Esfera
MAURICIO la descubrió en el fondo del ropero mientras buscaba una raqueta de tenis. Era una esfera con agua como las que venden en las tiendas para turistas, esas que muestran en el interior una pequeña torre Eiffel o una abadía de Westminster a escala y que, al agitarlas, dan la ilusión de estar contemplando una nevada en miniatura. Trató de recordar quién la había traído a casa. Quizá la compraron sus abuelos durante algún olvidado viaje o posiblemente se la habían regalado a sus padres. No estaba seguro. Contenía un castillo medieval de cuento de hadas, con sus torres, sus murallas, un foso y el infaltable puente levadizo. Años atrás debió de haber sido un souvenir encantador, pero ya no lo era. El agua lucía turbia, con filamentos como de algas flotando entre tenues grumos de cieno. Su primera reacción fue de repugnancia. Pero cuando estaba a punto de arrojar la esfera a la basura, la examinó con más cuidado y la halló muy interesante. El moho verdoso del interior había transformado al pintoresco e inocente castillito en una fortaleza tenebrosa. Era como el escenario de una vieja historia de terror. La suciedad del agua daba la impresión de que una espesa niebla lo cubría, volviéndolo aún más misterioso. Y al agitar la burbuja, en vez de una evocadora nevada parecía desatarse allí dentro una tormenta que sumía al palacio en las tinieblas. Durante días, Mauricio miró fascinado la esfera. Pasaba horas enteras recorriendo con la imaginación el interior del palacio. Deambuló por los salones y pasillos, mirando los deteriorados cuadros, los apolillados muebles y el escudo de armas esculpido sobre uno de los muros. Bajó a los tétricos sótanos infestados de ratas y subió al torreón para mirar desde allí el paisaje circundante: campos de labranza abandonados. Le gustaba fantasear sobre lo que hubiera podido ocurrir en ese pequeño mundo: historias de antiguos crímenes y venganzas. Imaginó también a un espectro de novela de terror que vagaba por el lugar entre inquietantes lamentos y el característico ruido de cadenas al ser arrastradas. En una ocasión, mientras se hallaba perdido en tales ensoñaciones, al agitar la esfera con demasiada fuerza se le escapó de las manos y se hizo pedazos al caer. Había fragmentos de cristal esparcidos por el suelo. El agua derramada formó un charco verdoso cuyo hedor invadió la habitación. Eso obligó a Mauricio a abrir la ventana para respirar un poco de aire fresco. Al asomarse vio que la calle había desaparecido. En su lugar se alzaban altas murallas almenadas, ruinosos patios y torres cubiertas de musgo. El cielo era gris y espesas nubes preludiaban una tormenta. A sus espaldas creyó escuchar lamentos inquietantes y el característico sonido de cadenas al ser arrastradas.