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Domenico Venieri

Aquella noche Veronica no necesitó que Lucca la transportara por los canales de Venecia a su cita. La cortesana salió del palacio cubierta con su máscara y comenzó a andar por las calles de Formosa junto a uno de sus sirvientes y sus dos doncellas, el séquito que siempre la acompañaba. A la Franco le encantaba perderse en su barrio. A través del anonimato que le proporcionaba la máscara, veía y sentía la expectación que causaba su presencia por las laberínticas calles y puentes de la ciudad. Disfrutaba mientras caminaba de las conversaciones que se escapaban a través de las puertas o ventanas abiertas de las viviendas, de los venecianos que vivían las noches y, por supuesto, de aquellos que por primera vez pisaban la ciudad de los canales y quedaban fascinados por cada uno de sus rincones.

Pocos metros antes de llegar a su destino, a través de las callejuelas, le llegó el eco del jolgorio, la música, las risas y el trasiego de la gente entrando y saliendo del palacio al que se dirigía. No era para menos, cualquier convocatoria por parte del senador Domenico Venieri a una fiesta era bien recibida por la alta sociedad y los poderosos de Venecia. Sus invitaciones eran codiciadas, no todo el mundo tenía acceso a ellas. Entrar en la casa del aristócrata suponía encontrarte con los artistas, músicos, filósofos, políticos y literatos de todo el Véneto. Esas eran las reuniones con las que Veronica siempre había soñado y de las que ahora disfrutaba, en las que la cultura y la lujuria se entremezclaban con la sutileza propia que definía a las mejores cortesanas de las Serenísima República.

La presencia en las fiestas privadas de la llamada sangre azul veneciana, de la que formaban parte los Venieri, era muy codiciada y deseada, sobre todo por parte de las prostitutas. Toda cortesana honesta de Venecia era conocedora de que obtener la protección y los favores de cualquiera de sus miembros varones suponía el encumbramiento y el reconocimiento en el Catalogo di tutte le Principal et più Honorate Cortigiane di Venetia.

Mientras se acercaba al Palazzo Venieri, Veronica recordó la noche en la que sus vidas se unieron. Había ocurrido unos años antes: cuando la Franco se iniciaba en el mundo de las cortesanas, el destino y, por supuesto, el buen hacer de su madre, propiciaron que Domenico Venieri se interesara por aquella cándida joven en la que se había fijado en una de las numerosas fiestas que frecuentaba. El senador no fue el primer amante de la Franco, pero sí se convirtió en su primer benefactor.

Veronica estaba espléndida y sabía de la presencia de Domenico y de otros posibles mecenas a los que la recién iniciada cortesana debía seducir con el objetivo de obtener su protección. Paola, antes de enviar a su pequeña a uno de esos festejos, siempre averiguaba qué personalidades estaban confirmadas. Una vez ratificada la información recibida, elaboraba una lista con sus nombres y apellidos completos, los cargos que detentaban en el gobierno de la ciudad, la posición social que les era reconocida y cuantificaba la fortuna de la que eran poseedores tan nobles presencias. Una lista que era estudiada al detalle por una Veronica que pronto aprendió a distinguir entre aquellos con los que disfrutaba entre las sábanas y los que realmente la podían respaldar y construir un futuro prometedor. Así que aquella noche se empleó a fondo para captar la atención del senador. Lo cierto es que poco se lo tuvo que trabajar, pues por toda Venecia era bien conocido que lo que más atraía al aristócrata era, sin duda, la carne fresca, y a ser posible virgen, de una mujer. Un tesoro codiciado que suponía toda una quimera en una ciudad donde la lujuria campaba a sus anchas y no respetaba ni edades ni condiciones sociales.

Veronica lo sabía, su madre le había advertido de que su juventud sería su mejor baza para conquistar al Venieri. Eran sus primeras fiestas como cortesana, pero la Franco comenzaba a moverse con soltura entre sus posibles objetivos. Aquella noche, y nada más entrar, le localizó entre un grupo de escritores y literatos que estaban debatiendo de manera airada. La Franco no se dirigió directamente hacia él, prefirió observarle desde la distancia y memorizar alguna de las frases que escuchaba de aquella conversación lejana. A pesar de tener mucha más edad que ella, era un hombre apuesto y, desde luego, desprendía educación y una basta cultura. Veronica puso en marcha su plan. Comenzó a pasearse dentro del marco de visión de Venieri, quien inmediatamente dio por finalizada la acalorada discusión que acababa de iniciar con otros senadores. El noble fue directo hacia aquella joven a la que jamás había visto en ningún evento social.

—Disculpadme, signora, ¿nos conocemos?

—No, señor. No creo tener el gusto de conoceros. No se me habría olvidado jamás.

Veronica susurró aquella frase al oído del senador con una modulación sugerente. Sus labios y su lengua rozaron el pabellón de su oreja sin que nadie se percatase de aquel movimiento, mientras que uno de sus dedos se entretenía con la botonadura de la casaca. Venieri sintió rápidamente una excitación incontrolable. La Franco continuó inclinada sobre el cuerpo del senador y provocó que la mano de él le rozara el escote. Él estaba descolocado y muy excitado. Jamás le había pasado algo semejante. Ni la más experta de las cortesanas le había provocado de aquella manera. Así que, de un solo movimiento, giró a Veronica, la colocó justo delante de él, de espaldas, como protegiendo su cuerpo para que nadie pudiera ver lo encendido que se encontraba, y la condujo fuera de aquel salón. Mientras caminaban, Veronica sentía como la excitación de aquel hombre iba en aumento. Ya fuera de la vista del resto de invitados, el senador comenzó a besarla el cuello mientras subían unas escaleras y sus manos se sumergían en su vertiginoso escote. La química entre ellos era más que evidente. Antes de cerrar la puerta de la primera habitación que encontraron, las manos de aquel hombre ya se hallaban perdidas y explorando los rincones más oscuros del joven cuerpo de la Franco, que disfrutó como nunca con aquel encuentro sexual. Ni que decir tiene que el senador quedó tan fascinado que quiso repetir una y otra vez hasta que su cuerpo le solicitó un rato de descanso. Los amantes no pegaron ojo aquella noche. Testigo de ello fueron los sirvientes que rondaban las estancias cada cierto tiempo, por si necesitaban algo. Inevitable resulto que escucharan los gemidos de placer de uno de los hombres más poderosos de la República Serenísima. Ya con Venecia amanecida, Domenico anunció su decisión:

—A partir de ahora te tomaré bajo mi protección. Te dotaré de una suculenta asignación con la única condición de estar siempre disponible cuando yo te llame. ¿Te ha quedado claro, pequeña?

—Sí, claro, mi señor.

Para sellar su acuerdo, el senador tomó una vez más a la cortesana. Cuando la Franco regresó a su casa, bien entrado el día, Paola no tuvo que preguntar nada a su hija. Las noticias corrían como la pólvora en aquella ciudad en la que el placer era una profesión. Venecia entera ya sabía que Domenico Venieri había pasado una placentera noche con Veronica Franco, la joven mujer que había desafiado el orden establecido al separarse de su primer y único marido. Y así fue cómo, desde que se supo de la relación entre la bella Veronica y el patricio, los escudos por el servicio de la cortesana honesta aumentaron considerablemente. A las pocas semanas, su nombre ya se encontraba entre las cortesanas más codiciadas de Venecia. Y es que, si importante era saber resolver en la cama los deseos y fantasías de sus protectores, mucho más trascendente era elegir al adecuado.

Domenico formaba parte de una de las familias nobles más relevantes de todo el Véneto. Sus antepasados, como bien mandaba el Orden de Venecia y gracias a su privilegiada posición social, habían ocupado y ocupaban importantes cargos que iban desde el Dux a los senadores, cardenales o auditores de la República Serenísima. Los Venieri procedían de una de las mejores y más reputadas estirpes de Venecia, que no mezclaba su sangre con nadie que perteneciera a clases sociales inferiores. El recuerdo de sus comienzos junto a su querido senador finalizó justo al tiempo de que su presencia fuese anunciada a la entrada del palacio.

—Señores, Veronica Franco.

Los sirvientes de Venieri procedieron a despojarla de su espectacular capa dejando al descubierto su impecable vestido y sus fastuosas joyas. Domenico inmediatamente salió a su paso bajo la atenta mirada del resto de los hombres que habían dejado todo para contemplar la entrada de la gran Franco en aquel salón. Veronica era conocedora de los deseos que despertaba entre aquellos caballeros que, a buen seguro, pujarían durante toda la noche con elevadas ofertas para disfrutar de unas horas con ella. No eran los únicos que estaban pendientes de cada uno de sus estudiados movimientos. También lo estaban ellas, las otras cortesanas honestas, que no podían evitar cierta envidia por cómo aquella joven y hermosa dama se había convertido en toda una referencia en su noble oficio. En poco tiempo, su fama había traspasado fronteras, y el hecho de disfrutar de unas horas de placer junto a ella provocaba que hombres de todas partes del mundo llegaran a Venecia para cumplir sus fantasías.

Mientras atravesaba aquel salón de la mano de su querido Domenico, la Franco distinguió a Marco y a su hermano Maffio, sobrinos de su protector. Ambos también disputaban y se enfrentaban por ofrecer la cifra más alta para gozar del cuerpo de Veronica. Pero la Franco ya había decidido que esa noche el dinero no iba a determinar con quién pasaría horas de placer y así se lo hizo saber a su protector mientras seguía saludando, ladeando la cabeza como si de una reina se tratase.

—Mi querido Domenico, esta noche necesito que Marco me acompañe a mi palacio. Le he prometido a Francesca que le dejaría espiarme para que empiece a descubrir mis secretos de alcoba. Doy por hecho de que tú no querrás ser observado y por ello he pensado en Marco quien, sin saberlo, será el hombre que esta noche disfrute entre mis sábanas.

Domenico, lejos de contrariarse, se limitó a asentir mientras, divertido, pellizcaba la mejilla de su amante.