respecto a la moderación, ¿sabes lo que decía?

–No, claro que no lo sé, dímelo tú, ¿qué decía?

–Que la moderación es el primer pilar de la justicia.

–Bueno, pero no creo que se refiriera a los lavavajillas –rió–. Estaría hablando de la moderación política, digo yo.

–Dices tú sin saber. Se refería a la moderación frente al despilfarro. A una cuestión de recursos. Puedo buscarte el contexto exacto donde lo dijo.

–Pero ¿de qué despilfarro hablas, cuñado?

–Del de agua, por ejemplo.

–Ah, no, ahí te equivocas, perdona que te corrija. Se ha calculado que lavando a mano se gasta bastante más agua que usando un lavavajillas.

–¿Y la luz? –dijo Madre sin que nadie la escuchara.

–Pero ¿por qué deberíamos tener un lavavajillas? –siguió Padre–. ¿Porque lo tiene todo el mundo? No hay nada malo en lavar los platos a mano. No hay ninguna indignidad en el trabajo manual. Empezamos atacando la humildad del trabajo y acabamos atacando el trabajo por completo. La mecanización...

–No he dicho que sea malo. Es un coñ... un incordio –se corrigió para alivio de todos.

Padre apuró su taza de café, se levantó dando por finalizada la conversación. En ese momento, inclinado hacia delante, como si estuviera de puntillas, se le veía más pequeño, más frágil.

–La mecanización es una dictadura –sentenció.

–Hombre, una dictadura...

–Y espero que no te molestes, Óscar, pero a mí no me valen tus argumentos comerciales. Resérvatelos para tus clientes, de verdad. Ahora tengo que trabajar un rato en mi despacho. Os ruego que me disculpéis.

–Os ruego que me disculpéis –dijo el tío Óscar más tarde, remedándolo–. ¿Por qué tiene que hablar así? ¿Lo hace todo el tiempo?

Martina, que acababa de entrar a coger un vaso de agua, se rió entre dientes. Madre lo reprendió.

–Por Dios, Óscar, delante de los niños... Me vas a buscar una ruina.

Pero ella también estaba alegre. El tío Óscar tenía el poder de hacer divertido lo que no tenía ninguna gracia, era imposible no pegarse a él como una mosca. En tan solo unas horas, el elemento disruptivo ganaba tantos. Martina se rezagó, sentándose en sus rodillas y serpenteando con coquetería, como hacía tiempo que no se le permitía.

–¿Y cómo te tratan aquí, Martina?

–Bieeen... Muy bieeeen...

–¿Te aburres?

Martina miró de reojo a Madre, que estaba recogiendo la cocina. ¿Qué grado de sinceridad le estaba permitido?

–No. –La miró de nuevo, buscando su aprobación–. Bueno, un poco.

–¿Un poco? ¿Solo un poco?

El tío Óscar le hizo cosquillas hasta que ella se tiró al suelo, llorando de la risa y pataleando. Madre les pidió que pararan; molestarían a Padre con tanto escándalo. Envió a Martina de vuelta a su cuarto. Tenía que hacer los deberes, dijo. Los demás –Damián, Rosa, Aquilino– ya los habían acabado. Desde muy niños habían aprendido que, antes que nada, hay que dar prioridad a las obligaciones. A Martina le estaba costando más trabajo aceptarlo, siempre encontraba excusas para despistarse. Todavía no tenía consolidado el hábito, como los otros. Al decir hábito, subrayó con la entonación la palabra, como hacía Padre. El tío Óscar se frotó el entrecejo, reflexionando. De repente, se había puesto muy serio.

–Escucha, hay algo que no entiendo.

Madre apilaba en el escurridor los platos enjuagados, esforzándose para no hacer ruido. Se volvió a mirar a su hermano por encima del hombro.

–Vaya por Dios. ¿Qué es lo que no entiendes ahora?

–Todo esto...

El tío Óscar se levantó y giró sobre sí mismo, señalando con el brazo la cocina y lo que se veía más allá del pasillo.

–Esto... Cómo vivís... Si hasta Luisa y yo vivimos mejor.

–¿A qué te refieres? Vivimos muy dignamente.

Madre metió los brazos en el agua hasta el codo. Empezó a frotar y frotar una cacerola llena de espuma. En su energía había una buena parte de rabia desparramándose hacia fuera. El tío Óscar, de pie, mirándola, con la camisa de cuadros mal remetida en el pantalón de pinzas, los cercos de sudor bajo los sobacos, unos tirantes burdeos sujetándole la barriga y los zapatos a juego, ofrecía un aspecto lamentable pero simpático. Ambos se parecían en cierto modo –guapos, excesivos y no muy elegantes–, pero lo que en él se manifestaba con atractiva expansión en ella se sentía reprimido y oculto. Él ya se había fijado en las líneas que descendían desde su nariz a las comisuras de los labios: las arrugas de la amargura.

–Me cuesta trabajo entender que, siendo tu marido un abogado tan reconocido como dices, no podáis permitiros vivir en un sitio mejor. Este piso, esta zona, es..., no sé..., hay algo que no me encaja.

–No sabía que fueses tan elitista.

–¿Elitista? Pues sí, debo de serlo. Me parece que con un sueldo de abogado, y todos los extras y las dietas y... y... esos incentivos de los que a veces habláis, podríais llevar una vida mucho más cómoda. Ni siquiera tenéis coche. Ni televisor. ¿Dónde se ha visto una casa sin televisor?

Madre resopló.

–¿Ya estás otra vez con tu rollo de los aparatos?

–No, no es por los aparatos. Aunque sí, qué coño: también son los aparatos.

–Damián no se hizo abogado para enriquecerse.

–Nadie habla de enriquecerse.

–Yo creo que así estamos muy bien. Él dona parte de su sueldo a algunas causas. Es generoso con su dinero y también con su tiempo. Ha estado difundiendo la filosofía de Gandhi en los colegios, dando charlas por la tarde a los alumnos y a los padres. Ha organizado colectas, seminarios... Ya sé que te ríes, pero acuérdate de los presos: asesoraba a los que no podían pagarse una defensa. Muchas personas no lo entienden. Cuando alguien no coloca el dinero en lo alto de una pirámide ni lo adora como a un dios supremo, se sienten aludidas y atacan. Hasta sus compañeros de bufete se la tienen jurada. Por lo visto son una panda de ambiciosos y trepas. Le ponen zancadillas, le hacen la vida imposible. Si encima viene aquí y no lo apoyamos, figúrate.

El tío Óscar se había vuelto a sentar, llevándose la mano a la frente como si le doliera la cabeza. Se le veía desproporcionado, su cuerpo enorme como en equilibrio en ese taburete tan pequeño.

–Joder, Laura –dijo–, no sé de qué me estás hablando. ¿Eres su representante o qué? Yo solo digo que hay algo en él que no es normal.

Madre estaba ya en la fase de secado. Pasaba la bayeta por la encimera una y otra vez, obsesivamente. La escurría, saltaban unas gotas, las limpiaba, volvía a escurrirla.

–¿Por qué no es normal? Es muy fácil burlarse de él. Solo porque habla con corrección y le gustan los buenos modales en la mesa. O porque lee sus libros de filosofía y es pacifista y defiende ideales que a ti te parecen ridículos. Dime qué hay de malo en eso.

El tío Óscar reflexionó un rato.

–Supongo que nada –dijo al fin–. Pero míralo por el otro lado. Él sí cree que lo que hacen los demás es malo. Todo lo que yo hago, por ejemplo, es malo. ¡Qué digo malo! ¡Intolerable! Estoy gordo y bebo whisky y hablo fatal y cuento chistes verdes y no voy a museos ni leo poesía y me dedico a vender electrodomésticos a cual más inútil y no creo que haya nada heroico en lavar pilas de platos a mano y me gusta sentarme a devorar montañas de palos de nata y a tocarme la minga.

–¡Basta! –Madre estaba a punto de reír otra vez.

La enumeración que acababa de hacer el tío Óscar buscaba justo ese efecto. Había movido mucho las manos, acelerado el habla y falseado la voz para rebajar la tensión. El tío Óscar no tenía la pretensión de ganar, y mucho menos a su hermana. Ante la disyuntiva de enfadarse o ceder, siempre estaba dispuesto a ceder. Sin embargo, aunque nadie lo hubiese notado –era un excelente actor–, esta vez le había costado mucho esfuerzo reprimirse.

Durante esa semana la casa se les puso patas arriba por completo. El tío Óscar se iba por la mañana con su maletín de polipiel y su traje de chaqueta barato, que a los niños les parecía de lo más fino. Le tiraban de la corbata como si fuese un payaso de feria y él fingía enfadarse. Rugiendo como un león, los perseguía dando vueltas a la mesa donde desayunaban mientras Padre, sin protestar, miraba por encima del periódico. Almorzaba fuera y regresaba a media tarde, cuando estaban liados con la tarea. Para pasar el tiempo hasta la hora de la cena, se metía con Madre en la cocina y se hacían rabiar mutuamente. Los niños los oían reír, discutir y, si se acercaban con sigilo, incluso susurrar. Intuían que Padre no aprobaba esos intercambios, aunque no decía nada. Encerrado en su despacho, solo asomaba a husmear de vez en cuando, pero su tono inquisitorio de costumbre había sido sustituido por otro más tímido, como si a cada paso que diera el tío Óscar él reculara otro, acobardado. En cuanto a Madre, la veían oscilar, mudarse el traje varias veces al día y, no en menor proporción, sufrir. Ella hubiese querido conciliar intereses sin señalarse, es decir, salvando el pellejo, pero hasta los más pequeños comprendían que eso, conseguir la armonía, era una empresa imposible.

La observó confundiéndose al colocar los cubiertos en la mesa y siendo reprendida por ello. Le reconfortó ver que no le afectaba; corrigió el error y siguió a lo suyo con mucha calma. Tras haber asistido ya a varias cenas, el tío Óscar notaba palpables diferencias entre el modo de actuar de los otros sobrinos y el de Martina, aunque entre los primeros también había variaciones. Damián, el mayor, era el más influenciable, siempre buscaba agradar y nunca lo conseguía, mientras que Rosa, a menudo enfurruñada, cabezota y hostil, solo quería que la dejaran en paz. Aquilino, el pequeño, era con diferencia el más gracioso y el más desvergonzado, también el más listo, había aprendido a moverse con soltura en aguas tan difíciles. Pese a todo, los tres estaban marcados por una profunda y remota ignorancia, por la carencia de un conocimiento cabal de la vida más allá de esos muros. Era increíble, pensó el tío Óscar, que ni siquiera el colegio les ofreciera suficiente contraste. Tal vez más adelante, cuando se adentraran en la adolescencia –y Damián ya estaba asomando la cabeza–, las tornas cambiarían, pero de momento ahí estaban, sumisos en la superficie pero agitadísimos por dentro, de un modo que ni siquiera ellos entendían. Pero Martina venía de otro lugar. Aunque se adaptaba con docilidad, unas veces parecía sorprendida y otras decepcionada. Era como si, pasara lo que pasara, se mantuviera aparte. Martina solo tenía doce años, pero, a diferencia de los demás, ya sabía que la vida puede tener muchas caras: ella había visto otra. El tío Óscar sentía, más que pena por ella, pena por sí mismo y, sobre todo, pena por su mujer, que habría acogido a su sobrina con los brazos abiertos si las cosas se hubiesen organizado de otro modo.

Ellos no tenían hijos, no habían podido. Cuando la madre de Martina murió, agobiados por la inseguridad y las dudas, dejaron que fuese la abuela quien se encargara de la niña, que por entonces tenía ocho años. Adoptarla en ese momento habría sido como reconocer su fracaso: en eso los dos estuvieron de acuerdo sin necesidad de decirlo. Fueron egoístas, desconsiderados y débiles, pero no tanto como más adelante, cuando murió la abuela y perdieron por segunda vez la oportunidad. Lo peor era que él sabía, con una certeza indemostrable, que la madre de Martina habría preferido que su hija se criara con ellos. Aunque ¿quién pregunta a los muertos? Es el argumento más odioso de todos, el que apela a quienes ya no pueden pronunciarse.

–Estás muy callado, Óscar. ¿No quieres más pollo? –dijo Madre, sacándolo de la abstracción.

–No, no, gracias.

–Quién lo diría, lo poco que estás comiendo hoy. ¿Estás seguro? ¿Un poco más? Hay de sobra.

–No, en serio.

Se enjugó la frente con la servilleta. Padre miró de reojo. Todos pensaron en lo inadecuado del gesto: qué guarrería. Nadie dijo nada.

–Me estaba acordando de mamá –dijo dirigiéndose a Madre–. A veces me parece que fue ayer cuando estaba ahí.

–Ah, mamá. Pues ya va para un año. –Madre cambió de tema, incómoda–. Bueno, ¿traigo ya el postre?

Habían tenido sus más y sus menos. Madre había sacado sus armas para hacer valer sus derechos. El tío Óscar nunca supo si fue solo cosa de ella o si detrás estaba también Padre, azuzándola. Utilizó razonamientos tramposos y retorcidos: estará mejor con los primos que sola –aunque los primos apenas la habían tratado antes–; nosotros ya tenemos práctica cuidando niños –bueno, solo sus niños–; yo estoy siempre en casa, pero vosotros viajáis continuamente –en realidad, el que viajaba era él, no Luisa–; y el mejor argumento de todos, el más contundente, que decía bajando la voz y entornando los ojos con mucho sentimiento: le hace falta una reeducación completa. Recordó la conversación que habían tenido un par de días antes en la cocina, la de los profundos ideales, la lucha por las causas perdidas y el proselitismo como bandera. Miró el melocotón en almíbar y le dieron ganas de vomitar. Llenándose un cuenco hasta arriba, Martina, con las paletas separadas y la ligera bizquera de sus ojos caídos, le sonrió desde el otro lado de la mesa.

–¡Aprovecha, tito, nunca tomamos de esto!

–Martinita, no seas injusta, cualquiera diría que te matamos de hambre –intervino Padre–. Lo único que ocurre es que el almíbar no es lo más saludable del mundo. La fruta ya contiene suficiente azúcar en sí misma como para añadirle más. Pero no somos tan severos como quieres hacer creer a tu tío, ¿no te parece?

Martina lo miró sin entender, tragó asintiendo y a continuación negó, confundida. Dios, pensó el tío Óscar, no es una niña guapa, no es ni de lejos como Rosa ni como su madre, pero qué expresiva es, qué fuerza tiene. Saldrá adelante.

El último día les llevó regalos. Por la mañana, a la hora del desayuno, preguntó a cada uno qué quería. Muy educadamente, los niños le dijeron que no querían nada y que, además, estaban en contra de los regalos porque son una manifestación material del cariño, cuando el cariño, por razones obvias, no necesita expresarse a través de la materia. ¿Cómo que estáis en contra de los regalos?, les preguntó el tío Óscar sin dar crédito. Podréis negaros a hacerlos, pero no podéis negaros a aceptarlos, ¿no es así? Para esto ellos no contaban con una respuesta y, sorprendentemente, Padre no fue a su rescate. Permaneció sentado al lado muy callado, interesado en la revista que tenía entre manos, una revista de filosofía que cogía de vez en cuando para releer, gastadísima de tanto manoseo. Los niños lo miraron de refilón y, ante su silencio y la insistencia del tío Óscar, cada uno pidió lo que le pareció, susurrándoselo al oído no sin cierta sensación de culpa. Por la noche, el tío Óscar volvió con una bolsa llena de paquetes. Damián y Rosa tenían sus libros, Aquilino su bloc de dibujo y una caja de témperas y Martina el regalo más grande de todos, el mejor: una rueda de la moda, el juguete que todas las niñas entonces deseaban, un sofisticado sistema de patrones con combinaciones de lo más modernas: chaqueta con minifalda y sombrero, blusita con pantalón campana y boina, body con mallas y diadema, etc. Martina palmoteaba de alegría. Pero los demás, sin que nadie les hubiera dicho ni una sola palabra al respecto, sabían que ese juego era completamente inapropiado, improcedente, erróneo. Acababan de desenvolver los regalos cuando Madre fue corriendo a quitárselos de las manos. Ese no era el momento de jugar, dijo. Aunque quedaban todavía dos horas para la cena, les hizo poner la mesa y sentarse a esperar. Como Padre seguía encerrado en su despacho, al tío Óscar le dio por pensar que Madre estaba tratando de ocultar los regalos para que no los viese. Los mismos niños se lo oyeron preguntar en la cocina, inusualmente enfadado.

–¿Por qué no quieres que los vea? ¿Qué hay de malo? ¡Son niños, coño!

La respuesta de Madre no la oyeron.

Todas las noches le había costado mucho dormirse, pero esta vez, la última, le estaba resultando imposible. El tictac del despertador, que había llegado a tener un efecto aletargante, le estaba poniendo ahora de los nervios: le sacó las pilas con furia y esperó un poco más a conciliar el sueño, sin éxito. Tumbado en la incómoda cama nido del cuarto de invitados, escuchando el lejano rumor de la carretera, sintió una repentina claustrofobia. Descalzo, de puntillas, se levantó al salón y se quedó un rato en el sofá, a oscuras. Después se encaminó, sigiloso, al despacho de Padre, sin saber bien qué tipo de impulso lo guiaba –¿curiosidad?, ¿morbo?, ¿ira?–. Cerró la puerta y encendió la lámpara de mesa que iluminaba débilmente el tablero. Se sentó. Empezó a tomar papeles y a dejarlos donde estaban sin apenas mirarlos: facturas, correspondencia comercial, notas sueltas que él supuso que tenían que ver con su trabajo de abogado. Vio también una agenda, un calendario con frases de Gandhi, la guía de teléfonos, un diccionario de sinónimos, otro de alemán, dos ejemplares de Filosofía o Muerte, Los Miserables de Victor Hugo en una edición en francés original. Cogió el libro. Muchas palabras estaban subrayadas con la traducción al lado escrita a lápiz con letra diminuta y pulcra. Por lo que vio, Padre solo llevaba leídas cinco páginas. Abrió los cajones de la cómoda, se distrajo haciendo una sarta de clips y descubrió un pequeño cuaderno, forrado en piel, con aspecto de diario. Estaba escrito casi por completo, sin márgenes, arañando el espacio con avaricia. Sabiendo que traspasaba un límite, incómodo por esa profanación, no pudo resistirse a mirar las últimas páginas. Había anotaciones incomprensibles junto a otras cuyo significado le resultó cristalino: la petaca de whisky, mofa hacia los abstemios, encuentros en la cocina, burlas a mis espaldas, dios del dinero y del consumo, hace notar que es más alto que yo, odio a los museos, ¿enamorado de su propia hermana? Se le escapó una risa. Él no debía estar leyendo aquello, pensó cerrando el cuaderno. Si en esos instantes Padre se levantara y lo descubriera allí, inspeccionando sus cosas, tendría que admitir su falta sin atenuantes. Sintió un profundo pesar. Se lo imaginó enclaustrado en su despacho cada tarde, dejando registro de la cronología de su desencanto, y tuvo un escalofrío. Sintió también una punzada de compasión, que se esforzó en rechazar de inmediato. Cuánto sufría ese hombre, se dijo, qué sombras ocultaba, y todo para qué. Para nada. Colocó el cuaderno en su sitio, apagó la lámpara, volvió a su cama y, sorprendentemente, cayó dormido como un tronco.

El sábado el tío Óscar se marchó tan temprano que un poco más y no les da tiempo a despedirlo. Los niños salieron de la cama apresurados, legañosos, para ir corriendo a sus brazos, pero tenía mala cara y esquivaba sus miradas, con los ojos enrojecidos y la paciencia agotada. Viendo el poco entusiasmo con que los recibió, se hicieron a un lado, discretamente, para observarlo. Lo vieron hablando con Martina, acariciándole el pelo con tristeza, chica buena. Madre había preparado un pastel de merluza para que se lo llevase a la tía Luisa; él sostuvo con torpeza la caja de cartón donde lo había metido, sin saber bien qué hacer con ella. Padre estaba duchándose, así que esperó a que saliera del cuarto de baño para decirle adiós, aunque se le notaban las ganas de irse cuanto antes. Ya en la puerta, se dieron la mano ceremoniosamente. Después besó a los demás, rápido y como por cumplir, y se fue dejando entre los niños una extraña sensación de orfandad. ¿Qué habían hecho mal? ¿Se había enfadado con ellos por lo de los regalos?

Todavía envuelto en su albornoz, soltando tras de sí una nube de agua de colonia, Padre le dijo a Madre:

–Bueno, ¿qué? ¿No vas a decir nada?

Ella, que estaba recogiendo las migas del desayuno, ni siquiera levantó la mirada.

–¿Qué quieres que diga? Ya está todo dicho.

Padre resopló, dispuesto a hacer ciertas concesiones.

–Vale que no lo hace con mala voluntad, que se deja llevar por lo que ve, pero ¿la rueda de la moda? ¿Qué insensatez es esa? Menudos valores difunde el juguetito, eso de que las niñas se vistan como adultas y que lo único que importe sean la ropa y las joyas. Y tampoco es que sea muy creativo. Basta con frotar el lápiz para que salga el dibujo. ¡No hay que esforzarse nada! ¡Vaya enseñanza!

Martina hizo un amago de protesta.

–Pues a mí me gusta.

–Lo sé, Martinina, sé que te gusta, como a todas las niñas les gusta. Está pensado para eso, para gustar, como a los cerdos les gusta una hamburguesa, fíjate qué contradicción. Pero créenos: no es lo más adecuado para ti. El tío Óscar no sabe lo que es adecuado para una niña de tu edad; para empezar porque no ha estudiado, para seguir porque no es padre y para terminar porque es un hombre muy bruto.

–Bueno –intervino Madre–, no es que sea bruto, pero no sabe de la misa la media.

Padre suspiró cansadamente.

–Mira, Martina, es verdad que no nos gustan los regalos, pero entendemos que no sería justo que tú ahora te quedaras sin nada. Iremos a la tienda, devolveremos la dichosa rueda de la moda y podrás coger otra cosa a cambio, lo que tú quieras.

Le compraron un libro de mamíferos muy bonito, con muchas fotos, poquito texto y mapas de colores. Los animales estaban ordenados por tipologías: placentarios, marsupiales, monotremas y sus subtipos. En una de las fotos de la sección de acuáticos aparecía una morsa que miraba a la cámara con una expresión peculiar: los ojos muy separados, los enormes colmillos blancos escapándose de la boca, unos bigotazos que tenían pinta de recién recortados y el cuerpo brillante, arrugado, como si se hubiese echado encima un abrigo de lana sucio.

–¡Se parece al tío Óscar! –dijo Aquilino, riendo.

A todos les hizo mucha gracia. Lo recordaron en las comidas, haciendo el tonto con los picos de pan bajo el labio, y era verdad: idéntico. Padre y Madre, al ver la foto, también se rieron de buena gana: ciertamente, ciertamente, admitió Padre. A raíz de eso, al libro empezaron a llamarlo «el de la morsa Óscar» y, con el tiempo, incluso terminaron creyendo que había sido un regalo del tío Óscar.