Rosa caminaba por el pasillo atestado de chicos. Los de tercer ciclo nunca respetaban la prohibición de salir del aula entre clase y clase y ella, desde luego, no iba a ser quien velara por el cumplimiento de la norma: ¡eran niños de diez, de once años! Qué crueldad limitar sus movimientos, pensaba, ese régimen carcelario que, más que aplacarlos, despertaba su rebeldía. Rosa era todavía inexperta, una maestra primeriza que no consideraba a los niños como enemigos, aunque tampoco tuviera clara la alternativa.
De camino a la sala de profesores se cruzó con Camille, el conserje.
–Te ha llamado antes uno por teléfono. Le he dicho que estabas en clase. Dice que volverá a llamar a la hora del recreo.
Por la expresión de Camille –los ojillos maliciosos y los mofletes moviéndose arriba y abajo, como rumiando–, Rosa se quedó intrigada. Lo paró.
–¿Quién era?
–Yo qué sé quién era. Preguntó por ti. Dijo: ¿en ese colegio trabaja una chica que se llama Rosa? Sí, le dije. ¿Puede ponerse?, me dijo. No, no puede, le dije. ¿Por qué?, me dijo. Porque está en clase, le dije. ¿A qué hora puedo encontrarla?, me dijo...
–Vale, vale, Camille. Lo que quiero saber es si no te explicó nada más. Para qué llamaba o algo así.
–No, nada. Que lo intentará otra vez a la hora del recreo.
Rosa le dio las gracias, entró en la sala de profesores, cogió la carpeta que necesitaba para la siguiente clase y se olvidó de la conversación.
Durante el recreo, si no le tocaba guardia, se quedaba en la sala de profesores tomando café de máquina y hojeando el periódico. Si pudiera estudiar, estudiaría –su puesto en ese colegio era solo de interina, aún debía aprobar las oposiciones–, pero había demasiado ruido alrededor, charlas ajenas en las que no se sentía con el derecho a participar. Leía titulares y observaba de reojo las taquillas, lo que sus compañeros soltaban, lo que cogían, todos aquellos pequeños objetos brillantes y enigmáticos, con la misma curiosidad y atención con que los miraría un cuervo.
Camille asomó la cabeza por la puerta y la llamó.
–¡Teléfono!
Menudo incordio, pensó Rosa. Quienquiera que fuese, ¿por qué no la llamaba al móvil?
En la conserjería, Camille se acomodó cerca de ella, fingiéndose muy atareado. Agrupaba fotocopias y las grapaba con una rapidez enérgica, murmurando para sí y meneando mucho la cabeza. Rosa agarró el teléfono, se dio la vuelta buscando intimidad.
–¿Quién es?
–¿Rosa?
–Sí, soy yo. ¿Quién es?
–Ehhhh, tú no me conoces. Yo sí sé quién eres tú, te conozco muy bien, pero tú, bueno, tú no sabes quién soy, no puedes saberlo.
La voz sonaba hosca y nerviosa. Rosa trató de identificarla sin éxito. El hombre a quien pertenecía siguió enredándose en imprecisas explicaciones.
–Yo... Me llamo Antonio y, en fin, qué más da mi nombre si no sabes quién soy. Pero yo sí te conozco, busqué tu nombre en internet, tu nombre y apellidos, y me salió que trabajas en ese colegio, por eso te estoy llamando, porque necesito hablar contigo.
Parecía impaciente, como si fuese ella quien le hubiera llamado a él, importunándole, y no al revés. Rosa quiso cortarle, tomar el control de la conversación, pero no era fácil coger el relevo. Él continuaba hablando, presentándose misteriosamente, paso a paso, sin dar tregua. Solo cuando ella insistió, tras muchos preámbulos, se identificó como el marido de Paqui.
–¿Paqui? ¿Qué Paqui?
–Paqui Carmona. ¿No conoces a Paqui Carmona? ¿De verdad no te acuerdas de Paqui Carmona?
Paqui Carmona. Había sido compañera suya en la facultad el primer año, una especie de amiga de una lealtad perruna que siempre se sentaba a su lado en las clases. Cuando Rosa cambió de carrera, mantuvieron el contacto un par de años más, de forma intermitente, hasta que dejaron de verse por completo. Los recuerdos de Rosa eran muy borrosos. Paqui era una chica que cultivaba una actitud de segundona, escabulléndose de la primera fila a conciencia. Ingenua, apocada, no causaba problemas a nadie. Rosa se había apoyado en ella al principio. Después, cuando cogió impulso, ya no le hizo falta para nada.
–Sí, claro que me acuerdo –dijo.
–Ah, menos mal, me parecería terrible que la hubieses olvidado porque, ¿sabes?, ella no te ha olvidado a ti.
No, Paqui no se había olvidado de ella, repitió el tal Antonio elevando el volumen de su voz. De hecho, dijo, se había estado acordando a diario y cuando decía a diario no era una forma de hablar, sino una realidad: todos y cada uno de los días de todos aquellos años. ¿Se había acordado ella, Rosa, con tanta frecuencia de su amiga?
–Hombre, claro que me he acordado. En primero éramos uña y carne.
Uña y carne. Sí, eso tenía él entendido, que eran íntimas. Sin embargo, cuando Rosa se fue de la facultad, dejó de llamarla. Paqui la telefoneaba y ella, Rosa, no le devolvía las llamadas. Empezó a darle largas, a despreciarla. La abandonó. No se imaginaba cuánto daño le había hecho con aquella actitud. Por su culpa, ahora, Paqui sufría a diario, y cuando decía a diario, etc.
–Pero... Yo no sabía nada de esto.
–¿No sabías o no querías saber? Paqui estuvo con depresión un par de años, ¿tampoco sabías eso? Ni siquiera se levantaba de la cama, perdió un montón de peso, enfermó de otras cosas porque la depresión siempre lleva a otras cosas. ¿Qué tipo de amiga eres tú que ni siquiera te dignaste a ir a verla?
Era una herida muy honda la que llevaba dentro, continuó, tan dolorosa que se echaba a llorar cada vez que se acordaba. Él le había aconsejado que se olvidara de Rosa, pero ella no era capaz, lo vivía como quien vive un trauma de la infancia, sin poder superarlo. A él le costaba comprender cómo, en todos esos años, Rosa no había sacado un rato, un miserable rato, para verla o para llamarla. Le costaba entender esa traición, esa deslealtad. Pero en fin, había ocurrido así y ya no se podía cambiar. Lo que sí podía hacer ahora Rosa era equilibrar un poco la balanza. Lo que para ella no suponía nada, para Paqui quizá fuera la solución a su depresión.
–¿Todavía está deprimida?
–¡Pues claro que está deprimida! ¡Como para no estarlo!
–Pero antes dijiste que... Dijiste que fueron un par de años.
–No. No, no, no y no. Nunca ha salido del todo del pozo. Nunca. A veces tiene rachas mejores, otras peores. Justo ahora está pasando por una mala racha. Por eso te estoy llamando. ¿O crees que para mí es fácil llamarte? ¿Crees que no me resulta humillante? No lo hago por gusto, que lo sepas. Pero tienes que retomar el contacto con ella. Aunque sea una sola vez, al menos por un rato. Para ella sería un regalo maravilloso que le dedicases un poco de atención.
Confundida, Rosa prometió que la llamaría en cuanto pudiera y le pidió un número donde poder hacerlo.
–¡No! ¡No entiendes nada! Si te doy su móvil o el número de teléfono que tenemos ahora en casa, ella comprenderá que la llamas porque yo te lo he pedido. Y eso sería contraproducente.
–Vale, ¿pero entonces cómo lo hago?
–A ver, piensa un poco. Cuando os conocisteis, ella no tenía móvil y tú tampoco, ¿no? Os llamabais a casa de vuestros respectivos padres, ¿verdad? Pues ahora igual.
–No lo pillo.
–¿Cómo que no lo pillas? ¿No se supone que eres profesora? ¿Y que los profesores sois muy listos? Pues tú muy lista no pareces... Escucha. Tienes que llamarla a casa de sus padres, como cuando erais estudiantes, y actuar como si te hubieses acordado de ella tú solita, no porque yo te lo haya dicho. Llama a sus padres y que ellos te den el contacto.
–Vale.
–Ah, e invéntate una excusa que justifique por qué durante tanto tiempo has estado en silencio. Algo que le sirva a ella de explicación o de consuelo, ¿entiendes?
–Sí.
–Te repito entonces las instrucciones: llamas al número de sus padres, preguntas por ella y a mí no me nombras para nada. Pero para nada, ¿eh? Espero que te quede bien clarito.
Instrucciones, pensó Rosa. Le latían las sienes y las manos le temblaban, pero aseguró que sí, que todo le quedaba clarísimo. Luego pidió que le recordara el teléfono de los padres y él volvió a alzar la voz.
–¡Vaya! ¡Como imaginaba! ¡Lo has perdido!
A tientas, Rosa buscó un papel donde apuntarlo –él ya se lo estaba dictando, cifra a cifra, muy despacio, como se les dicta a los niños o a los viejos–. Intrigado, divertido, Camille le pasó un post-it. Por su mirada pícara, era como si hubiese escuchado toda la conversación.
–Uf, qué loca está la gente –dijo ella al colgar, disimulando.
El cubículo de la conserjería se había hecho más estrecho, más claustrofóbico. Salió de allí conmocionada, molesta y sintiéndose profundamente culpable.
Al día siguiente, Camille interrumpió su clase para avisarla.
–Es ese tío otra vez –dijo.
Aunque Rosa no le había contado nada, el tono de Camille daba a entender que podía echarle una mano si lo necesitaba. Tenía los brazos cruzados, la mandíbula alzada y arrogante, pero el mismo aspecto cómico de siempre, nadie a quien poder tomar en serio.
Rosa pidió a sus alumnos que continuaran con los ejercicios. Todos siguen el mismo patrón, les dijo, son muy fáciles, quitáis los paréntesis y despejáis la incógnita. Salió al pasillo cerrando la puerta tras ella.
–¿Qué te ha dicho?
Camille abrió mucho los ojos, dramatizando.
–Me dejó un recado, pero no sé si lo he entendido bien.
–¿Qué recado?
–Que te insistiera en que llames ya a donde tú sabes. Y que, si no lo haces, te lo va a recordar a diario, para que no te olvides. Luego dijo que a diario no era una forma de hablar. Que llamaría cada día y que...
–Vale, vale. –Rosa no sabía cómo justificar todo ese disparate.
–Suena a amenaza, ¿no? ¿No crees que deberías avisar a la policía?
–No, no, de ninguna manera. Ya lo arreglo yo sola.
–¿Estás segura, niña? Mira que hablaba muy raro. Daba escalofríos oírle.
–No, de verdad. Y no me llames niña.
Decepcionado, Camille se dio la vuelta.
–Como veas. Pero este tipo de cosas hay que denunciarlas. Después pasa lo que pasa.
Este tipo de cosas... Pasa lo que pasa... ¿Qué estaba imaginando Camille? Quizá sería mejor que le diera alguna explicación. No quería alimentar habladurías y, en vista de la gran inventiva que parecía tener, mejor no darle alas. Entró en el aula, aplacó el jaleo que se había formado en su ausencia. Pero ¿cómo resolver ahora ecuaciones, cuando había otra incógnita mayor por resolver? Dio tiempo libre a los niños. Aunque solo quedaban diez minutos para que sonara el timbre, lo celebraron con un gran aplauso.
Rosa se puso a pensar. Si no había llamado a Paqui todavía era porque decidió seguir el consejo de Martina, su hermana. En esa época solían telefonearse por la noche, después de que Rosa acostara a la niña. Cuando le contó lo de Paqui, Martina se mostró muy tajante. Que ni se le ocurriera seguirle el juego a ese loco, le dijo. ¿Cómo sabes que lo que te dice es verdad? No es normal acosar de esa forma a una persona a quien no se conoce de nada, aludiendo a una historia absurda que además había ocurrido ¿cuándo? ¿Hacía diez años?
–Ocho –dijo Rosa.
Lo mismo daba, diez u ocho, demasiado tiempo para que una supuesta amiga estuviera obsesionada con ella. Martina no se fiaba ni un pelo. Ni de ella ni de él. Menudo matrimonio, dijo. Que se olvidara del asunto. Si volvía a llamarla, que lo mandara a tomar fresco. O, mejor aún, que no lo atendiera. Que avisara al conserje para que le diese largas.
–No creo que llame más –dijo Rosa–. Se le notaba incómodo hablando conmigo.
Pero se equivocaba. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Confiar en las advertencias de Martina y avisar a Camille para que la ayudara a quitarse de encima a aquel perturbado? ¿O acceder a sus peticiones y así calmarlo antes de que la cosa empeorase? La noche anterior, tras hablar con Martina, la sensación de culpabilidad se había disipado, pero ahora, de repente, estaba creciendo otra vez, recordándole que era una mala persona. ¿De verdad le costaba tanto hacer una llamada, darle una alegría a su antigua amiga? Puede que la petición de su marido no fuese muy normal, pero ¿acaso era ella la adalid de la normalidad? Paqui siempre fue una chica frágil, tal vez cargaba con problemas que le costaba compartir. Quizá era cierto que Rosa no se había portado bien con ella, que se desentendió muy rápido, dejándola a la deriva a las primeras de cambio. Por incómodo que resultara admitirlo, era verdad que la había utilizado y que, cuando dejó de serle conveniente, se olvidó de ella. Es posible que su marido, ese tal Antonio, se estuviese comportando con torpeza, exageración e incluso con violencia, pero las motivaciones que le movían a actuar así eran loables, debía de querer mucho a Paqui y se preocupaba por ella –se preocupaba tanto, de hecho, que iba a estar insistiendo día tras día hasta que Rosa moviera ficha–. Sí, Rosa determinó que lo conveniente era hacerle caso, cumplir con lo prometido y aflojar cuanto antes la tensión. Cuando al acabar la clase se cruzó con Camille y su expresión curiosa –las ganas de preguntar despuntando en cada uno de sus gestos–, decidió que no le daría la carnaza que estaba deseando.
Esa tarde, se dijo, llamaría sin falta a Paqui. O, mejor dicho, a casa de sus padres, fingiendo haberse acordado espontáneamente de ella, según las precisas instrucciones recibidas.
La madre se puso muy contenta al oírla. Se acordaba a la perfección de Rosa, ¡por supuesto! ¿Qué había sido de ella en todos esos años? ¿Cómo le iba? ¿Había encontrado trabajo? ¿Estaba casada, tenía hijos? Rosa recordó vagamente a esa mujer. Había ido varias veces a casa de Paqui, en una ocasión incluso se quedó a dormir. Era una casa grande en las afueras, destartalada, llena de gente que entraba y salía todo el tiempo, primas, tías, amigas, un montón de mujeres de todo tipo que cotilleaban, cocinaban y cosían en grupo. El único hombre que ella recuerda allí era el padre de Paqui, un señor taciturno y enjuto que se mantenía aparte, hablando tan bajito que apenas se le entendía. Además, en la casa vivían una abuela sorda, con el pelo larguísimo y amarillento, que se sentaba muy tiesa en su butaca de bambú, y otra hermana más pequeña, todavía una niña. Encerradas en su habitación, Paqui le había enseñado sus tesoros: una colección de la revista Vogue que incluía ejemplares muy antiguos –¿de los años cuarenta, cincuenta?–, un baúl lleno hasta los topes de disfraces, trajes inservibles, retales de toda variedad de tejidos –seda, moaré, popelín–, muchos de ellos con aspecto lujoso, bordados y lentejuelas, un costurero de mimbre con bobinas de todos los colores, un alfiletero con forma de tomate, una caja de lata repleta de botones grandes y pequeños, sencillos y sofisticados, de madera, de plástico, de nácar y de carey. Un precioso gato persa se paseaba entre todo aquello serpenteando con elegancia. Tumbado en su cojín de terciopelo, las observaba majestuosamente. A ella fue lo único que de verdad le interesó: aquel enorme gato tan ceremonioso, tan seguro de sí mismo.
Para rescatar de la memoria todos esos detalles, Rosa había tenido que esforzarse, sacándolos uno a uno del pasado. Pero dudó de la precisión de sus recuerdos, incluso de su veracidad. Quizá al evocar la atmósfera de aquella casa –más excéntrica que alegre, más inquietante que confortable– se la estaba inventando. Es posible que Rosa envidiara la actividad bulliciosa, la aparente falta de responsabilidades, el caos como un reverso apetecible de su propia familia, donde las reglamentaciones, el orden, la limpieza y la disciplina resultaban tan indiscutibles como asfixiantes. Allí todo el mundo hablaba por los codos, discutía, se interpelaba, se llamaba a gritos a la hora de comer, maldecía y blasfemaba, mientras que en su casa había que medir cada palabra, sorteando con cautela montones de restricciones. El contraste debió de impresionar a Rosa, aunque, por aquel entonces, en cualquier sitio donde mirara encontraba contrastes.
Ahora, en cambio, se preguntaba por otro tipo de contraste: el que se establecía entre la familia de Paqui –expansiva, sociable, exuberante– y la misma Paqui –retraída, insignificante en un primer vistazo–. ¿Cómo no se dio cuenta antes de esa contradicción? Ensimismada en sus propios problemas, Rosa no era entonces muy sagaz. Para ella Paqui era solo una chica más, una que, en un momento dado, en público, podía hasta avergonzarla un poco. Aunque su interés por la ropa hacía que vistiera con cierta osadía, la suya no era una osadía provocativa, sino mucho más refinada, difícil de apreciar por sus compañeros de clase, que debían de reírse de su aspecto de dama victoriana o de doncella mística, con sus suaves blusas de encaje, los amplios kimonos de satén y el pelo suelto, con raya en medio, que caía hacia los lados desde los hombros hasta la cintura. Paqui era una rara, pero una rara inofensiva a la que, una vez mirada, ya no merecía la pena mirar más. El primer día se sentó al lado de Rosa, que también estaba sola, y conversaron; el segundo día, cuando Rosa llegó, ya le había reservado el sitio contiguo. Se hizo costumbre sentarse juntas, desayunar juntas, compartir el camino hasta la parada del autobús, hacerse –más o menos– confidencias. Aunque con el resto de las personas Paqui era muy callada, con Rosa hablaba sin parar, contándole enrevesadas historias de amores, encuentros azarosos, amenazas, predicciones y accidentes. Pero no era una buena narradora. Aburría. Cuando se enredaba en alguna de sus historias, a Rosa la cabeza se le iba a otro lado. Lo que Paqui contaba siempre sonaba fantasioso e incoherente, como si se lo estuviera inventando sobre la marcha.
Tampoco era una buena estudiante, aunque sí perseverante y trabajadora. Tomaba apuntes a gran velocidad con caligrafía torcida y delicada, recogiendo voluntariosamente y sin abreviaturas cada palabra, cada vacilación, todos los rodeos y matizaciones de los profesores, hasta los más mínimos, alternando el color de los bolígrafos según un complejo método de identificación de párrafos. Rosa, menos preocupada por los detalles, solo tomaba notas sueltas, cuyo sentido a menudo olvidaba después. Lo que producía Paqui en una sola clase –folios y más folios de apuntes–, Rosa lo resumía en una cuartilla críptica y apretada.
A mediados de curso, más o menos, Rosa supo que no quería seguir estudiando en aquella facultad. Había escogido psicología por descarte, porque algo tenía que escoger, y por un vago y mal encauzado interés en la mente humana, pero allí todo sonaba artificial e insignificante y el ambiente –niñas bien con carpetitas apretadas al pecho que aspiraban a montar una consulta para ayudar a los demás– le deprimía. Comenzó a faltar a clase. Había conocido a un chico de otra carrera; como apenas podía escaparse en otros horarios, aprovechaba las mañanas para verlo. Al principio faltaba solo un par de horas, pero no tardó en faltar días enteros. El chico consiguió la llave de un piso familiar deshabitado; iban allí a hacer el amor hasta extenuarse. Paqui cruzaba los dedos con emoción cuando ella le explicaba a qué se dedicaba durante su ausencia, le brillaban los ojos de éxtasis solo de escucharla. Se adaptó tanto a su papel de confidente que empezó a vivir la vida de Rosa a través de su amiga –el súbito enamoramiento, las duras revelaciones posteriores, la decepción final–, basándose en lo que ella le desvelaba cuando aparecía por la facultad. Se ofreció a pasarle los apuntes, sus preciados apuntes, sin pedir nada a cambio. Para Rosa resultaron muy útiles porque, al leerlos, era como si estuviese asistiendo a la clase completa. Gracias a esos apuntes, y a pesar de su absentismo, Rosa aprobó todos los exámenes con buena nota. Aun sabiendo que sus padres iban a montar un drama cuando anunciase que quería abandonar la carrera, era indispensable que no achacaran su decisión a la falta de estudio o de capacidad. Su padre no toleraba a los perezosos ni a los torpes. Argumentando, con el boletín de notas lleno de éxitos, la razón de su deserción, quizá lograra contener un par de grados su desprecio.
Por su parte, Paqui no consiguió tan buenas notas como Rosa, pero esa diferencia no la desalentó lo más mínimo. Más bien al revés, se sentía feliz de haber ayudado a Rosa a tener su aventura y salvar el curso al mismo tiempo.
–Paqui ya no vive aquí, ¡la echamos tanto de menos! –dijo su madre–. ¿Quieres que te pase su número de móvil?
–Sí, claro, su móvil. –Rosa lo anotó con cuidado.
–Se va a poner contentísima cuando la llames. Siempre hablaba maravillas de ti. Te tenía todo el tiempo en la boca. ¡Qué alegría más grande saber que estás bien! ¡Y ya eres madre y todo! ¡Qué maravilla!
Tras despedirse tratando de corresponder a ese entusiasmo, Rosa colgó con el pecho encogido. Dios, ¿cómo podía haberse olvidado de esa gente?
Si se sorprendió al escucharla, no fue una sorpresa excesiva, no desde luego como la de su madre. ¿Quizá, después de todo, su marido se lo había anticipado? Tampoco notó una alegría particular en su voz –dados los antecedentes, Rosa había esperado algo más... efusivo–, aunque sí una atención dulce y sincera. Claro que le gustaría tomar algo con ella, dijo, ¡hacía tanto tiempo! Tenía libres todas las tardes, menos la del lunes. Rosa igual, menos la del martes. Quedaron en verse el miércoles siguiente, en una tetería del centro. El lugar lo propuso Rosa, que recordó lo aficionada que era Paqui a las infusiones. Todavía quedaban unos días en los que, como era de prever, las llamadas del impetuoso Antonio cesaron. Camille la informaba cada vez que se cruzaba con ella:
–Hoy no llamó.
O:
–Hoy tampoco.
Y también, con la sonrisa ladeada:
–Niña, ¿qué hiciste para que dejase de llamar? ¿Aceptaste el chantaje?
Chantaje era la misma palabra que había utilizado Martina, la sensata y siempre moderada Martina. Cómo no, también ella le había preguntado en qué acabó la historia y si aquel chiflado –como lo había calificado– la dejó de acosar. Rosa mintió para tranquilizarla. Se arrepentía de haberle contado aquella historia. Cuando le habló de Paqui, hizo de ella un retrato de trazo grueso, caricaturesco y hasta ofensivo –la típica chica sosa sin dos dedos de frente...–. Ahora se avergonzaba de haberla despachado de ese modo. Había asuntos en el pasado de Rosa –cosas problemáticas, de textura vidriosa– que era mejor no revelar. ¿Para qué? Nadie, ni siquiera Martina, iba a entenderla.
El día de la cita le dejó la niña inventándose una excusa y se encaminó a la tetería llena de raros pensamientos. Por la mañana había amanecido brumoso, las calles envueltas en un halo fantasmagórico, pero, siguiendo a rajatabla el refrán que odiaría su padre –mañanita de niebla, tarde de paseo–, el sol brillaba ahora con audacia. Qué diferencia, pensó Rosa, entre la claridad del aire, los colores tan puros y su corazón desorientado. Encontrarse con Paqui iba a ser recuperar también una parte de sí misma, de su pasado, que desconocía. El poder que había tenido sobre su amiga, sin ser consciente. Qué tontería, pensó. Pero, por mucho que tratara de contener su vanidad, se le escapaban algunos flecos al evocar lo que aquel hombre extraño le había revelado por teléfono: lo que para ella no era nada, para Paqui podría suponer mucho. Sentía la vergüenza autocomplaciente de la caridad, ese impulso que, en el fondo, también le repugnaba.
La tetería era pequeña y acogedora. A Rosa le gustaba porque solían poner música étnica, dejaban entrar perros y la gente conversaba en voz baja. Había tapices colgados en las paredes y anchos cojines para sentarse en el suelo: no se le ocurría mejor escenario para un reencuentro. Con la mirada recorrió el espacio buscando dónde ir, hasta que descubrió que Paqui ya estaba allí, sentada muy derecha en una mesa al fondo. Tenía los ojos clavados en ella pero el gesto fijo, serio, como enfadado. ¿No la reconocía? ¿O tal vez ni siquiera la estaba viendo, por llegar ella desde la luz hacia la sombra? Durante un segundo, o quizá solo medio segundo, fue como si la música dejara de sonar y hasta la misma Paqui dejara de estar viva. Parecía un maniquí colocado en su silla, un señuelo, una trampa. Rosa se detuvo un instante creyendo que se había confundido de persona, dudó y hasta pensó en dar la vuelta. Pero no: era Paqui quien al fin se levantó, quien, acercándose, la besó en las mejillas y, después, aparatosamente, la abrazó. Apenas había cambiado, aunque llevaba el pelo más corto, peinado con un flequillo ondulado tipo años veinte, y vestía con mayor sencillez, un mono sin mangas de color verde agua que le sentaba como un guante. Por lo demás, emitía la misma palidez, una falta de rotundidad que ahora, observándola con mayor atención, Rosa pensó que radicaba en el tono grisáceo de la piel, en las cejas poco pobladas o en las pestañas claras, casi invisibles. Era como si estuviera a medio hacer, desdibujada. Las suaves líneas de la nariz, de los labios, los ojos de un castaño dorado, tenue: nada era incorrecto, pero nada destacaba.
–¿Cómo es que has pedido café? Aquí hay unos tés buenísimos. ¿No has visto la carta?
–Ya, pero a mí no me gusta el té –dijo Paqui, sonriendo.
–Vaya, pensé que... Creía que te encantaba.
–Qué va. ¿A mí? De nunca. Siempre tomaba café en el desayuno. ¿No te acuerdas?
Qué mal comienzo, pensó Rosa. Acobardada, estuvo a punto de rectificar y achacar el error a su mala memoria. Aunque lo cierto, pensó después, era que no se equivocaba. Recordaba el té, claro que sí, cada día aquellas tazas de loza que Paqui agarraba con las dos manos para calentarse. ¿O era manzanilla? ¿O era tila?
Pidió otro café para ella. Mientras se lo servían, intercambiaron frases atropelladamente, sin ningún orden, frases vacías y cordiales. Al hablar, al mirarla, Paqui se mostraba serena; no transmitía, ni mucho menos, ningún síntoma de depresión. Se la veía satisfecha de estar allí sentada, con su antigua amiga, pero no daba la impresión de que aquello trastocara su mundo lo más mínimo. De una forma extraña, Rosa se sintió estafada.
Paqui habló todo el tiempo de sí misma. Le contó que, cuando acabó la carrera, estuvo dejando currículos por todos lados, pero debía de haber una cantidad ingente de psicólogos haciendo lo mismo, porque no la llamaron de ningún sitio. Hizo prácticas en un departamento de recursos humanos de una multinacional, tres meses sin cobrar nada, no le gustó. En realidad, lo que siempre le había apasionado, bien lo sabía Rosa, era la moda, así que se decidió a pedir un préstamo y abrió una mercería, pero no una más con lo mismo que había en todos los sitios, sino una mercería moderna, innovadora, dijo.
–De aire parisino –dijo después, y en la vibración de su voz, ahora sí, Rosa encontró un rastro de la antigua Paqui.
–Cuánto me alegro, Paqui. Todavía me acuerdo de todas aquellas cosas, esos... tesoros que guardabas en tu casa. Eran increíbles. ¿Así que te va bien?
–Me da para vivir. Comparto piso con una amiga, justo encima del local que alquilé para montar la tienda. Mi casa era una jaula de grillos, imposible vivir tranquila allí, ¿te acuerdas?
–Sí, claro –dijo Rosa, extrañada.
¿Qué significaba aquello de la amiga? ¿Cómo es que todavía no había mencionado a su marido? Con precaución, como si estuviese cercándola, se atrevió a preguntarle si tenía pareja.
–¡Qué va, ya quisiera! –rió Paqui.
Le contó que había tenido un par de rollos –los llamó así: rollos–, pero no funcionaron. Sus pupilas ahora vagaban inquietas de un lado a otro, gesticulaba al hablar y se retorcía los dedos explicando en qué habían consistido esos rollos: rupturas, reconciliaciones, encontronazos imprevistos, confesiones, declaraciones, grandes palabras. Ni una sola alusión a la existencia de un marido. Esa sí empezaba a ser plenamente la Paqui del pasado, como si el cascarón se hubiese roto y por fin saliera a la luz. Rosa mostró interés por sus historias, le preguntó algunos detalles más, le preguntó también otras cuestiones triviales –dónde había comprado ese precioso mono verde, cómo hacía para mantenerse tan delgada–, hasta que se dio cuenta de que la estaba tratando con superioridad, como si no fuese más que una muñeca a la que había que dar cuerda y contentar. Ella ni siquiera le había dicho que tenía una hija y estaba allí preguntándole por sus rollos con condescendencia. Se quedó callada, incapaz ya de continuar.
–¿Estás bien? –dijo Paqui.
Rosa sacudió la cabeza.
–Sí, sí, es solo que... es tan raro volverte a ver otra vez.
–Y que lo digas.
Se hizo un silencio incómodo entre ambas. Rosa sintió el deseo de decir algo solemne, algo acorde con las circunstancias que la habían llevado a ese lugar. Pensó incluso en que debía esforzarse y cogerle una mano –la mano que Paqui ahora había dejado inerte sobre la mesa–, pero el momento pasó y fue mejor así: de otro modo, pensó, habría resultado afectado. Paqui ladeó la cabeza y esbozó una rápida sonrisa antes de preguntar:
–¿Por qué te decidiste a llamarme? Quiero decir, después de tanto tiempo, ¿cómo fue? ¿Te acordaste de repente?
–Más o menos. Debería haberlo hecho antes, ya lo sé, pero estuve hasta arriba todos estos años, pasé por demasiados cambios, muchos líos, movidas, tardaría semanas en contártelo todo, pero en fin, sea como sea está claro que... no me porté bien.
Ahí estaba al fin: la excusa no pedida, que humillaba a ambas. Rosa sintió un ramalazo ahogado de furia.
–Nunca supe por qué dejaste la carrera. –La expresión de Paqui había cambiado, se había vuelto afilada, incisiva–. Quiero decir, nunca supe la verdadera razón. ¿Puedo serte sincera?
–Claro. –Rosa intuyó que se acercaba al precipicio.
–Era como si hubiese un motivo oculto, algo que no querías confesar. Yo... llegué a pensar que era por mi culpa. Que no me soportabas, que querías deshacerte de mí como fuese.
–Por Dios, Paqui.
–No me interrumpas. Déjame que acabe. Para mí no es fácil decir esto. Es... –se frotó las mejillas con los dedos, cerró los ojos– muy difícil, de hecho. No me interrumpas. –Abrió otra vez los ojos y la miró con una extraña ferocidad–. Traté de retenerte como pude. Cogía los apuntes para ti, para que pudieses aprobar a pesar de... todo lo que faltabas a clase. Me obligué a disimular los celos por aquel novio que tenías, sabía que no me los habrías permitido. Fingía alegrarme de lo que me contabas, pero me moría de dolor por dentro. Eras... tan necesaria para mí. Iba detrás de ti como un perrillo, pero tú... no te dabas cuenta de nada. No te culpo... ni mucho menos. Es que... ibas siempre a tu bola, como distraída, tan orgullosa y sin relacionarte con nadie. Me mordía la lengua para no hablarte de ropa, ¡a ti eso te parecía tan frívolo! Todo lo que a mí me encantaba a ti te parecía una basura. ¡Quizá lo era, no lo sé! Vestías siempre con los mismos vaqueros y un par de jerséis y otro de camisetas que ibas alternando, y tu cola de caballo, y nunca, nunca, te ponías maquillaje, tan segura de que así..., de tu atractivo, ese toque masculino de los zapatos, te los ponías feos a propósito.
–Paqui, creo que...
–No, déjame que acabe. Yo sabía que si te ibas ya no sería capaz de levantar cabeza. Sabía que todos me despreciaban y que jamás podría acercarme a nadie más. Estaba tan desesperada que me rebajé a escribirte una carta en la que te rogaba que te quedaras. La hiciste pedazos.
–Pero ¿qué...? ¿Qué dices, Paqui?
–La hiciste pedazos, lo vi, puede que tú no te acuerdes, pero...
Rosa estaba asombrada y conmovida. ¿Cómo era posible que Paqui creyera todo aquello? Su lectura de los hechos no solo era errónea, era también un completo disparate; lo que tenía un sentido era interpretado justo de la forma contraria. ¿Y qué era ese asunto de la carta? ¡Ella no había roto ninguna carta! Rosa respiró hondo y se dispuso a defenderse cuando, de pronto, fulminante y letal, vino hacia ella una imagen, algo que su memoria había descartado por completo y que ahora se le presentaba centelleante, nítido y revelador.
Era verdad. Paqui había escrito una carta enumerando las razones por las que Rosa no debería abandonar psicología. Se la dio junto con los apuntes de toda la semana, cuidadosamente organizados por asignaturas. Rosa la extrajo del conjunto de folios, soltó una carcajada. No vas a convencerme, le dijo, olvídate. La rompió allí mismo, ante sus narices, sin ni siquiera molestarse en leerla.
¿Qué podía hacer ahora? ¿Había manera de arreglar aquello? Rosa podría tratar de explicarse, justificar su acción apelando a... ¿qué? Paqui no conocía el mundo de Rosa, no tenía ni idea de lo que ocupaba su mente día y noche en aquel tiempo. ¿Qué importancia podía tener para ella esa carta? Ninguna. ¿Era culpable de no corresponder a un sentimiento cuya existencia ni siquiera había advertido? Es imposible conocer a nadie, pensó Rosa, qué sé yo de esta mujer, por qué he de tolerar esta ridícula escena, qué indigno sería tratar de disculparme si hasta ella me está mintiendo ocultándome su matrimonio. Supongo que he cometido un error viniendo aquí, pensó a continuación. Me he dejado embaucar una vez más, otra vez he sido incapaz de poner freno. Tuvo una intensa sensación de fracaso, pero sintió también, paralelo, un destello de piedad que abarcaba a las dos: no solo a las que eran, sino también a las que habían sido hacía años.
Como no tenía sentido pedir perdón, no lo hizo. Lo único que podía hacer, en realidad, era admitir la verdad, responder con sinceridad a la pregunta que había dado lugar a todo ese torrente de confesiones y que ahora Paqui repetía casi para sí misma.
–Es que no lo entiendo. ¿Por qué te has decidido ahora, precisamente ahora, a llamarme? Tiene que haber un motivo, algo ha pasado.
Pero no lo hizo, no fue capaz de hacerlo. Mintió de nuevo, como llevaba mintiendo toda su vida.
–Me acordé de ti, Paqui, eso es todo. Sentí ganas de volver a verte. No es tan complicado de entender. El tiempo pasa y la gente cambia. Aunque tú no lo creas, yo guardo muy buen recuerdo de esa época.
–¿De verdad? ¿No me engañas?
–Pues claro que no. Duró solo un curso, pero éramos uña y carne, eso fue así, ¿no? Es indiscutible.
–Indiscutible, sí.
Aunque seguía tocándose las mejillas con los dedos, la mirada de Paqui se había dulcificado. Los labios, húmedos, finos, sonreían esperanzados. Hubo otro momento de silencio. Rosa, que había estado manoseando el servilletero con impaciencia, lo soltó de pronto. Las dos hablaron a la vez, sin entenderse.
–¿Qué? Perdona.
–Yo..., no, di tú primero. –Rosa cedió su turno. El error.
–¿Nos volveremos a ver? –preguntó entonces Paqui.
–Sí, por qué no, otro día.
–Quiero decir, no pasará otra vez lo mismo, ¿no? No me dejarás tirada otra vez, ¿no?
–No, claro.
–¿Seguro?
–Seguro.
Paqui se alisó con cuidado el bonito mono verde y dijo que tenía que irse, la estaban esperando. Se levantó resplandeciente, teatral.
–¿No te da la impresión de que todo se arregla? Al final siempre todo se arregla. Mira qué tarde más bonita. Ha salido el sol, con lo feo que había amanecido.
Rosa pagó lo de las dos, con la cabeza embotada de ideas y las mejillas ardiendo de vergüenza. Mientras se despedían cogiéndose las manos, le pareció ver la sombra de un viejo fantasma, un visitante borroso, lejano, que volvía del pasado, como si todo ese tiempo hubiera estado ahí, a su lado. Al acecho, esperando el momento de salir de su escondrijo y pillarla.