Cómo diría... Tras nacer el primero se quedó bloqueada, bajo los pies solo encontró un suelo blando y sin consistencia, nada donde agarrarse, le cogió asco al marido. Como un animal al que le arrancaran el pelaje, apareció lo que escondía tras toda aquella capa de buena educación y sumisión: una fiera, podía convertirse en una verdadera fiera.
Esto lo llaman ahora depresión posparto. También entonces se usaba ese término, pero solo en el ámbito médico. Normalmente, la gente decía: se ha puesto melancólica. La gente o cierto tipo de gente. El otro tipo de gente, menos piadosa, decía: malamadre. Debido, por ejemplo, a que Laura se negaba a ponérselo al pecho y hubo que alimentarlo con biberón desde el principio.
El marido, Damián, se mordía las uñas para contenerse y no culparla. Algo –algo– sabía. Algo que no solo tenía que ver con las hormonas ni con la caprichosa feminidad.
Se sentaba a su lado, le acariciaba una mano.
Hablaba y hablaba y hablaba con el pretexto de entretenerla y animarla. Laura quería pedirle que se callara, que por una vez en su vida se callara, pero se limitaba a cerrar los ojos con mansedumbre, como una vaca, que era en lo que, al parecer, debía transformarse.
Al bebé, cómo no, le habían puesto Damián. Indiscutible.
–Si hubiese sido niña, Laura, como tú –concedió él con deportividad.
–No.
Fue la mayor rebeldía que se permitió aquellos días: esa negativa sin más explicaciones, sin suavizante. No.
Nunca se vio hombre más entregado. Sacaba al sol al bebecito, su primogénito querido, para que superase la ictericia. Lo tomaba en sus brazos con ternura, lo mecía y le enchufaba el biberón al menor llanto. Su tocayo tragaba y tragaba para orgullo del padre primerizo, rodeado de mujeres más expertas que él que, sin embargo, le alababan el buen hacer y la paciencia.
–A saber cómo es cuando sube a su casa –dijo una vecina más suspicaz que el resto.
Bueno, se equivocaba. A solas, en el piso modesto y casi sin muebles, el padre era tan servicial y amable como en la calle, con sus relatos, sus aforismos y la inagotable misión de iluminarla a ella, de encauzarla hacia la verdad.
Hablaba todo el tiempo del Proyecto. La familia era eso, el Proyecto.
Por el bien del Proyecto ella tenía que superar su mala racha. Porque, en cuanto estuviese recuperada, deberían tener otro hijo. Y otro y otro.
Él estaba en contra de las familias con hijo único. Los hijos únicos son caprichosos, engreídos y tienen disposición a enfermar con más facilidad, en especial de los pulmones y las vías respiratorias.
Ella, que estaba deprimida pero no era tonta, replicaba:
–¿De dónde has sacado eso?
Lo que le daba pie a él para hablarle de la aclimatación sanitaria entre hermanos, si uno contraía una enfermedad inmunizaba al otro, etc. Estaba más que estudiado.
Lo cierto es que tardaron cuatro años en tener otro.
Los cuatro años de la Resistencia, época a veces también denominada la Guerra.
Cuando se conocieron, ella estaba orgullosa de él. De hecho, todavía lo estaba, a ratos. Le parecía que era un hombre íntegro, inteligente, con principios y una prometedora carrera por delante. Esto, lo de la prometedora carrera, era una expresión que Laura repetía en todos los sitios, le sonaba muy bien. Gracias a él, ella tenía ahora la posibilidad de destacar. Despuntar, sacar cabeza, eran otras maneras de decirlo. Distinguirse. Era la época en que el valor de una mujer se tasaba en función del hombre que la elegía. ¡Y qué hombre más distinguido! ¡Un abogado!
Llegaba a recogerla con la camisa limpia y abotonada hasta el cuello, el pantalón de pinzas, mocasines finos, repeinado, ligeramente perfumado, reservado, sabio. Laura le sacaba una cabeza, lo cual era una lástima para aquella pareja tan apuesta. De ese tema, de la diferencia de altura e incluso de la altura a secas, no se hablaba, pero Laura, por no humillarlo, dejó de usar tacones.
Paseaban sin alejarse demasiado del barrio. Eran muy jóvenes, pero se comportaban como dos viejos. A ella, en aquel momento, le pareció que su envaramiento al caminar era una señal de estilo. Él observaba las calles con atención, de vez en cuando levantaba las cejas. Toda aquella animación le perturbaba: los bloques de pisos que se construían en dos días, uniformados, feos, las vecinas en bata rodeadas de niños churretosos, los comercios donde el tendero, antes de despacharlas, les miraba las tetas a las mujeres y ellas nunca se molestaban, más bien al contrario. Vocerío y alboroto, como si nadie supiese hablar en voz baja. La ciudad había crecido para acoger en sus bordes a los exiliados de los pueblos, con toda su vulgaridad y su incultura, en una capa de excrecencia de la que había que huir cuanto antes. En su manera de mirar, Damián deslizaba un sutil reproche que a Laura la hacía sentirse un pelín culpable. Por aquella actitud, ella dedujo que provenía de otro mundo más elegante y selecto. Él podía rescatarla de allí, y de hecho el rescate formaba parte de sus planes.
–Deberías estudiar –le decía–. No me refiero a esos cursitos que hacen las mujeres para colocarse en oficinas, taquigrafía y mecanografía para subalternas. Me refiero a estudiar de verdad, en la universidad, como en los países soviéticos.
–¿Tú crees?
–Sí, sí, sin duda. Estudiar filosofía, historia, latín o griego. Algo así. No tienes por qué ir a clase. Podrías hacerlo a distancia, desde casa.
–¿Y leyes, como tú? Así podríamos hablar de más cosas.
–No, leyes no. Para eso hace falta concentración, memoria y disciplina. Yo a ti te veo más sensibilidad que método.
Laura recordó lo mal que se le daban las conjugaciones verbales; entornó los ojos tratando de fijar el nombre de una batalla memorable y no lo consiguió.
–Pero para aprender latín o historia también es necesario memorizar.
–Oh, sí, aunque un error ahí no sería letal, como sí lo es en derecho, entiéndelo. Si te equivocas en un dato, bueno, alguien te corregirá, pero si te equivocas en la aplicación de una ley puedes llevar a un hombre inocente a la horca.
–¡Pero si ya no hay pena de muerte!
–Por favor, Laura, es una forma de hablar.
Él tenía un hondo sentido de la justicia. Si quería ser abogado, decía, era para proteger a los más débiles y defender sus derechos pisoteados. No pretendía enriquecerse, lo que buscaba era un mundo más igualitario y más justo, donde se erradicara por completo la violencia. En la cartera, donde otros solían guardar la foto de su madre o de su novia, él llevaba una postal amarilleada con el rostro de Gandhi. Se había comprado unas gafas como las suyas, doradas, redondas, de latón, muy baratas. ¡Como las de John Lennon!, dijo Laura.
–No sé a quién te refieres –respondió él inexpresivamente.
Laura, educada al amparo de un catolicismo tibio pero firme, se deshizo de la religión de inmediato. Más difícil fue abandonar la costumbre de santiguarse al pasar ante cualquier capilla, porque era un automatismo casi innato, como poner un pie tras otro al caminar. Si iba con su madre, se santiguaba sin problema, por respeto hacia ella y porque, en el fondo, le resultaba más natural que quedarse de brazos cruzados. Si iba con él, se contenía. Una vez que iba con los dos, esbozó un gesto vago que podía ser sí pero no, y no contentó a ninguno.
–La historia de la religión está plagada de sangre y de vísceras. Matanzas por creencias, a eso se reduce todo, a pasar a la gente a cuchillo por culpa de ídolos de madera policromada.
–¿Gandhi no era hinduista? –dijo ella.
–¡Gandhi era un abogado y un político! ¡Un activista! Su religión le inspiró ciertas ideas, no lo negaré, pero no fue determinante en su trayectoria. Yo respeto las creencias de la gente, jamás me habrás oído criticarlas, pero no deberían sobrepasar el ámbito privado, ¿entiendes?
–Sí. No. Bueno, da igual.
–¿Cómo va a dar igual? Hay que diferenciar entre las creencias de un hombre como Gandhi, que fue un ser superior, con un intelecto deslumbrante y una bondad infinita, de las de tu vecina la beata, que se dedica a encender velas y ponerle flores a San Antonio para que sus hijas se casen. Eso sí que no lo respeto.
Sus ideales humanistas eran mucho mayores que cualquier religión, sobrevolaban metros y metros por encima de cualquier templo. Con él, fundar una familia sería dar comienzo a un Proyecto cuya finalidad última los trascendía como individuos porque apuntaba al progreso social.
–Lo más importante, lo más definitivo, es aportar seres al mundo.
–¿Te refieres a tener hijos?
–Por supuesto, Laurita. Piensa que si no los tuviéramos, incluso estando casados y con todos los papeles en regla, no seríamos una familia, solo seríamos una pareja, dos personas sin vínculos de sangre, estériles e inútiles. Para fundar una familia hace falta que nazca un hijo. Y cuantos más hijos haya, más vínculos de sangre, más familia.
Laura se preguntaba: ¿y si ella no podía tener hijos? ¿Y si solo quería uno o dos? ¿La repudiaría?
–No pongas esa cara –decía él–. No es tan complicado. Ya lo verás. Dibujaremos un mapa que muestre claramente quiénes somos, dónde estamos y a qué aspiramos. Un mapa familiar. Cuando estemos desorientados, bastará con mirarlo para encarrilarnos de nuevo. Nunca nos perderemos.
El mapa, que empezó a dibujar al día siguiente, quedó inacabado. Era un batiburrillo de líneas que se cruzaban, rojas, azules y negras, improvisadas y sin sentido aparente. Por primera vez –aunque de forma tibia y casi renegando de la idea–, Laura tuvo la impresión de que su prometido, más allá de la que volcaba en sus encendidos discursos, no tenía demasiada constancia.
No era religioso, pero se oponía con firmeza a las relaciones prematrimoniales. Laura sintió vergüenza de haber insinuado que por ella... Cuando tenía quince años se enamoró de un chaval de su edad, un pelirrojo guapísimo, triste, desmadejado, con la mirada huidiza y los brazos y las piernas muy largos, como cansados de crecer; huesudo, todo codos, rodillas, pómulos y escápulas. Los dos eran huérfanos: él de madre, ella de padre; esa orfandad forjó un raro vínculo entre ellos, de desesperación y dolor. Se encontraban a escondidas en una casa abandonada, entraban a hurtadillas, cogidos de la mano, y se besaban sin hablar, una vez y otra, hasta acabar con los labios hinchados. Una tarde, acalorados, desconcertados por su propio deseo –tan nuevo, tan sin precedentes–, habían acabado medio desnudos sobre el suelo. Laura no tenía claro si aquello se había consumado o no –ese verbo, consumar, era el que usaban las revistas femeninas de entonces–. Dolor, desde luego, no había sentido, y en realidad apenas había notado más que un roce por dentro, algo rápido, seco y prometedor, porque el chico acabó enseguida y se quedó tumbado sobre ella, sollozando, todavía aturdido por lo que terminaba de ocurrir. Lo que más recordaba Laura de aquella escena eran los momentos previos, cuando el chico había besado sus pezones, el tacto de la lengua apenas rozándola, diestro en su torpeza, y el interior de aquella casa abandonada dando vueltas, las paredes licuándose y un pensamiento fulminante, clarísimo: he nacido para esto.
Años después todavía se preguntaba: ¿era virgen o no? Nunca le había preocupado demasiado esa cuestión, pero ahora, de pronto, la atormentaba. Por supuesto que conocía a montones de mujeres solteras que no lo eran, su hermana menor sin ir más lejos, pero lo que empezaba a ser moneda corriente de una época nueva –ah, la bendita píldora– podía también convertirse, más que nunca, en un oprobio: ¿también ella, como las demás, había caído en las garras de la vulgaridad?, podía preguntarle Damián llegado el momento.
Luego, cuando llegó el momento, tras la boda –la austera boda laica que se celebró de acuerdo a los gustos de él, a los que ella se plegó felicisíma–, si Damián se dio cuenta no dijo nada, de modo que, aunque placer no hubo para Laura, sí hubo al menos una buena dosis de alivio. Él se había limitado a cumplir con un rigor y una mecánica de libro de instrucciones, y Laura se sintió satisfecha: si así había de ser, que así fuera.
Se distanció de los suyos, de su madre y su hermano mayor, pero también de su hermana, a pesar de lo unidas que habían estado de niñas, siempre jugando juntas, siempre enredando. No hubo ningún motivo claro. Sencillamente, su hermana dejó de ser bienvenida en su casa, no a causa de una prohibición expresa, por supuesto, sino por la incomodidad viscosa que se creaba en cuanto aparecía, por cómo se adensaban las palabras y los gestos cogían peso, por los silencios que se creaban y los nuevos significados de las cosas normales, que ahora se volvían sospechosas y molestas.
Ya desde antes de la boda, la relación entre las dos se había enfriado mucho. Si había alguien delante –y, sobre todo, si estaba Damián delante–, Laura se avergonzaba de su hermana, de su ignorancia y su mediocridad, y se alejaba de ella como si corriese riesgo de contagio. También la misma hermana recelaba. Las conversaciones entre ambas se llenaron de convencionalismos y omisiones, recorridas por un finísimo desprecio autodefensivo.
La hermana siempre había sido una especie de cabra loca, se había marchado de casa siendo apenas una adolescente, trabajó en mil empleos degradantes –y en ninguno duraba–, tuvo multitud de novios. Laura no pensaba seguir el mismo camino descarriado, aunque a veces se sorprendía pensando en ella con un regusto de envidia. Fantaseaba con una vida similar, llena de aventuras e incertidumbre, turbia y deshonrosa, pero enseguida se corregía, viendo los resultados tan nefastos que había logrado su hermana con su confusa noción de libertad.
El mundo distinguido del que él procedía resultó ser, en términos económicos, muy parecido al suyo.
Cuando viajó a conocer a sus suegros y sus cuñados, Laura comprendió que la diferencia solo radicaba en el carácter de esa familia, en su evidente superioridad intelectual. Eran bajitos y enjutos, pero parecían caminar un metro por encima de la acera, sorteando la grosería y la falta de cultura, la codicia y el egoísmo. Hablaban muy despacio, en voz baja, utilizando palabras elevadas y precisas, y aseguraban amar los diccionarios. Consultaban sus dudas y discutían entre ellos por acepciones, sinónimos, preposiciones correctas o incorrectas, cuándo que es un adverbio y cuándo una conjunción. Comían con frugalidad, eran abstemios y se acostaban temprano. No tenían televisor. Jamás se gritaban, pero por debajo del diálogo –o de como se llamara aquello que hacían cuando hablaban– fluía una corriente arremolinada y tensa, como a punto de desbordarse. El dique que la sujetaba no era la cortesía sino la soberbia. Cada uno se convencía a sí mismo con sus propios argumentos y con eso bastaba.
En un principio, Laura no consiguió calibrar lo bueno y lo malo de aquella familia, porque ¡le parecían tan inteligentes! A su lado, se sentía torpe y basta, incluso físicamente. Más que alta, se notó grandullona y corpulenta. Empezó a avergonzarse de esas tetas tan grandes, trató de comprimirlas con sujetadores reductores; se puso permanentemente a dieta.
Necesitaba refinarse y lo hizo imitando sus conductas y su forma de hablar.
Pero era muy difícil: por mucho que lo intentase, siempre se delataba. Ante ellos, nunca dejaría de ser una recién llegada, una impostora.
Compraron pocos muebles, pero de maderas nobles, nada de aglomerado.
Sin necesidad de recibir ninguna indicación, ella supo que no procedía adornar la casa con figuritas de porcelana ni abanicos enmarcados y mucho menos con imágenes de santos ni de vírgenes.
Un retrato de Gandhi presidía el salón; la enciclopedia Salvat, un Atlas y un diccionario filosófico la estantería a la que Laura quitaba el polvo cada mañana. En el despacho donde Damián se retiraba por las tardes a leer, estaban sus diplomas colgados, los libros de Derecho que eran como manuales de chino para Laura, la Declaración Universal de los Derechos Humanos enmarcada y otra foto de Gandhi, esta ya de cuerpo entero, tan frágil con su sari, el bastón, las negras piernas flacas y nudosas.
No era el bienestar económico que había imaginado y que ahora desdeñaba, era otro tipo de riqueza. Pobres de aquellos que no lo entienden, se decían.
Y, dado que el Proyecto estaba en marcha, Laura se quedó embarazada pronto y nació el primogénito.
La Resistencia, también conocida como la Guerra, fue en aumento. Los primeros días era solo eso, la negativa a amamantarlo, el día entero en la cama y un silencio terco, empecinado, aunque todavía camuflado bajo la dulzura del cansancio. Ah, las mujeres deprimidas tienen cierta aura romántica; eso Damián estaba dispuesto a aceptarlo, aunque no tanto que lo mandara a dormir al sofá cada noche sin ocultar la repugnancia que le producía la mera idea de que la tocara. ¿Cuándo iba a resolverse aquello? Él debía hacer valer sus derechos de hombre, de marido. Ella lo ultrajaba comportándose así, como si fuese un violador o un extraño. ¿De dónde nacía aquella rebeldía? Sintió que perdía el control e hizo cosas que, solo unos meses antes, hubiesen sido impensables en él.
Discutían, gritaban, se habrían despedazado mutuamente si no estuviesen tan cansados de odiarse. Él la acusaba de ingrata, todo el día trabajando para ella, para el Proyecto, y esa era su única manera de agradecerlo, la baba de la rabia cada tarde, al volver él a casa. Ella no respondía a sus acusaciones, se dedicaba a minarlo, a exasperarlo con todo aquello que sabía que lo sacaba de quicio, diciendo tacos y frases hechas y rezando el rosario, más que con fe, con resentimiento. Descolgó la foto de Gandhi y puso a cambio una reproducción de la Virgen de la Servilleta de Murillo. Él rompió la lámina, volvió a colocar el Gandhi, la miró desafiante. Ella lo descolgó de nuevo ante sus narices, lo estrelló contra el suelo, los cristales cortaron al pequeño Damián en las manitas cuando gateaba, él la abofeteó, a los dos les temblaban las piernas, se abrazaron asustados y se separaron de inmediato, entre lágrimas.
Él consultó a un psiquiatra. Psicosis neurótica, dijo el profesional, todo apuntaba a eso, pero el diagnóstico se hizo a distancia, basado en un solo relato, el de él. El psiquiatra, un antiguo amigo del bachillerato, le consiguió la medicación necesaria para frenar a la bestia. Damián se la daba a escondidas, machacando las pastillas hasta hacerlas polvito, que mezclaba después en el zumo o el puré de verduras. Ahora Laura se pasaba el día adormilada, mucho más aplacada, pero cuando abría los ojos por completo y lo miraba con la conciencia encendida, todavía podía sentirse, dentro de ella, el rumor del rencor recorriéndola de parte a parte.
No había sexo entre ellos. Él la abordaba, ella lo echaba de su lado con violencia, a empujones y patadas. Pasaban los meses y él se dio por vencido, aunque a veces, cuando se acordaba, le trepaba la rabia hasta la boca, se iba hacia ella, la zarandeaba, y la acusaba de menospreciarlo y buscar su deshonra.
El pequeño Damián iba creciendo y aprendía a estar callado para no soliviantar aún más los ánimos. Se convirtió en un niño cobarde, pusilánime y glotón, capaz de lo que fuera con tal de conseguir un poco de atención.
Una vez, con tan solo tres años, mató un pajarillo que cayó en la terraza solo para que luego lo consolaran por la pérdida.
Laura le habló una noche del pelirrojo. Una noche de invierno. Helaba, habían encendido el brasero, Damián dormía ya en su camita de niño con las mejillas ardiendo, coloradas por el calor doméstico. Un silencio excesivo se extendía entre ellos, pesado como la respiración de un animal enorme, un toro, un buey, un elefante. Ella sintió el apremio de romper ese silencio, de hacerlo trizas. ¿Por qué lo hizo? ¿Como una confesión? ¿Para dañarlo? ¿Para provocarlo?
Quizá porque no tenía a nadie más a quien contárselo. Quizá porque, si no lo hacía, llegaría el día en que creería que había sido un sueño.
Se lo contó todo, sin ahorrarle detalles. Lo de la casa vacía y sus dudas sobre la pérdida de la virginidad. El modo en que aquel chico le besó los pezones. Y más. Le dijo que aquella fue la única vez en su vida que había sentido algo. Las paredes girando y el asombro, ese temblor interno. Algo apenas esbozado y, sin embargo, tan intenso que todavía, tantos años después, no lo había olvidado. Él, Damián, jamás podría darle nada parecido. Ni siquiera un atisbo.
Él se echó sobre ella. La aplastó contra el sofá. Sus ojos tenían un destello lobuno, depredador; ella, en consecuencia, se convirtió en una oveja a punto de ser devorada. Una carnicería, una matanza. ¿Una violación? No, de ninguna manera Laura la habría calificado de ese modo.
De esa unión nació Rosa, la segunda. Con ella acabó la Guerra y empezó otra época mucho más armónica, casi sin discusiones.
Le pusieron ese nombre porque para ellos fue como un regalo. Un regalo romántico de reconciliación. A Laura siempre le gustaron las rosas.