Cage aparcó junto al parque de Weaver y apagó el motor, sin apartar la vista de Belle. Ella estaba en el jardín de su casa, inclinada sobre una cortadora de césped. Vestía unos pantalones largos y la parte de arriba de un bikini.
Era una mujer molesta, entrometida, demasiado sexy para estar tan delgada. Pero él ya sabía esas cosas cuando la había contratado. Las pensaba desde el primer día que la había visto, cuando ella había acudido a pedirle que le diera permiso a su hija para el maldito viaje a Chicago.
Así que estaba preparado para eso. Se había preparado para tener viviendo bajo su techo a la hija del hombre al que siempre había odiado. Y todo, porque estaba desesperado por demostrar a unos cuantos abogados que nadie, ni siquiera el matrimonio más rico, podía proporcionarle a Lucy un hogar mejor que el que él le daba.
Pero para lo que no estaba preparado era para que la mujer se convirtiera en la heroína de su hija. El día anterior había descubierto a Lucy haciendo los ejercicios por sí sola, y ella lo había acusado de haber echado a Belle a propósito. Y él no estaba preparado para eso. Nunca se hubiera imaginado que saldría a buscar a aquella mujer dos días más tarde, tragándose su orgullo.
Belle se había sentado en el césped y golpeaba la cortadora sin mucha idea de qué estaba haciendo. Cage salió del coche y se acercó a donde estaba ella. Parecía tan joven… aunque sólo era unos años más pequeña que él.
Quizás él parecía mayor porque desde los dieciséis años había tenido que ocuparse del rancho.
Desde la verja, pudo oírla maldiciendo a la máquina. Le hizo gracia.
—¿Dónde está el problema? —preguntó, subiéndose más las mangas de la camisa.
Ella dio un respingo y giró la cabeza hacia él. Una mezcla de emociones cruzaron su rostro.
—No arranca —respondió ella, girándose de nuevo hacia la cortadora—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Cage se arrodilló al otro lado de la máquina. Era más seguro concentrarse en aquel motor que en Belle.
—He traído a Luce a la ciudad. Está en casa de Emmy Johannson.
—¿La has puesto a buen recaudo para que yo no pueda conducirla por el mal camino? —preguntó ella, haciéndole un gesto para que se alejara un poco—. Vas a mancharte esa elegante ropa.
¿Una camisa gris y unos vaqueros negros eran ropa elegante? Ella debía de pensar que él era un pueblerino.
—Luce me ha dicho que no ibas a dejarla montar a caballo —comentó él.
—También te lo dije yo —respondió ella, intentando quitar la tapa del motor.
Dios. Él tenía una visión directa de su escote, y ella no se daba cuenta. Sus pezones estaban duros como…
Cage apartó la vista.
Ella resopló y se sentó de nuevo en el césped.
—Esto es inútil.
Lo inútil era intentar apartar de su mente la imagen de aquellos pechos.
—Ella también insinuó que no regresarías el lunes. Dame la llave inglesa.
Cage estudió durante unos minutos la cortadora y luego retiró con facilidad la cubierta del motor y la dejó a un lado.
—Fanfarrón —murmuró Belle.
—De nada.
Ella le quitó la llave inglesa de las manos.
—Si has venido a despedirme, hazlo ya y vete. Como puedes ver —dijo ella, paseando la vista por la máquina—, tengo cosas que hacer.
Comenzó a toquetear las piezas y Cage supo que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Se sintió repentinamente enfadado.
—No he venido a echarte. Acabo de decirte lo que Lucy me ha dicho. He venido para asegurarme de que no vas a dejarme tirado. No metas el dedo ahí.
Intentó apartarle las manos, pero ella no tenía intención de moverse.
—¡Es mi cortadora de césped!
Él cerró sus manos sobre las de ella.
—¿Y por eso debería quedarme sentado y dejar que arruinaras la posibilidad de arreglarla?
Ella enarcó las cejas. La grasa les mantenía las manos unidas. Cage sintió que un estremecimiento le recorría la espalda, nublando su razonamiento. Soltó a Belle. Ella se sentó sobre el césped de nuevo.
—Así que has venido porque temías que te dejara tirado.
—¿Ibas a hacerlo?
—Yo no dejo tirada a la gente que me importa —contestó ella, después de unos instantes—. Y Lucy me importa. Pero estoy deseando regresar a mi trabajo en el hospital en Cheyenne. Si no vivieras como un ermitaño en tu rancho, conocerías los rumores. Aquí todo el mundo habla de todo el mundo.
Colocó la tapa en su sitio y se puso en pie. De pronto miró a lo lejos e hizo una mueca de desagrado.
—Oh, genial. Brenda Wyatt acaba de vernos.
—Hablando de fisgonas —añadió Cage.
—¿Tienes algún problema, Belle? —preguntó la mujer, acercándose a ellos y tratando de advertir detalles de la escena que pudiera difundir más tarde—. ¿Puedo ayudarte?
—No, a menos que tu marido tenga una bujía para esta cosa —dijo Belle, golpeando la cortadora de césped con el pie.
—Iré a ver —dijo la mujer, y se encaminó apresuradamente hacia su casa.
Belle miró a Cage burlona.
—Va a volver. No hace falta que te quedes, ya has hecho tu buena obra del día: le has proporcionado horas de rumores a Brenda.
—¿Va a ser así a partir de ahora entre tú y yo cuando vuelvas al Lazy-B? —preguntó él, que aún dudaba de su regreso—. ¿Una guerra continua?
—Eres tú quien la ha declarado, Cage.
—Creí que querías que nos comportáramos civilizadamente por el bien de Lucy.
—Sólo intentaba ayudar, que es lo que he tratado de hacer desde que llegué allí. Pero tú siempre me has tratado mal. Siento mucho lo que sucedió en el pasado, Cage, seguramente más de lo que tú crees. Quizás pienses que estás faltando a la memoria de tu padre, o de tu madre, al haberme contratado a mí, al enemigo. Pero tu padre está muerto y tu hija está bien viva. Y yo quiero ayudarla.
—¿Crees que no lo sé? —preguntó él, bajando la voz al ver acercarse a Brenda.
—Aquí tienes, ya me las devolverás —dijo la mujer, y se giró hacia Cage—. ¿Cómo está la pequeña Lucy? Después de esa tragedia tan horrible…
Cage agarró la caja de las bujías y se dispuso a reemplazar la gastada. No quería hablar con aquella mujer.
—Por Dios, Brenda, que Lucy no está paralítica —le recriminó Belle.
La sonrisa de Brenda se tensó.
—¿El que va a cruzar la calle no es tu hijo pequeño? —le preguntó Cage, deseando que se fuera.
Ella se giró.
—¡Timothy Wyatt! —exclamó, saliendo detrás del niño—. ¡Sube a la acera ahora mismo!
Cage colocó la bujía en su sitio y se puso en pie. Arrancó el motor, que se puso en marcha suavemente.
Belle agarró el mango de la cortadora.
—Gracias. Creo que… bueno, deberías entrar en casa y lavarte las manos al menos. Así no te mancharás la ropa de grasa.
Él asintió y se encaminó hacia la casa, mientras Belle se afanaba en pasar la cortadora de césped por su minúsculo jardín.
Cage fue hasta la cocina y se lavó las manos en el fregadero. Luego se detuvo delante del frigorífico. La puerta estaba llena de fotos, pero ninguna era de su padre. Casi todas eran con sus alumnos, algunas con la que debía de ser su hermana.
Le llamó la atención una fotografía: Belle, sonriendo de oreja a oreja, con birrete y su diploma de estudios en la mano. Tenía casi el mismo aspecto que en aquel momento.
Él recordó el día en que se licenció, hacía cinco años, a los veinticinco.
Iba a salir de la casa justo cuando Belle estaba entrando. Ella tenía briznas de hierba en los pantalones, y Cage se detuvo en seco cuando ella se los quitó y se quedó en bikini, mientras sacudía los pantalones en el porche.
—¿Has logrado limpiarte la grasa? —le preguntó ella.
Él ya no era el adolescente que se dejaba impresionar por los ardides seductores de una rubia mayor que él, pero se quedó tan petrificado como si fuera la primera vez que veía semidesnuda a una mujer.
—¿Cage?
El bikini no era atrevido, pero mostraba lo suficiente.
Ella se miró e hizo una mueca.
—Lo siento, debería haberte advertido —dijo, y se dirigió hacia la cocina.
Seguro que podía abarcar aquella cintura finísima con sus manos, pensó Cage. Sus pechos, que no lograba sacarse de la cabeza desde que los había visto, cabrían justo en las palmas de sus manos. Y sus caderas…
Oyó el sonido del agua y al poco rato Belle apareció cubierta con una camisa de hombre que le llegaba hasta las rodillas.
—¿Advertirme de qué? ¿Y de quién es esa camisa?
—De las cicatrices. Bueno, ya conocías algunas.
Cierto, las cicatrices. Pero no eran ellas las causantes de su hinchazón en la entrepierna. Belle pasó casi rozándolo camino del salón. ¿Lo estaba haciendo a propósito?
—¿Cuánto tiempo necesitaste para recuperarte? —preguntó él, intentando pensar en algo que lo distrajera.
Esa tarde iba a llevar a Lucy a visitar a su abuela. Pero ni siquiera esa idea logró aliviarlo.
Belle se giró hacia él.
—Casi dos años. La rehabilitación me hizo perder un curso escolar. Pero con un poco de suerte, si logramos que Lucy mejore un poco en sus notas, ella no tendrá que repetir curso. Yo también tuve una profesora particular, los años de instituto, para recuperar el tiempo perdido. Si no, mi hermana gemela se hubiera graduado antes que yo.
Cage sintió que ya habían hablado suficiente de la familia de ella.
—¿Acostumbras a desnudarte delante de extraños, señorita Day?
Ella bajó la vista un instante y lo miró con cara de inocente.
—Pues claro que sí, Cage, creí que lo sabías —dijo en tono de broma, pero se sonrojó—. ¿Piensas seguir llamándome señorita Day, a pesar de que me has visto en bañador? Deberíamos casarnos por el escándalo que vamos a provocar.
Él casi rió, pero ella no se dio cuenta.
—Soy alérgica al césped, y tenía los pantalones llenos —dijo ella, regresando a la cocina.
Él la siguió.
—Si eres alérgica al césped, ¿por qué lo tienes, y sobre todo, por qué lo cortas tú?
—¿Y quién si no iba a hacerlo?
—Contrata a alguien.
Ella lo miró enojada.
—Yo podría decirte lo mismo, así tendrías algo de tiempo para estar con tu hija, que te necesita.
—¿Estás diciéndome que no me preocupo de la persona a la que más quiero? ¿Que soy un bicho?
Ella se quedó quieta un instante.
—No. He conocido a hombres que son auténticos bichos. De hecho, estuve comprometida con uno.
A pesar de que Cage no era muy dado a los chismorreos, conocía la historia de Belle. ¿Sería ese novio anterior el dueño de la camisa? No quiso pensarlo, no quería que le importara.
Ella sacó dos cervezas de la nevera y le ofreció una.
Cage negó con la cabeza.
—No bebo alcohol.
Ella se encogió de hombros, volvió a dejar las cervezas en la nevera y sacó dos botellas de agua. Le tendió una y bebió de la suya con fruición. Cage estuvo a punto de echarse la suya por encima, para aliviar algo sus ardores.
—¿Cuál es tu verdadero nombre? —le preguntó ella curiosa.
—¿Cómo?
Lo último en lo que estaba pensando era en su nombre.
—Cage no es tu nombre de pila…
—No, es un apodo desde pequeño.
—Bueno, ¿y cómo te llamas en realidad? —insistió ella.
—Mi nombre es… único —respondió él, intentando centrarse en la conversación y no en las ardientes imágenes que rondaban su mente.
Belle enarcó las cejas.
—¿Estás dándome una pista? Estoy sorprendida. Es único, pero ¿único para un hombre, único en el mundo…?
—¿Vas a regresar mañana al Lazy-B o no? —la interrumpió él bruscamente.
Ella entornó los ojos y le mantuvo la mirada durante un rato. Luego se sonrojó y la desvió.
Así que sí se estaba dando cuenta de algo de la química que había entre ellos…
Si ella hubiera sido otra mujer, Cage hubiera seguido el impulso de la naturaleza: se habría acercado a ella, apoyándola contra la nevera, y la habría besado hasta que los dos hubieran perdido la noción del tiempo. Luego, le habría quitado el bikini y habría comprobado si sus pezones eran tan dulces como él esperaba.
Pero ella seguía sin darle una respuesta.
—¿Y bien?
—Con una condición —dijo ella, después de unos momentos—. Bueno, quizás más de una.
—¿De qué se trata? —preguntó él, apretando la mandíbula.
—Pedirte que no me trates como si yo fuera el enemigo seguramente será demasiado, pero al menos podrías dejar de tratarme como a una profesora y llamarme Belle. No te enfadarás si Lucy y yo visitamos, y digo visitamos simplemente, los establos. Y, en tercer lugar, le sugerirás a Lucy que celebre una fiesta de cumpleaños.
—Pero si Lucy no quiere ninguna fiesta…
Belle chasqueó la lengua.
—Puede que tú reconozcas una bujía descargada, Cage, pero yo reconozco a una niña sola en cuanto la veo. Además, ella y yo hemos hablado de esto. Ella quiere dar una fiesta, pero cree que tú no le dejarías hacerlo.
—Si quiere dar una fiesta, me parece bien.
—Irán chicos —señaló ella.
—¿Cómo?
—Vamos, relájate un poco. Tu hija es una adolescente y, si lo recuerdas, cuando eres adolescente empiezas a interesarte por el sexo opuesto.
Él lo recordaba demasiado bien, entre los trece y hasta los veinte había un tema que ocupaba casi toda su mente. Y era lo mismo que pensaba cada vez que ponía los ojos en la señorita Belle Day.
—Recuerdo lo que yo hice cuando apenas tenía diecisiete años: concebir a Lucy.
Por la forma en que Belle lo miraba, Cage supo que aquello no era una revelación para ella. Quizás sólo hubiera vivido en Weaver seis meses, pero con el nivel de chismorreo del pueblo, se habría enterado.
—Me acosté con una rubia sexy que vi bailando en un rodeo —añadió él en tono plano.
No quería que Belle le tuviera lástima ni nada por el estilo.
—Afortunadamente —continuó—, he aprendido a no hacerme caso cuando deseo cosas que no son buenas para mí.
Ella se sonrojó, dándose cuenta del doble sentido de aquella afirmación. Se cruzó de brazos, cerrándose aún más la camisa.
—Resumiendo, que tu hija y sus amigos están más interesados en darse la mano y bailar que en… otras cosas. Si aceptas, estaré en el Lazy-B mañana por la mañana.
—De acuerdo, puede celebrar su fiesta.
—¿Y qué más? —le instó Belle, enarcando las cejas expectante.
—Y podéis ir a ver a los caballos, pero me gustaría que me dejarais acompañaros.
Era lo más razonable que podía plantear.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Y qué más?
Cage apretó la mandíbula.
—Y si yo hubiera tenido una profesora como tú, no me habría saltado las clases para acostarme con Sandi Oldham —dijo, acercando sus dedos a los labios de ella—. Créeme, señorita Day, algunas cosas es mejor dejarlas como están.