Las horas habían transcurrido casi sin darse cuenta y la pareja de amantes decidió poner fin a la visita turística para perderse por las laberínticas calles y puentes de la ciudad. Sara seguía fascinada con la visita al Palacio Ducal y, desde que habían salido, no dejaba de intercambiar sus impresiones sobre todo lo que habían visto hacía tan solo unos minutos. La joven rememoraba los frescos, pinturas, los artesonados y las diferentes salas por las que habían transitado. Repasó su paseo por el Puente de los Suspiros y los inhóspitos calabozos en los que, durante varios días, Veronica Franco había permanecido presa.
—¿Te imaginas, Pelayo? Debe de ser terrible alcanzar la fama y el reconocimiento de toda una ciudad y en cuestión de minutos que todo se desmorone por una acusación falsa. Ella, la mujer más culta y hermosa de Venecia, acabó durmiendo en esas terribles celdas pensando que sus días habían acabado. ¿Qué pasaría por su cabeza? La historia de Veronica Franco es realmente fascinante...
Pelayo escuchaba divertido. El político no acababa de entender qué era lo que le llamaba tanto la atención a Sara de una prostituta que vendía su cuerpo a los poderosos.
—Tú la defines como una cortesana... una honesta cortesana, para ser más concreto... pero en el fondo y en la superficie era una mujer que vendía su cuerpo al mejor postor. Vamos, una puta de toda la vida.
Aquella reflexión de Pelayo dañó a una Sara que disimuló ante aquellas inoportunas afirmaciones. No quiso profundizar en la primera impresión que había tenido al oír aquellas palabras tan superficiales y faltas de sensibilidad y romanticismo por parte de su amante. Sí, también a ella cualquiera podía definirla como la «putita del jefe», un apelativo que alguna que otra vez había escuchado en las diferentes plantas del partido cuando las unas cuestionaban los puestos y los ascensos meteóricos de las otras. Sara, consciente de que no quería que nada enturbiase su apasionante escapada italiana, rápidamente borró toda evocación de Madrid y Pelayo nunca fue consciente de que sus palabras habían disgustado a una Sara que jamás se lo confesaría.
Toda su atención se centró en aquellos instantes en comprobar que, en la diminuta y estrecha calle en la que se encontraban, el tránsito de personas era inexistente en aquel momento. Ni rastro de turistas, ni de ningún vecino que, de manera inoportuna, pudiera interrumpir las ganas que le entraron de dar rienda suelta a la pasión. Una sensación con la que había estado luchando durante todo el día por miedo a ser descubierto por alguien. Así que, sin dudarlo, atrajo el cuerpo de Sara hacia él mientras le susurraba al oído.
—Algún día me explicarás qué tiene esa mujer como para embaucarte como lo ha hecho. Aunque viendo lo visto, prefiero que me demuestres cuán descaradas eran y cómo se comportaban con sus amantes tu querida Franco y sus amigas, las honestas...
Aprovechando la soledad de la callejuela, Pelayo comenzó a besar apasionadamente a su amante mientras sus manos se iban perdiendo dentro de su jersey y de sus pantalones. A Sara, que no estaba acostumbrada a semejantes muestras en plena calle y a plena luz, todo aquello le pilló desprevenida pero no lo impidió, no hizo nada para que Pelayo frenase aquel arrebato. Y así, la pareja protagonizó una tórrida escena contra uno de los muros de una vetusta edificación, mientras la tarde en Venecia iba muriendo y la cámara de Alberto no dejaba de trabajar.
El paparazzi no se había amilanado ante aquella escenita de alto contenido sexual. No era la primera vez que era testigo indiscreto de ímpetus similares. Pero en aquella ocasión, todo era distinto. Los protagonistas no eran personajes famosos que iban a ocupar las portadas de las revistas de los miércoles. Alberto era muy consciente de que el material que estaba captando era de alto voltaje, no solo sexual, sino político, con unas repercusiones que ni tan siquiera él mismo era capaz de calibrar. Ver, y retratar, cómo Pelayo Arjona, el perfecto hombre casado con dos hijos, el mirlo blanco de uno de los partidos de mayor poder de España, estaba completamente excitado entre los brazos de su joven asesora no era una cuestión banal. Alberto supo que aquel material tenía otro precio y no, desde luego, el que había pactado con aquella mujer de nombre Marta en la terraza de La Raimunda.
La callejuela en que la pareja de amantes estaba desfogándose se fue oscureciendo al mismo ritmo que el sol se perdía en la gran laguna. Las voces lejanas de un grupo de turistas españoles provocaron que los cuerpos de Pelayo y Sara se separaran cual resortes de su acoplamiento. En cuestión de segundos, se recolocaron la ropa y retomaron el paseo como si no hubiese pasado nada. Alberto hizo lo propio mientras comprobaba que aquella escena había sido perfectamente captada con la calidad que merecía. El paparazzi no solo había hecho fotografías: la tarjeta de memoria de la cámara también guardaba un vídeo de varios minutos.
Mientras Sara y Pelayo se volvían a perder por los callejones venecianos, Alberto Jiménez experimentó una vez más esa sensación que solo conocen los paparazzis cuando sus cámaras guardan el material correcto. Una sensación en la que las ganas de gritar a los cuatro vientos que son poseedores de la exclusiva del año son frenadas por la prudencia de guardar el secreto y alcanzar el precio adecuado en una negociación posterior. La revisión del material, mientras continuaba tras los pasos de la pareja, se interrumpió por la vibración de su teléfono. En la pantalla, el nombre de Marta Oviedo se iluminaba al llegarle la notificación de un nuevo mensaje: «¿Alguna novedad? Espero que todo vaya según lo acordamos. Si tienes algún problema, o la cosa se pone fea, no dudes en desaparecer inmediatamente de allí».
Alberto miró a su alrededor para comprobar que Marta no estuviese cerca de él, observándole y poniéndole a prueba. Le resultaba sorprendente que aquel mensaje llegara precisamente segundos después de que su objetivo hubiera sido testigo de una escena tan ardiente. A punto estuvo de desvelarle que el material que ya tenía bajo su poder era mucho más de lo esperado, pero se contuvo y mintió: «De momento, todo tranquilo. Visita como dos turistas españoles por Venecia y poca toma de contacto entre ellos. Poco más tengo que contarte».
El mensaje de texto de Alberto fue leído inmediatamente por una Marta que a esas horas aún continuaba en su despacho. Al finalizar la lectura, no pudo evitar que su rostro se arrugase en una mueca de desencanto que fue inmediatamente captada por su jefa. Elena quiso saber, sin dilación alguna, qué es lo que había leído su jefa de prensa en su móvil para que su rostro se contrajera de aquella manera.
—¿Has leído algo sobre mí en las redes, Marta? ¿O se trata de los tortolitos de Venecia? ¿A qué viene esa cara? Por cierto, espero que tu paparazzi, ese tal Jiménez, sea tan bueno que justifique lo que nos está costando... Te recuerdo que, en cuanto tengas noticias de su regreso, has de quedar de con él y, en función del material que traiga, le daremos otro sobre para sellar su bonita boquita.
A Marta no le quedó otra que mentir una vez más a su jefa.
—No, Elena. Era de Patria, para recordarnos que la entrevista será mañana y que finalmente te la hará la firma que sugeriste, Santiago Rodríguez.
El hecho de que Marta confirmara que Santi sería el encargado provocó una sonrisa en el rostro de Elena.
—Pues tendré que ir a depilarme, porque con este nunca se sabe qué puede pasar...
El comentario sentó como una patada en el estómago a una Marta que sabía que aquella noche debía regresar al apartamento del periodista para reclamar las respuestas que no le había dado la noche anterior. Así que, sin dudarlo, le envió un mensaje: «Espero que esta noche estés libre. Necesito verte y esta vez no huiré».
Santi, que aún continuaba en el periódico, recibió con satisfacción aquella invitación. Llevaba todo el día pensando en Marta, en cómo estaría y en cómo podía retomar de nuevo el episodio que ambos habían vivido en su apartamento la noche anterior. Tenía la certeza de que no sería una visita más, así que, rápidamente, llamó a su novia, que aún estaba trabajando en su despacho oficial, para anular la cena.
—Lo siento, pero hoy saldré tarde del periódico. La cosa se ha complicado y luego me iré directo a casa.
—¡Venga, esta noche no! Íbamos a estar solos. ¡Ven!
Pero Santi lo tenía claro. Esa noche en su mente no estaba ella, y con un parco «lo siento» dio por terminada la conversación.
La desconvocatoria no pilló de sorpresa a aquella mujer que, hacía una hora, había encargado a su empleada del hogar que preparara la mesa del comedor para una cena especial para dos. Su vino favorito estaba a punto en la nevera esperando a ser servido con un plato de ostras, pues esa noche iban a estar solos: el padre de sus hijos le había pedido que durmieran en su casa y ella había aceptado sin problema. Su gozo en un pozo... Una vez más, el trabajo absorbente del periodista le había chafado el plan, o al menos eso creía ella, completamente ajena a que su novio había quedado con una antigua amante.