LA RENDIJITA

Y entonces, de repente, estábamos los dos dentro del armario empotrado y ya no podíamos salir sin ser vistos, y no nos quedó otra que aguantar la respiración y espiar, con los ojos muy abiertos, abiertos como platos, a través de la rendijita que se formaba entre las dos hojas abatibles que no cerraban bien, que nunca habían cerrado bien, y el olor a madera envolviéndonos, mareándonos, junto al antipolillas y el nerviosismo que chorreaba mi hermano mayor mientras yo aguantaba la risa con los labios apretados. El aire se volvió pesado, pesadísimo, como el del interior de un ataúd, pensé, como si estuviéramos encerrados en un ataúd sin modo de avisar de que no habíamos muerto.

Éramos muy pequeños, realmente muy pequeños, recuerdo con nitidez el espejo estilo imperio en el que nos reflejábamos, o mejor dicho en el que se reflejaba el armario, la rendijita y lo que se suponía que estaba detrás, que éramos nosotros, espejo que desapareció muy pronto de nuestra historia familiar porque alguien decidió donarlo a una subasta benéfica a pesar de que era un regalo de la abuela materna, un espejo que a mí me trae imágenes de mi primera infancia y no de la segunda ni de la tercera, así que es posible que yo tuviera cinco o seis años y mi hermano once o doce como mucho, éramos entonces dos cuerpos de niño que tenían que apretarse lo suficiente para caber los dos en un armario.

Con la mirada fija, concentrada en la línea de la rendijita, una raya resplandeciente en medio de la oscuridad, mi mejilla apoyada en el brazo de mi hermano, en su carne blanda y cálida y asustada, vimos a Padre sentarse en la cama de espaldas a nosotros y de cara al espejo, y encorvar la espalda hundiendo la cabeza entre las piernas, como si buscara algo que se le había caído al suelo, una moneda, por ejemplo, o una canica, pero se quedó inmóvil, tan quieto como estábamos nosotros, es decir, no buscaba nada, simplemente descansaba en esa postura tan incómoda sin que nadie lo viera, o creyendo que nadie podía verlo, lo cual, entendí divertido, no era lo mismo.

A medida que seguíamos allí, paralizados, la habitación se fue iluminando, no porque se iluminara de verdad, sino porque se nos iban acostumbrando los ojos a la oscuridad, y ya se podía distinguir el estampado de la colcha –rosas grandes, doradas– y el brillo de los terminales del cabecero y la espalda de Padre con los brazos lacios a ambos lados del cuerpo –no, no buscaba nada–, y de reojo, observé, la expresión de mi hermano, presa del terror, a pesar de lo gracioso que era estar allí espiando, aunque fuese inadecuado o precisamente por eso, por ser inadecuado. Y al sentirlo tan cerca, a mi hermano, aunque solo le rozaba con la mejilla, sentía también un tembleque discontinuo, que a veces se detenía y otras se aceleraba, y yo no entendía la razón de tanto miedo, porque al fin y al cabo nadie nos prohibió nunca meternos en el armario, y si lo habíamos hecho no fue con la intención de espiar sino jugando al escondite, primero yo, muerto de risa, y luego mi hermano, cuando me descubrió y decidió entrar también y cerrar la puerta, empeorando la situación él solito.

Padre empezó a agitarse espasmódicamente, no con el tembleque de mi hermano sino de una forma más visible, visible incluso desde la rendijita por la que yo observaba tal como hacía mi hermano, los dos hipnotizados. Se agitaba su espalda, primero con suavidad y luego un poco más rápido, como si se meciera a sí mismo, y la colcha de rosas doradas también se movía, muy poquito y solo por donde él estaba sentado, es decir, al filo de la cama, pero aun así arrugándose por ahí, por esa zona. Había una ventana a la derecha, es decir, justo enfrente del cabecero que brillaba, con la persiana medio echada, y pequeños cuadrados de luz en la pared, más bien rectángulos, en líneas paralelas, que también se movían muy despacio. Se oyó un sollozo y me volví enfadado hacia mi hermano. Pero no había sido él. Fue Padre.

Padre lloraba de espaldas a nosotros y aquello era lo más increíble que jamás habíamos visto, porque jamás antes lo habíamos visto llorar, y es posible que jamás antes hubiéramos visto llorar a un hombre adulto, ni siquiera en la tele, porque no teníamos tele. Lloraba sin aguantarse las lágrimas, sin alardear como solíamos llorar nosotros, sin protestar ni sorberse los mocos, y mi hermano estaba aún más asustado, pero también desconcertado, se leía en su mirada, como bajo la tentación de salir y confesar nuestra falta y pedir perdón de inmediato. Como si Padre llorara por nosotros, por nuestra culpa.

Pero no nos movimos. Nos quedamos ahí dentro, quietecitos, sin pestañear, soltando el aliento y cogiendo aire nuevo con cuidado –madera, antipolillas–, ahora que ya no corríamos tanto riesgo pues los sollozos de Padre, pensé, ocultaban el sonido de nuestra respiración.

Nuestras miradas, la mía y la de mi hermano, se cruzaron. Ya podíamos vernos con bastante claridad, nuestras caras pálidas, las prendas que colgaban de las perchas, el vestido azul de Madre, el vestido amarillo y el lila, y las chaquetas marrones de Padre, muchas más chaquetas que vestidos, las cajas precintadas con etiquetas que no teníamos interés en leer –yo no sabía leer–, y luego otra vez, desviando la mirada, la rendijita, el espejo ahora con el rostro de Padre –levantó la cabeza, se miraba–, un rostro enrojecido, lloroso, que se limpiaba con la manga restregándose las lágrimas, como estaba prohibido hacer según nos decían siempre por ser una guarrería y de mala educación.

Creímos que nos había descubierto. Nosotros veíamos su cara en el espejo y él, en justa correspondencia, veía nuestras caras dentro del armario, a través de la rendijita, como si la visión tuviera que ser, por fuerza, de ida y vuelta.

Hasta mi corazón quedó parado.

Luego se levantó, dio dos vueltas arriba y abajo del dormitorio, su sombra estropeó los rectángulos de luz que formaba la persiana, suspiró y salió recompuesto, con sus andares de siempre.

Nosotros salimos unos minutos más tarde y no pasó nada más aquel día.