INTRODUCCIÓN

 

1. PERFILES DE LA ÉPOCA

 

A Miguel de Cervantes le tocó vivir, pues nació a mediados del siglo XVI y murió en 1616, la España de Felipe II y Felipe III: uno de los períodos más controvertibles —con la grandeza imperial a la espalda— de nuestra historia, a la vez que, paradójicamente, el más resplandeciente de nuestra literatura. Más concretamente, el autor desarrolla su actividad literaria, mutatis mutandis, en los cincuenta años centrales de lo que solemos denominar «Siglo de Oro»: en los últimos veinte años del siglo XVI y en los dieciséis primeros del XVII; justamente a caballo entre el Renacimiento y el Barroco o, lo que es lo mismo, en el eje central tanto de la decadencia imperialista como del máximo esplendor de nuestra literatura clásica. Pero no es sólo que le tocase asumir biográfica y estéticamente tal coyuntura histórica y cultural, sino que, además, la vida y la obra de Cervantes se alzan como el mejor exponente de uno y de otro extremo: acaso, uno de los hombres más desafortunados y controvertidos de su época; con absoluta seguridad, nuestro mayor escritor de todos los tiempos y el mejor novelista universal.

Desde el punto de vista histórico y político, en efecto, durante el período en cuestión, la España Imperial, con todo su esplendor, es conducida hasta su desmoronamiento definitivo: en los últimos años de Felipe II merma alarmantemente la hegemonía exterior (la Armada Invencible); luego, con Felipe III, arrecia el resquebrajamiento interior y, en fin, con el cuarto Felipe, cuaja la ruina más absoluta (separación de Portugal, independencia de Holanda, etc.); la Paz de Westfalia (1648) daría la puntilla a un imperio decadente desde hacía tantos y tantos años. Las incesantes guerras exteriores —ya expansionistas, ya religiosas—, el endeudamiento y la presión de los banqueros extranjeros, la emigración a Indias y el retorno muchas veces fracasado, la despoblación y el abandono del campo, las pestes, la inexorable expulsión de los moriscos… sumieron ciertamente a la España áurea en una insalvable penuria económica, luego agravada por el gobierno veleidoso de los grandes validos y privados (el duque de Lerma o el conde-duque de Olivares servirán de muestra inequívoca).

Al mismo tiempo y compás, el humanismo renacentista, tan abierto de miras y tan impregnado de las ideas reformistas de cariz erasmiano, queda soterrado por las intransigencias contrarreformistas hispanas. Los españoles seguirán inmersos en su obsesión casticista de cuño religioso, con sus distingos entre cristianos viejos y nuevos (judíos y moros convertidos al catolicismo desde hacía poco), según marcan los consabidos estatutos de limpieza de sangre, atizando así vivamente el malestar social (comercio de títulos seudonobiliarios, represión inquisitorial convertida en espectáculo público mediante los Autos de Fe, expulsión masiva de los moriscos, etc.) y obstaculizando de forma catastrófica el desarrollo económico (exención de tributos a los nobles, desprecio del trabajo manual, condena de la actividad financiera, etc.). La decadencia histórica estaba garantizada desde todos los frentes: militar, político, económico, social, religioso…, pero de ella germinaría la Edad Dorada de nuestra literatura clásica.

Afortunadamente, en contraste frontal con la crisis generalizada, durante los años que nos ocupan escriben nuestros autores más sobresalientes (Fray Luis, San Juan, Alemán, Cervantes, Lope, Góngora, Quevedo, etc.) y, como consecuencia, ven la luz las obras clásicas por excelencia de nuestra historia literaria (el Guzmán de Alfarache, Fuenteovejuna, las Soledades, el Buscón… y, claro está, el Quijote), a la vez que se perfilan poco a poco sus grandes géneros: la novela moderna, el teatro clásico y la poesía lírica; o lo que tanto monta, Cervantes, Lope y Góngora. Gracias a tan frenética y fructífera actividad creativa, el legado renacentista, de ascendente italiano, se aclimata definitivamente a la cultura hispana impuesta por las circunstancias históricas antes reseñadas: la literatura adquiere el cuño «áureo» del Barroco y, en consecuencia, las grandes ficciones idealistas del quinientos ceden su espacio a una cosmovisión desilusionada y pesimista, donde parecen imperar sólo el engaño y el desengaño; en la misma línea, los perfiles rectilíneos y heroicos del XVI se ven suplantados por un canon artístico cifrado en el extremismo y la desproporción, sin más objetivos que el retorcimiento y la distorsión; y, por el mismo camino, el «escribo como hablo», tenido por ideal estilístico desde Valdés, deja paso al conceptismo y al culteranismo, encaminados a potenciar y complicar hasta el delirio las posibilidades ya semánticas, ya estéticas, del lenguaje.

Pero mucho más relevante que todo eso, por lo que aquí interesa, es notar que Cervantes se desenvolvió en el cogollo mismo de esa coyuntura histórico-cultural; y no sólo eso, sino que la protagonizó, la sufrió y la rentabilizó como ningún otro: la protagonizó encarnando biográficamente el viejo ideal de la conjunción entre armas y letras que, si por un lado, lo animaría a alistarse como soldado y participar, no sin orgullo imperialista, en Lepanto, por otro, lo arrojaría a competir literariamente, aunque con muy desigual fortuna, en los tres grandes géneros a partir siempre de una formación claramente renacentista; la sufrió —decimos—, pagando sus ínfulas de grandeza imperial con un cautiverio seguido de un penoso cargo de recaudador de abastos, a la vez que teniendo que ceder terreno creativo ante el empuje de Lope de Vega en teatro y ante los grandes poetas del tiempo en el arte de las musas; y, en fin, la rentabilizó —queremos sostener—, concibiendo una literatura sin parangón, siempre apegada a la realidad de su tiempo y siempre comprometida con el experimentalismo estético, que lo convertiría en el escritor inmortal que es. Sin duda alguna, en la trayectoria que va de La Galatea (1585) al Persiles (1617), pasando por el Quijote y las Ejemplares, se plasma, mejor que en la obra completa de ningún otro escritor, el proceso que va del Renacimiento al Barroco, pasando en este caso por el Manierismo. Claro que Cervantes es Cervantes, ni más ni menos: aun alzándolo como exponente inconfundible de su tiempo y de la literatura de su época, sus creaciones quizá no sean definibles ni como renacentistas, ni como manieristas, ni como barrocas; al menos, trascendieron con mucho a su tiempo y desde hace mucho son y seguirán siendo, simplemente, cervantinas.

En el caso concreto de La Galatea, empero, conviene perfilar un tanto los trazos generales de ese apresurado esbozo histórico, literario y biográfico, pues como título inaugural de la brillante trayectoria novelesca cervantina, distanciado nada menos que veinte años de su inmediato sucesor, el Quijote, participa de estos antecedentes de una manera muy particular; representa, desde luego, un arranque sólido, claramente dependiente de las circunstancias reseñadas, que dejará su huella en el devenir narrativo del autor, pero, como es lógico, ni se ve afectado por los acontecimientos venideros ni alcanza los logros artísticos futuros. En efecto, ni la España regida por Felipe II en la década de 1580, afanada a la sazón en anexiones expansionistas, es la misma que la de sus sucesores en la corona, expuesta a las veleidades de los grandes validos; ni el panorama novelesco, todavía enseñoreado por las grandes tendencias idealistas de raigambre medieval o renacentista, tiene mucho que ver con el correctivo ascético, contrarreformista y barroco que impondría Mateo Alemán; ni muchísimo menos, en fin, el todavía joven y primerizo creador, aunque ya había pasado su peor travesía, el cautiverio, y no andaba muy boyante, es ni remotamente comparable con el escritor maduro y novelista sin par en que terminaría convirtiéndose. La Galatea, pues —como no podía ser de otro modo—, queda en buena medida anclada en las circunstancias que condicionaron los inicios de la andadura literaria cervantina, sin que por ello dejase de sembrar las semillas que tantos años después florecerían, pero ya en tiempos nuevos.

 

 

2. CRONOLOGÍA

 

AÑO

AUTOR-OBRA

HECHOS HISTÓRICOS

HECHOS CULTURALES

 

 

1547

Cervantes es bautizado, el 9 de octubre, en Santa María la Mayor (Alcalá de Henares). Quizá nació el 29 de septiembre, día de San Miguel.

Batalla de Mühlberg. Enrique II sucede a Francisco I en Francia.

J. Fernández: Don Belianís de Grecia (1547-1579).

 

1551

Traslado de los Cervantes a Valladolid, a la Corte, y encarcelamiento del padre por deudas.

 

 

 

1553

Regreso de la familia a Alcalá y comienzo del deambular por el sur (Córdoba). Cervantes podría haber asistido allí al colegio jesuítico de Santa Catalina.

 

 

 

1554

 

El futuro Felipe II, hijo de Carlos V, casa con María Tudor y es nombrado rey de Nápoles.

Aparecen las cuatro primeras ediciones del Lazarillo de Tormes.

 

1555

 

Paz de Augsburgo.

D. Ortúñez de Calahorra: El caballero del Febo.

 

1556

 

Abdicación de Carlos V y coronación de Felipe II.

M. de Ortega: Felixmarte de Hircania.

 

1558

 

Mueren Carlos V y María Tudor. Dieta de Francfort. Advenimiento de Isabel de Inglaterra.

 

 

1559

 

Paz de Cateau-Cambrésis. Felipe II casa con Isabel de Valois.

J. de Montemayor: Los siete libros de la Diana.

 

1561

 

La Corte se traslada a Madrid, capital del reino.

Historia del Abencerraje y de la hermosa Jarifa.

 

1563

 

Comienzo de El Escorial. Fin del Concilio de Trento.

A. Pérez: Diana segunda. P. de Luján: El caballero de la Cruz (II).

 

1564

Su padre en Sevilla, de nuevo metido en deudas. Miguel pudo asistir al colegio de los jesuitas.

Fracaso turco ante Orán.

G. Gil Polo: Diana enamorada. A. de Torquemada: Don Olivante de Laura.

 

1565

Su hermana Luisa ingresa en el convento carmelita de Alcalá, del que sería priora (Luisa de Belén).

Fracaso turco ante Malta. Revuelta de los Países Bajos.

J. de Contreras: Selva de aventuras. J. de Timoneda: El Patrañuelo.

 

1566

Los Cervantes en Madrid, donde el escritor hace sus primeros pinitos poéticos con la ayuda de Alonso Getino de Guzmán.

Compromiso de Breda. El duque de Alba gobernador de los Países Bajos.

L. de Zapata: Carlo famoso.

 

1568

Cervantes discípulo de López de Hoyos, quien le encarga unos poemas laudatorios para las exequias de Isabel de Valois.

Mueren el príncipe Carlos e Isabel de Valois. Sublevación de los moriscos de Granada en las Alpujarras.

B. Díaz del Castillo: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España.

 

1569

Se traslada a Roma, quizá por haber herido a Antonio de Sigura, donde sirve de camarero al futuro cardenal Acquaviva.

 

A. de Ercilla: La Araucana. J. de Timoneda: Sobremesa y alivio de caminantes.

 

1570

Inicia su carrera militar, luego compartida con su hermano Rodrigo en la compañía de Diego de Urbina.

Los turcos ocupan Chipre. Felipe II casa con Ana de Austria. Se organiza la Liga Santa.

A. de Torquemada: Jardín de flores curiosas.

 

1571

Desde el esquife de la galera Marquesa, Cervantes combate en la batalla de Lepanto, donde recibe dos disparos en el pecho y uno en la mano izquierda («El manco de Lepanto»).

Batalla de Lepanto. Fin de la guerra de las Alpujarras.

 

 

1572

Aun tullido de la mano izquierda, sigue en la milicia y participa, como «soldado aventajado», en varias campañas: Navarino, Túnez, La Goleta, etc.

 

Fr. Luis de León es encarcelado por la Inquisición. L. de Camoens: Os Lusiadas.

 

1573

 

Don Juan de Austria toma Túnez y La Goleta. Mateo Vázquez, secretario de Felipe II.

A. de Lofrasso: Los diez libros de Fortuna de Amor. J. Huarte de San Juan: Examen de ingenios.

 

1574

 

 

M. de Santa Cruz: Floresta española. El Brocense comenta a Garcilaso. Fundación del Corral de La Pacheca en Madrid.

 

1575

Provisto de cartas de recomendación de don Juan de Austria y del duque de Sessa, embarca en Nápoles, rumbo a Barcelona, frente a cuyas costas es apresada su galera, Sol, por unos corsarios berberiscos al mando de Arnaut Mamí. Es conducido a Argel, donde sufrirá cinco años de cautiverio, pues, debido a las cartas, se fija su rescate en quinientos escudos de oro.

Segunda bancarrota de Felipe II.

 

 

1576

Primer intento de fuga fallido.

Don Juan de Austria, regente de los Países Bajos.

Fr. Luis de León es liberado.

 

1577

Segundo intento, también fallido, por delación de El Dorador. Cervantes se declara único responsable.

Hasán Bajá rey de Argel.

San J. de la Cruz es apresado.

 

1578

Tercer intento, otra vez frustrado. Condenado a recibir dos mil palos.

Asesinato de Juan de Escobedo, secretario de don Juan. Proceso contra Antonio Pérez. Muere don Juan de Austria. Sebastián de Portugal muere en la batalla de Alcazarquivir. Nace el futuro Felipe III.

A. de Ercilla: Segunda parte de La Araucana.

 

1579

Cuarto intento, junto con sesenta cautivos, ahora abortado por Juan Blanco de Paz.

Caída de Antonio Pérez.

Se inauguran los primeros teatros madrileños.

 

1580

Es rescatado por los trinitarios fr. Juan Gil y fr. Antón de la Bella cuando estaba a punto de partir a Constantinopla. El 27 de octubre desembarca en Denia.

Felipe II es nombrado rey de Portugal.

P. de Padilla: Tesoro de varias poesías. F. de Herrera: Anotaciones a las obras de Garcilaso. T. Tasso: La Jerusalén liberada.

 

1581

Procura rentabilizar su hoja militar, sin conseguir más que una oscura misión en Orán, desde donde viaja a Lisboa para dar cuentas a Felipe II.

Independencia de los Países Bajos.

 

 

1582

Solicita a Antonio de Eraso, secretario del Consejo de Indias, alguna vacante en América, sin resultado. Mientras, se integra en las camarillas literarias y se dedica al teatro y a redactar La Galatea.

 

L. Gálvez de Montalvo: El pastor de Fílida. F. de Herrera: Poesías.

 

1583

El Romancero de Padilla lleva al frente un soneto de Cervantes.

Expedición a la isla Terceira, en la que interviene Lope de Vega.

P. de Padilla: Romancero. J. de la Cueva: Comedias y tragedias. Fr. Luis de León: De los nombres de Cristo.

 

1584

El joven escritor tiene una hija, Isabel de Saavedra, con Ana Franca de Rojas, pero acto seguido viaja a Esquivias y a los dos meses se casa con Catalina de Salazar, aunque la dobla en edad.

Felipe II se traslada a El Escorial.

J. Rufo: La Austriada.

 

1585

Son fechas dedicadas de lleno al teatro (El trato de Argel y La Numancia), a la poesía y a la novela. Logra publicar La Galatea.

 

P. de Padilla: Jardín espiritual. San J. de la Cruz: Cántico espiritual. Santa Teresa: Camino de perfección.

 

1586

Se dedica a viajar, sobre todo a Sevilla; desde allí regresa para recibir la dote de Catalina de Salazar.

 

L. Barahona de Soto: Las lágrimas de Angélica. López Maldonado: Cancionero.

 

1587

Está instalado en Sevilla, en calidad de comisario real de abastos para la Armada Invencible, al servicio de Antonio de Guevara; cargo que lo arrastraría a soportar unos quince años de vagabundeos por el sur (Écija, La Rambla, Castro del Río, etc.), sin lograr más que excomuniones, denuncias y algún encarcelamiento.

Comienzan los preparativos para la Armada Invencible.

Lope de Vega es desterrado de Madrid. C. de Virués: El Monserrate. B. González de Bobadilla: Ninfas y pastores de Henares.

 

1588

Sigue con las requisas en Écija y sus alrededores.

Fracaso de la Armada Invencible.

El Greco: El entierro del conde de Orgaz. Santa Teresa: Libro de la vida y Las Moradas.

 

1590

A principios de año está en Carmona, comisionado para requisar aceite en la región. Vuelve a solicitar al Consejo de Indias una vacante, que también se le deniega. De esta década son algunos poemas sueltos y varias novelas cortas: El cautivo, El celoso extremeño, Rinconete y Cortadillo, etc.

Antonio Pérez se fuga a Aragón.

 

 

1591

Prosigue con sus requisas por Jaén, Úbeda, Estepa, etc.

Revuelta de Aragón.

A. de Villalta: Flor de varios y nuevos romances. B. de la Vega: El pastor de Iberia.

 

1592

El corregidor de Écija lo encarcela, por venta ilegal de trigo, en Castro del Río. Se compromete, mediante contrato, a entregarle a Rodrigo Osorio seis comedias.

Cortes de Tarazona. Clemente VIII, Papa.

S. Vélez de Guevara: Flor de romances (4.ª y 5.ª partes).

 

1593

Últimas labores como comisario de abastos. Escribe el romance de La casa de los celos.

 

 

 

1594

Como ex comisario, se hace cargo de la recaudación de las tasas atrasadas en Granada, con tan mala fortuna que quiebra el banquero, Simón Freire, donde deposita el dinero y vuelve a ser encarcelado.

 

 

 

1595

Gana las justas poéticas dedicadas a la canonización de San Jacinto.

Advenimiento de Felipe IV de Francia.

G. Pérez de Hita: Guerras civiles de Granada.

 

1596

Escribe un soneto satírico al saco de Cádiz.

Saco de Cádiz por los ingleses, al mando de Howard y el conde de Essex.

A. López Pinciano: Philosophía antigua poética. J. Rufo: Las seiscientas apotegmas.

 

1598

Muere Ana Franca. Compone el soneto Al túmulo de Felipe II.

Paz de Vervins con Francia. Muere Felipe II. Felipe III, rey. Gobierno del duque de Lerma.

Se decreta el cierre de los teatros. Lope de Vega: La Arcadia y La Dragontea.

 

1599

Su hija Isabel entra al servicio de su tía Magdalena, bajo el nombre de Isabel de Saavedra.

Epidemia de peste en España. Felipe III casa con Margarita de Austria.

M. Alemán: Guzmán de Alfarache (I). Lope de Vega: El Isidro.

 

1600

Cervantes abandona Sevilla y debe de andar dedicado de lleno al Quijote.

 

Se abren los teatros. G. Mercader: El prado de Valencia. Romancero general de 1600.

 

1601

 

La Corte se traslada a Valladolid.

J. de Mariana: Historia de España.

 

1603

El matrimonio Cervantes se instala en Valladolid, en el suburbio del Rastro de los Carneros, acompañado de toda la parentela femenina.

Muere Isabel de Inglaterra.

A. de Rojas: El viaje entretenido. F. de Quevedo redacta El Buscón.

 

1604

El Quijote anda en imprenta y surgen las primeras alusiones al mismo.

Toma de Ostende.

M. Alemán: Guzmán de Alfarache (II). Lope de Vega: Primera parte de Comedias y El peregrino en su patria.

 

1605

Publicación de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en la imprenta madrileña de Juan de la Cuesta, a costa de Francisco de Robles, con éxito inmediato y varias ediciones piratas. Nuevo y breve encarcelamiento del escritor por el asesinato de Gaspar de Ezpeleta a las puertas de su casa, debido a la mala fama de la familia.

Nacimiento del futuro Felipe IV. Embajada de lord Howard.

F. López de Úbeda: La pícara Justina.

 

1606

Otra vez tras la Corte, Cervantes se muda a Madrid, donde luego se instalará en el barrio de Atocha.

La Corte vuelve a trasladarse a Madrid.

 

 

1607

 

Nueva bancarrota en España.

J. de Jáuregui: Aminta.

 

1608

 

 

B. de Valbuena: Siglo de oro en las selvas de Erifile.

 

1609

Ingresa en la Congregación de los Esclavos del Santísimo Sacramento del Olivar.

Tregua de los Doce Años en los Países Bajos. Se decreta la expulsión de los moriscos.

C. Suárez de Figueroa: La constante Amarilis. Lope de Vega: Arte nuevo de hacer comedias.

 

1610

Intento fallido de acompañar al conde de Lemos a Nápoles, por el rechazo de Lupercio Leonardo de Argensola, a cargo de la comitiva.

El conde de Lemos es nombrado virrey de Nápoles. Toma de Larache. Enrique IV es asesinado en Francia.

 

 

1612

El matrimonio Cervantes se traslada a la calle Huertas. El célebre novelista asiste a las academias de moda (la del conde de Saldaña, en Atocha). El Quijote es traducido al inglés por Thomas Shelton.

 

D. de Haedo: Topographía e historia general de Argel. J. de Salas Barbadillo: La hija de Celestina. Lope de Vega: Tercera parte de comedias y Los pastores de Belén.

 

1613

Ingresa en la Orden Tercera de San Francisco, en Alcalá. Salen las Novelas ejemplares, en Madrid, por Juan de la Cuesta.

 

L. de Góngora: Primera Soledad y El Polifemo.

 

1614

El novelista tiene muy avanzada la segunda parte del Quijote cuando sale el apócrifo de Avellaneda. Publica el Viaje del Parnaso, en Madrid, por la viuda de A. Martín. César Oudin traduce el primer Quijote al francés.

 

Lope de Vega: Rimas sacras.

 

1615

Se muda, con su esposa, a la calle de Francos, frente al mentidero de los comediantes. Publica sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados, en Madrid. Aparece la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, en Madrid, por Juan de la Cuesta, en casa de Francisco de Robles.

Luis XIII de Francia casa con Ana de Austria, hija de Felipe III. Isabel de Borbón, futura reina, llega a España.

 

 

1616

Enfermo, de hidropesía, el 22 de abril, una semana después que Shakespeare, el autor del Quijote fallece y es enterrado al día siguiente, con el sayal franciscano, en el convento de las Trinitarias Descalzas de la actual calle de Lope de Vega (Madrid). Al año siguiente, su viuda publica Los trabajos de Persiles y Sigismunda.

 

Muere Shakespeare.

 

 

3. VIDA Y OBRA DE MIGUEL DE CERVANTES

 

3.1. VIDA

 

Cervantes fue bautizado, el 9 de octubre de 1547, en la parroquia de Santa María la Mayor, de Alcalá de Henares, con el nombre de Miguel, por lo que se ha supuesto que pudo haber nacido el 29 de septiembre, día del santo. Era el cuarto hijo del matrimonio formado por Rodrigo y Leonor, sin más posibles que el oficio de «médico cirujano» del padre, lo que debió de acarrearle una infancia llena de privaciones y quizá de vagabundeos familiares (Córdoba y Sevilla) en busca de mejor suerte. El caso es que desde 1566 la pareja está instalada en Madrid y el joven Cervantes estudiando con Juan López de Hoyos, bajo cuyo amparo se estrena poéticamente con unas composiciones dedicadas a la muerte de Isabel de Valois.

Tres años después lo hallamos en Roma al servicio del cardenal Acquaviva, sin que sepamos cómo ni por qué —acaso por algún altercado con Antonio de Sigura—, y, enseguida, convertido en soldado, junto con su hermano Rodrigo, y embarcado en la galera Marquesa para participar en la batalla de Lepanto (1571) —reputada por él como «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros» (Quijote, II- prólogo)— con notable valor, lo que le acarrearía dos arcabuzazos en el pecho y uno en la mano izquierda que se la dejaría tullida. Así y todo, sigue unos años en la milicia hasta que en 1575 decide regresar a España con cartas de recomendación del duque de Sessa y del mismísimo don Juan de Austria, sin duda con la esperanza de obtener algún cargo oficial como recompensa a su hoja de servicios. Pero, fatídicamente, la galera que lo traía, Sol, es apresada por los corsarios berberiscos y nuestro soldado aventajado hecho cautivo en Argel, donde permanecería durante cinco largos años, no sin volver a dar muestras de su valor al intentar fugarse, asumiendo toda la responsabilidad, hasta cuatro veces, bien que sin lograrlo y, sorprendentemente, sin que lo ejecutasen por ello. Tendría que esperar a septiembre de 1580 para que lo rescatasen los padres trinitarios y poder pisar la tierra patria un mes después, cuando desembarcase en Valencia. Por si no bastase de miserias, a su llegada a la Corte comprobaría que sus méritos militares no serían recompensados nunca; ni siquiera con alguna vacante en Indias, a la que aspiró y le fue denegada de manera sistemática.

Pero el valeroso «manco» había aprendido a «tener paciencia en la adversidad» y, pese a tan desalentadora suerte, éstos son para él tiempos relativamente felices y aun triunfales: con la euforia del regreso y el orgullo imperialista sin desmoronarse, se dedica de lleno a las letras. Se integra bien en el ambiente literario de la Corte, mantiene relaciones amistosas con los poetas más destacados y se dedica a redactar La Galatea, que vería la luz en Alcalá de Henares en 1585. Simultáneamente, sigue de cerca la evolución del teatro, acelerada por el nacimiento de los corrales de comedias, llevando a cabo una actividad dramática —si fiamos de su palabra— muy fecunda y exitosa («compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza», Ocho comedias, prólogo), aunque tan sólo se nos han conservado dos piezas (El trato de Argel y La Numancia) —o tres, si aceptamos La conquista de Jerusalén— y algún contrato referente a títulos no conservados.

Entretanto, saca tiempo para relacionarse con Ana Franca de Rojas (esposa de Alonso Rodríguez), de quien nacería, en 1584, su única hija: Isabel. Sin embargo, muy pronto viaja a Esquivias, donde conoce a Catalina de Salazar, de diecinueve años, con quien contrae matrimonio, cuando él rondaba los treinta y ocho, ese mismo año. De momento, se instala con su mujer en Esquivias, pero los viajes continuos irán en aumento y, pasados tres años, el recién casado abandonará a su esposa para no reunirse con ella definitivamente hasta principios del siglo XVII.

En 1587 reaparece instalado en Sevilla, donde al fin obtiene el cargo de comisario real de abastos para la Armada Invencible; años después sería encargado de recaudar las tasas atrasadas en Granada, habiéndosele denegado una vez más el oficio en Indias («Busque por acá en qué se le haga merced») que volvería a solicitar en 1590. Tan miserables empleos lo arrastrarían a soportar, hasta finales de siglo, un continuo vagabundeo mercantilista por el sur (Écija, Castro del Río, Úbeda, etc.), sin lograr más que excomuniones, denuncias y algún encarcelamiento (Castro del Río, en 1592, y Sevilla, en 1597), al parecer siempre turbios y nunca demasiado largos. Como contrapartida, el viajero entraría en contacto directo con las gentes de a pie, y aun con los bajos fondos, adquiriendo una experiencia humana magistralmente literaturizada en sus obras.

Tan largo período administrativo, lleno de sinsabores, lo aparta del quehacer literario: «Tuve otras cosas en que ocuparme, dejé la pluma y las comedias» —diría él mismo—, pero sólo relativamente. El escritor se mantiene en activo: como poeta, sigue cantando algunos de los sucesos más sonados (odas al fracaso de la Invencible, soneto al saqueo de Cádiz o «Al túmulo de Felipe II» y numerosas composiciones sueltas aparecidas en obras de otros autores amigos); como dramaturgo, se compromete en 1592 con Rodrigo Osorio a entregarle seis comedias, entre las cuales han de contarse varias de las incluidas en el tomo de Ocho comedias y ocho entremeses (1615); como novelista, redacta varias novelas cortas (El cautivo, Rinconete y Cortadillo, El celoso extremeño, etc.) y, mucho más importante, esboza nada menos que la primera parte del Quijote y, quizá, el comienzo del Persiles. En esta etapa se cimenta, por tanto, el grueso de su creación futura, que no vería la luz hasta los últimos años de su vida.

Con el comienzo del siglo, Cervantes se despide de Sevilla y sólo sabemos de él que anda dedicado al Quijote de lleno, seguramente espoleado por el éxito alcanzado por Mateo Alemán con el Guzmán de Alfarache (1599-1604). Lo seguro es que en 1603 el matrimonio Cervantes está en Valladolid, nueva sede de la Corte con Felipe III, conviviendo con la parentela femenina: sus hermanas Andrea y Magdalena, su sobrina Costanza, hija de la primera, su propia hija Isabel y, por añadidura, una criada, María de Ceballos. Todas estaban bien experimentadas en desengaños amorosos, aunque debidamente cobrados, lo que les valió el mal nombre de «Las Cervantas», pero nuestro desventurado soldado y recaudador, ahora empeñado en imponerse como novelista, sin oficio ni beneficio, no tenía dónde caerse muerto y no podía sino refugiarse al arrimo de sus parientas…

Por fin, casi al filo de los sesenta años, la fortuna le daría un respiro al viejo ex cautivo y, a principios de 1605, de forma un tanto precipitada, ve la luz El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en la imprenta madrileña de Juan de la Cuesta, con un éxito inmediato y varias ediciones piratas. Aunque la alegría se vería turbada enseguida por un nuevo y breve encarcelamiento, también injusto, motivado por el asesinato de Gaspar de Ezpeleta a las puertas de los Cervantes, la suerte de nuestro escritor estaba echada y la gloria de nuestro novelista era ya imparable. ¡Le rondaba en la cabeza tanta literatura por perfilar y dar a la imprenta…!

Otra vez al arrimo de la Corte, se traslada a Madrid en 1606, para dedicarse exclusivamente a escribir, sin mayor impedimento que alguna que otra mudanza (Atocha, Huertas, Francos) y el ingreso en alguna orden religiosa (Orden Tercera de San Francisco), pues la edad no andaba ya «para burlarse con la otra vida» (aunque no le faltaron ganas de integrarse en la camarilla literaria que acompañó al conde de Lemos a Nápoles, de la que sería excluido por uno de los Argensola). Amparado en su prestigio como novelista, se centra en su oficio de escritor y va redactando gran parte de su producción literaria, aprovechando títulos y proyectos viejos. Así, tras ocho años de silencio editorial desde la publicación de la novela que lo inmortalizaría, da a la luz una verdadera avalancha literaria: Novelas ejemplares (1613), Viaje del Parnaso (1614), Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados (1615) y Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1615). La lista se cerraría, póstumamente, con la aparición, gestionada por su viuda, de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia setentrional (1617).

Pero tan febril actividad creativa no se iba a imponer a la edad, que rondaba ya casi los setenta años, y el genial escritor arrastraba una grave hidropesía que acabaría con su vida en 1616: el 18 de abril recibe los últimos sacramentos; el 19 redacta, «puesto ya el pie en el estribo», su último escrito: la sobrecogedora dedicatoria del Persiles; el 22, poco más de una semana después que Shakespeare, el autor del Quijote fallece y es enterrado al día siguiente, con el sayal franciscano, en el convento de las Trinitarias Descalzas de la actual calle de Lope de Vega. Sus restos mortales, al parecer, fueron encontrados en 2015, pero aún están en vías de identificación fidedigna.

 

 

3.2. OBRA

 

Ante una andadura biográfica tan sobrada de calamidades y penurias, bien cabría esperar una literatura acompasadamente sombría y resentida… Pues nunca tan al revés: se nos manifiesta resplandeciente, humanamente grandiosa y estéticamente radiante; en cabal contraste con su peripecia vital, la trayectoria literaria cervantina evoluciona desde los buceos experimentales en los tres grandes géneros (poesía, prosa y teatro), hasta la consolidación de una factura inconfundiblemente personal en cada uno de ellos; irrepetiblemente cervantina en el caso de la novela y definitivamente acabada si se trata del Quijote. Su mayor logro estriba en ser el primero —a su decir— que noveló en lengua castellana y en habernos legado lo que denominamos «la primera novela moderna»: el Quijote. Pero ello no anulará sus permanentes desvelos poéticos y teatrales.

La producción poética cervantina ocupa un espacio nada despreciable en el conjunto de sus obras completas: se halla diseminada a lo largo y ancho de sus escritos y recorre su biografía desde los inicios literarios hasta el Persiles. Viene alentada por una vocación profunda, de raigambre entre garcilasista y manierista, cultivada sin interrupción (aunque no siempre con la inspiración necesaria) y no carente de aciertos, como bien se demuestra en algún soneto satírico-burlesco («Vimos en julio otra Semana Santa» y «¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza!») o en el largo poema menipeo titulado Viaje del Parnaso (1614), donde narra autobiográficamente, en ocho capítulos, un viaje fantástico al monte Parnaso, a bordo de una galera capitaneada por Mercurio, emprendido por muchos poetas buenos con el fin de defenderlo contra la plaga de poetastros que azota el panorama de la época. Más allá de la alegoría, la primera persona responde a un planteamiento seudoautobiográfico, imbuido de evocaciones relacionadas con la vida del autor, gracias a las cuales el Viaje termina convertido en un verdadero testamento literario y espiritual donde se despliegan los mejores recursos literarios cervantinos: humor, ironía, perspectivismo, etc.

Al igual que la poesía, el teatro fue cultivado por Cervantes con asiduidad y empeño vocacionales: apuesta por él —decidido a medirse con Lope de Vega— desde sus más tempranos inicios literarios, recién vuelto del cautiverio, hasta sus últimos años, de modo que la cronología de sus piezas abarca desde comienzos de la década de 1580 hasta 1615, dejando escasos períodos inactivos. Al margen de las periodizaciones establecidas por la crítica, de las vacilaciones de orientación (más o menos próxima ya a los preceptos clásicos, ya a las recetas del arte nuevo), y del fracaso en los corrales que confinaría el grueso de su producción a la imprenta, el hecho es que las piezas conservadas ofrecen un ramillete interesantísimo de experimentos dramáticos donde figuran cuantas modalidades puedan imaginarse: la tragedia (La Numancia), la tragicomedia (El trato de Argel) y la comedia; y dentro de la última, de cautivos (Los baños de Argel, La gran sultana, El gallardo español), de santos (El rufián dichoso), caballerescas (La casa de los celos), de capa y espada (El laberinto de amor, La entretenida), y aun alguna inclasificable si no es como «cervantina» (Pedro de Urdemalas). Y eso, olvidando los supuestos títulos perdidos (El trato de Constantinopla y muerte de Selim, La confusa, La gran turquesca, La batalla naval, La Jerusalén, La Amaranta o la del mayo, El bosque amoroso, La Única, La bizarra Arsinda y El engaño a los ojos), bajo los que podrían esconderse realidades tan tangibles como el reciente descubrimiento de La conquista de Jerusalén.

Mención aparte inexcusable merecen los ocho entremeses, aunque tampoco fueran representados nunca. Dejando la obsesión por las «reglas» clásicas al margen, Cervantes los aborda en absoluta libertad, tanto formal como ideológica, desplegando por entero su genialidad creativa para ofrecernos auténticas joyitas escénicas, cuya calidad artística nadie les ha regateado jamás. Logra diseñar ocho «juguetes cómicos», protagonizados por los tipos ridículos de siempre (bobos, rufianes, vizcaínos, estudiantes, soldados, vejetes, etc.) y basados en las situaciones bufas convencionales, pero enriquecidos y dignificados con lo más fino de su genio creativo, de modo que salen potenciados hasta alcanzar cotas magistrales de trascendencia inalcanzable. Entre burlas y veras, el manco de Lepanto no deja de poner en solfa los más sólidos fundamentos de la mentalidad áurea: las relaciones maritales (El juez de los divorcios), las armas y las letras (La guarda cuidadosa), los celos (El viejo celoso), la justicia (La elección de los alcaldes de Daganzo), los casticismos más recalcitrantes (Retablo de las maravillas), etc.

Pero sin duda —como anticipamos— es en el terreno novelesco donde Cervantes logra imponerse a sus contemporáneos y donde obtiene logros capitales e imperecederos que le valdrían el título de creador de la novela moderna y aun del más grande novelista universal. En este género, sin acotar por las poéticas, encontraría el espacio suficiente para plasmar literariamente su compleja visión de las cosas, acertando de lleno en la elaboración de una fórmula literaria magistral, ya reconocida por sus contemporáneos y admirada por los mejores novelistas mundiales de todos los tiempos. En ella cuajarían sus mejores títulos: tras la concesión a la moda pastoril de La Galatea (1585), El ingenioso hidalgo (1605), las Novelas ejemplares (1613), la Segunda parte del ingenioso caballero (1615) y, póstumamente, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617). El genial escritor había hallado, ¡por fin!, su acomodo intelectual y, consciente de ello, renovó todos los géneros narrativos de su tiempo (caballeresco, pastoril, bizantino, picaresco, cortesano, etc.), atreviéndose incluso a «competir con Heliodoro», el novelista griego por antonomasia.

Y, sorprendentemente, para llevar a cabo tan descomunal empresa no contaba con más guía que su genio creativo, pues la novela se entendía por entonces a la italiana, como relato breve, y no estaba contemplada teóricamente en las retóricas. La receta novelesca aplicada hay que ir a buscarla a sus propias obras, y no pasa de unas cuantas claves un tanto desdibujadas: verismo poético de los hechos, admiración de los casos, verosimilitud de los planteamientos, ejemplaridad moral, decoro lingüístico, etc. Son los mismos principios, por otro lado, que rigen el resto de sus creaciones, siempre situadas en esa franja mágica que queda a caballo entre la vida y la literatura, la verdad y la ficción, la moral y la libertad… Sin más recursos, Cervantes alumbra un realismo fascinante, bautizado como «prismático» por muchos, donde sólo se salvaguarda el perspectivismo y la libertad de enfoque de quien habla, para mayor asombro y convencimiento de los que escuchamos.

Aunque La Galatea responde ya a ese universo creativo, como obra primeriza, lo ofrece sólo en esbozo, y hay que esperar al Quijote para encontrar su máxima plasmación y culminación. Entre bromas y veras, entre descalabros cómicos y reflexiones irónicas, Alonso Quijano logra vivir literariamente, al modo caballeresco, los últimos años de su hidalguía, una vez convertido, por voluntad propia, en Don Quijote de la Mancha. Ridículo empeño, calamitoso a más no poder, que Cervantes aprovecha, empero, para erigir una grandiosa atalaya, ética y estética, cuajada de logros definitivos e imperecederos: identidad de vida y literatura, equilibrio entre admiración y verosimilitud, perspectivismo y polifonía narrativa, libertad como eje moral y creativo, decoro lingüístico polifónico, etc.

Y lo logra entre diseños titubeantes, acaso imitados de algún celebrado Entremés de los romances —sin mayores expectativas que la novela corta—, que culminarían en los cincuenta y dos capítulos del Ingenioso hidalgo (1605), para luego ser ampliados en los setenta y cuatro del Ingenioso caballero (1615), y apuestas tan singulares como recias y arriesgadas: así el abandono de la propia responsabilidad narrativa en manos de moros mendaces, de traductores poco atenidos a la letra, de encantadores trampistas o de imitadores de poca monta; así la elección del espacio lugareño como foco rector de toda la historia, sin mayores desviaciones que las decididas, a su entero capricho, por Rocinante; así la alteración de los tiempos por encima de las leyes naturales, aun a costa de resucitar a Babiecas y de enterrar al mismo protagonista; así la intercalación enojosa de historias secundarias (El curioso impertinente, El cautivo, etc.), vinieran o no a cuento con la trama principal y aunque hubiera que arrepentirse luego; así el cultivo de un registro lingüístico polifónico irreductible a receta estilística alguna; así…, en definitiva, la apuesta mantenida con pulso firme por la libertad como razón de ser única y sola de la vida y de la literatura…

Quizá no hacía falta más para conjugar brillantemente la aplastante y prosaica realidad padecida día a día por el recaudador de abastos con el fantasmagórico y descomunal mundo de los caballeros andantes, para fundir vida y literatura, o literatura y vida, en una alianza tan admirable como verosímil, capaz de borrar las fronteras entre lo uno y lo otro, haciendo posible con ello el desarrollo novelesco del viejo hidalgo: un personaje bifronte y escindido, con los pies en la tierra manchega y la mente en la ficción caballeresca, que necesitaba un espacio narrativo aglutinador de ambos extremos para hacer viable al Quijote. Así de ramplona y brillantemente, sin más preceptos retóricos, ni poéticas clásicas ni imitaciones reglamentadas, se ideaba un universo deslumbrante, que estaba llamado, aunque habitado por hidalgos lugareños enloquecidos, por destripaterrones zafios, por labradoras mostrencas y por un sinfín de personajes y personillas más, a sentar los fundamentos más sólidos de la novela moderna, aun a costa de cimentarlos en la sordidez de las ventas, en las polvaredas de los caminos, en la oscuridad de los bosques o en innumerables trampantojos caballerescos.

Por eso el Quijote —ideado sin punto de vista cerrado, sin espacio fijo y sin tiempo precisable— nacía abandonado por siempre, en su agridulce grandeza ética y estética, a los designios individuales de todos y cada uno de sus lectores, que nunca nos cansaremos de seguir vapuleándolo. Y «tú, lector, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere» (Quijote, II-XXIV)…

Los «doce cuentos» incluidos en el tomo de las Novelas ejemplares, de 1613, recogen una tarea narrativa que arranca muy de atrás; al menos algunos de ellos, Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño, estaban ya escritos hacia 1600, pues andaban ya en manos de algún ventero del Quijote. Pero el Cervantes que los agrupa, retoca y completa, cuatro años antes de su muerte, es ya el autor del Quijote y, bien seguro de su talla como prosista de entretenimiento, despliega en ellos un muestreo novelesco de lo más variopinto, donde se recrea y se pasa revista a la práctica totalidad de las modalidades propias de la tradición italiana de la novella: bizantina, picaresca, gnómica, cortesana, lucianesca, etc. Bien que todos salen renovados y dignificados, pues, sin esquivar las situaciones moralmente comprometidas inherentes a tal corriente, se plantean y resuelven siempre de manera «ejemplar». Claro que —es innegable— se trata de una «ejemplaridad» muy peculiarmente cervantina: La Gitanilla, El amante liberal, La española inglesa y La ilustre fregona subliman el verdadero amor, ajeno a conveniencias, intereses y apetitos rastreros, para ponerlo muy por encima de convenciones clasistas y de creencias religiosas: se alza como única verdad interior humana. La fuerza de la sangre, Las dos doncellas, El celoso extremeño y La señora Cornelia, por su parte, abordan el mismo tema desde la óptica contraria: se denuncian las traiciones, las infidelidades o los abusos pasionales, sin que resulten menos aleccionadores a la vista de los desenlaces. El licenciado Vidriera aborda, en solitario, el caso del loco-cuerdo: aplaudido cuando demente y menospreciado cuando lúcido. Por último, en Rinconete y Cortadillo se arremete abiertamente contra la poética del género picaresco, puesto de moda por el Lazarillo, el Guzmán o el Buscón: frente al determinismo derivado del origen vil y al dogmatismo impuesto por el punto de vista único, Cervantes opta por el diálogo festivo mantenido por dos picaruelos, Rincón y Cortado, en ventas y caminos hasta integrarse en el mundo del hampa sevillana que rige Monipodio. Y, en la misma línea, El coloquio de los perros se ve enmarcado en El casamiento engañoso para ejemplificar los contras del género bribiático: su desarrollo dialogístico se utiliza para erradicar de la novela las digresiones satírico-morales que saturaban al Guzmán.

Aunque publicados póstumamente (1617), Los trabajos de Persiles y Sigismunda bien pudieran ser empresa novelesca iniciada por Cervantes en la última década del siglo XVI. En todo caso, la novela se cierra en el lecho de muerte, «puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte», lo que significa que está acabada por quien se sabe y autoestima como el primer novelista de su tiempo; tanto, que no vacila en medirse con Heliodoro, el autor de Las Etiópicas o la «novela» por excelencia. Ideado, pues, a la zaga de la novela griega, se destina a relatar la azarosa peregrinación llevada a cabo por Persiles y Sigismunda: dos príncipes nórdicos enamorados que, haciéndose pasar por hermanos bajo los nombres de Periandro y Auristela, emprenden un largo viaje desde el Septentrión hasta Roma con el objetivo de perfeccionar su fe cristiana antes de contraer matrimonio. Como era de esperar, el viaje está entretejido de multitud de «trabajos» (raptos, cautiverios, traiciones, accidentes, reencuentros, etc.), enriquecidos y complicados hasta el delirio por las historias de los personajes secundarios que van apareciendo en el trayecto (Policarpo, Sinforosa, Arnaldo, Clodio, Rosamunda, Antonio, Ricla, Mauricio, Soldino, etc.) y por las jugosas descripciones de los escenarios —particularmente de los nórdicos— geográficos.

 

 

4. LA GALATEA

 

La Galatea salió de las prensas alcalaínas de Juan Gracián en 1585, aunque había sido aprobada y legalmente autorizada —según consta en sus preliminares— en febrero del año anterior, de modo que representa —como sugeríamos antes— una verdadera ave fénix en el panorama global de la producción literaria cervantina: una especie de anticipo, prematuro y aislado, con veinte años de ventaja respecto a sus sucesores, luego agolpados, por otro lado, en poco más de una década (entre 1605 y 1617). Sin duda, esta primera incursión novelesca deja entrever ya, en muchos sentidos, lo que su artífice podía dar de sí en estas lides y aun preconiza muchas de las aportaciones estéticas que terminarían consolidándose en los títulos venideros, pero, como intentona primeriza, no puede hacerlo sino en esbozo. Y siendo así, no parece muy recomendable abordarla críticamente —tal y como suele hacerse habitualmente— desde la misma óptica que al resto de las obras del autor, pasando por alto su exclusiva circunstancia cronológica, para exigirle las características y el rendimiento habitual en su creador, pues aquí el punto de partida es muy diferente y las perspectivas cervantinas muy poco o nada tienen que ver con sus magníficas apuestas novelísticas futuras: aquí no se encontrarán, ni por asomo, «pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno» (Quijote, I-prólogo), ingeniados para corregir autoritariamente las desviaciones literarias sancionadas por la tradición («no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías», Quijote, II-LXXIV), ni tampoco los alardes de originalidad capaces de competir con los más encumbrados («yo soy el primero que he novelado en lengua castellana, que las muchas novelas que en ella andan impresas todas son traducidas de lenguas estranjeras, y éstas son mías propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma» y «te ofrezco los Trabajos de Persiles, libro que se atreve a competir con Heliodoro», Novelas ejemplares, prólogo), sino más bien un inseguro y apacible reconocimiento de la orientación genérica elegida al frente de la obra («La ocupación de escrebir églogas en tiempo que, en general, la poesía anda tan desfavorescida», Galatea, prólogo) que se cierra con otro similar en su final («El fin deste amoroso cuento», Galatea, VI), para brindarnos —en definitiva— un «amoroso cuento bucólico», inacabado —para más señas— y que nunca acabaría —para colmo—, por más que anunciase casi obsesivamente su continuación (en el escrutinio del primer Quijote, VI, y en el prólogo del segundo o en las dedicatorias tanto de las Ocho comedias como del Persiles). Obviamente, éste no es el Cervantes de siempre y menos el creador de la novela moderna…

Muy al contrario, el Cervantes que se dedica a «criar a Galatea» —según dijera él mismo en carta dirigida a Antonio de Eraso con el fin de conseguir algún destino vacante en Indias—, durante los primeros años de la década de 1580, en uno de los pocos respiros que le otorgó la adversidad, es un novelista inexperto, primerizo, que se deja llevar por el género narrativo de moda a la sazón, los denominados «libros de pastores» o «novela pastoril», sin reparar demasiado —a nuestro entender— en sus pros ni en sus contras estéticos y sin alentar mayor propósito renovador de su convencionalismo, por más que Avalle-Arce detecte intenciones claramente desmitificadoras. Desde luego, razones hay sobradas, y de todo tipo, para comprender semejante proceder un tanto precipitado: se trataba de un escritor vocacional, todavía relativamente joven, bien integrado en el mundillo poético de entonces y supuestamente aplaudido en los corrales de comedias —si fiamos de su declaración en el prólogo a Ocho comedias («compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza»)—, que no podía sino verse tentado a probar fortuna en el terreno novelesco, y ninguno mejor abonado por entonces que la novela pastoril; paralelamente, debía de estar exultante por su regreso a la patria, tras cinco años de calamidades en la milicia y otros tantos en el cautiverio argelino, esperanzado todavía con que se le recompensarían sus méritos militares y, acaso, con sus convicciones nacionalistas aún intactas («la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros», Quijote, II, prólogo), por lo que el idealismo utópico de lo arcádico no representaba ningún problema; en fin, necesitas magistra, su situación económica —obvio es decirlo—, tras el rescate del cautiverio y su desocupación, no podía ser precisamente holgada y la novela pastoril ofrecía opciones de éxito.

Pero, sea de ello lo que fuere, el hecho incontrovertible es que nuestro genial novelista se echó al monte de lo pastoril, inscribiéndose con ello en el género novelesco de mayor prestigio y difusión durante la segunda mitad del siglo XVI, según han demostrado numerosos estudiosos: López Estrada, Avalle-Arce, Teijeiro Fuentes, Castillo Martínez…, por limitar la cita a unos pocos. Género prestigioso, porque venían a sustituir el añejo heroísmo medievalizante de los libros de caballerías, impregnado del «amor cortés» trovadoresco, por el idealismo amoroso neoplatónico al amparo de una tradición tan sólida como autorizada: Teócrito, Virgilio, Sannazaro, Garcilaso; Ficino, Bembo, Hebreo, etc. Género con una gran difusión, porque, en los tres cuartos de siglo aproximados de su recorrido, aportó en torno a los cuarenta títulos —algunos de ellos numerosas veces reeditados—, entre los que cuentan —limitando la lista a un muestreo variado—: Jorge de Montemayor, Los siete libros de la Diana (Valencia, c. 1559); Gaspar Gil Polo, Diana enamorada (Valencia, 1564); Luis Gálvez de Montalvo, El pastor de Fílida (Madrid, 1582); Bernardo González de Bobadilla, Ninfas y pastores de Henares (Alcalá, 1587); Lope de Vega, Arcadia (Madrid, 1598); Bernardo de Valbuena, Siglos de Oro en las selvas de Erífile (Madrid, 1608); Jerónimo de Tejeda, Diana tercera (París, 1627); Gonzalo de Saavedra, Los pastores del Betis (Nápoles, 1633); etc.

Y Cervantes lo hizo —no vaya a creerse lo contrario— con todas las consecuencias: aceptando de plano la matriz narrativa, o la poética novelesca si se prefiere, que lo configuraba —según veremos más adelante—, particularmente a partir de la codificación aplicada por Jorge de Montemayor a Los siete libros de la Diana, el modelo inaugural y arquetípico («la honra de ser primero en semejantes libros» se le otorga en el escrutinio del Quijote, I-VI), pero sin dejar de recurrir, de vez en cuando, a formulaciones más próximas, como al también citado Pastor de Fílida, de su amigo Luis Gálvez de Montalvo. Incluso, no sólo es que se acogiese al patrón genérico en sus inicios novelescos, sino que anduvo a vueltas con él durante toda su vida: ya en el Ingenioso hidalgo (Grisóstomo y Marcela, I-XI-XIV), ya en el Ingenioso caballero (Camacho, Quiteria y Basilio, II-XIX-XXI, y la «Arcadia fingida o contrahecha», II-LVIII), cuyo protagonista no dejaría de contemplar la posibilidad de transmutarse en el pastor Quijotiz («llamándome yo el pastor Quijotiz, y tú el pastor Pancino, nos andaremos por los montes», II-LXVII), ya en La casa de los celos (Lauso, Corinto, Rústico y Clori)… Aunque no dejaría de darle la puntilla literariamente desautorizadora, por boca de Berganza, en El coloquio de los perros, respaldando con ello inequívocamente el planteamiento que venimos sosteniendo aquí:

 

Los diferentes tratos y ejercicios que mis pastores, y todos los demás de aquella marina, tenían de aquellos que había oído leer que tenían los pastores de los libros […]. Lo más del día se les pasaba espulgándose o remendando sus abarcas; ni entre ellos se nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y Dianas, ni había Lisardos, Lausos, Jacintos ni Riselos; todos eran Antones, Domingos, Pablos o Llorentes; por donde vine a entender lo que pienso que deben de creer todos: que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna.

 

Otra cosa bien distinta es que la primera elección genérica del escritor en el terreno novelesco pudiera responder —estamos hablando de Miguel de Cervantes— a motivaciones y compromisos de más altos vuelos —como bien ha sostenido Rey Hazas en varios trabajos—, ya de naturaleza puramente artística y literaria, ya de corte abiertamente comprometido y político. Por el lado artístico, bien pudiera haberse sentido atraído «porque daban largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese correr la pluma» —la única «cosa buena» reconocida por el canónigo toledano a los libros de caballerías en el primer Quijote (I-XLVII)—, permitiéndole integrar toda suerte de materiales cuentísticos, poéticos o tratadísticos —siempre a vueltas con la organicidad de la trama y la consabida verosimilitud; sus otras dos grandes preocupaciones teóricas—, e incluso por la identificación y solapamiento entre vida y literatura —la directriz principal de su literatura futura— que le servían en bandeja al introducir como personajes de la ficción novelesca a seres históricos bajo disfraz pastoril («que muchos de los disfrazados pastores della lo eran sólo en el hábito», Galatea, prólogo), dando entrada por esa vía a algunos amigos y personajes históricamente relacionados con Cervantes de uno u otro modo (Pedro Laínez, Damón; Francisco de Figueroa, Tirsi; Diego Hurtado de Mendoza, Meliso; Juan de Austria, Astraliano; Mateo Vázquez, Larsileo; etc.), entre los que se incluye él mismo so capa de Lauso. Políticamente, bien podría haber aprovechado esa dimensión histórica del género en beneficio de su propia promoción personal —y no sólo pensando en el prestigio literario— buscando el patronazgo, ya desde la dedicatoria a Ascanio Colonna, de la camarilla del todopoderoso secretario real Antonio de Eraso y, en definitiva, del denominado partido «castellanista», capitalizado nada menos que por Mateo Vázquez (el Larsileo con quien se cartea Lauso), sin dejar de publicitar y promocionar literariamente su facción desde el castellanismo nacionalista que impregna a la novela, acaso a raíz de la enemiga cervantina contra Felipe II por su descuido del cautiverio argelino —que tan doloroso y caro le había salido a Cervantes— en beneficio de la anexión portuguesa, cabalmente novelizado en el matrimonio de la protagonista con un pastor lusitano, ordenado por el propio monarca («el rabadán mayor de todos los aperos se lo mandaba, y él era el que lo había concertado y tratado, y que era imposible deshacerse», dice Aurelio), que amenaza con aniquilar la pacífica armonía de las riberas del Tajo.

Pero aun aceptando todo ello, quedaría intacto el convencionalismo genérico, tópicamente pastoril, omnipresente a lo largo y ancho de La Galatea e incluso el acatamiento cervantino masivo de sus clichés —con todas las salvedades y ventajas reconocibles en su aplicación—, sin que ello vaya —por otro lado— en detrimento ni del creador ni de la creación.

 

 

4.1. COMPOSICIÓN Y SIGNIFICADO

 

Así, tal y como prescribía el modelo novelesco elegido por Cervantes para pergeñar su «cuento eclógico», La Galatea está diseñada como una vasta miscelánea de «prosas y versos», perfectamente entrelazados, que incluye todo un «mar de historias» amorosas y un auténtico «cancionero poético» sentimental: «historias marañadas» y «canciones concertadas», ciertamente, como anunció Vargas Manrique en su soneto laudatorio preliminar y suele utilizar la crítica para encarar su estudio (Juan Motero, por ejemplo, en su reciente edición). La viabilidad compositiva de tan magnífico caudal de historias y canciones es posible gracias al recurso —también aprendido en la tradición genérica— de una historia marco o base, utilizada como cañamazo en el que se van entretejiendo todos los demás materiales y florituras destinados a aflorar en el bordado. En este caso, una historia marco de naturaleza amorosa apenas esbozada, sin apenas desarrollo argumental y sin desenlace ni visos de éste, que, sin embargo, acoge cómodamente varios relatos breves intercalados, multitud de las más diversas relaciones sentimentales, unas cuantas cartas o papeles, alguna pieza dramática representada, un debate o disputa dialogística, numerosos tópicos renacentistas… y, desperdigados entre todo ello, numerosísimos poemas o canciones de inabarcable diversidad estrófica y métrica, sin olvidar la extensa laudatio enumerativa de los ingenios poéticos españoles pronunciada por Calíope.

De resultas, el primer reto al que hubo de enfrentarse el inexperto narrador consistía en otorgarle organicidad, «unidad en la variedad», a tan enorme cúmulo de materiales, pues, sobre los «cuentos amorosos», tenía que acoplar a unos ochenta personajes y barajar a otros tantos poemas, en el estrecho ámbito de una historia marco apenas esbozada, con el riesgo evidente de que el libro terminase convertido en una amalgama deforme, cuando no «pepitoria», de «varia lección». Y si en eso consistía el desafío, en la habilidad y solvencia con las que Cervantes lo superó en su primera incursión narrativa reside, acaso, el mayor mérito de La Galatea, anticipando ya meridianamente sus extraordinarias dotes novelescas que se verían ventajosamente ratificadas en el Quijote, las Ejemplares o el Persiles. Desde luego, la fluidez con la que se van concatenando los materiales aludidos a lo largo de la narración y la propiedad con la que se van acoplando unos a otros en el transcurso de ésta, son admirables y denotan un talento novelesco excepcional.

Con esas miras, la historia principal, contada en tercera persona, ha sido estratégicamente codificada como matriz compositiva de naturaleza bucólico-sentimental capaz de proporcionar las coordenadas narrativas, cronológicas y espaciales necesarias para enmarcar las prosas y los versos a ella destinados, pero sin dejar por ello de erigirse en el eje novelesco y semántico del conjunto. Se limita a plantear o a esbozar un triángulo amoroso —por llamarlo de algún modo—, protagonizado por Elicio, Erastro y Galatea, estático hasta la exasperación y sin solución de continuidad —como impone, por cierto, su codificación tópicamente sentimental—, que se conforma con perpetuar durante diez días la incondicional y estéril servidumbre amorosa de los dos pastores a la protagonista, sin más aliciente argumental que su deambular bucólico por las riberas del Tajo, ocasionalmente enriquecido con alguna que otra celebración comunal (bodas de Daranio y Silveria, III-4d; exequias de Meliso, VI-7d), hasta que, ya muy avanzada la novela, se descubren los alarmantes planes de boda inmediata con un pastor lusitano que el padre de Galatea tiene previstos para su hija, y los protagonistas, respaldados por toda la comunidad comarcal, planifican evitarlo a toda costa, con lo que se cierra esta Primera parte. Lo que pudiese contener de historia, relato cuento o novela amorosa queda, pues, en suspensión, por lo que nada extraña ni el anuncio final de su continuación en la segunda parte de la obra ni la valoración de ésta hecha por el cura en el Quijote de 1605: «propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega» (I-VI).

Claro que el cura quijotesco parece no haberse percatado de que no se trataba de urdir una trama amorosa y desarrollarla argumentalmente hasta su desenlace, sino más bien de remansar el triángulo amoroso de los protagonistas en su estatismo inicial, limitando su devenir novelesco a las acciones imprescindibles para integrar, centralizándolos, al resto de los materiales previstos. Por eso, la actividad cotidiana de Elicio, Erastro y Galatea, durante los diez días que se nos cuentan, se limita a salir al alba con sus rebaños, a buscar cobijo natural durante la siesta y a regresar a la aldea al atardecer, sin perjuicio de prolongar nocturnamente sus devaneos sentimentales, siempre en el escenario arcádico de las riberas del Tajo —como bien explicó Aurora Egido—. El narrador que mueve los hilos se cuida muy mucho de rentabilizar la potencialidad aglutinadora de semejante planteamiento, limitándose a ir dando entrada a los diferentes interlocutores en cada momento, y de ahí depende todo:

 

1. Los diez días, ampliados casi siempre con sus correspondientes noches, absorben cabalmente los seis libros de la obra de acuerdo con el siguiente reparto (separamos día y noche, cuando se marcan en el tiempo narrado): 1dn y 2d, I; 2n y 3d, II; 3n y 4dn, III; 5d, IV; 5n y 6d, V; 7dn, 8d, 9d y 10d, VI.

 

2. Las salidas al amanecer, las reuniones durante la siesta, los retornos al atardecer y las veladas nocturnas están estratégicamente diseñados y distribuidos para proporcionar otros tantos encuentros fortuitos, «sobremesas» y «alivios de caminantes» capaces de acoger al resto de personajes, relatos, poemas y demás materiales. Por ejemplo: Galatea y Florisa se encuentran al amanecer del segundo día con Teolinda, que les cuenta los comienzos de su historia (I) para proseguirla durante la noche (II); durante la «siesta» del quinto día tiene lugar la disputa sobre el amor de Lenio y Tirsi (IV); de regreso a la aldea, ya en compañía de Tirsi y Damón, en el tercer día, cuenta Silerio la primera parte de su historia (II) para continuarla por la noche (III); Lisandro le cuenta a Elicio su historia tras haber sido sorprendido por éste durante la primera noche (I); etc.

 

3. Las riberas del Tajo, en último lugar, sitúan espacialmente cuanto ocurre, aportando los escenarios bucólicos ideales para cada situación: Fuente de las Pizarras: encuentro con Timbrio, Nísida, Blanca y Darinto (IV); un cerrado bosque: diálogo de Rosaura con Grisaldo (IV); Arroyo de las Palmas: entretenimiento con adivinanzas poetizadas (VI); Valle de los Cipreses: exequias de Meliso y Canto de Calíope (VI); etc.

 

Gracias a tan estratégico diseño de la trama principal como matriz enmarcadora es posible que una historia tan insulsa pueda albergar en su seno semejante aluvión de prosas y versos, y gracias al brillante aprovechamiento de todas y cada una de sus circunstancias integradoras es posible que unas y otros puedan convivir tan enmarañada como armoniosamente. Desde luego, el conjunto es espectacular, aunque aquí no podamos pasar de presentarlo reducido a lo esencial y, si acaso, ojearlo a vuelapluma:

 

PROSAS

Novelas cortas:

Lisandro-Leonida

Teolinda-Artidoro / Leonarda-Galercio

Timbrio-Nísida / Silerio-Blanca

Rosaura-Grisaldo

Casos amorosos:

Lauso-Silena

Arsindo-Maurisa

Lenio-Gelasia

Disputa entre Lenio y Tirsi

 

VERSOS

Canciones amorosas

Égloga representada por Orompo, Orfenio, Crisio y Marsilio

Canto de Calíope

 

Entre las prosas, descuellan los casos amorosos, más o menos desarrollados narrativamente, ya que amplían, enriquecen y diversifican el entramado novelesco desde todas las ópticas: multiplican considerablemente los puntos de vista narrativos, amplifican significativamente la temporalidad incorporando un tiempo narrado más o menos largo, ensanchan geográficamente el espacio abriendo sus fronteras sin limitación alguna, diversifican la casuística amorosa hasta agotar todos los estados sentimentales imaginables, etc. Pero si algo de esa casuística llama la atención sobre todo lo demás, es —decíamos— la facilidad y diversidad técnica con la que se incorpora, la habilidad con la que se integra e interrelaciona y, fundamentalmente, la complejidad con la que se entrelaza —según ha explicado Muñoz Sánchez— y enmaraña hasta crear una madeja poco menos que irreconocible.

El primer plano lo ocupan, naturalmente, los cuatro casos amorosos intercalados como novelitas cortas en la historia principal, con una diversidad de planteamientos y de procedimientos integradores francamente asombrosa:

 

1. El primero de ellos es la historia trágica, a la italiana, de LISANDRO y LEONIDA, ocurrida a los dos nobles pastores en las riberas del Betis, cuyo desenlace cruel, el apuñalamiento de Carino por parte de Lisandro (como venganza de su maquiavélica traición que había provocado seis meses antes la muerte de Leonida), ocurre el primer día en las riberas del Tajo, en presencia de Elicio y Erastro, forzados a enterrar al difunto, perturbando gravemente el bucolismo idílico típico del género. Es una de las pocas historias nítidamente intercaladas, excepción hecha de su desenlace, pues el protagonista se la cuenta en primera persona autobiográfica esa misma noche, de un tirón, a Elicio, para dejarla zanjada y marcharse definitivamente de la aldea al día siguiente.

 

2. Mucho más complicado, desde todos los puntos de vista, es el segundo caso: la historia pastoril de TEOLINDA y ARTIDORO, iniciada en las riberas del Henares nueve días antes de que se incorpore —todavía en I-2d— a la novela como fracaso amoroso provocado por el milagroso parecido de la protagonista con su hermana gemela LEONARDA —según les cuenta ella misma en dos fragmentos autobiográficos a Galatea y Florisa—, que luego se duplicará con la incorporación de otro gemelo idéntico al protagonista, GALERCIO —según refiere ahora Leonarda, ya en IV-5d—, para terminar con el fraudulento enlace matrimonial —relatado en VI-8d por Teolinda— de Artidoro con Leonarda, que suplanta a su gemela, y el consiguiente desconsuelo de ésta, dedicada a evitar los intentos de suicidio de Galercio, perdidamente enamorado de Gelasia sin que ésta le corresponda, cuya suerte queda pendiente para la continuación de la obra. El enredo es tan morrocotudo como parece, y aun mucho más, pues Leonarda entra en escena en compañía de Rosaura y los dos gemelos están al cuidado de los rebaños de Grisaldo —una y otro protagonistas de la cuarta novelita intercalada—, en tanto que la hermana menor de éstos, Maurisa, perseguida por Arsindo, también se afana en proteger a Galercio de los desdenes de Gelasia, a quien también ama desesperadamente Lenio… Esto es, lo que parecía una simple historia amorosa más, puntualmente intercalada en primera persona, se instala con todo derecho en el marco principal para desgranarse en continuas reapariciones que entrelazan y cohesionan a buen número de materiales, pese a terminar inacabada.

 

3. Más interesante y rico en contenidos, al par que bastante menos enrevesado en su integración, es el tercer caso: el cuento de «los dos amigos» nobles jerezanos, TIMBRIO y SILERIO, y su historia amorosa con las hermanas NÍSIDA y BLANCA —también a la italiana, entre cortesana y bizantina—, añadida a partir de II-3d, y felizmente desenlazada en V-5n, ya en las riberas del Tajo, con la unión de ambas parejas, tras haberla desarrollado en dos bloques autobiográficos bien diferenciados, previa incorporación de sus protagonistas como personajes más del relato principal: el primero de ellos —a cargo de Silerio, de camino a la aldea y luego durante la velada— relata, en tres secuencias (II y III) separadas por causa de las bodas de Daranio, el enfermizo enamoramiento de la bellísima Nísida experimentado en Nápoles por ambos amigos, con el consiguiente desgarro interior entre amor y amistad, hasta que se separan cuando Timbrio sale vencedor de un duelo y, por un malentendido, piensa que Nísida ha muerto; el segundo —a cargo de Timbrio— prosigue contando, ya en V-5n, de un tirón, su venturoso y accidentado retorno por mar a España, pues se encuentra de manera fortuita con Nísida y Blanca en un bajel que, tras ser capturado por unos corsarios argelinos al mando de Arnaut Mamí, es milagrosamente devuelto a las costas catalanas, desde donde se dirigen a Toledo en compañía de Darinto, enamorado de Blanca, hasta que se encuentran, en la Fuente de las Pizarras (IV-5d), con el grupo de los pastores que los conducen hasta la ermita donde está Silerio.

 

4. Quizá el más variopinto de los casos planteados como novelitas cortas sea el cuarto y último, que ya sabemos entrelazado con el segundo, la historia también pastoril de ROSAURA y GRISALDO, pues lo único realmente intercalado —según cuenta Rosaura en IV-5d— son las causas (sus coqueteos con Artandro en la aldea de Leonarda, pese a estar enamorada de Grisaldo, provocadores de que éste acepte casarse con Leopersia y la protagonista haya venido a buscarlo en las riberas del Tajo hará ocho días) que originan de los dos episodios integrados en la historia principal, que la dejan suspendida en pleno nudo: primero, el misterioso encuentro de la pareja y su compromiso matrimonial manifestado ante las pastoras del Tajo, pendiente de que Grisaldo reconduzca su situación en su aldea y regrese; segundo, ya en V-6d, el violento rapto de Rosaura por parte del competidor agraviado, Artandro, y su huida a Aragón, que sólo se complementa con el mensaje de Maurisa anunciando el retorno de Grisaldo y el encargo de que le cuente lo sucedido, sin dejar por ello de añadirle una dimensión política a la historia.

 

Aunque de menor bulto y desarrollo narrativo, no son menos interesantes ni significativas las tramas amorosas secundarias, protagonizadas por numerosas parejas un tanto peculiares, pues complementan y enriquecen la casuística sentimental de la novela con toda una galería de relaciones tan variopinta como genuinamente cervantina, sin dejar de contribuir con eficacia a su organicidad compositiva: el desamorado LENIO, cuyos reniegos contra el amor resuenan reiteradamente a lo largo de los seis libros, termina rindiéndole vasallaje, cautivado por la dureza inquebrantable de GELASIA —también amada infructuosamente por Galercio—, sin más opción que implorar su piedad, aunque la trama se deja en suspenso; el discreto y refinado LAUSO, serenamente desamorado y esquivo en un principio, al par que no menos persistente en sus cantos, pasa por prendarse de la misteriosa y resbaladiza SILENA, para terminar liberándose de modo definitivo del yugo amoroso a causa de un desdén; el anciano ARSINDO, con sus venerables canas y todo, se pasa todo el libro intentando disimular lo que es sabido por todos, su fascinación amorosa por los verdes y pocos años de MAURISA, limitándose a seguirla dondequiera que va sin asomos siquiera de una posible relación, aunque el caso termina dejándose pendiente; las riquezas de DARANIO consiguen doblegar la voluntad de SILVERIA, en detrimento de las habilidades del despechado MIRENO —que termina desterrándose—, para desposarse con ella en un festejo de extraordinaria relevancia estructural: llena el cuarto día y cierra el tercer libro de la historia marco, aglutinando a la totalidad de su universo novelesco; con menor alcance, DARINTO, el compañero de travesía de Timbrio, renuncia voluntariamente a su amor por BLANCA, la hermana de Nísida, y abandona la escena, consciente de la inclinación de la muchacha, poco antes de aparecer SILERIO; en fin, puramente instrumentales a efectos discursivos son las parejas de los cuatro invitados a las bodas de Daranio que se encargarán de poetizar sus respectivas situaciones sentimentales en la égloga: OROMPO y LISTEA (muerte), ORFENIO y EANDRA (celos), CRISIO y CLARAURA (ausencia) y MARSILO y BELISA (desdén), aunque esta última no deja de incorporarse a las exequias de Meliso y su historia es una más de las que quedan pendientes al final.

La disputa sostenida por Lenio y Tirsi, en IV-5d, sobre la naturaleza del amor incorpora a las prosas de La Galatea un componente tratadístico, de naturaleza académica, cuidadosamente integrado en el marco narrativo principal de acuerdo con los parámetros sancionados por los diálogos renacentistas: se celebra en presencia de «todos los más principales pastores de la aldea», sin que dejen de sumarse los refinados invitados a las bodas de Daranio ni el grupo de Timbrio, que no deja de anteponer un tópico «menosprecio de Corte y alabanza de aldea», introducido de forma oportuna por Darinto («la ventaja que hace al cortesano y soberbio trato el pastoral y humilde vuestro») y cabalmente rematado por la canción que Lauso enviara a Larsileo y ahora recita Damón, para crear el pretendido ambiente académico; se ubica en «la Fuente de las Pizarras, a la sombra que en aquel lugar hacían las entricadas ramas de los espesos y verdes árboles», un locus amoenus especialmente apto para el tema y atenido al entorno aldeano de la obra; y ocurre, cómo no, a la hora de la siesta («salían a tener la siesta»). Bajo esas coordenadas, los contrincantes enuncian en sendas intervenciones sus posturas sobre el tema, escindidas entre la invectiva de Lenio y la defensa de Tirsi, de acuerdo con un guión compartido que explicita el segundo al comenzar su réplica («el cual tú definiste diciendo que era un deseo de belleza, declarando asimesmo qué cosa era belleza, y poco después desmenuzaste todos los efectos que el amor, de quien hablamos, hacía en los enamorados pechos, confirmándolo al cabo con varios y desdichados sucesos por el amor causados»), para terminar, en los dos casos, con sendas canciones conclusivas de sus posturas. Y, naturalmente, tan erudito y sesudo enfrentamiento de posturas, cuidadosamente autorizado a partir de las fuentes filográficas más difundidas (Gli Asolani, de Pietro Bembo; Dialoghi d’amore, de León Hebreo; Libro de natura de amore, de Mario Equicola), polariza el tema amoroso, siempre a vueltas con el neoplatónico «deseo de belleza», entre sus implicaciones carnales y espirituales, mundanas y celestiales, profanas y religiosas, proporcionándonos cifrada una de las grandes claves semánticas de La Galatea: la legitimación natural del «deseo» en cuestión, siempre y cuando se someta a la razón y se reglamente mediante el matrimonio, que mantiene Tirsi y acaba triunfando («Y, viendo asimesmo que la belleza humana había de llevar tras sí nuestros afectos e inclinaciones, ya que no le pareció quitarnos este deseo, a lo menos quiso templarle y corregirle, ordenando el sancto yugo del matrimonio, debajo del cual al varón y a la hembra los más de los gustos y contentos amorosos naturales le[s] son lícitos y debidos»).

Pasando ya a los «versos» incluidos en la novela, huelga insistir —según adelantamos— que su magnífico número aporta todo un cancionero poético, integrado por unas ochenta canciones, que representa la otra cara de La Galatea —acaso la más genuinamente bucólica si fiamos de la sobrina de don Quijote («se le antojase de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo», Quijote, I-VI)—, con todo derecho y en términos de equipolencia respecto a las prosas —como han demostrado Trambaioli o Trabado Cabado—, no sólo por su inagotable diversidad métrica y estrófica, sino también por su inabarcable conceptualización de lo amoroso y —sobre todo— por su habilísima concertación con lo prosístico para contribuir al desarrollo narrativo: la novela comienza, de hecho, con una canción de Elicio («Mientras que al triste, lamentable acento») y culmina, casi acaba, con el «Canto de Calíope» («Al dulce son de mi templada lira»). Así, por una parte, la versificación empleada responde a una apuesta integradora de los metros italianizantes con los castellanos, acoplados en toda suerte de moldes estróficos o genéricos (tercetos, estancias, octavas, sonetos, coplas castellanas, canciones trovadorescas, glosas, enigmas, etc.); por otra, los poemas desmenuzan el monotema amoroso en cuantos matices seamos capaces de imaginar (pasión, dolor, queja, lamento, ausencia, desdén, celos, desamor, despecho, traición, venganza, etc.), a la vez que recopilan la tópica convencional al respecto (tiranía del amor, servidumbre del amante, transformación de los amantes, dureza y crueldad de la amada, oposición yelo/fuego, etc.); y, en fin, las canciones desempeñan múltiples funciones narrativas imprescindibles: representan buena parte del modus vivendi pastoril —casi todos los personajes cantan—, aportando materia propiamente novelesca a sus salidas al campo, a sus siestas en los locus bucólicos, a sus festejos o a sus retornos a la aldea; interrumpen con frecuencia el curso de lo narrado, incorporando nuevos motivos a su desarrollo; anticipan, en cifra, los contenidos de las historias amorosas venideras, o las rematan en el mismo sentido una vez acaecidas; etc.

En fin, dentro de ese vasto conjunto métrico, no podemos dejar de dedicarle una mención especial, por su singularidad, extensión y relevancia compositiva a dos piezas ya citadas varias veces, la «Égloga de Orompo, Marsilo, Crisio y Orfenio» y el «Canto de Calíope», pues las dos aportan materiales nuevos (entre dramáticos e histórico-literarios) —aunque no ajenos a la tradición genérica—, las dos están excepcionalmente desarrolladas y las dos han sido distribuidas de manera estratégica, en III y VI, respectivamente, para introducir dos reuniones comunales de todos los pastores que remansan digresiva y equidistantemente el curso de la narración:

La extensa égloga («Salid de lo hondo del pecho cuitado»), representada por los pastores enumerados sobre un tablado tras el banquete nupcial de Daranio y Silveria, aporta el componente teatral a la novela —completando con ello los tres grandes géneros—, aunque tiene muy poco de acción dramática y mucho de simple recitación, pues está planteada más bien como certamen poético entre los cuatro participantes, centrado en determinar cuál de sus penas sentimentales es mayor (muerte, desdén, ausencia, celos; por ese orden), que luego será cabalmente evaluado por el docto Damón para sentenciarlo a favor de los celos —una de las grandes obsesiones cervantinas—, aunque no por ello carece de interés escénico el uso que se hace de las acotaciones internas, para ir dando paso a los distintos recitantes, ni la combinación de monólogo y diálogo para desarrollar la polémica, sin olvidar su rica polimetría, entre italianizante y castellana, que recurre incluso al verso de arte mayor. Por lo demás, la recitación escénica está perfectamente acoplada en las coordenadas narrativas de la historia marco: había sido anticipada al comenzar la relación de los invitados a las bodas con los cuatro recitantes, detallando ya sus respectivos padecimientos amorosos; se sitúa en el centro mismo del festejo nupcial —ante la comunidad pastoril entera—, supliendo así el vacío narrativo de unas bodas que realmente no se cuentan; se proyecta en el marco discursivo de la «sobremesa» pastoril generando la extensa digresión tratadística que Damón endilga para justificar su sentencia a favor de los celos («¡Oh celos, turbadores de la sosegada paz amorosa; celos, cuchillo de las más firmes esperanzas!»); etc. A ella le dedicaremos nuestro comentario de texto al final de este tomo.

El no menos extenso «Canto de Calíope» («Al dulce son de mi templada lira») también incorpora, en sus casi novecientos versos cabales, un componente nuevo, ahora de naturaleza histórico-literaria —en la línea del «Canto de Turia» incluido por Gil Polo en su Diana enamorada—, mucho más trascendente, desde todos los puntos de vista, y tan bien o mejor acoplado compositivamente en la totalidad de la novela, algunas de cuyas claves significativas nos da cifradas.

Como capítulo de historia literaria —entonado nada menos que por la musa Calíope—, entraña un catálogo laudatorio de cien ingenios españoles, todavía vivos y —más importante— dignos sucesores de los príncipes de la poesía (Homero, Virgilio, Dante, Petrarca, Ariosto, Garcilaso, Castillejo, Aldana, etc.), supuestamente enumerados sin orden ni concierto («no pienso guardar orden alguna […] Irélos nombrando como se me vinieren a la memoria») pero, realmente, agrupados en torno a unos cuantos ríos hispanos (Tajo, Betis, Darro, Tormes, Pisuerga, Ebro y Turia; sin olvidar a algunos nombres del «Nuevo Mundo» intercalados), tras haber sido precedidos por unos cuantos poetas soldados y verse epilogados, precisamente, por dos amigos de Cervantes: Pedro Laínez y Francisco de Figueroa; esto es, por DAMÓN y TIRSI… Así, una vez aceptada la erudición poética que la extensa nómina supone y reconocido el buen ojo crítico respecto a Góngora («En don LUIS DE GÓNGORA os ofrezco / un vivo raro ingenio sin segundo») o Lope de Vega («Muestra en un ingenio la experiencia / que en años verdes y en edad temprana / hace su habitación ansí la sciencia»), por ejemplo, se impone resaltar que el hiperbólico epílogo laudatorio final dedicado a Laínez-DAMÓN y a Figueroa-TIRSI («a dos soles que alumbran vuestra España», «satisfácese dellos todo el suelo, / y aun los admira, porque son del cielo») supone una maniobra —amiguismo elitista al margen— novelesca fascinante: supedita toda la relación histórica de vates españoles vivos al genio poético de los dos personajes que, precisamente, han capitalizado la talla artística de las canciones incluidas, de modo que La Galatea termina enseñoreándose del panorama poético de la época.

Por lo que respecta a la integración, narrativa y semántica, del divino «Canto», su meticulosa elaboración es tan obvia como innegables los aciertos alcanzados: se justifica como consecuencia inmediata de las exequias celebradas por la comunidad pastoril en homenaje conmemorativo del sin par Meliso («en pago del beneficio que a las cenizas de mi querido y amado Meliso habéis hecho») —Diego Hurtado de Mendoza—, un ritual oficiado anualmente por un «antiguo sacerdote», Telesio, con una ceremoniosidad tan aparatosa como espiritualizada («tres veces dijo las piadosas plegarias»), en esta ocasión potenciada por la elegía fúnebre en tercetos que entonan Tirsi, Damón, Elicio y Lauso; se ubica en el «Valle de los Cipreses», el paraje más emblemático, mítico y sobrenatural de las riberas del Tajo, previamente «divinizadas» por Elicio («creeré que Dios, por la mesma razón que dicen que mora en los cielos, en esta parte haga lo más de su habitación»); se introduce por boca de Calíope —ya sabemos— en una «estraña visión» nocturna poco menos, o más, que milagrosa («de la mesma sepultura de Meliso se levantó un grande y maravilloso fuego, tan luciente y claro que en un momento todo el escuro valle quedó con tanta claridad como si el mesmo sol le alumbrara»); etc. Sólo faltaba que la sacra voz de Telesio cifrase los contenidos del «Canto» para descubrir, o ratificar, el sentido último de éste —la promoción personal, la exaltación castellanista, la proyección nacionalista…— y aun de toda La Galatea:

 

Y no penséis que es pequeño el gusto que he rescibido en saber por tan verdadera relación cuán grande es el número de los divinos ingenios que en nuestra España hoy viven, porque siempre ha estado y está en opinión de todas las naciones estranjeras que no son muchos, sino pocos, los espíritus que en la sciencia de la poesía en ella muestran que le tienen levantado, siendo tan al revés como se parece, pues cada uno de los que la ninfa ha nombrado al más agudo estranjero se aventaja, y darían claras muestras dello, si en esta nuestra España se estimase en tanto la poesía como en otras provincias se estima.

 

 

5. OPINIONES SOBRE LA OBRA

 

Texto

 

El camino, pues, que nos lleva al texto crítico ha de arrancar de la princeps, pero por fuerza ha de recorrer una a una, como estaciones de paso, las diferentes ediciones antiguas y las mejores de las modernas. En ese trayecto, el cotejo y la conjetura son las dos herramientas con que cuenta el editor para reconocer y solventar, cuando sea posible, los errores, patentes y latentes, que hayan podido deslizarse en la princeps, sea porque se cometieron en la imprenta, sea porque ya estaban en el apógrafo utilizado como original. Es cuestión, por tanto, de echar mano de las armas de la filología, tras ponerlas a punto con lo que hoy sabemos de los métodos de trabajo en la imprenta manual y sobre el estado de la lengua y la cultura literaria en tiempos de Cervantes. […] Pero el interés de esa práctica filológica no se limita a ofrecer soluciones para determinados loci, sino que también sirve como un indicativo de la variedad de males que aquejan al texto de La Galatea impreso por Gracián: errores de puntuación que afectan al sentido; sustitución de unos caracteres por otros; omisiones de diverso pelaje, incluyendo el salto de igual a igual; pasajes que parecen irremisiblemente deturpados, etc. Todo ello asociado alguna vez con posibles manipulaciones textuales cometidas por los cajistas a raíz de una mala cuenta del original.

 

(Miguel de Cervantes, La Galatea,

Juan Montero et al., ed., Madrid, RAE, 2014, pp. 559-560)

 

 

Vida y obra

 

Recuperar el hilo de una existencia, más allá de las estampas consagradas por la posteridad: ese ha sido, desde hace dos siglos, el propósito mayor de cuantos han chocado en este enigma. […] Pero ¡cuántas oscuridades todavía! No sabemos nada, o casi nada, de los años de infancia y adolescencia del escritor; en varias ocasiones, durante meses, incluso durante años, entre el final de sus comisiones andaluzas y su instalación definitiva en Madrid, perdemos su rastro. Ignoramos todo sobre las motivaciones subyacentes a la mayoría de sus decisiones: su partida para Italia; su embarque en las galeras de don Juan de Austria; su matrimonio con una joven veinte años menor que él; su abandono del domicilio conyugal, tras tres años de vida en común; su retorno a las letras, al término de un silencio de casi veinte años. Hemos perdido buen número de sus escritos; dudamos de la autenticidad de los que después le han sido atribuidos; en cuanto a los que conservamos y que constituyen su gloria, no tenemos más que indicaciones sucintas sobre su génesis. Los autógrafos que nos han llegado se reducen a actas notariales, apuntes de cuentas y dos o tres cartas. Finalmente, ninguno de sus presuntos retratos es digno de fe, empezando por el que aparece en la cubierta de este libro.

 

(Jean Canavaggio, Cervantes. En busca del perfil

perdido, Madrid, Espasa-Calpe, 1992 [2.ª], pp. 9-10)

 

 

Vida pastoril

 

Porque lo primero, la vida pastoril es vida sossegada y apartada de los ruydos de las ciudades y de los vicios y deleytes dellas. Es innocente, assí por esto como por parte del tracto y grangería en que se emplea. Tiene sus deleytes, y tanto mayores quanto nascen de cosas más senzillas y más puras y más naturales: de la vista del cielo libre, de la pureza del ayre, de la figura del campo, del verdor de las yervas, y de la belleza de las rosas y de las flores. Las aves con su canto y las aguas con su frescura le deleitan y sirven.

[…]

Y a la verdad, los poetas antiguos, y quanto más antiguos tanto con mayor cuydado, atendieron mucho a huyr de lo lascivo y artificioso, de que está lleno el amor que en las ciudades se cría, que tiene poco de verdad y mucho de arte y de torpeza. Mas el pastoril, como tienen los pastores los ánimos senzillos y no contaminados con vicios, es puro y ordenado a buen fin; y como gozan del sossiego y libertad de negocios que les offrece la vida sola del campo, no aviendo en él cosa que los divierta, es muy bivo y agudo. Y ayúdales a ello también la vista desembaraçada, que de contino gozan, del cielo y de la tierra y de los demás elementos; que es ella en sí una imagen clara, o por mejor decir, una como escuela de amor puro y verdadero. Porque los demuestra a todos amistados entre sí y puestos en orden, y abraçados, como si dixéssemos, unos con otros, y concertados con armonía grandíssima, y respondiéndose a vezes y comunicándose sus virtudes, y passándose unos en otros, y ayuntándose y mezclándose todos, y con su mezcla y ayuntamiento sacando de contino a luz y produziendo los frutos que hermosean el ayre y la tierra. Assí que los pastores son en esto aventajados a los otros hombres.

[…]

De manera que la vida del pastor es innocente y sossegada y deleytosa, y la condición de su estado es inclinada al amor, y su exercicio es governar dando pasto y acomodando su govierno a las condiciones particulares de cada uno, y siendo él solo para los que govierna todo lo que les es necessario, y endereçando siempre su obra a esto, que es hazer rebaño y grey.

 

(Fray Luis de León, De los nombres de Cristo,

C. Cuevas García, ed., Madrid, Cátedra, 1982 [3.ª],

pp. 221-224)

 

 

BERGANZA.—«Digo que todos los pensamientos que he dicho, y muchos más, me causaron ver los diferentes tratos y ejercicios que mis pastores, y todos los demás de aquella marina, tenían de aquellos que había oído leer que tenían los pastores de los libros; porque si los míos cantaban, no eran canciones acordadas y bien compuestas, sino un “Cata el lobo dó va, Juanica” y otras cosas semejantes; y esto no al son de chirumbelas, rabeles o gaitas, sino al que hacía el dar un cayado con otro o al de algunas tejuelas puestas entre los dedos; y no con voces delicadas, sonoras y admirables, sino con voces roncas, que, solas o juntas, parecía, no que cantaban, sino que gritaban o gruñían. Lo más del día se les pasaba espulgándose o remendando sus abarcas; ni entre ellos se nombraban Amarilis, Fílidas, Galateas y Dianas, ni había Lisardos, Lausos, Jacintos ni Riselos; todos eran Antones, Domingos, Pablos o Llorentes; por donde vine a entender lo que pienso que deben de creer todos: que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas para entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna; que, a serlo, entre mis pastores hubiera alguna reliquia de aquella felicísima vida, y de aquellos amenos prados, espaciosas selvas, sagrados montes, hermosos jardines, arroyos claros y cristalinas fuentes, y de aquellos tan honestos cuanto bien declarados requiebros, y de aquel desmayarse aquí el pastor, allí la pastora, acullá resonar la zampoña del uno, acá el caramillo del otro.»

 

(Miguel de Cervantes, El coloquio de los perros,

en Obras completas II: Galatea, Novelas ejemplares,

Persiles y Sigismunda, F. Sevilla Arroyo,

ed., Guanajuato [México], Museo Iconográfico

del Quijote, 2012, pp. 513ab)

 

 

Género

 

Y, pues comenzamos por La Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser primero en semejantes libros.

—Este que se sigue —dijo el barbero— es La Diana llamada segunda del Salmantino; y éste, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo.

—Pues la del Salmantino —respondió el cura—, acompañe y acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos prisa, que se va haciendo tarde.

—Este libro es —dijo el barbero, abriendo otro— Los diez libros de Fortuna de Amor, compuestos por Antonio de Lofraso, poeta sardo.

—Por las órdenes que recebí —dijo el cura—, que, desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ése no se ha compuesto, y que, por su camino, es el mejor y el más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo; y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me dieran una sotana de raja de Florencia.

Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:

—Estos que se siguen son El Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y Desengaños de celos.

—Pues no hay más que hacer —dijo el cura—, sino entregarlos al brazo seglar del ama; y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar.

—Este que viene es El pastor de Fílida.

—No es ése pastor —dijo el cura—, sino muy discreto cortesano; guárdese como joya preciosa.

[…]

Pero, ¿qué libro es ese que está junto a él?

La Galatea, de Miguel de Cervantes —dijo el barbero.

—Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y, entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.

 

(Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha,

F. Sevilla Arroyo, ed., Madrid, Alianza Editorial, 2014,

vol. I, pp. 184-187)

 

Los protagonistas de estos relatos son, en general, pastores, aunque no falten personajes procedentes de otros lugares, incorporados a la acción de forma escalonada, que viven en un tiempo inconcreto, en la búsqueda del inolvidable ideal del Siglo de Oro, que tan pronto rememora la antigüedad pagana como participa de la religiosidad áurea, y que habitan en una geografía campestre, dominada por una Naturaleza idealizada, ejemplificada en el locus amoenus, y compartida mediante el canto amebeo, suscitando el debate entre el menosprecio de la corte y la alabanza de la aldea; estos pastores sienten el amor como una experiencia dolorosa, apesadumbrados entre los recuerdos de la amada y el olvido del que son víctimas, por el empeño de la contraria Fortuna, personajes cotillas, víctimas del sueño más predestinado o reparador, que se intercambian prendas, se comunican su pasión a través de las cartas, y no dudan en recurrir a la música para expresar su dolorido sentir, propiciando la alternancia de la prosa y el verso, la inclusión de extensos monólogos, o la presencia de continuas digresiones, que convierten los relatos en auténticos tratados de cortesanía, consecuencia del hibridismo literario que los domina, y dirigidos a un auditorio cortesano bajo el disfraz pastoril que les otorga la distinción de «novelas en clave», que concluyen con un final abierto.

 

(Miguel Ángel Teijeiro Fuentes, «La novela pastoril,

cauce del idealismo narrativo», en De los caballeros andantes

a los peregrinos enamorados. La novela española

en el Siglo de Oro, M. Á. Teijeiro Fuentes

y J. Guijarro Ceballos, eds., Cáceres, Eneida, 2007,

pp. 177-228; la cita en 177)

 

 

Composición y significado

 

Pero conviene poner las afirmaciones precedentes en una doble perspectiva que nos dará la medida del logro efectivo de la Galatea. Colocada en la tradición pastoril es de una novedad absoluta, que renueva el material de acarreo, al mismo tiempo que novela con aspectos de una realidad vedada por los cánones. Dentro de la imponente perspectiva de las obras cervantinas, la Galatea acusa muchas características que pasarán más adelante a la historia literaria como marcas indelebles del arte novelístico de su autor. Pero la intención de recrear una realidad integral, por encima de la circulante en las letras de su tiempo, queda fallida, pues el esfuerzo es prematuro. La armonía del cosmos poetizable no se logra, y a lo más que se llega es a adosar opuestos. Hay demasiada literatura para que esto pueda ser vida, y un exceso de vida que la aleja del idealismo del género. Mas lo que se debe tener muy en cuenta es que la Galatea plantea en forma cabal el problema de Vida y Literatura. Esta respuesta ha fallado, pero ya habrá otras, a cuya intelección recta ayudará la buena lectura de su primera novela.

 

(Juan Bautista Avalle-Arce, La novela pastoril española,

Madrid, Istmo, 1974 [2.ª], pp. 247)

 

La Galatea está plagada de imágenes que siguen el viejo esquema alegórico de la peregrinación amorosa. El tópico de la peregrinatio, tan importante en el Quijote y en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, aparece también en la novela pastoril que recoge, aparte de la religio amoris, la tradición del solitario, el ermitaño, el enfermo, el loco, el maestro y el peregrino de amores. Los viajes emprendidos, los cambios de destino, las aventuras insertadas, características del que busca los cambios de localización, y el caminar y desplazarse de los pastores ofrecen, en su peregrinar largo o cotidiano, cambios al estatismo del solitario que recita el catálogo de sus sufrimientos y desdichas. El hecho de que a cada lugar se le asigne un destino hace que los protagonistas busquen en cada momento el espacio propicio según su estado de ánimo. El monólogo o el diálogo requieren también distintas ambientaciones. Hay así dos modos de encuadrar el discurso: uno estático —sea locus amoenus, floresta, bosque, lugar maravilloso, jardín, ermita o choza en la aldea— y otro dinámico, que se comprende en el caminar, con un itinerario limitado, al principio del cual se inicia el recuento y éste acaba cuando se llega al lugar previsto. […]

El peso de todos los conceptos que organizan la materia amorosa y la encaminan por los senderos de los conocidos tópicos es tan fuerte que no creo deba ser desestimado o minusvalorado a la hora de analizar la obra cervantina. […] La obra cervantina se nutre de elementos de la novela sentimental y de la novela bizantina, del diálogo renacentista y de la égloga poética y dramática, del cancionero tradicional y de la poesía italiana, del debate académico y el cuento folklórico, entre otros, pero descuella por haber sabido enriquecer y ampliar los modelos anteriores desde la Diana, en acabada perfección que no hay por qué juzgar desde la perspectiva del Quijote o de la novela picaresca. La Galatea —valga la expresión— si buena, porque pastoril.

 

(Aurora Egido, «Topografía y cronografía en

La Galatea», en Lecciones cervantinas, A. Egido, coord.,

Zaragoza, Caja de Ahorros, 1985, pp. 51-93;

la cita en 74 y 80-81)

 

Por tanto, a la vista de los acontecimientos, la estructura de La Galatea, desde nuestro punto de vista, es totalmente asimétrica, a pesar de estar dividida en dos partes. A saber: 1) Los cinco primeros libros por un lado, donde se desarrollan por completo las cuatro novelas insertadas y cuya función no es sino romper la bucólica tradicional con la entrada y posterior igualación de lo particular histórico en lo universal poético, que, además, conlleva un aprendizaje en nuestros pastores al entrar en contacto con personajes no idealizados, capaces de lo mejor, como Silerio, y de lo peor, como Artandro, Leonarda, Carino, y, especialmente, Crisalvo, asesino de su propia hermana, y al poder presenciar los distintos casos de amor que se representan en cada una de las interpolaciones. 2) Por otro, el sexto y último de la obra, donde ya no hay espacio para la historias intercaladas, ya que su función ha dejado de ser pertinente, debido a que nuestros pastores ya están adoctrinados y se encuentran en el seno de la más pura realidad, esto es, han dejado de pertenecer al idealizado mundo de la bucólica tradicional, como se infiere de la resolución, más que probable, violenta, que han determinado tomar para impedir el casamiento de Galatea con el rico pastor lusitano. Por otra parte, en este libro VI, se produce el hermanamiento definitivo entre los pastores del Tajo y del Henares, como podemos colegir del Canto de Calíope y por el casamiento de Galatea.

 

(Juan Ramón Muñoz Sánchez, «Hacia una nueva visión

de la estructura de La Galatea», Epos, XIX (2003),

pp. 89-101, la cita en 97-98)

 

Los pastores del Tajo y del Henares, los pastores castellanos, dejan de ser meros pastores convencionales y pacíficos para pasar a la acción violenta, si llegara el caso, con lo cual su nacionalismo se pone por encima de su pastorilismo, que se quiebra ante las presiones irrefrenables de aquél. La ruptura del mundo arcádico y dorado de la bucólica es ya definitiva, a causa de la irrupción dentro de él de la realidad más ingrata y dura, concretada en las presiones de la soberanía política, de la autoridad paterna y del poder del dinero. La reacción nacionalista es lógica, desde los parámetros de la realidad coetánea castellana, que se siente postergada por la primacía de Portugal, por las prebendas que se concedieron a los portugueses para facilitar la incorporación de su reino, antes reservadas para los castellanos: así, en todo caso, quiere verlo Cervantes, quizá por los agravios personales que padeció, a causa del desdén y la ingratitud con que fueron ignorados sus muchos méritos y padecimientos en defensa de la patria, para él consecuencia directa de la anexión de Portugal y de la prioridad excesiva concedida a ella, que postergó cualquier otro reconocimiento, al menos el suyo. Los castellanos del Tajo-Henares, en todo caso, no dejarán que un forastero portugués les haga «notorio agravio» y les despoje del más representativo símbolo de su identidad nacional, de Galatea, aunque para ello tengan que renunciar a su paz bucólica y aquietada. La cuestión, tal y como se plantea, afecta a la prioridad de Castilla y a la defensa de sus derechos contra Portugal. De ahí que las riberas del Tajo, sin dejar de ser pastoriles, reaviven su nacionalismo. Desde esta óptica, la clave real y realista de esta novela pastoril era imprescindible para que el castellanismo tuviera sentido pleno de identidad nacional sin dejar de ser, al mismo tiempo, un nacionalismo poético.

 

(Antonio Rey Hazas, «Galatea, La»,

en Gran Enciclopedia Cervantina. V: entremés -

García de Arrieta, A., C. Alvar, dir., F. Sevilla

Arroyo, coord., Madrid, CEC-Castalia, 2008,

pp. 5061b-5083b; la cita en 5081b-5082a)

 

 

Estilo y lengua

 

Cervantes fija, pocas líneas antes, en el mismo prólogo, un breve decálogo de normas expresivas —un ideal de estilo— adecuado a la literatura pastoril en lengua castellana. Este ideal se cifra en la consecución del «artificio de la elocuencia» por parte de todo poeta que en el futuro quiera tratar de «empresas más altas y de mayor importancia» (esto es, elevar el castellano a la épica y a la Historia); mientras, el ejercicio de la poesía (pastoril) debe permitirle alcanzar ciertas cualidades («facilidad y dulzura», «gravedad y elocuencia») necesarias para mostrar los «conceptos agudos, greves, sotiles y levantados» connaturales al genio español.

[…]

En el caso de la materia bucólica, en concreto, el estilo humilis prescrito en la Antigüedad para las églogas de Virgilio, ya se había visto sustituido por el estilo mixto o medio en la Arcadia de Sannazaro, de manera que Cervantes no tuvo más que colocarse en esa estela de una expresividad sencilla y natural, a la vez que elegante; inevitablemente artificial por los requerimientos de su función oratoria, y sin embargo refractaria a los aderezos de un ornatus excesivamente recargado.

 

(Miguel de Cervantes, La Galatea,

Juan Montero et al., ed., Madrid, RAE, 2014, pp. 532-533)

 

 

6. BIBLIOGRAFÍA ESENCIAL

 

Ediciones

 

—Primera parte de La Galatea, dividida en seis libros, Alcalá, Juan Gracián, 1585 (BNE: Cerv. 2538 y Cerv. 1255).

 

—AVALLE-ARCE, Juan Bautista, Madrid, Espasa-Calpe, 1987.

 

—LÓPEZ ESTRADA, Francisco y LÓPEZ GARCÍA-BERDOY, María Teresa, Madrid, Cátedra, 1995.

 

—MONTERO, Juan et al., Madrid, RAE, 2014.

 

—SCHEVILL, Rudolph y BONILLA, Adolfo, Madrid, Impr. de Bernardo Rodríguez, 1914 (2 vols.).

 

—SEVILLA ARROYO, Florencio, México, Museo Iconográfico del Quijote, 2012 (Obras completas II, pp. 5-207).

 

— y REY HAZAS, Antonio, Alcalá de Henares, CEC, 1994 (Obra completa, II, pp. 9-411 y vol. 1 de la Obra completa, Madrid, Alianza Editorial, 1996).

 

 

Estudios

 

—AVALLE-ARCE, Juan Bautista, La novela pastoril española, Madrid, Istmo, 1974 (2.ª).

 

—, ed., «La Galatea» de Cervantes cuatrocientos años después (Cervantes y lo pastoril), Newark, Delaware, Juan de la Cuesta, 1985.

 

—CANAVAGGIO, Jean, Cervantes. En busca del perfil perdido, trad. de M. Armiño, Madrid, Espasa-Calpe, 1992 (2.ª).

 

—CASALDUERO, Joaquín, «La Galatea», en Suma cervantina, ed. de J. B. Avalle-Arce y E. C. Riley, Londres, Tamesis, 1973, pp. 27-46.

 

—CASTILLO MARTÍNEZ, Cristina, ed., Antología de libros de pastores, Madrid, Centro de Estudios Cervantinos, 2005.

 

—CASTRO, Américo, El pensamiento de Cervantes, nueva ed. con notas de J. Rodríguez Puértolas, Barcelona-Madrid, Noguer, 1980 (2.ª).

 

—EGIDO, Aurora, «Topografía y cronografía en La Galatea», en Lecciones cervantinas, Zaragoza, Caja de Ahorros, 1985, pp. 51-93.

 

—LÓPEZ ESTRADA, Francisco, La «Galatea» de Cervantes. Estudio crítico, La Laguna, Universidad de La Laguna, 1948.

 

—, Los libros de pastores en la literatura española. La órbita previa, Madrid, Gredos, 1974.

 

—MUÑOZ SÁNCHEZ, Juan Ramón, «Hacia una nueva visión de la estructura de La Galatea», Epos, XIX (2003), pp. 89-101.

 

—REY HAZAS, Antonio, «Cervantes frente a Felipe II: pastores y cautivos contra la anexión de Portugal», Príncipe de Viana, XVIII (2000), pp. 239-260.

 

—, «Galatea, La», en Gran Enciclopedia Cervantina. V: entremés - García de Arrieta, A., dir. C. Alvar, coord. F. Sevilla Arroyo, Madrid, CEC-Castalia, 2008, pp. 5061b-5083b.

 

—TEIJEIRO FUENTES, Miguel Ángel, «La novela pastoril, cauce del idealismo narrativo», en De los caballeros andantes a los peregrinos enamorados. La novela española en el Siglo de Oro, eds. M. Á. Teijeiro Fuentes y J. Guijarro Ceballos, Cáceres, Eneida, 2007.

 

—TRABADO CABADO, José Manuel, Poética y pragmática del discurso lírico. El cancionero pastoril de «La Galatea», Madrid, CSIC, 2000.

 

—TRAMBAIOLI, Marcela, «La utilización de las funciones poéticas en La Galatea», Anales Cervantinos, XXXI (1993), pp. 51-73.

 

 

7. LA EDICIÓN

 

La presente edición de La Galatea no responde a otro objetivo crítico, ni entraña mayor ambición ecdótica, que ofrecerle al lector un texto absolutamente fiable de la primera novela cervantina, exento de los abusos correctistas —supuestamente académicos— a los que se vienen sometiendo los originales de nuestro autor en los últimos tiempos. Por eso, partimos directamente de la edición príncipe, salida de las prensas alcalaínas de Juan Gracián en 1585 —que hemos manejado a través de los ejemplares Cerv. 2538 y Cerv. 1255 de la BNE—, para ofrecer una transcripción esencialmente respetuosa con sus lecturas, previa revisión crítica, aunque no incluida aquí, de la tradición textual y de las ediciones más autorizadas (Schevill y Bonilla, Avalle-Arce, López Estrada y López García-Berdoy, Montero, etc.).

De resultas, le ofrecemos al lector un texto depurado filológicamente durante muchos años de investigación y transcrito de acuerdo con los criterios de modernización propios de este tipo de ediciones: actualización de lo ortográfico sin valor fónico, de la puntuación, de los signos suprasegmentales, del empleo de mayúsculas, de la división en párrafos…, pero respetando cuantas peculiaridades (léxicas, morfológicas, sintácticas, fónicas…) son propias del español del Siglo de Oro.

En la anotación hemos rehuido todo exhibicionismo bibliográfico y erudito, en beneficio de la funcionalidad explicativa, procurando abarcar los aspectos más sobresalientes de la novela: modelos asumidos, tópicos repetidos, pasajes oscuros, autores citados, etc.