Por su cumpleaños le compraron un traje de chaqueta. No era exactamente un regalo –en esa familia, por prescripción moral, no se hacían regalos–, sino un símbolo del paso a la adultez. Quince años ya, dijo Padre, y Madre le pidió que se probara el traje cuanto antes, por si tenía que descambiarlo o hacerle algún arreglo. Damián estaba medio orgulloso, medio avergonzado. Que no hubiese tarta con velitas, tarjeta de felicitación o regalos envueltos en papel brillante no podía ser motivo de tristeza, dado que no lo esperaba. Lo del traje estaba bien, pero no sabía cuánta alegría le estaba permitido mostrar. ¿Quizá un simple agradecimiento era lo correcto, una satisfacción grave y serena, acorde con su edad? En el espejo del cuarto de baño, donde se había metido a cambiarse, se inspeccionó el bigotillo con detenimiento. Alguna vez pensaba en afeitárselo; en clase se habían reído ya de él, los más benévolos lo llamaban míster mostacho, los más crueles pelochocho. No se atrevía a afeitarse porque Padre no le había dicho que pudiera. Esperaba una señal. Tal vez eso del traje lo fuera: la señal, el toque de atención, ya eres un hombre. Se palpó los granos –qué desastre–, se acercó tanto al espejo que se vio deformado, bebió agua del grifo. Date prisa, oyó que le decían al otro lado. Que en esa casa se respetara el pudor no significaba que se aprobaran los largos encierros en el cuarto de baño.
Mientras se desnudaba, miró de reojo los calzoncillos blancos, la barriga sobresaliendo por encima del elástico. Como la de un señor, pensó. Apresurado, se puso una camisa celeste con sutiles rayitas coloradas y se embutió en el traje nuevo, confeccionado con una tela ligera de color azul marino, un tejido que se arrugaba con facilidad. ¿La chaqueta se abotonaba? Damián no sabía si tenía que cerrarla o dejarla abierta. En realidad, apenas podía cerrarla, salvo que aguantara la respiración, y ni por esas. Salió con las mejillas ardiendo y la chaqueta abierta, acalorado.
–Tiene sobrepeso –le dijo Padre a Madre, como si no estuviese delante.
–Me he equivocado de talla –dijo Madre.
–Bueno, es una forma de verlo. Yo te digo que ha vuelto a engordar.
–Puede ser. Tiene un problema de constitución.
–Tonterías. ¿Qué es eso de la constitución?
El pequeño Aqui, que merodeaba alrededor, interrumpió la conversación.
–¡La Constitución es la Carta Magna!
–No hablamos ahora de esa constitución, Aqui, échate a un lado.
Madre se agachó junto a Damián para evaluar las hechuras del traje. Realmente le quedaba pequeño. No era solo que no pudiese abotonarse la chaqueta. El pantalón estaba tan ajustado que se le veía un culo horrible. Respingón y horrible. Bueno, ella misma lo tenía así, a qué negarlo, culo de negra, pero sin la gracia de las negras. Damián se dejaba analizar enmudecido. Miraba en torno suyo con ojos suplicantes, a punto de romper a llorar. Pero trataba de disimular. Si algo no soportaba Padre eran los lloricas.
Madre se levantó.
–No hay opción, hay que comprar una talla más.
–¿Una más o dos más? –preguntó Padre.
–Con una bastará.
–Yo diría que dos.
–Que venga él conmigo y se pruebe, será lo más fácil.
–Entiendo. Lo difícil será ponerlo a dieta.
–No, eso no es difícil. Lo ponemos y ya está. Lo difícil es que pierda peso. A este niño le engorda cualquier cosa que coma.
–Menudo disparate. Si sigue la dieta a rajatabla, perderá kilos. A menos calorías, menos peso, eso es matemático. La comida no engorda más o menos según quien se la coma. Solo es cuestión de disciplina, ¿no? –Volviendo la vista hacia Damián, cambió el tono–. Carácter y disciplina, hombre, no te agobies –dijo, dándole un cachetito.
–No me agobio –tartamudeó él.
–¡Yo soy muuuuy delgado! –dijo Aqui–. Los delgados no tenemos que ponernos a dieta, ¿verdad?
Nadie le contestó.
Padre acusaba a madre de ser demasiado blanda con Damián. Cuanto más blanda, decía, más blandura, fíjate qué carnes para la edad que tiene. Madre lo defendía, aunque sin traspasar ciertas fronteras. Era curioso: había abandonado al niño de bebé debido a una depresión nunca diagnosticada, se pasó los primeros años de su vida sin apenas mirarlo, y ahora que estaba en plena adolescencia, se volcaba más en él que en los otros, achuchándolo o dándole golosinas a escondidas. ¿No era, después de todo, quien más la necesitaba? Con seis años menos que Damián, Aqui, el pequeño, parecía seis años mayor: voluntarioso, independiente, irresponsable pero dispuesto a afrontar él solito las consecuencias de su irresponsabilidad y, para colmo, dotado del arbitrario toque del encanto. En cuanto a las niñas, se criaban solas, por así decirlo, y más desde que había llegado Martina, con sus secretos de niñas en los que era mejor no meterse. Ella intuía que había algo físico en Damián que ponía de los nervios a Padre, algo que iba más allá de la gordura. Era la piel tan blanca –como cruda–, la redondez de los ojos azules, ¡las pecas! –que nadie más tenía–, los andares de cerdito y la torpeza de las manos, que no agarraban con fuerza.
–Haz las cosas con fuerza –le decía.
Damián lo miraba sin comprender, los gruesos labios entreabiertos.
–Con agarre, ¡con ganas!
Daba lo mismo. No estaba en su carácter, era inútil.
Otro asunto importante era el de la estatura: Damián ya casi le sobrepasaba; en un año o dos le sacaría limpiamente una cabeza. Aunque... para qué ser tan alto con ese tipo infame. Ganso, choco, gorderas, trol: también esos motes se los canturreaban en clase, a sus espaldas.
Padre no lo hubiese insultado jamás, no era su estilo. Cuando se refería a su sobrepeso evitaba usar el término gordo. Si le preocupaban esos kilos de más, decía, era solo desde un punto de vista científico y por estrictas razones de salud; apelaba a percentiles e índices de masa corporal, cifras que debían respetarse como si fueran leyes. Su rigidez, sin embargo, incluía también ciertas flaquezas. A veces era él quien llevaba a casa, inesperadamente, canutillos de nata y chocolate que compraba en la confitería del barrio. Le gustaba dar ese tipo de sorpresas, aparecer como un rey mago repartiendo sus dádivas, aunque al día siguiente hubiera que ponerse firmes otra vez. Padre no quería humillarlo. Solo quería que cambiara, que no fuese así, tan... negligente. Por él, por supuesto, por su bien. Estaba convencido de que la entereza moral, la integridad del ser, tenía relación con la firmeza del cuerpo. Fíjate en Gandhi, le decía a Madre. Fibra pura, concisión y finura, líneas rectas. Todo lo que sobra, lo que se excede, es rechazable.
Quizá por esa idea –y esto estaba relacionado con la compra del traje– había decidido que Damián lo acompañara en la colecta. Era su primogénito y, por tanto, ostentaba ese privilegio, que debía hacerse efectivo como corresponde. Seguro que le iba bien para endurecer el carácter. Seguro que se sentía honrado, satisfecho y pleno por ser el elegido para desempeñar esa tarea. Como así fue. Cuando Padre le anunció que lo metía en la organización como a un igual, para trabajar a su lado, codo con codo, a Damián se le agitó el corazón de alegría. Eso significaba que no estaba enfadado con él por ser un gordo.
La organización era un ente indefinido que, en los últimos tiempos, acaparaba gran parte de las conversaciones en las comidas. Padre hablaba de que la organización había acordado esto o aquello, que sus miembros se habían reunido para debatir sobre tal o cual asunto o para definir protocolos de actuación ante tal otra situación imprevista. Hablaba dando por sobrentendidos montones de detalles, de modo que nadie se atrevía a preguntar lo que se suponía que ya debía saber, y al final todo quedaba en una nebulosa. Damián se hizo una idea bastante vaga del objetivo de la organización. Sabía que tenía relación con los niños con síndrome de Down y con escuelas especiales para atender a estos niños. También se luchaba por un cambio de pensamiento –en palabras de Padre–, aunque jamás había entendido qué pensamiento debía ser sustituido, cuál era el pensamiento erróneo y cuál el correcto. En su colegio había un par de niños a los que todos llamaban mongolitos hasta que, de un día para otro, se les dijo que debían dejar de llamarlos así. Algunos profesores, algunos padres y montones de madres pensaban que esos niños estarían mejor en otro lado. Esto, suponía Damián, debía de ser lo que la organización defendía, con su plan de escuelas, el cambio de pensamiento y los protocolos. Un día, Martina, su hermana adoptiva, que no siempre sabía cuándo callarse, hizo una pregunta inoportuna pero inquietante.
–Papá, ¿y tú por qué estás en esa organización? Tú no tienes ningún hijo malito.
Padre la miró estupefacto, con el tenedor a medio camino hacia la boca. Tras unos segundos en silencio, lo dejó sobre el plato, se limpió con cuidado con la servilleta y explicó que, para involucrarse en una causa, no hacía falta estar personalmente afectado por ella; es más, dijo, la lucha más pura, la más genuina y admirable, es la que se emprende sin esperar ningún beneficio propio, la que se abraza por los demás, para conseguir un fruto que disfrutarán los demás, no uno mismo. Las feministas en eso, por ejemplo, se equivocaban; quizá la lucha por los derechos de las mujeres –con la que él estaba, por supuesto, de acuerdo– debían abanderarla los hombres. Los blancos deberían defender a los negros, los payos a los gitanos, los ricos a los pobres, los sanos a los enfermos y los fuertes a los débiles.
–Y una cosa más, Martinita –dijo sonriendo, como a punto de desvelar una sorpresa–. Yo no estoy en la organización. Yo formé parte de su comité creador, soy uno de los fundadores. No es algo de lo que me guste alardear, pero es así. Es más, me atrevería a decir, con total humildad, que sin mí la organización no existiría.
–Entonces, ¡enhorabuena, papá! –dijo Aqui, aplaudiendo.
Era imposible interpretar si Aqui lo peloteaba o si, escudándose tras una aparente inocencia, se reía de él. Padre no lo interpretó de ninguna de esas dos maneras. Aceptó el cumplido sin quitarse importancia, lo agradeció sin rechazarlo. Después de todo, él siempre había enseñado a sus hijos a dar las gracias.
Aunque no sabía qué se esperaba de él en concreto, Damián estaba ansioso por colaborar con la organización. Convencido de que sus principios –fueran estos lo que fueran– eran loables y buenos, sentía que, defendiéndolos, luchando por ellos, agarrándolos con fuerza, surgiría al fin la oportunidad de redimirse. Cuando tuvo listo su traje nuevo de la talla correcta, Padre lo llamó a su despacho con gran solemnidad, le pidió que se sentara y le explicó cuál era su misión.
–Vas a hacerte cargo de la colecta. Es un trabajo lento y difícil, pero muy honorable. Irás casa por casa explicando por qué necesitas que donen dinero a la causa. Has de ser educado pero muy insistente: la monedita más pequeña nos vale, para nosotros lo pequeño es grande. No te dejes vencer por las excusas que te den. Tienes que remover el corazón de esa gente. Y eso solo se consigue con la retórica. ¡Demóstenes! ¡Tucídides! ¡Aristóteles! ¡Cicerón! ¡Esos serán tus maestros! Con la retórica y con la presencia, claro. Has de permanecer derecho, con los pies alineados, los brazos extendidos hacia el suelo, sin cruzarlos. No gesticules de más y, desde luego, no hagas nada infantil ni amanerado, nada de rascarte la cabeza ni morderte los labios. Si te ofrecen que te sientes, acepta, pero no relajes nunca el cuerpo, ni se te ocurra encorvarte o estirar las piernas. Por ejemplo, ahora mismo tienes la espalda mal apoyada en el respaldo. Se te nota demasiado... cómodo. Así no. Siéntate más simétrico.
Damián despegó la espalda, se reacomodó.
–¿Así?
–Bueno, digamos que sí. Debes transmitir seguridad. Has cumplido quince años, eres ya un adulto, eres un hombre. Habla con serenidad, con convencimiento y orden. En voz alta y clara. No tienes que rogar ni que convertirte en un miserable pedigüeño. Pero sí demostrar sensibilidad y capacidad de persuasión. Elegancia.
Damián estaba sudando. Tragó saliva, se le formó un vacío en el estómago. ¿De verdad podían cumplirse todas esas instrucciones? Si se fijaba en la postura, iba a ser incapaz de pronunciar ni una sola palabra. Cuando al fin hablase, seguro que se le escapaban gestos inapropiados. Y, además, ¿qué había que decir en concreto? Jamás lo haría bien.
–No te preocupes –dijo Padre advirtiendo su agobio–. Yo te acompañaré los primeros días. O, mejor dicho, tú me acompañarás a mí, verás cómo actúo, aprenderás de mí. ¿Te parece?
–Vale.
–Estupendo entonces. Ahora déjame que acabe con el trabajo que tengo entre manos. Y cierra la puerta al salir, por favor.
Antes de que se fuera, añadió, elevando la mirada por encima de las gafas de lectura:
–Tu madre y yo estamos muy orgullosos de ti, Damián. Ya sabes que estoy en contra de los regalos y de las recompensas, pero, en fin, toma esto como si lo fuera.
Y así lo tomó Damián, que se marchó abrumado pero feliz, hondamente aliviado de saber que, por el momento, no iría solo.
Hasta entonces Damián había creído en Padre a pie juntillas. ¿Cómo dudar de su poder? En muy pocas ocasiones lo había visto tratar con otras personas; todo lo que sabía de él, de su actividad fuera de la casa, era a través de sus relatos –los cotidianos relatos que hacía durante las comidas, siempre llenos de convicción y firmeza–. Ahora, por primera vez, iba a ser testigo directo de una parte central de su vida, nada más y nada menos que de su función de colector de una de las organizaciones más justas e importantes del país. Se veía obligado, entonces, a controlar su timidez. Aun así, la incomodidad de ir por la calle con el traje –y de que lo viera alguno de sus compañeros de clase–, la perspectiva de tener que tomar las riendas de la colecta tarde o temprano y el temor a defraudar a Padre eran realidades que no lograba apartar de su mente. El sábado por la mañana, antes de salir, tuvo un lamentable episodio de diarrea. Bueno, pensó tirando por cuarta vez de la cisterna, lo mismo así adelgazo. Padre se impacientó mirando su reloj de bolsillo, una herencia familiar de la que estaba muy satisfecho.
–Aligera, Damián, nos espera un gran trabajo –dijo.
Le pasó la mano por el hombro al salir del portal. Se cruzaron así, como padre e hijo bien avenidos, con la vecina del cuarto, el frutero y el abuelo de Maika –la chica que a él, secretamente, le gustaba–. Damián estaba contento, inquieto, confundido y un poco acobardado. De seguir así, empezaría a sudar pronto. Temía sobre todo el sudor en la frente, que era nefasto para los granos y le daba un aspecto asqueroso. Madre le había dejado un pañuelo de algodón para limpiarse.
–Toquecitos suaves, nada de frotarte –le dijo.
Una vez en la calle, Damián quiso mostrar iniciativa, que no pareciera que iba a remolque, sin voluntad, y preguntó adónde se encaminaban.
–Iremos hacia el norte –dijo Padre.
Él no sabía dónde estaba el norte ni dónde el sur, pero asintió y se dejó llevar.
El barrio estaba lleno de bloques de pisos muy parecidos al suyo, de entre cuatro y seis plantas, con ladrillo visto en los bajos y el resto pintado de marrón o verde oscuro. Las terrazas enrejadas eran tan diminutas que parecían comederos de pájaros. Organizados en hexágonos, los edificios formaban pequeñas placitas entre sí, con naranjos y jacarandas que dejaban el suelo alfombrado de flores. Los niños, vigilados desde las ventanas por sus madres, jugaban en columpios de hierro donde se desollaban las rodillas o se abrían la cabeza cada dos por tres. Los mayores se saltaban la valla del colegio por las tardes para jugar en las pistas de fútbol. No había mucho más que hacer y a ellos ni siquiera esto les estaba permitido, por su seguridad. Damián todavía no lo sabía, pero aquel era un barrio humilde, casi pobre.
Más allá de los bloques, al filo de la autopista, se extendía una larga hilera de casitas de una sola planta, encaladas, viejas, con las ventanas bajas, casi a ras de suelo, puertas de hierro y geranios en los poyetes; casas como de pueblo, sin duda más antiguas que los pisos y que la misma autopista. Había sillas de plástico apoyadas contra las fachadas, donde solían sentarse por las tardes las vecinas. También en la mañana del sábado podía verse ya a dos o tres de ellas: gordas, con las manos enrojecidas de limpiar cruzadas sobre el regazo, charlando a grandes voces y risotadas. Aquella zona, pensó Damián al llegar, debía de ser el norte. Padre señaló la primera casita.
–Visitaremos todas estas –dijo abarcando la fila con un gesto.
Sonriente, ceremonioso, llamó a la primera puerta. También él iba vestido con traje, aunque eso era lo habitual, incluso dentro de la casa. Sin embargo, en ese entorno, los dos, con sus chaquetas abotonadas y los zapatos brillantes, llamaban muchísimo la atención. Damián notó que los miraban con suspicacia, agradeció al menos haber sido exonerado de la corbata. En la primera casa no abrió nadie, aunque se oyeron voces al otro lado de la puerta, sin ningún interés por disimular que estaban dentro. Como Padre no hizo ningún comentario, Damián también calló. En la segunda casa tampoco abrieron; en la tercera los tomaron por testigos de Jehová y volvieron a cerrar antes de que a Padre le diera tiempo a explicarse.
–No hay que desanimarse –le dijo, aunque se le contrajo la mandíbula.
De la cuarta casita salió un hombre en camiseta interior, con el pelo revuelto y un diente de oro. Apoyado en el dintel, siguió bebiendo de su lata de cerveza mientras Padre le hablaba de la organización con palabras grandilocuentes. Si donaba algo de dinero, le dijo, aunque fuese solo una pequeña cantidad, pondrían su nombre en el acta de constitución del colegio que iban a construir cuando se recaudara lo suficiente. Además, entraba en el sorteo de un radiocasete. Todo por esos niños, dijo, que están en desventaja, que dependen por completo de nosotros. El hombre desapareció un instante en el interior de la casa y volvió con un par de monedas. Padre le dio las gracias y una papeleta para el sorteo.
–¿Ves? Ahora se apunta aquí lo recaudado. –Llevaba una hoja cuadriculada donde anotaba las cantidades–. También la dirección exacta, para no volver al mismo sitio durante un tiempo. No hay que abusar.
En la siguiente casa, la mujer que abrió –una abuela con su nietecillo agarrado a la pierna– dio un portazo en cuanto oyó las primeras palabras de Padre.
–¡Sí, hombre, como si no tuviera ya bastante!
En otra les hicieron pasar. Un matrimonio anciano los invitó a café y a rosquillas. Tanto el hombre como la mujer escucharon con atención y paciencia la perorata de Padre, pero después los despidieron sin darles nada, ni siquiera explicaciones. Hubo algunas otras personas que donaron dinero –siempre calderilla–, aunque la mayoría se limitó a observarlos con desconfianza. Inmutable, Padre continuó su tarea con la sonrisa inalterable hasta acabar con la hilera de casas, sin mostrarse afectado por el fracaso. ¿Era por su optimismo a fuerza de bomba o porque no se daba cuenta de la hosquedad ni de las burlas? Damián empezó a sospechar lo segundo. Por primera vez en su vida, a los quince años recién cumplidos, notó que Padre era un ser extraño, desencajado, como si entre él y el mundo se abriera una profunda brecha, o, para ser más conciso, entre lo que él pensaba y lo que verdaderamente ocurría. No fue una revelación definitiva ni completa, solo un pequeño aviso, una semilla.
El sábado siguiente, cuando volvieron a salir juntos, esta sensación se agudizó. Esta vez comenzarían por el sur, dictaminó Padre, donde se levantaban los bloques de pisos más recientes. Aquella zona era algo más pujante, pero no les fue mucho mejor. Hubo quien dio dinero, hubo quien no dio nada, hubo quien escuchó con paciencia mal disimulada y quien los largó de malos modos. Padre apuntaba todo disciplinadamente en su casilla. Sin embargo, casi cuando acababan, una mujer muy pálida, con grandes ojeras y mirada húmeda, les dijo que pasaran al salón y los atendió con suma amabilidad. Allí, sentada en un sillón con la tapicería desgastada, con las largas piernas cruzadas, les contó que su sobrina había tenido esa enfermedad y que había muerto de un ataque cardíaco con menos de diez años. Por supuesto que daría dinero para la causa, dijo conmovida, y sacó un par de billetes de un cajón. Padre se inclinó artificiosamente, le dio la mano, le dijo que sentía en el alma lo de su sobrina. La organización se encargaría de que niños como ella tuvieran una vida mejor, le aseguró. Ambos se sostuvieron la mirada una pizca más de lo necesario, y Damián se sintió incómodo, aunque también reconfortado por los billetes. Cuando salieron del piso, Padre hizo un comentario maligno sobre el mal gusto de aquella mujer, refiriéndose a las figuras de toreros y bailaoras puestas sobre el televisor. Otras veces había hecho alusión a detalles similares, pero en esta ocasión Damián lo sintió como una traición imperdonable. Sin embargo, rió con él. Era verdad que las figuras eran espantosas.
No hay que volver a los lugares donde ya dieron dinero, había dicho Padre, y sin embargo ahí estaba Damián desobedeciendo la norma, tembloroso, pulsando el timbre del piso de la mujer de las ojeras, oscilando su peso entre una pierna y otra, impaciente, abochornado y, ay, asquerosamente sudado. ¿Cómo había llegado a aquella decisión?
La primera mañana que salió solo –el tercer sábado– con el dudoso honor de hacerse cargo en exclusiva de la colecta, se produjo una lastimosa acumulación de fracasos. Se habían reído de él y, a diferencia de Padre, él sí acusaba aquellos golpes, no podía mirar hacia otro lado y fingir que no se daba cuenta. Consciente de que Padre había ejercido, a su modo, de escudo protector, estaba ahora desnudo frente a las inclemencias, y por desnudo podía entenderse con aquel ridículo traje barato que le daba calor y se arrugaba con solo subir una escalera. Desfallecido, encorvado, con una rígida sonrisa inconsistente, las palabras no le salían al abrir la boca, sino unos instantes después, haciéndole parecer medio tonto.
–Tú mismo eres bastante mongolo, ¿no? –le había dicho un chaval de su edad antes de cerrar de un portazo.
Damián había apuntado aquella casa con la cruz de «no volver». Pondría él mismo algo de su dinero con tal de tacharla de la lista, pensó. De hecho, cuando se sucedieron las negativas, las risitas, las respuestas cortantes y las miradas desaprobatorias, se puso a calcular cuánto de sus ahorros podía entregar a Padre para disimular y hacer pasar aquel desastre por una jornada más exitosa. Un par de mujeres le dieron algo, pero aun así no era suficiente. Al filo del mediodía se debatía entre seguir intentándolo o hacer tiempo antes de volver. Optó por lo segundo y así cogió fuerzas para planificar una estrategia y que no resultara sospechoso que entrase primero en su dormitorio, vaciase la hucha, escondiese el número de papeletas correspondiente entre las páginas del Sopena y después fuera a rendir cuentas a Padre en su despacho.
–Muy bien, hijo, has superado mis expectativas –dijo contando el dinero.
Madre también se mostró encantada; ambos lo felicitaron delante de los hermanos, lo pusieron como modelo, cosa que jamás había ocurrido antes. El alivio dio paso a una especie de euforia: hubo un momento incluso en que hasta él mismo creyó que era un triunfador.
Pero el siguiente sábado el asunto se estaba complicando. A la tercera negativa –¡ya estamos otra vez con el timo de los Down!, le espetó una mujer que había abierto trabajosamente en su silla de ruedas–, supo que no podría continuar. Esta vez se había llevado consigo el resto de sus ahorros, muy poco ya, previendo que los iba a necesitar de nuevo. Sentado en el banco de una plazoleta, derrotado, sabiendo que no podía permitirse ese gasto, había devorado una cuña de chocolate que compró en un quiosco. ¿Y ahora qué? Revisando la hoja cuadriculada, con sus cruces y sus cantidades ficticias, recordó la imprevista generosidad de la mujer cuyo mal gusto Padre había criticado. ¿Podría permitirse...? ¿Estaría muy mal...? En el peor de los casos, pensó, esa mujer no iba a insultarlo ni a burlarse de él. Y aunque así fuera, merecía la pena intentarlo. La otra perspectiva, volver con las manos –casi– vacías, enfrentarse a la reprobación paterna, era impensable.
La mujer lo recibió sin mostrar sorpresa ni fastidio. Al principio, no lo reconoció, pero enseguida, cuando dijo que representaba a la organización, asintió con suavidad, se hizo a un lado para que pasase, le indicó que se sentara y ella misma se sentó de nuevo en su viejo sillón. Damián no sabía cómo empezar a hablar; la mujer, sonriendo, lo ayudó.
–¿Necesitas vender más papeletas?
–No, no es eso... O, bueno, sí, si usted pudiera... Yo no venía... No quería... Pero sí –admitió al fin.
La mujer lo observaba rascando distraídamente en el reposabrazos del sillón. Aquí y allá asomaba la espuma del relleno; ella la metía y sacaba con los dedos, como si fuera un tic. Sus profundas ojeras la hacían parecer mayor de lo que era, más fea de lo que era. Un pensamiento cruzó por la cabeza de Damián: es guapa, se dijo. Quizá recordaba el modo en que Padre la había mirado al despedirse, o quizá su impresión venía dada por esa situación extraña: la mujer y él, frente a frente, sentados como si no hubiese prisa alguna. Ella le contó que su marido estaba en paro, que su situación económica no era boyante, pero no sonó a excusa, sino a explicación. Luego le dijo que, dado que su marido gastaba mucho en bares –derrochaba, dijo–, no veía por qué ella no podía gastar también en lo que le pareciera.
–Te compraré más papeletas, claro. –Pero no se levantó.
Avergonzado, Damián apartó la mirada y se topó con aquellas figuras de las que Padre se había burlado: un torero de puntillas a punto de dar la estocada final y dos mujeres bailando con trajes de gitana. Las figuras eran de plástico y la ropa de tela de verdad, descolorida por el tiempo y el polvo. La luz que entraba por la ventana incidía de lleno sobre el televisor y las figuras; daba un triste aspecto a todo aquello. Había también pequeños marcos plateados con retratos familiares sobre un aparador de madera oscura.
–Puedes verlos si quieres –dijo la mujer–. Ahí está mi sobrina.
Damián obedeció, le pareció que no mirar las fotos sería de mala educación. Se detuvo en cada retrato unos segundos, lo que consideró adecuado, hasta que encontró el de la niña con síndrome de Down, los ojos achinados y la ancha sonrisa deslumbrante. Se parecía muchísimo a aquella mujer, pero de un modo invisible, poco evidente. Damián no sabía que dos personas tan diferentes pudieran parecerse tanto. Intrigado, tomó el retrato para verlo más de cerca. Luego no se le ocurrió qué decir; lo volvió a dejar donde estaba. Tuvo la impresión de que el tiempo estaba pasando lentísimo o de que incluso iba hacia atrás. La mujer continuaba sentada en el sillón, observándolo.
–Vas muy elegante con ese traje –le dijo.
Damián la miró asustado, solo después comprendió que debía darle las gracias. Se las dio en voz muy baja, un poco ronca. Quería irse cuanto antes y no sabía por qué. Echó de menos a Padre más que nunca. Él hubiera sabido cómo manejarse en esa situación, mientras que él era un patoso, un incapaz. Carraspeó.
–Entonces, ¿las papeletas...?
–Sí, sí, claro. –La mujer se levantó, desapareció por una puerta lateral, volvió tras unos segundos que a Damián se le hicieron eternos.
Le dio más dinero que la otra vez, mirándolo con los ojos entornados. A Damián se le aceleró el corazón al ver los billetes. Alargó la mano con codicia, casi sin darse cuenta. Después, de manera confusa, embarullada, comprendió la indecencia de la escena. Cogió el dinero, le entregó a cambio un puñado de papeletas y se marchó apresuradamente, tropezando con un perchero que había en el zaguán. Al bajar la escalera le entraron unas incomprensibles ganas de llorar. ¿Qué le había pasado? Con aquel dinero metido en el bolsillo, se sentía como si hubiese robado.
Volvió a su casa dando un largo rodeo. Le apretaba la cinturilla del pantalón –¿habría vuelto a engordar?–, los zapatos le rozaban, estaba muy incómodo, pero aun así se echó a andar sin rumbo. Con uno de los billetes de la mujer compró otra cuña de chocolate que guardó en una bolsa para comerla en algún lugar tranquilo. Llegó hasta el parque grande y se encaminó hacia el estanque. Unos cuantos patos y montones de peces hambrientos se peleaban por atrapar el pan que les tiraba un viejo al agua. Damián se paró a mirar la escena mientras devoraba la cuña a toda prisa. El bolsillo le pesaba con todas las monedas del cambio; imposible olvidarse así de su pecado. Entonces, el viejo volvió la cabeza y lo saludó. Era otra vez el abuelo de Maika, su amor soñado. Conocía a Damián desde que era muy pequeño, cuando los dos, Maika y él, iban juntos a la escuela primaria. Era aquel hombre quien se encargaba de recoger a su nieta a la salida; algunos días Damián se unía a ellos hasta que sus caminos se separaban.
–Chico, qué alegría verte. La otra mañana, cuando ibas con tu padre, hasta me entraron dudas de que fueras tú. ¡Estás muy grande!
Damián tragó el último bocado de la cuña; se sacudió las manos manchadas de chocolate; no tenía dónde limpiarse y, desde luego, no podía chuparse los dedos como si estuviese solo. Devolvió el saludo y sonrió. Pensó: cuando el abuelo de Maika decía grande, ¿se refería en realidad a gordo? Lo había visto engullir su pastel con más ansia que la de todos los patos y los peces juntos y ahora no podía dar marcha atrás, borrar esa penosa escena como si no hubiese ocurrido. ¿Le contaría a Maika lo que había descubierto? ¿Le diría: vi a tu compañero Damián, qué gordo se ha puesto, no me extraña, come como un cerdo? ¿Le hablaría también de su ridículo traje? ¿De su extraña actitud en el parque?
Sintió que estaba recibiendo un castigo por todo lo que había hecho. No solo por lo de la mujer de las ojeras, sino por algunas cosas más, asuntos del pasado, cobardías y mentiras. Pensó que quizá lo merecía.
Con el dinero de la mujer tuvo para disimular dos sábados más. Al tercero, con su cuadrícula llena de cifras y cruces correspondientes a direcciones a las que ni siquiera había ido, Damián comunicó a Padre que había terminado de recorrer todo el barrio. Padre hizo sus cálculos. Teniendo en cuenta todas las viviendas que había visitado, era un botín más bien modesto.
–¿Seguro que has ido a todos los sitios? ¿No se te habrá pasado alguna calle, alguna plazoleta...?
–No, papá.
Padre meneó la cabeza mostrando decepción.
–La gente no es solidaria –dijo–. No se involucra.
–No mucho, papá.
–Supongo que al menos habrás aprendido de la experiencia.
–Sí.
–El año próximo organizaremos otra colecta nueva. Contaremos contigo de nuevo.
–Vale.
–¿Qué es lo que más te ha gustado de todo esto?
¿Qué debía decir? Damián se detuvo a pensarlo un momento.
–Hablar con la gente.
–Bueno, bueno. Pensé que te habría gustado más sentirte útil. Contribuir a la causa.
–Sí, eso también.
Damián y Padre se miraron fugazmente. En algún lugar de todo aquel revoltijo de palabras y sentimientos, al menos por un instante, se encontraron. Vieron lo que había dentro del otro con plena nitidez. Fue solo un relámpago de conciencia, menos de un segundo, imposible de apresar y aún menos de entender. Pero ocurrió. Damián tenía solo quince años, así que lo olvidó enseguida y siguió con lo suyo, con la agradable sensación de ligereza tras haberse quitado tanto peso de encima.