CAPÍTULO
XI
La decisión estaba tomada. Ya no había vuelta atrás, a pesar del silencio reinante. Nadie había intentado que cambiara de parecer. Juan Bautista y su mujer partían de Southampton. Regresaban a América. Ya no le encontraban demasiado sentido a seguir viviendo allí. Con su hijo Juan Manuel establecido en París para continuar con sus estudios, la vida en Inglaterra ya no tenía razón de ser para ellos.
Juan Bautista no la había pasado bien en Southampton. Los problemas económicos habían regido sus días. Lo que había heredado tras la muerte de su madre se había esfumado pronto. De aquello ya no quedaba casi nada y de su padre podía esperar poco. La situación de éste no era la mejor, pero tampoco había recibido alguna atención especial de su parte. Juan Bautista estaba acostumbrado a no reclamarle nada aunque el dolor lo atravesara. Los años habían pasado, tenía una esposa y un hijo, aunque por momentos aún se sentía como aquel niño desamparado que había sido alguna vez.
Había intentado diversos caminos para subsistir pero ninguno había resultado demasiado. Cándido Pizarro, un amigo de toda la vida, le había enviado ayuda económica a través de la firma Bunge, desde Londres. Incluso, algunas veces, tan sólo pedirlo, le habían entregado fondos antes del arribo de los giros correspondientes. Pizarro no sólo había socorrido a su amigo, sino que había cumplido con el envío de algunos encargos de Rosas: un lazo, un maneador, una cincha y un bozal. Don Juan Manuel elogiaba la amistad que había mantenido su hijo con Cándido. «Nada es comparable como contar con el corazón sano de un verdadero amigo; uno de los pocos consuelos de la amarga vida», le había dicho alguna vez.
También había viajado a París con su primo Lucio Victorio Mansilla, en busca de posibles negocios. «Veremos si hay algo que nos convenga por esos pagos», había dicho. Alguien les había comentado que las lanas estaban a muy buen precio tanto en Francia como en Inglaterra, pero todo había quedado interrumpido tras la decisión del regreso.
Manuelita había sido la primera en enterarse de la noticia. A pesar de la tristeza que le daba separarse de su hermano, entendía que aquello era lo mejor para él.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué tan lejos, Juan? ¿Acaso quieres escapar de Tatita?—le preguntó.
—Porque si no lo hago ahora no lo haré nunca. No puedo armar una vida a la sombra de mi padre, Manuela. Su figura es inmensa, de más está decirlo y nada de lo que yo haga estará bien a sus ojos. Necesito alejarme —intentó explicarle.
—¿Y adónde irán?
—A Santa Catalina, en Brasil.
—Claro, Buenos Aires es un peligro todavía. En Brasil estarán a salvo de los arrebatados de siempre.
Mercedes tomó de la mano a su marido. A pesar de todas las contingencias que habían pasado, ella seguía confiando en él.
—¿Y ustedes, Manuelita, seguirán aquí? —preguntó con mirada amorosa.
—Ahora más que nunca, mis queridos. Aún no lo sabe nadie pero estoy encinta otra vez. Y otra vez me muero de miedo.
Mercedes ahogó un grito y la abrazó. A los pocos segundos la soltó con cuidado, como si pudiera romperla en mil pedazos.
—Esta vez será la buena, ya verás, mi querida —dijo Mercedes tomando la mano de su cuñada. —No pienses cosas feas, Manuelita. Dios te dará un hijo hermoso, ya lo verás.
Manuelita no pudo evitar la emoción. Su hermano le palmeó el hombro y le sonrió. Estaba feliz por ella pero quería ser prudente. Ya habían pasado por la misma euforia y el desencanto había sido tremendo.
—¿Y Máximo que dice? —preguntó Mercedes.
—Aún no le he dicho nada, son los primeros en enterarse. Por favor, guarden el secreto. No quiero ilusionarlo todavía. Tengo terror.
—No te confundas, no menosprecies a tu esposo. Es inteligente y te adora. Ningún hombre te cuidará como él. Tienes que confiar.
Manuelita asintió con cautela. Ya se lo diría, ya llegaría el momento. No quería atosigarlo con sus problemas ni crearle ansiedad inútilmente.
—Bueno, mis amores, ¿cuándo parten, entonces? —dijo Manuelita, cambiando abruptamente de tema.
—En tres o cuatro días. Dependemos de la llegada del barco, pero no será más que eso —confirmó Juan Bautista.
—¿Y Tatita ya lo sabe?
—¿Para qué decírselo con antelación?
Manuelita tomó las manos de Juan. Igual que cuando eran chicos. Ella era menor que su hermano pero siempre había cuidado de él como una madrecita. Y él la había dejado hacer. Ellos dos y Pedro Pablo, su hermano devenido en primo, habían jugado a la familia compacta, sin padres. Y así seguía siendo, aun sin Pedro cerca.
A los tres días, Juan Bautista y Mercedes embarcaron rumbo a Brasil. Manuela y Máximo se despidieron con pena. Sin ellos, estarían más solos. Rosas no se movió de la casa, evitó despedirse en persona y se negó a recibirlos. Se excusó por no tener «el valor necesario para un personal adiós, ni para asumir el pesar de las despedidas».
***
El 20 de mayo de 1856, en las afueras de Londres, nació el primer hijo de Manuelita Rosas y Máximo Terrero. La alegría de la flamante madre era inmensa. A los seis días lo bautizaron con los nombres Manuel Máximo Juan Nepomuceno, pero sólo se dirigían a él bajo el nombre de Manuel. Rosas, al enterarse, mandó una esquela de felicitación escueta, anunciando que prefería llamarlo Nepomuceno José en recuerdo de su «primer amigo».
Como fuera, nada podía opacar la felicidad de los padres. Mientras Manuelita se dedicaba a las interminables obligaciones de madre, Máximo se había encargado de poner la correspondencia de su mujer al día. Había enviado por carta la noticia a las familias de ambos en Buenos Aires; allí les contaba que estaban asombrados con el tamaño del muchachito y enviaba un mensaje muy especial de parte de la madre a la querida Pituquita —como Manuelita llamaba a veces a Petrona—, que estaba muy ansiosa con el devenir del embarazo de su amiga. Y le pedía de su parte:
Cuando tenga usted ocasión, dará la nueva a Juanita Sosa, abrazándola por nosotros que siempre la recordamos. ¿Se habrá ella olvidado, cuando se reía como una loca a la idea de verme con un Terrerito a cuestas? ¡Así es la vida! ¡Cuánto ha cambiado todo! Y por qué concurrencia de circunstancias nuestro niño vino a nacer en tierra extranjera. A cuánta consideración lleva esto…
A toda hora, Manuela se desvelaba por su niño. Pero no era la única. Junto a su marido no tenían otro pensamiento ni anhelo que no tuviera que ver con su «tesorito», como le decían en la intimidad. Día a día, la madre anotaba en un cuaderno todos los adelantos del bebé: que pocos días luego de que cumpliera los cinco meses les había obsequiado dos dientes, y que no creía que llegaría a los siete sin otros dos más, ya que las encías así lo aseguraban. Como toda madre primeriza mostraba a su bebé como si fuera la criatura más hermosa del mundo y, en cada oportunidad que tenía, aseguraba que era tan pícaro y avispado que ya empezaba a entender todo lo que se le decía. En español y en inglés, por supuesto.
Pero antes de que el niño cumpliera nueve meses, un suceso vino a alterar la alegría familiar y los padres novatos vivieron un momento aterrador. El primero de febrero, Manuel se despertó con un llanto desmesurado. Manchas rojas cubrían todo su pequeño cuerpo.
—¿Qué tiene mi niño? Haz algo, Máximo, por favor —gritó Manuelita con desesperación apenas lo vio.
Máximo miraba a su mujer sin saber qué hacer ni qué decir. Manuelita parecía una fiera enjaulada. Al ver que el hombre estaba paralizado, le pidió que se quedara al lado de la cuna del niño y le dijo que volvería pronto. Su marido no atinó a detenerla. Manuelita montó su caballo así como estaba, sin abrigo ni sombrero, con los pelos revueltos y la cara desencajada y empapada en llanto, y salió al camino en busca de ayuda. Los gritos del bebé retumbaban en su cabeza como una ráfaga de tiros. El trayecto hasta la casa del médico se le hizo eterno, como una vida entera.
Como era de prever, no lo encontró. Su mujer le dijo que el doctor estaba haciendo la recorrida por lo de sus pacientes. Manuelita empezó implorando pero su voz se convirtió en un rugido. Que dónde estaba su marido, que más valía que la llevara con él o no respondía por sus actos. La mujer comprendió que algo grave sucedía y que mejor sería que le diera una respuesta eficaz. Luego de meditar unos instantes, le pasó una dirección donde estimaba que su marido estaría en ese momento. Sin decir gracias, Manuela volvió a montar, clavó sus tacos en las verijas del animal y salió al galope. Cuando por fin dio con el médico, lo arrancó de la consulta con sus súplicas para que se fuera con ella.
En casa de los Terrero, el panorama había empeorado. Las ronchas en el cuerpito del niño se habían extendido y lloraba como si lo estuvieran apaleando. Verlo y perder la conciencia fue todo uno para Manuelita. El doctor debió asistir a la madre antes que al niño. El diagnóstico no ofrecía duda: el pequeño Manuel sufría de fiebre escarlatina y la gravedad de su estado era considerable.
—No puede ser cierto, Dios mío, no puede ser —imploraba Manuela al doctor. —Dígame que todo esto es un mal sueño.
—Señora, le ruego que se calme. Le daré medicación fuerte, y debemos orar para que se salve. Pero tenga fe, Mrs. Terrero —El médico intentaba sin éxito apaciguar la desesperación que dominaba a la mujer.
Máximo abrazó a su esposa y ella se rindió ante él. Era una mujer rota.
Siguieron días aciagos de incertidumbre y desolación. Por momentos, Manuelita creyó que se volvería loca. No podía contener los malos pensamientos, a pesar de que la evolución del niño era positiva, aunque lenta. La idea de que pudiera morir la asaltaba sin cesar. No podía imaginar cómo sería la vida sin su hijo, y tampoco podía evitar pensarlo.
Como el médico les había advertido que sucedería, el pequeño terminó contagiando a sus padres. Máximo y Manuelita sufrieron la enfermedad con gran virulencia. El médico ordenó que guardaran cama cada uno en sus habitaciones, y el niño debió ser atendido por los criados de la casa hasta que el peligro hubiera pasado. El estado físico y moral de Manuelita era catastrófico. Y con su marido lejos de ella, todo era mucho peor. La única persona que siempre había logrado calmarla y consolarla era Máximo. Y eso, en aquellas condiciones, era imposible. La fiebre tenía postrado a su marido. Durante varias semanas, en la casa de los Terrero sólo hubo angustia.
Pero el niño salvó su vida y poco a poco, sus padres también fueron mejorando. Desde ese episodio, Manuelita velaría por su hijo día y noche, como si fuera un ángel caído del cielo.
Al año siguiente, el 22 de septiembre de 1858, con cuarenta años cumplidos, Manuelita tuvo a su segundo hijo, Rodrigo Tomás, a quien su abuelo apodaría «Clímaco Baldomero». A Rosas, su rol de abuelo de los hijos de su querida Manuelita le importaba poco. Lo único que desvelaba a don Juan Manuel era el bienestar de su hija. Cuantos menos intermediarios hubiera entre ellos dos, tanto mejor.
***
En 1857, Rosas decidió pasar unos meses en Londres. Había aceptado la invitación de uno de sus tantos amigos ingleses a participar de varias reuniones con personalidades encumbradas. Pero hubo una, sobre todo, que le produjo una inquietud especial. Federico Dickson, el cónsul de la Confederación en Londres, había organizado un convite en su casa y Rosas había sido uno de los invitados especiales.
El gran salón estaba ocupado por damas y caballeros elegantes y ávidos de conversación. Algunas señoras intentaron acercarse al americano menos conocido pero más cautivante de la velada. Algunas lo hacían discretamente, con el juego del abanico y las miradas; otras, menos pudorosas, elegían la vía directa de las preguntas. Rosas parecía divertido; nunca daba un paso atrás cuando de mujeres se trataba. Les conversó en inglés, a pesar de sus dificultades con el idioma. Su mala pronunciación no lo detenía a la hora de seducir. El embeleso que causaba en el sexo opuesto era evidente. Sin embargo había allí alguien que le generaba más interés que cualquier belleza europea.
En la otra punta del salón, un caballero conversaba con el cónsul. A la distancia, Rosas observó con detalle al hombre de baja estatura y melena imponente, aunque con entrada grande en un lado y onda del otro. La palidez de su rostro de facciones finas llamaba la atención, así como sus mejillas hundidas, apenas ocultas por las patillas y el bigote. Ambos hombres se miraron desde lejos y continuaron cada uno con lo suyo.
—Permítame, Lady Georgina, no me eche de menos; estaré de regreso cuando usted menos lo espere —dijo Rosas a su circunstancial interlocutora, mientras tomaba la frágil mano que no sostenía el abanico y se la besaba.
Se acomodó la casaca, elevó el mentón y caminó hasta donde estaban el dueño de casa y el misterioso hombre, que no era otro que el ministro de la Confederación, Juan Bautista Alberdi, el enemigo implacable que desde Valparaíso y Montevideo lo había combatido durante años, el autor intelectual de la Constitución Argentina de 1853 y de tanto más.
—Don Juan Manuel, venga, acérquese. ¿Conoce al doctor Alberdi, no es cierto? —preguntó Dickson con diplomacia.
—Cómo no conocerlo, don Federico. Sabemos muy bien uno del otro —dijo Rosas y les dedicó la sonrisa más seductora de la ciudad.
—Me place verlo tan bien, señor. Lo digo en serio —saludó Alberdi con su voz delgada y modos clericales. Estaba sorprendido: Rosas no aparentaba los sesenta y cuatro años que tenía.
Se dieron la mano sin rencor, con palabras corteses, como dos caballeros que hubieran perdido la memoria, y buscaron un lugar menos concurrido para poder conversar sin testigos inoportunos.
—¿Cómo lo trata Londres, doctor?
—Muy bien, gracias a Dios. Pero no esperaba que fuera de otro modo.
—¿Y las cosas en el Sur? Me entero de todo pero siempre es bueno escuchar otras opiniones, ¿no le parece? —preguntó Rosas con picardía.
—Sabrá entonces que el Presidente me ofreció el Ministerio de Hacienda pero no lo acepté —empezó Alberdi con cautela—. Preferí las funciones diplomáticas y aquí me tiene.
—Lo comprendo a la perfección. Le rogaría que en cuanto tenga oportunidad le diga al general Urquiza que le estoy intensamente reconocido por su conducta recta y justa hacia mí. Si algo poseo hoy para vivir, a él se lo debo. Prefiero, sin embargo, guardarme mis opiniones políticas, sin perjuicio de mi respeto por la autoridad de mi Nación.
Alberdi permaneció un buen rato observando a su interlocutor. Había esperado tener enfrente a aquella persona intempestiva y ávida de combate que conocía de otros tiempos. Pero el Rosas que se le presentaba parecía más calmo, menos iracundo, con ánimo de conciliar. Nunca lo había considerado un buen hombre, y sin embargo ahora empezaba a cambiar de criterio.
—¿No están bien sus cosas, señor? —preguntó Alberdi.
—Vivo una difícil situación económica, pero eso ya es sabido. No he traído dinero desde allá, aunque sí todos mis papeles históricos, en cuya autoridad descanso. Nos han quitado todo, doctor, a mí y a mis hijos —confesó Juan Manuel, con tono medido, lejos de la iracundia de siempre.
—Le diré la verdad: me parece odioso lo que han hecho con usted. Mi pasado político me condiciona un poco pero eso no me impide ver la realidad. Cuánta injusticia, cuánta inmoralidad.
Rosas se quedó mirándolo. Le asombraba escuchar esas palabras en boca de Alberdi. El antiguo contrincante parecía lejos de serlo.
—Incluso me ha parecido un escándalo ese juicio promovido por Alsina… —comenzó a decir Alberdi, pero Rosas lo detuvo con un gesto de su mano.
Un año antes, la Comisión de Negocios Constitucionales del Senado de Buenos Aires había formalizado la presentación del «Caso Rosas», a quien había declarado «reo de lesa patria por la tiranía sangrienta que ejerció sobre el pueblo y por haber hecho traición a la independencia de la patria». Lo habían acusado, además, del robo de dinero público.
—Permítame hacerle una recomendación. Debe defenderse hasta por patriotismo, por decoro de su país. Callar sería dar la razón al que habla, aunque no la tenga —sentenció Alberdi, serio.
—Puede que tenga razón, doctor —Rosas se abandonó en sus pensamientos. —Y, en ese caso, tal vez usted pueda ayudarme.
—En lo que pueda, será un gusto.
Rosas meditó en silencio la posibilidad de romper el silencio. Presentaría tres protestas por escrito en tres idiomas, descalificando la legitimidad de los funcionarios que habían pretendido juzgarlo, y las entregaría a gobiernos europeos y a distintas personalidades del país. Una se la enviaría a Urquiza; la otra, al propio Alberdi…
—Y déjeme agregarle, señor. A raíz del proceso contra usted, se ha visto aquí una prueba de que Alsina es incorregible y que nada bueno se puede esperar de él.
—Le agradezco sus palabras. Atemperan mi ánimo y confirman los pasos que he tomado. Pero cambiemos de tema, ocupémonos de asuntos menos solemnes —dijo Rosas, con expresión jovial.
—Cuénteme cómo está su hija, la inolvidable doña Manuelita —dijo Alberdi, y notó una leve tensión en los carrillos apretados de Rosas.
—Se ha casado y tiene dos hijos. Viven todos aquí, en Londres.
—¿Y su vida en Southampton, cómo es?
—Tengo una gran simpatía por esta tierra. Con los ingleses nos hemos sabido entender de maravillas. Y estoy contento con los animales de estos campos. Por supuesto, no pueden compararse con los nuestros, pero los caballos ingleses han sabido cautivarme. ¡Y los perros! Me ha llamado la atención el cuidado extremo que les profesan por aquí. Usted sabe de mi devoción por ellos.
Las horas pasaron como si nada y la charla entre los caballeros continuó sin que nadie los interrumpiera. Cada tanto se hacía un silencio incómodo, como si eligieran las palabras, pero rápidamente retomaban el flujo de la conversación. El encuentro anunciaba el inicio de una amistad inesperada entre dos viejos enemigos con mucho en común.
***
Con Manuelita y su prole viviendo en Londres, y su hijo y su nuera de nuevo en América, la vida de Rosas en Southampton era casi monacal. De a poco fue transformándose en un ser huraño y hosco, que apenas recibía la visita ocasional del reverendo Robert Mount, párroco de St. Joseph, y de su vecino, el doctor John Wibbling. Este último era un cirujano que había tenido una actuación destacada durante la epidemia de cólera que había azotado a la ciudad en 1850, cuando aún los Rosas disfrutaban de las mieles de la bonanza política en Buenos Aires.
El encierro fue en aumento. La vida social, de la que tanto había disfrutado tiempo atrás, ya no parecía interesarle. Pero el gran motivo de su angustia y su reclusión era la falta de dinero. Había llegado el momento en que los recursos habían alcanzado prácticamente su fin y su situación económica empezaba a tornarse demasiado precaria.
A Rosas no le gustaba pedir. Era demasiado orgulloso para eso. Pretendía que todos supieran de antemano cuáles eran sus necesidades y cómo colmarlas, y si eso no sucedía se llenaba de ira. A veces parecía una criatura caprichosa, pero lo cierto es que estaba acostumbrado a salirse con la suya. Los pedidos no eran moneda corriente para él, sin embargo, la situación por la que pasaba lo urgía demasiado. Por primera vez en su vida sentía una auténtica inestabilidad, al punto que se había visto obligado a confiárselo a su hija. No precisó más que eso. De inmediato, Manuelita envió una carta a Pepa Gómez advirtiéndole las novedades. Rosas, por su parte, hizo lo propio con su amiga. Le confió que ya no podía participar de los convites que recibía y que le era imposible frecuentar a importantes personalidades, a través de las cuales hubiera podido hacer:
…mucho a favor de esas naciones de Sud América si hubiera tenido los recursos necesarios para visitar y asistir a las comidas de las personas eminentes. Pero en estos países eso no puede hacerse sin el dinero necesario, que es mucho más de lo que parece cuando no se conoce por no haberlo practicado. Ahora mismo recibí, hace pocos días, una carta de Francia avisándome lo bien que había hablado de mí el señor Ministro de Relaciones Exteriores de S.M. el Emperador, y sus deseos por que fuera a París, para el mismo señor Ministro personalmente presentarme a una bien distinguida sociedad, a la que concurría frecuentemente S.M. el Emperador, como uno de sus miembros. Pero mi absoluta falta de recursos no me ha permitido acceder. Hoy repito asegurándole a usted que nada tengo.
Pero no se quedó ahí. Hizo de tripas corazón y se atrevió a enviarle correspondencia a Urquiza, a quien le reclamó que intentara destrabar la desconfiscación de sus bienes y los de su hija. La amiga dilecta de Rosas, doña Pepa Gómez, hizo lo suyo y le escribió al Presidente. Junto a su misiva, le hizo llegar:
…dos cartas, una de puño y letra de Manuelita y la otra, una tarjeta del general Rosas, de esos personajes mis amigos desterrados en Patria Extranjera —para que V.E. se penetre de la gratitud e intereses conque lo recuerdan, las que impondrán a V.E. de lo que ha motivado esos recuerdos agradecidos…
Desde Paraná, Urquiza le envió una carta al general caído, donde manifestaba una buena disposición «hacia su persona e intereses. Y creo que usted no debe perder las esperanzas de que sus conciudadanos vuelvan sobre esos actos que son la expresión de la venganza y de los odios mezquinos». Sin embargo, Rosas estaba completamente desmoralizado. Ni las palabras del Presidente de aquella que había sido su Confederación querida, lograron apaciguarlo. El remate de sus posesiones se había consumado: la estancia La Blanqueada se había dividido en lotes para ponerlos a la venta y los campos de Palermo seguían expropiados por esos ingratos porteños.
Por si fuera poco, le había llegado la noticia de que su hermano Prudencio había muerto el año anterior en Sevilla. A pesar de la lejanía y a pesar del tiempo que había transcurrido sin ver a su familia directa, los lazos de sangre se anudaban tan fuerte como siempre. Incluso a pesar de él. Rosas había jugado al hombre distante toda la vida, sólo unido a su esposa y a su hija. Sin embargo, bastaba sacudir apenas el polvo con el que se cubría para encontrar sus emociones enterradas.
Rosas estaba solo. Se sentía solo y pobre. Por primera vez, todo lo que veía hacia adelante era oscuridad.