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La instrucción

Veronica llegó exhausta aquella madrugada y no era para menos. Uno de sus mentores, Domenico Venieri se había entrenado a gusto con ella. Así que se dejó caer sobre su mullida cama sin fuerzas ni para desnudarse. Paola, que la había esperado despierta para despojar de las ropas a su querida hija y mimarla con un baño de espuma, la interrogó.

—Parece que Domenico sigue en forma...

La Franco sonrió maliciosa y narró a su madre, mientras la desvestía, que el senador acababa de regresar de un viaje por Francia y que había puesto aquella noche en práctica todo lo aprendido con las cortesanas francesas.

—Te sorprenderá saber todo lo que he experimentado esta noche. Son muy, pero que muy descaradas las francesas. Pero no todo ha sido lujuria en el palacio de su excelencia Venieri. Durante horas hemos estado leyendo y escuchando poemas indescriptibles. Me ha animado a que siga escribiendo. Me ha prometido que hará todo lo posible para convertirme en una reputada poeta. ¿Te imaginas? Todo el Véneto leyendo los poemas de una cortesana. ¿Te imaginas, madre?

Veronica dejó de hablar. Estaba agotada, el calor y el olor de las delicadas sales de baño que siempre la esperaban cuando finalizaba sus servicios, la habían relajado por completo. Paola sonrió mientras que, con la ayuda de dos fieles doncellas, continuaba enjabonando el escultural y codiciado cuerpo de su pequeña. Veronica cerró los ojos y se sosegó al tiempo que Paola recordaba los comienzos de su hija en aquel mundo al que la necesidad, tras la muerte de su esposo, Francesco Franco, las había condenado.

Un par de años después de que Veronica pusiera fin a su matrimonio con Panizza, una inesperada enfermedad acabó con la vida del patriarca de la casa y con él también se desvaneció la economía de las Franco. Durante los meses siguientes sus hijos mayores, bien casados y con nuevas familias que mantener, las ayudaron como pudieron. Pero el socorro no podía ser eterno. Ninguno de ellos se podía permitir el gasto adicional en sus rentas que suponía la casa familiar en la que habitaban su madre y hermana, además del sustento de sus propios hogares y la educación de su abundante prole.

Paola, muy consciente de la situación y una vez superado el luto y el dolor que le supuso perder al amor de su vida, decidió regresar a su pasado público. Dos mujeres solas en Venecia, sin un patrimonio familiar y noble sobre el que sustentar el resto de sus vidas, estaban abocadas a vender sus cuerpos. Paola aún era una mujer hermosa y culta. Veronica apuntaba las maneras idóneas para convertirse en una reputada cortesana de Venecia. A la joven el ofrecimiento la divirtió, ella sabía que era la única oportunidad que le quedaba. Era la única forma de seguir teniendo su destino en sus manos, y reconoció ante su madre que siempre había fantaseado con formar parte de un mundo, el de las cortesanas honestas, del que tenía una visión idílica más que real.

—Lo haré. No solo comenzaré a ejercer de cortesana, madre. Seré y me convertiré en la mejor cortesana de la República Serenísima. Venecia acabará rendida a mis pies. Solo te pido una cosa, que seas mi maestra. Nadie como tú para enseñarme todos los secretos de ese mundo tan desconocido para mí. Ah, y solo una cosa más: yo trabajaré por las dos. Padre jamás me perdonaría que volvieras.

Desde aquel día, Paola se empleó a fondo. Durante varias semanas, madre e hija encargaron lujosas vestimentas, maquillajes, zapatos, y desempolvaron ostentosas joyas que Paola aún guardaba de su pasado como cortesana. No en vano, ella y su gran amiga Tulia de Aragón habían revolucionado las camas y vaciado las bolsas repletas de los hombres de las familias más prestigiosas y poderosas de Roma y Venecia.

Veronica aprendió durante aquellas semanas que nada en las cortesanas era casual, ni nada debía dejarse al azar ni al destino. Por ello, no podían ir vestidas como las altas y distinguidas damas de la sociedad veneciana. Por ello, no osaban vestir como mujeres de clase media. Sus ropas debían de ser elaboradas y diseñadas con las mejores telas, pieles, brocados y sedas del mercado. Sus diseños debían de ser elegantes, vistosos y caprichosos. Sus escotes vertiginosos y lo suficientemente al límite de sus pezones como para despertar y alimentar las fantasías de los nobles, políticos, jueces, comerciantes o reyes que compartieran con ellas tan solo unas horas. Sus cuellos y sus trabajadas cabelleras debían ser adornados con fastuosas joyas. Las perlas eran las piezas más codiciadas y las cortesanas las utilizaban para marcar su territorio y estatus en la feroz lucha que existía entre ellas por ocupar los puestos más altos del escalafón.

A la Franco, su madre la enseñó a desprender sensualidad en cada paso. Cada uno de sus movimientos eran ensayados y perfeccionados a medida que pasaban los días. Cada inclinación para mostrar su sugerente escote sobre el posible cliente, cada risa, cada sorbo de una copa, cada gesto con la mano o la caída inocente de un pañuelo al suelo estaban perfectamente estudiados. Por todo aquello, ellas tenían un precio. Un precio que no estaba al alcance de los clientes que buscaban calmar su deseo sexual con las rameras de los barrios cercanos a Rialto. Esa era la vida que no deseaba Veronica. Allí, las menos afortunadas no tenía ni siquiera la opción de elegir a sus clientes. Pero ese no era su mundo, jamás lo sería. Conseguir los favores de los hombres más importantes de la República Serenísima era lo máximo a lo que aspiraban las cortesanas honestas. Su dinero y su poder les garantizaría una vida cómoda y tranquila. Veronica estaba dispuesta a ser la mejor y nadie la apartaría de sus propósitos.

Aquellas semanas, Paola también instruyó a su pequeña en las artes amatorias de las cortesanas. Una instrucción que nada tenía que ver con la que le sugirió en vísperas de su fatal matrimonio con aquel médico que casi le arruina la vida. Veronica aprendió, a través de los libros y del testimonio de su propia madre, posturas y secretos de alcoba que hubieran sonrojado a la más libertina de las mujeres. Pero aquello no terminaba de convencer a Veronica. Su experiencia con los hombres se había reducido a encuentros inexpertos, rápidos y fugaces con Marco Venieri, su amor cuando despertó a la adolescencia, y las embestidas bruscas y violentas en los dos años que había durado su matrimonio. Paola sabía que enfrentarse a solas al cuerpo de un hombre y satisfacer todos sus deseos sería lo más costoso para su hija.

—Una verdadera cortesana hace que un rey o un papa dejen de serlo dentro de sus aposentos. Somos cortesanas, pero no somos putas. Enloquecemos con nuestros cuerpos y artes amatorias al hombre, no al cargo. Satisfacemos todas sus fantasías si así lo requieren. Pero nunca olvides que les emborrachamos con nuestra sabiduría e inteligencia, Veronica. Ellos deben pensar que siempre llevan la batuta entre nuestras piernas, pero en ti está que no sea así.

Y cuando Paola supo que su pequeña ya estaba preparada, inscribió a Veronica en el libro Tariffa delle putanne. Se trataba de un registro escrito en prosa, a modo de sátira, en el que aparecían los nombres de las prostitutas venecianas con sus tarifas correspondientes según su categoría. Un inventario primitivo en el que constaban más de once mil féminas y que dio paso al Catalogo de tutte le principal e più onorate cortegiane de Venetia. En él aparecían las prostitutas en función de su rango, que, en el caso de las cortesanas honestas, era todo un privilegio puesto que ellas ocupaban los primeros puestos. Se trataba además de un reducido grupo formado por poco más de doscientas mujeres en Venecia.

Y allí a la edad de diecinueve años apareció por primera vez inscrita con su tarifa correspondiente la joven Verónica Franco. Su inclusión en aquella lista corrió como la pólvora por todo el Véneto. Había mucha expectación por conocer de cerca a aquella joven que había desafiado la tradición católica de aguantar la mala vida que le daba su marido por el simple hecho de estar casada ante Dios. Además, todos sabían que era la hija de Paola y las pujas por ser los primeros en catar tan delicioso bocado, no tardaron en llegar a la casa de las Franco.