Al doblar la esquina, ya nota algo raro. Un corro de personas está mirando al suelo. El coche de emergencias sanitarias, de un blanco deslumbrante, ocupa media acera con sus brillantes luces parpadeando. Dos hombres con chalecos reflectantes conversan con tranquilidad rutinaria. En medio hay una camilla todavía plegada, a la espera de una decisión. Rosa se apresura porque están justo ante el portal de su casa. Se abre paso entre la gente con esfuerzo. El sol cae a plomo sobre su cabeza, denso como melaza. Alguien dice que es una vergüenza. Además, a esas horas, a la salida de los niños del colegio. Una madre estira el cuello al tiempo que prohíbe a su hijo que mire ese espectáculo del todo inadecuado. En el suelo, Rosa distingue la camiseta roja y los pantalones azules de pana gruesa. Hay un cuerpo dentro de esas prendas, por supuesto, pero lo primero que ha saltado a sus ojos han sido los colores, rojo y azul, como si la ropa en sí misma fuese el objeto de observación de toda esa gente, o la protagonista misma de la historia.
Mario, piensa.
Quizá ella es la única persona que sabe el nombre de ese cuerpo. Lo percibe así, instintivamente, no como un hombre sino como un cuerpo. Mario tirado en el suelo, más sucio que de costumbre, con los pantalones mojados por la entrepierna y una brecha sangrando en la frente. Tiene los ojos medio abiertos y opacos, la boca descolgada. Una litrona al lado, rota. Por un momento, a Rosa le parece que está muerto. ¿Qué ha pasado?, pregunta a uno de los camilleros. Él la mira con frialdad.
–Se ha caído, está borracho como una cuba. ¿Lo conoces?
–Sí, es... Lo conozco de vista.
Ha hablado con Mario mucho más que con algunos de sus vecinos, pero ¿eso significa conocerlo? ¿Qué sabe ella de él, de ese pobre hombre al que al fin han decidido atender y subir a la camilla? Lo manejan como si fuera un trapo, no con brusquedad, pero tampoco con cuidado. Uf, cómo apesta, se queja uno de los hombres al cogerlo bajo los brazos. Los curiosos dan un paso hacia atrás sin retirarse del todo. No les importa el calor del mediodía, el cielo blanquecino de primeros de junio que es imposible enfrentar sin cegarse. Sudan y miran cómo meten al borracho en el coche, ese cuerpo desmadejado e indigno. ¿Adónde lo llevan?, pregunta Rosa al camillero que se sube al volante. Él, con las sienes mojadas, sin duda fastidiado, le nombra un par de hospitales.
–Si no lo atienden en uno lo atenderán en otro. Vete a saber cuál le pertenece.
Cuando las puertas traseras se cierran y el coche arranca, la gente se dispersa entre murmullos. Fin de la fiesta. Es entonces cuando Rosa descubre a Poca Pena a unos metros de allí, hociqueando a un lado y otro antes de decidir qué dirección tomar. Rosa se acerca, se agacha y le acaricia el lomo. Poca Pena mueve el rabito, reconociéndola con alegría. Ella lo coge, se lo mete bajo el brazo y lo sube a su casa.
Había conocido a Mario en el bar donde toma café antes de trabajar. A pesar de la hora, el dueño le permitía beber una o dos copas de coñac y luego le vendía algunas litronas que le entregaba discretamente en una bolsa del supermercado, bajo la barra. Mario acudía cada mañana porque en ningún otro bar de la zona le hubieran servido alcohol antes de las doce. Nadie le hacía preguntas. Entraba con su chucho Poca Pena y ya tenía lista su copa y la bolsa con provisiones, precio pactado sin necesidad de más conversación. Todo esto había llevado a Rosa a hacerse algunas preguntas respecto al dueño del bar. ¿Lo hacía por dinero? ¿Por compasión? ¿Porque era incapaz de decirle que no a un cliente? Venderle alcohol a un alcohólico a las ocho de la mañana no sonaba muy ético; sin embargo, el dueño del bar trataba a Mario con dulzura y le hablaba de igual a igual. Alguna vez Rosa incluso lo escuchó reprendiéndolo con suavidad: Mario, hombre, no puedes seguir así, etc. A Rosa el dueño del bar le parecía un hombre honrado que se esforzaba por dar un buen servicio a todo el mundo, fuera quien fuera, pendiente siempre de encender el ventilador de techo cuando apretaba el calor o de sacar las mesas al fresco si hacía bueno. Cuando ella lo veía vendiéndole a Mario las litronas se estremecía de pena. Así no va a salir nunca del hoyo, pensaba, pero luego se decía que, si no era allí, Mario conseguiría la bebida en otro sitio, más pronto o más tarde, a precios abusivos y en lugares donde lo despreciarían o lo echarían sin contemplaciones por molestar con su sola presencia.
Se acercó a hablar con él gracias a Poca Pena. Qué nombre más bonito, le dijo, y Mario le contó que no se lo había puesto él, que heredó el animal de un amigo suyo –siempre hablaba del perro en esos términos: el animal–, que por lo visto así se llamaba el personaje de un libro, que su amigo, ahí donde lo veía –¡pero no lo veía!–, era muy leído, y que el perro, ahí donde lo veía, era más listo que el hambre. Poca Pena, con un colmillo desviado asomando, el pelaje grisáceo y unos bigotes descomunales, nunca se despegaba de los tobillos de su dueño.
Tras aquella conversación, Rosa se había llevado una impresión equivocada. Creyó que Mario, aunque alcohólico, era capaz de mantener la lucidez; creyó que su situación no era tan grave. Cuando lo empezó a ver por las tardes tambaleándose con un cartón de vino en la mano o acostado en los bancos de la plaza, comprendió que su problema era muy serio. ¿Podía hacer algo por él? No, no podía, se dijo. A veces lo saludaba y él no la reconocía; otras veces levantaba la mano y avisaba a Poca Pena, arrastrando la voz: mira, tu amiga... Más adelante supo que dormía en una habitación de un piso ocupado por inmigrantes, que tenía mujer e hijos aunque en otra ciudad, que estuvo internado varias veces, que recibía una pequeña pensión por invalidez que gastaba, nada más cobrarla, en pagar deudas antes de acumular otras nuevas que saldaría al mes siguiente. Era pobre, muy pobre, siempre vestido con su camiseta roja y los pantalones azules de pana gruesa, incluso con todo aquel calor. Rosa lo había conocido en febrero, recién mudada al barrio, y ahora, cuatro meses después, seguía con los mismos pantalones.
Un día le compró un bocadillo sin que él se lo pidiera. Cuando lo aceptó, supo que ese acto, en apariencia generoso, no la salvaba de nada y que, aunque ella no fuese responsable, tampoco era inocente. Para compensar, hizo el esfuerzo de no huir y de quedarse a su lado mientras comía. Mario estaba sorprendentemente sereno y hablador. Le contó que de joven había trabajado de encofrador, pero que debido a un accidente tuvo que darse de baja permanente. No le explicó qué tipo de accidente había sido, ni cómo se ganó después la vida. Le habló también de su amigo, el antiguo propietario del animal.
–Qué tío más grande –le dijo–. Fue profesor y todo, ¿eh?
Rosa lo miraba de reojo, un poco apurada: sus mejillas rojizas, la nariz venosa, los ojos lagrimeantes. Mario tenía cara de buena persona, una curiosa expresión inocente, como de niño grande. La vergüenza que ella sentía no era por estar sentada junto a un hombre que se comía un bocadillo gracias a un acto de caridad. Era, debía reconocerlo, por que la vieran con él. Se rebelaba contra ese sentimiento tan horrible y por eso seguía sentada allí, obligándose a tragarse la indignidad de ese sutil rechazo. Poca Pena contribuía a ayudarla; ella siempre podía acariciarlo y establecer un vínculo más sencillo, menos cuestionable.
Lo primero que hace es bajar al súper a comprar una bolsa de pienso y una tarrina de paté. Poca Pena olisquea la comida sin interés, luego continúa dando vueltas por el piso que no conoce, metiendo el hociquillo en cada rincón, husmeando el territorio. Quizá no sea lo mejor para tranquilizarlo, pero está tan sucio que decide darle un baño antes de que aparezca Yolanda, su compañera de piso. Poca Pena se deja meter en la bañera con sumisión, hasta es posible que disfrute del agua fresquita y del jabón. Es un perro muy bueno, piensa Rosa, parece que comprende lo que pasa. Está en el salón, frotándolo a conciencia con una toalla para evitar que se sacuda y salpique, cuando llega Yolanda. Sin soltar las bolsas de la compra, se los queda mirando con desprecio.
–¿Y eso?
No es la mejor bienvenida, pero era de esperar. Desde hace semanas, Yolanda se muestra quisquillosa, permanentemente irritada con Rosa haga lo que haga. Es una reacción de inquina personal contra la que Rosa ya no puede luchar.
–Es de un hombre que ha tenido un infarto en mitad de la calle. Me ha dado lástima y lo he recogido. Pero no me lo voy a quedar para siempre, tranquila. Es solo mientras tanto.
–¿Mientras tanto qué?
–Mientras su dueño se recupera.
La mentira del infarto se le ha ocurrido sobre la marcha. Es más fácil conseguir así la indulgencia que diciendo la verdad, lo del borracho que se cae a mediodía por un golpe de calor y se mea encima.
–¿Y si se muere?
–No va a morirse –dice Rosa.
Sigue frotando con energía al perro, concentrada en que no moje nada. Le explica a Yolanda que es muy manso, que no dará problemas. Que ni siquiera ladra.
–Pero lo encierras en tu cuarto, ¿vale? –dice Yolanda yéndose a la cocina.
–Eso pensaba hacer.
–Quiero decir –vuelve sobre sus pasos– que nada de que ronde por las zonas comunes. Soy alérgica, ¿vale?
Primera noticia. Rosa recuerda la fiesta en la terraza donde Yolanda la llevó una noche, cuando supuestamente eran amigas. Uno de los chicos tenía un galgo afgano, un perro espectacular que no paraba de acariciar. Le había costado una fortuna, dijo el chico; sí, era una pijada, pero también una belleza, quién podría resistirse a su presencia, dijo, el lujo hay que pagarlo. Aquel día Yolanda no mencionó ninguna alergia. Al revés, había besado al perro en la boca. A Rosa le turbó mucho aquel beso, no lo había olvidado. Quizá a lo que Yolanda tiene alergia, piensa, es solo a los chuchos como Poca Pena, sin pedigrí, aunque hay otra interpretación más probable: que la alergia sea a la misma Rosa, a cualquier cosa que haga, diga o traiga a casa la misma Rosa.
Había alquilado aquella habitación solo por unos meses –seis, en concreto–, porque un piso completo para ella sola salía demasiado caro y porque tal vez –no estaba seguramedio año sería tiempo más que suficiente para remontar. Por otro lado, la compañía de otra chica de su edad, alegre y sana, podría venirle bien para distraerse, recuperarse del todo y no recaer. Cuando conoció a Yolanda, fue lo primero que pensó: me puede ayudar, sin ella saberlo.
A primera vista, Yolanda era impresionante. Alta y esbelta, parecía una modelo, con sus movimientos de serpiente, grandes ojos almendrados y una melena cobriza y rizada que le caía en cascada hasta los hombros. El día en que le enseñó la habitación llevaba una falda larga de algodón, una blusa estampada con un nudo por encima del ombligo, e iba descalza, con una tobillera de plata. Más que hablar, ronroneaba, con su voz grave y lenta y un ligero acento del sur. Le contó que estaba estudiando arte dramático, ya había actuado en un par de obras de teatro y en bastantes montajes universitarios, aunque su aspiración verdadera, le dijo, era el cine. Su actriz favorita de todos los tiempos era Greta Garbo; estaba tan obsesionada con ella que en invierno se ponía boinas para imitarla, aunque el efecto, confesó, era justo el contrario.
–¡Yo parezco recién llegada del pueblo! –dijo, y ambas rieron.
A Rosa le gustó eso, que fuese divertida y un poco irreverente. Yolanda la acogió con entusiasmo, le ayudó a poner unas cortinas y le regaló un ciclamen de flores rojas que se marchitó en un par de días.
–Vaya, espero que no seas igual con los tíos –bromeó.
Al principio podían pasarse horas y horas cada noche charlando y riéndose, hasta que les daban las tantas. Intercambiaban cotilleos o comentaban con sarcasmo los programas de televisión que veían juntas. Yolanda tenía un punto cínico pero muy cómico y a Rosa le sentaba bien toda esa intrascendencia, la aparente frivolidad de parlotear sin profundizar. No había sido consciente de hasta qué punto necesitaba una amiga así. Si echaba la vista atrás, solo podía recordar en su pasado algunas figuras borrosas que cumplieron una mera función auxiliar. No había alegría en esas amistades, solo una compañía utilitaria y bastante sosa; no las echó de menos cuando dejó de verlas, mientras que con Yolanda era muy diferente, una celebración continua. Quizá por eso, para no estropearlo, le contaba su vida con cuentagotas, eliminando las partes conflictivas. Aunque Yolanda le ofrecía confianza, necesitaba gustarle, no resultar cargante ni problemática.
Rosa tenía la sensación de que aquella felicidad había durado mucho, pero, si lo pensaba bien y echaba cuentas, se daba cuenta de que acabó muy pronto. Desde el día de la fiesta en la terraza, sin más explicaciones, Yolanda comenzó a distanciarse y dejó de prestarle atención. Se dirigía a ella lacónicamente y al volver de clase se encerraba en su cuarto con la excusa de que estaba agotada. Rosa la oía hablar por teléfono y reírse con las amistades por las que la había sustituido. Los primeros días sintió el aguijón del rechazo, cruel y frío, doloroso, pero luego se acostumbró. En cierto modo regresaba al lugar del que partía, no era nada nuevo. Como volver de la embriaguez a la sobriedad tras atravesar una triste resaca, pensó.
Sin llamar antes, Yolanda asoma la cabeza por la puerta.
–La bañera está llena de pelos de perro –dice, y luego da un portazo.
Rosa va al cuarto de baño, recoge los pocos pelos que encuentra, barre el suelo. Encerrado en la habitación, Poca Pena gimotea. Es lo único que parece inquietarle ahora: que ella se vaya, lo abandone allí y no vuelva más.
Se tumba en la cama con él, le susurra al oído.
–Que no, imbécil, que no me voy.
Piensa en su hija. ¡Le gustaría tanto ese perrillo! Hay niños que desde bebés desconfían de los animales y otros, como Raquel, a los que les brillan los ojos solo con verlos. ¿Podría llevárselo el fin de semana para que jugara con él? Sería, desde luego, un buen modo de ganársela, pero ¿querría Madre?
–¿Y a ti te gustaría, amigo? –le pregunta.
Poca Pena la mira con interés, elevando sus bigotes de tres colores: pelos grises, marrones y negros, todos entremezclados. Observándolo con atención, Rosa descubre preciosas simetrías en su pelaje. Hay que mirar las cosas muy de cerca, se dice, para entenderlas y, aun así, algunas nunca se atrapan por completo, como ese perro. ¿Qué piensa? ¿Está preocupado por su dueño? ¿Lo ha olvidado ya, como debió de olvidar al primero, al profesor?
Deja pasar el tiempo así, divagando y acariciando al perro. Sabe que debería ir a clase, pero no va a ser el primer día que falte ni tampoco el último, con la diferencia de que Poca Pena es ahora un motivo más válido que otros. También ella necesita un descanso. El calor de los últimos días resulta agotador. Su habitación es un horno, el pequeño ventilador que ha comprado apenas mueve el aire caliente de un lado a otro. El contraste entre el exterior –la luz cegadora y anaranjada del bochorno– y el interior en penumbra la sume en un estado de sopor. Siente una punzada de deseo –bajar al súper, esconder en la mochila una tarrina de un kilo de helado, comérselo de un tirón, a cucharadas–, pero consigue vencerla. Cuando reúne las fuerzas suficientes, llama a casa de sus padres. Madre le pone a la niña al teléfono, aunque Rosa no tiene claro que reconozca su voz. Llamarla cada día es un trámite doloroso, pero es mucho más duro ir a verla los fines de semana. Raquel es una niña muy sociable, pero la mira como a una desconocida y se da la vuelta cuando la quiere coger en brazos. Rosa se encierra en el baño a morderse los nudillos para mitigar las ganas de gritar. Se siente vigilada, como el preso recién liberado pero todavía sospechoso de reincidencia. Hay silencios insoportables, preguntas que no se hacen y hechos que no se cuentan. El no hablar de ciertas cosas, en este caso, no significa que se hayan olvidado y ni siquiera perdonado. Esa omisión solo representa el peso abrumador del oprobio, cayendo una y otra vez sobre ella.
Hasta el día de la fiesta en la terraza, Rosa no conoció a los amigos de Yolanda. Ella le había hablado de este y de aquel, de sus compañeros de clase y también de otros conocidos, amigos de amigos, gente que provenía del teatro alternativo, periodistas, poetas y licenciados en bellas artes, personas que se abrían camino en la vida con valentía y talento. Preparándose para la fiesta, Rosa se sintió intimidada. ¿Qué iba a contar de sí misma? Solo era una teleoperadora que vendía seguros en turno de mañana y que estudiaba magisterio por las tardes. Si hubiese continuado la carrera de psicología quizá podría haber alcanzado algo más de glamour, pero aquello, su más que previsible futuro de maestra de primaria, la falta de ambiciones y su evidente desconocimiento del mundo –no había viajado, no había vivido aventuras excitantes–, no era una buena carta de presentación. Se anudó un pañuelo en el pelo, se lo quitó poco antes de salir, insegura. Llevaba un sencillo y barato vestido azul, sandalias de cuero y unas cuantas pulseras finitas. Yolanda le dijo que estaba muy guapa, pero ella pensó que, como mucho, solo podía aspirar al modesto papel de acompañante.
La fiesta se celebraba en una casa en el centro, un edificio antiguo con estrechas escaleras serpenteantes que conducían a una espléndida terraza adornada con bombillas de colores y farolillos de papel. Cuando ellas llegaron estaba anocheciendo; muchos invitados merodeaban ya con botellines de cerveza o copas de vermú en la mano, fumando y charlando en pequeños grupos. Sonaba bossa nova a un volumen muy suave, voces aterciopeladas y sensuales que a Rosa le erizaron la piel. Las fabulosas vistas de las terrazas vecinas, el aire primaveral y la luz tibia y rosada le parecieron como de otro mundo. Solo el alboroto de las golondrinas entrando y saliendo de sus nidos la transportó al lugar del que ella procedía: eran idénticas, se comportaban igual en todos lados, con sus chillidos apresurados al acabar el día. Todo lo demás, en cambio, era diferente, como si no estuviera en la misma ciudad, bajo el mismo cielo.
Al principio esperó que Yolanda la presentase a sus amigos, pero enseguida se dio cuenta de que la cosa no funcionaba así e incluso sospechó que, en realidad, Yolanda no conocía a casi nadie. En un momento dado, la dejó sola para saludar a alguien y ya no volvió. Rosa fue a buscar una bebida y se quedó apoyada en la pared, al margen de todo. La gente que había allí era sofisticada y moderna; las chicas llevaban ropa que Rosa no solía ver, pantalones muy anchos pero tremendamente sexys, blusas con atrevidos escotes a la espalda y estampados geométricos. Aunque hacía un poco de fresco, ellas no parecían tener frío e iban con los hombros al aire. Muchas lucían cortes de pelo inauditos con flequillos muy rectos y rapados parciales. Eran de ese tipo de chicas abiertas de mente que no se escandalizan por nada salvo por la falta de gusto. Los chicos, guapos con sus camisas de lino y alpargatas, se movían con una distinción misteriosa, sonriendo a todo el mundo, también a ella. Uno de ellos le susurró: ¡relaciónate!, y luego se fue dejándola todavía más desconcertada. Había sillas plegables para sentarse, aunque muchos lo hacían directamente en el suelo, sobre alfombras de yute; el chico que había llevado al galgo afgano se recostaba en una tumbona sin dejar de acariciar a su preciosa posesión. En mitad de la terraza, una exuberante mujer marroquí, mayor que el resto, amasaba cuscús con las manos. Alguien explicó que esa era la forma tradicional de prepararlo, una elaboración que llevaba horas y horas. La mujer estaba tan absorta en su tarea que cuando Rosa se le acercó a hablar se limitó a sonreírle sin facilitar la conversación; Rosa no comprendió si era una invitada más o alguien a quien habían contratado para que hiciese ese numerito. Fue en busca de Yolanda y ella la saludó efusivamente, como si llevara años sin verla, pero enseguida se olvidó otra vez, mariposeando de un grupo a otro, resplandeciente con su vestido largo y la llamativa melena rizada. Se comportaba de manera distinta: más afectada, con un sentido del humor más hermético, dejando claro que ella estaba al tanto de las claves secretas de aquella gente.
Cuando se hizo de noche por completo, comenzaron a circular bandejas con comida: empanadillas, brochetas de carne y manzana, quesos con panes de semillas. ¿Quién había preparado todo aquello? ¿Quiénes eran los anfitriones, los dueños de la casa? Rosa no entendía nada. La mujer del cuscús seguía amasando; al parecer aún quedaba un buen rato para lo que sería el plato principal. Rosa se sirvió un poco de cada bandeja en un plato de plástico, cogió otra cerveza y se sentó en el suelo a comer. Alguien le preguntó a qué se dedicaba; cuando ella contestó ya había varias personas alrededor, escuchándola. Habló con indiferencia y altivez, como si la opinión de todos ellos no le importase lo más mínimo, e hizo un par de bromas que nadie captó, o que no hicieron gracia. Más tarde, cuando la gente empezó a bailar, se quedó sentada, mirando y bebiendo. A partir de entonces, perdió la noción del tiempo. Todo se aceleró, se volvió confuso y turbio. Cuando más adelante quisiera recordarlo, le resultaría complicado poner las cosas en orden, qué sucedió primero y qué después.
De pronto Yolanda estaba ahí, con ella y con otras chicas, fumando marihuana y contando algo muy seria, una especie de confesión íntima a media voz, con esa cadencia ronroneante que esta vez parecía estudiada al detalle. La luz azul de una de las bombillas se proyectaba sobre su rostro duro y anguloso. Rosa pensó que no era tan guapa como aparentaba a primera vista. Es más, mirada con atención, resultaba casi fea, y si el conjunto funcionaba era solo gracias a un carisma que podía desaparecer de repente, sin aviso. Otras cuantas chicas se fueron alternando en sus relatos. Se desahogaban por turno, aunque ¿de qué? Rosa jamás habría creído que pudiesen tener problemas. ¡Parecían tan felices y sanas! Bebían y fumaban despreocupadamente. Algunas parejas se daban el lote en la terraza, otras habían bajado a las habitaciones de dos en dos o de tres en tres. Platos con restos de cuscús se extendían por el suelo, colillas y vasos sucios desperdigados, brillando entre las piernas de los que todavía seguían bailando.
Y, sin saber cómo ni por qué, Rosa empezó a hablar de Raquel. Sí, tenía una hija de dos años, dijo, y Yolanda la miró con severidad, ofendida, como si le hubiesen quitado el derecho a ser la primera en enterarse.
–¿Cómo es que no me lo habías contado antes? –preguntó.
Rosa respondió la verdad, si por verdad se entiende la realidad de los hechos expuestos. Pero no fue del todo sincera. Un halo de falsedad cubrió sus palabras, simplemente por el modo en que las usó, por lo que resaltó y lo que ocultó. No fue debido a una manipulación malévola: ella buscó consuelo como pudo, con torpeza. Expresó su tristeza –una tristeza auténtica y profunda–, pero lo hizo mal, porque esa tristeza estaba en otro lado, un lugar tan lejano que ni siquiera podía ser descrito.
En un momento dado abrió la cartera y enseñó la foto que guardaba, una foto ya antigua, de cuando Raquel era un bebé de siete meses, con los dientecillos inferiores asomando. La foto pasó de mano en mano entre exclamaciones; hasta Yolanda sonrió, pero para sus adentros. Rosa creyó que se había ganado el afecto, y quizá también la admiración, de sus oyentes. Más adelante ya no lo tuvo tan claro. Su historia tenía un resabio vulgar, casi ordinario. Son las mujeres incultas, las irrecuperables, quienes dejan atrás a sus hijos y combaten sus problemas mentales trabajando como mulas. A algunas de ellas los servicios sociales les quitan a los niños. Tal como contó su historia, Rosa parecía estar rozando ese límite. Quizá no obtuvo ni siquiera compasión. Quizá fue solo condescendencia, o la curiosidad que provocan los problemas ajenos. Quizá paternalismo revestido de asombro. Quizá nada. Quizá tal como se levantaron y se fueron a buscar otra bebida las chicas olvidaron todo. Quizá lo único que consiguió, sin preverlo, fue profanar la foto de su niña, mostrándola a quienes no merecían verla.
Al día siguiente no recordaba bien qué secretos había revelado. Sabía que no especificó algunas cosas, pero creyó que podían sobrentenderse. Yolanda le dijo que en ningún momento habló de cleptomanía y Rosa la creyó. Cleptomanía es una palabra demasiado fea para ser pronunciada, dijo, carece totalmente de atractivo.
–Pero es lo que tienes, ¿no? –la interrumpió Yolanda.
Confesar que tenía ese problema no la dejaba en buen lugar. Significaba admitir que en su interior vivía un monstruo insaciable, de una voracidad repugnante. Un monstruo que ni siquiera poseía los atributos seductores de otros monstruos. Puestos a elegir, había caídas mucho más atractivas, como el malditismo de la anorexia –esas chicas ojerosas y pálidas, todas ellas clavícula, pómulos y pelvis–, la adicción al alcohol o las drogas –aunque no en el caso de Mario, sino en el de personas distinguidas como las de la fiesta–, o incluso el magnetismo de la depresión, ese dolor inmenso y envolvente, subyugante y oscuro, de aquellos que se niegan a levantarse de la cama. Pero lo de ella, el monstruo que le había tocado en suerte a ella, era grosero y sucio. Bochornoso y abyecto. Feo. Intolerable, inmoral y feo.
Era verdad que había robado. A personas cercanas a las que defraudó su confianza, a quienes menos lo merecían. Pequeños hurtos, objetos que no necesitaba, casi nunca dinero, salvo que estuviese a la vista, reclamándola. Pero también a personas desconocidas y en pequeños comercios. Esto sí recordaba haberlo contado: que era una ladrona y que, si había escapado a un juicio, había sido de puro milagro. No se podía ser peor persona.
No era la única que lo pensaba. Por las miradas que le dirigía Yolanda ahora, supo que se acabaron las charlas amistosas y las invitaciones a fiestas. Ella, Rosa, era indigna de entrar en su mundo. No era más que una madre que abandona a su hija y que la oculta, una ladrona de la que no fiarse, que la obligaba a guardar sus pertenencias bajo llave. Una insensible que, al menos, contaba con la suerte de tener unos padres que se encargaban de la nieta. Y que todavía, ingrata como pocas, se permitía el lujo de quejarse.
Poca Pena camina muy pegado a sus pies, con su gracioso trotecillo de patas cortas. No es necesario llevarlo con correa porque no se distrae ni un momento ni le quita ojo de encima. Con sus desproporcionados bigotes, el pelaje ahora limpio y brillante, Poca Pena llama la atención de mucha gente. Un niño se para a acariciarlo; Poca Pena mira a Rosa como pidiendo permiso para devolver la cortesía. Mueve el rabito, suelta un ladrido gozoso y sigue adelante, recuperando el ritmo. Cuando llegan al hospital Rosa se da cuenta de que no podrá dejarlo en la puerta del edificio, tal como pretendía, sino bastante más lejos, porque no está permitida la entrada de perros en todo el recinto hospitalario, que es enorme. Poca Pena escucha sus instrucciones con la cabeza ladeada.
–Quédate aquí –le dice señalando un kiosco de prensa–. Quieto. No te muevas hasta que vuelva.
El kiosquero le dice que no se preocupe, que él se encarga. Rosa se lo agradece, se va corriendo para tardar lo menos posible.
Aun así, tarda. Primero porque tiene que esperar la cola en atención general. Luego porque no es fácil localizar al paciente, si es que llegó allí, a ese hospital. Rosa concreta el día y la hora en que se lo llevaron. Lo recogieron en la calle tal, a tal altura, probablemente se cayó, alguien debió de avisar a los servicios sanitarios. Un amigo, sí. Bueno, un conocido. Es que ella se ha quedado con su perro y no sabe qué hacer. Mario. No, ni idea del apellido. ¿Edad? Unos cincuenta, quizá algo más, es difícil saberlo. Llevaba camiseta roja y... Da igual la ropa, eso no lo apuntan ahí, le dice la administrativa que la atiende. Tiene suerte de que sea alguien con buen corazón y, sobre todo, con paciencia. No debe de haber tantos ingresos en el mismo día con ese nombre, añade mientras revisa en la pantalla del ordenador un listado. Mueve los labios en silencio, casi imperceptiblemente, repasando los nombres, concentrada en su trabajo. Apunta algo, continúa con la vista clavada en la pantalla. Rosa recuerda con inquietud a Poca Pena. Está pensando en salir y volver otra vez, solo para asegurarse de que sigue ahí, cuando la administrativa se vuelve hacia ella, suelta un breve suspiro. En sus ojos clarísimos algo ha cambiado. Una sombra, de pronto. Un velo.
–Aquí me sale un Mario. Mario Martín Gil. Vino solo, lo trajeron los de emergencias. Ingresó en la UCI. ¿Puede ser ese?
–¿Mario Martín? Puede ser. ¿Qué más datos hay?
–Nada, aquí solo se registran los ingresos y las altas. ¿Puede ser entonces Mario Martín Gil? –repite.
–Puede ser, pero ¿está ingresado? ¿Se le puede ver?
La respuesta se demora un par de segundos. Con todo, Rosa no comprende hasta que lo oye.
–Murió al poco de llegar. Era un infarto.
–Murió.
Rosa tartamudea. Murió. Era un infarto. Eso fue lo que le dijo a Yolanda, creyendo que mentía. Y sin embargo era la verdad. Mario tuvo un infarto en plena calle y lo trataron como se trata a un borracho, con superioridad y desdén. Un borracho que se tambalea y se cae, que se desorienta de tanto alcohol como lleva en el cuerpo. Irresponsable y sucio. Se lo llevaron sin prisas, con desgana. En medio de reproches.
La administrativa le indica dónde debe pasar si quiere informarse acerca del cuerpo. Si nadie lo ha reclamado, explica, estarán todavía buscando a su familia. Mínimo hay que esperar quince días antes de hacer algo. El proceso es largo en estos casos, explica, y le da una especie de pésame.
–Lo siento. Vas a tener que quedarte tú con el perro.
Ay, Poca Pena. Rosa le da las gracias, va corriendo a buscarlo. Ya volverá mañana, sola y con más tiempo, a averiguar qué ha sido del pobre Mario. De su cuerpo.
Al verla de lejos, Poca Pena salta de alegría. Según cuenta el kiosquero, no se ha movido de allí en todo el tiempo.
–Es listo tu perro, ¿eh? –dice admirado.
Rosa se agacha para acariciarlo. Siente que tiene que darle la noticia, que, mientras no le diga la verdad, el perro estará preocupado innecesariamente. Pero por el momento no le salen las palabras.
Han ido al río, más allá del paseo marítimo, donde ya no hay terrazas para tomar nada ni bancos para sentarse ni paseantes ociosos, solo un camino de tierra cubierto de maleza, algún ciclista despistado, ratas de agua, nubes de mosquitos, un coche abandonado. Rosa no está muy convencida de que ese sea el lugar idóneo, no hay placidez ahí, nada más alejado del locus amoenus, la hierba sequísima en verano, achicharrada, matojos y pinchos, culebrillas. Pero no es para toda la eternidad, se dice, porque es un río, agua que se mueve y que desembocará en un lugar mejor, y es donde pueden hacerlo con intimidad y es, sobre todo, donde acordaron, tras un breve y civilizado debate en el que también se sugirieron otros sitios posibles, como el parque –no, demasiada gente–, el mar –está muy lejos, y al final es lo mismo– o la catedral –extraña sugerencia desechada enseguida, porque ¿hay constancia de que Mario fuese católico?
Las cenizas las lleva con cuidado el dueño del bar, que fue quien movió todos los hilos tras el aviso de Rosa. Claro que lo habían echado en falta, pero fueron solo unos días, quién podía imaginar... lo que Rosa llegó contando. No hubo sorpresas ni aspavientos, aunque sí una aflicción sincera entre los parroquianos que se acercaron a preguntar, Mario, pobre hombre, cuándo es el entierro. Gran pregunta: cuándo es el entierro. Rosa, con Poca Pena pegado a sus pies, les contó lo que a su vez le habían dicho en el hospital, toda esa relación de trámites tediosos que había que seguir, burocracia forense, incomprensible como todas las burocracias. Por eso había ido hasta allí, no solo para informar sino también para preguntar.
–¿Alguien sabe cómo podemos contactar con la familia?
El dueño del bar, discreto, digno, movido más por un hondo sentido del deber que por un efímero sentimentalismo, dijo que él se encargaba. Algo ya debía de saber al respecto; Rosa no preguntó detalles, por prudencia y respeto.
Al día siguiente un polaco la paró en mitad de la calle porque reconoció a Poca Pena.
–¿Eres tú la señora que ayuda? –le preguntó.
La señora que ayuda. Nunca le habían dicho nada más bonito y, a la vez, más equivocado. Ojalá, pensó Rosa, pero asintió para simplificar. El polaco le dijo que era uno de los muchos que vivía en el piso de Mario. Le habló confusamente de la mujer y la hija de Mario, que iban a mandar dinero para los trámites y la incineración, pero que no querían hacerse cargo de las cenizas. Luego le contó que trabajaba de aparcacoches. Le había ofrecido a Mario hacer turnos, pero él pasaba, se negaba en redondo.
–Muy señorito era –dijo riendo, y a Rosa le hizo gracia que conociese la palabra señorito, que pronunció como si fuese aguda, señoritó.
No todos lo apreciaban, dijo después, muchos se metían con él porque era viejo y no sabía defenderse, y también porque no era de fiar, a la mínima que te dieses la vuelta te robaba, aunque después te lo devolvía, eso era así, tal como lo contaba, y se besó los dedos para jurar. Era un hombre bueno, reconoció. Su único problema era que le daba a la botella más de la cuenta, pero quién no, dijo. Luego soltó una carcajada y señaló a Poca Pena.
–Allí único que no bebía era este.
El desfile funerario tiene su gracia, como sacado de una película neorrealista. Rosa lo analiza todo desde fuera, pero luego, a medida que se acerca el momento, entra en la escena y se deja llevar. Están ahí, con las cenizas de Mario, el dueño del bar y su mujer, el polaco, otro compañero del polaco –este es búlgaro– muy callado porque aún no conoce el idioma, dos parroquianos del bar que siempre andan discutiendo pero que ahora caminan muy compenetrados, una anciana medio monja que a Rosa le suena de no sabe qué, ella y Poca Pena: ocho personas y un perro.
–¿Cómo os llamáis? –pregunta Rosa inesperadamente.
Hasta ella misma se sorprende.
–Estaría bien saber cómo nos llamamos –aclara, aun sin saber por qué estaría bien–. Yo soy Rosa.
–Yo, Bruno –dice el polaco, que lleva una camiseta sin mangas y luce tatuajes de dragones y cobras.
–Bogdan –dice el búlgaro.
Rosa tiene que pedirle que lo repita. La anciana medio monja se ríe.
–El mío es más fácil: María.
–Igual que yo –dice la mujer del dueño del bar–. Aunque a mí todo el mundo me llama Mari.
–En verdad es Mari Carmen –dice su marido–. Pero no le gustan los nombres compuestos. Fíjate que yo siempre he sido Pedro Pablo. Pues desde que me casé con ella Pedro a secas.
Uno de los parroquianos levanta la mano.
–Eugenio. Y él –dice señalando a su compañero de peleas–, él es Santiago.
Santiago no dice ni mu. Debe de parecerle una tontería esa presentación ahora, como si se tratara de una excursión escolar. Rosa enumera para sus adentros: Mari y Pedro –a secas–, María, Bruno, Bogdan, Eugenio y Santiago. Cinco hombres, tres mujeres, un perro.
Poca Pena está contentísimo con el paseo. Escarba en todos lados, con los bigotes sucios de tierra, y mea en cada matojo. Eso los retrasa, pero lo esperan. En una de sus carreras se tira al suelo para quitarse de la patita un pincho que se le ha clavado. Rosa acude en su ayuda.
–Muy señoritó el perro, como dueño –ríe Bruno.
Señoritó o no, Rosa va a cuidarlo. Ella ahora es la señora que ayuda, ¿no es así? Yolanda ya le ha dado un ultimátum. No puede tener el perro en el piso y punto. También ha dicho, ronroneando, que no entiende cómo algunas personas se vuelcan tanto en los animales cuando pasan de su propia familia. Estas palabras guardan en su interior una bomba de racimo, pero Rosa no entra en la provocación. A ella no le afecta lo que Yolanda diga o piense. Ya no. De hecho, le da la razón a la primera: abandonará el piso en cuanto encuentre una alternativa, y será pronto. Está buscando de nuevo un piso para compartir. Pero esta vez lo compartirá con una persona mucho más pequeña, menos imprevisible. En concreto, con una niña. Su niña. De estos planes no le dice nada a Yolanda, porque sonaría a excusa o a defensa. Prefiere guardárselos para ella sola, atesorarlos y saborearlos con calma. Tiene que aprender otra vez a saborear las cosas, como hace Poca Pena cuando le lame las manos, despacito.
El sol ha desaparecido casi por completo, ensanchándose primero, achatándose después, anaranjado, bermellón, medio círculo, un tercio, una línea. Pero qué calor, todavía. Se oyen las chicharras, su canto mortuorio en homenaje a Mario, constante y apático. María murmura una oración, todos callan y escuchan con los brazos cruzados. Amén, dice Bogdan. Amén, dicen todos. El cielo tenso, expectante, cambia de color segundos antes de que Pedro –a secasarroje las cenizas al agua achocolatada y tibia, que se las traga sin más ceremonia. De pronto, Rosa se ve otra vez desde fuera. Qué extraño, piensa, estar junto a todos esos desconocidos y ese perrillo que corretea feliz entre sus piernas. Una pequeña decisión –la de cogerlo– condujo a otra y luego a otra y otra, hasta llevarla al punto donde está. No hay grandes decisiones, se dice, solo una ristra de pequeñas, incluso diminutas, decisiones, tomadas casi por azar, aunque en realidad no. En realidad, tomadas con titubeos pero también con audacia, una a una, paso a paso, libremente. Tomadas para bien.