Kaoru hizo las ofrendas de imágenes y escrituras que solía en el santuario del monte Hiei y al día siguiente partió hacia Yokawa. Sozu recibió a su visitante con gran ceremonia. Aunque Kaoru se había dirigido a él con anterioridad para consultarle cuestiones de liturgia, no había amistad íntima entre ambos. El general había quedado muy impresionado al conocer la eficacia de las actuaciones del reverendo sobre la Primera Princesa. Sozu, por su parte, estaba convencido de que su éxito reciente había creado un vínculo entre ambos y se alegraba mucho de ello. Hablaron largo y tendido de los temas más diversos como si se hubiesen tratado toda la vida, y el religioso hizo servir un refrigerio.
—He oído decir que tienes una casa en Ono —dijo el general, cuando el diálogo empezó a decaer.
—Sí, poco más que una casucha —respondió Sozu—. Allí vive mi madre, una mujer muy mayor metida a monja. No teniendo un lugar adecuado en la ciudad para ponerlo a su disposición, decidí que, puesto que yo había fijado mi residencia en este lugar para mantenerme alejado del mundo, quería tener a mi madre cerca para velar por ella.
—Me han contado que Ono fue en tiempos una aldea con bastante animación —comentó Kaoru—, pero que en estos últimos años se ha visto muy abandonada. Se dice que es muy solitaria. —Aquí bajó la voz—. He dudado en tocar este punto porque me siento un tanto inseguro y no quisiera que me tomaras por un excéntrico o algo peor. Lo cierto es que he oído decir que cierta persona que en tiempos conocí se está ocultando en Ono. Es más, se me ha dicho que tú la has tomado bajo tu protección y has recibido sus votos de monja. ¿Puedo preguntarte si es cierto? Es muy joven, sus padres viven todavía, y yo me siento algo responsable de su desaparición.
El reverendo no sabía qué responder. Desde el principio tuvo a la joven por persona de un cierto rango (bastaba con observar su aspecto), y las palabras de Kaoru daban a entender que le importaba mucho. Sozu llegó a la conclusión de que, aunque había sido fiel a sus principios, piedad y votos, probablemente había actuado precipitadamente. Estaba seguro de que Kaoru sabía muchas cosas que él ignoraba. Como tratar de fingir ignorancia sólo serviría para complicar las cosas, optó por la sinceridad.
—Sí —dijo tras una breve pausa—, te refieres a la joven que nos ha mantenido con el alma en vilo durante estos últimos meses. Las monjas de Ono peregrinaron a Hatsuse, y, a su regreso, la hallaron en Uji. Les pareció al borde de la muerte y me llamaron para que interviniera. La situación que me esperaba era muy extraña… —En este punto la voz del religioso se hizo un susurro—. Mi hermana quedó cautivada por la muchacha, hasta el extremo de que dejó de ocuparse de nuestra madre para volcarse en ella. La joven respiraba, pero ésta era la única señal de vida que daba… Recordé historias de personas que habían resucitado después de sus funerales… Llamé a mis discípulos más prestigiosos y les ordené que rezaran y recitaran ensalmos por turnos… Yo hube de ocuparme de mi anciana madre, pues se hallaba lejos de su casa, en cualquier momento podía morir y debía instruirla en el nombre sagrado pensando en el último viaje… No pude, por tanto, seguir con detalle la evolución de la joven.
»A juzgar por lo que otros me contaron, parecía que algún duende450 o espíritu del bosque había tenido algo que ver en el asunto… La llevamos a Ono con nosotros y durante los primeros tres meses estuvo prácticamente como muerta… Mi hermana también es monja… Es posible que hayas oído hablar de ella, pues enviudó de un capitán de la guardia imperial… En tiempos perdió una hija, y vio en la joven una respuesta a sus continuas plegarias por recobrarla, pues tenía la misma edad que la otra, y era muy bonita y distinguida. Al fin me convenció para que yo acudiera a su lado e hiciese todo lo posible para devolverla a la vida: quería salvarla a toda costa, y, poco a poco, gracias a la naturaleza o a mi humilde intervención, la moribunda empezó a recuperarse, pero seguía aterrorizada por los malos espíritus que, según ella, “la perseguían”, y no paraba de implorarme, llorando, que recibiera sus votos definitivos…
»Tenía que “escapar”, decía, convencida de que sólo hallaría el reposo y la felicidad definitivos en el otro mundo. Yo también había abandonado el mundo en su momento, y, por lo tanto, podía entenderla, de modo que al fin hice lo que me pedía. ¿Cómo podía pensar, general, que esta persona te iba a importar tanto? Todo era tan extraño que seguramente hubiésemos tenido que investigar un poco más, pero mi madre y mi hermana temían complicaciones si la historia llegaba a saberse, y preferimos callar durante meses…
En cuanto Kaoru se convenció de que Ukifune vivía, se sintió como un sonámbulo. Para evitar que el reverendo percibiera cuán afectado estaba, luchó por contener las lágrimas. El pobre Sozu se sentía culpable: nunca debió permitir que una dama en apariencia tan importante abandonara el mundo sin consultar con los suyos.
—Seguramente todo ha sido fruto de una vida anterior —dijo—. Esta vulnerabilidad a los malos espíritus es cosa del karma… ¡Con todo, debí pensar que pertenecía a una familia importante! ¿Cómo llegó a encontrarse en una situación tan desesperada?
—Digamos que es una prima lejana del emperador —declaró Kaoru—. La conozco, aunque no íntimamente. ¡Jamás pensé que le podía suceder algo tan horroroso! No podíamos explicarnos su desaparición, y circularon las hipótesis más peregrinas… Algunos llegaron a sugerir que se había arrojado al río… Al fin sé la verdad, y me satisface. Debo agradecerte cuanto has hecho, pues todo ha sido para bien. Si ha hecho los votos definitivos, conseguirá aligerar el peso de sus faltas para el otro mundo… Pero parece que su madre todavía la está llorando, y es mi deber informarla. Claro que, si lo hago, todos vuestros esfuerzos por ocultarla quedarán en nada. En cuanto se entere, acudirá a visitarla. Quizás esté pidiendo demasiado, pero ¿podría rogarte que me acompañaras a Ono? No puedo ignorar a la joven, puesto que sé la verdad, pero antes de dar un paso comprometedor desearía hablar con ella.
El reverendo se hallaba ante un dilema difícil. Estaba claro que el general la amaba, y, aunque ella había tomado el hábito de forma irrevocable, le constaba que a veces los ascetas y las monjas pueden albergar deseos no del todo puros… Si le llevaba al que seguramente había sido su amante o quiso serlo, ¿no estaría sometiendo a la joven religiosa a una prueba durísima de superar? O, peor aún: ¿no estaría invitándola a transgredir sus votos?
—Lo siento —dijo al fin—, pero debo permanecer en estas montañas unos cuantos días más. A principios del mes que viene te enviaré una carta.
Kaoru lamentó su decisión, pero no quiso insistir. No le quedaba otro remedio que esperar, pensó, y empezó a prepararse para regresar a la capital. De todos modos, llamó al hermano menor de Ukifune que se había reservado como paje y traído consigo.
—Este muchacho es un pariente muy próximo de la dama —explicó al clérigo—. Deja que te pida que le entregues un mensaje dirigido a ella, si no te importa. No hace falta que cites mi nombre, pero puedes advertirla de que alguien irá a visitarla en breve.
—Creo que obraría mal si lo hiciera —se defendió Sozu—. Cometería un pecado muy grave si te ayudara a acercarte a ella. Si insistes en hacerlo, actúa bajo tu propia responsabilidad.
Las palabras del reverendo hicieron sonreír al general.
—Tu respuesta me avergüenza —dijo—. Aunque pueda parecer que todavía pertenezco a este mundo, hace mucho tiempo que deseo abandonarlo, casi desde que era niño. Pero mi madre sólo me tiene a mí, y me resulta imposible ignorar este vínculo. En su día me dejé atrapar por la carrera política y cortesana y, poco a poco, he ido ascendiendo, aunque mis merecimientos no son muchos. Lamento profundamente no haber hecho hasta hoy lo que más anhelaba en esta vida, pero el tiempo ha ido pasando y estoy como tú me ves. He procurado que mis obligaciones más estrictas, aquellas a las que de verdad no podía sustraerme, no interfirieran con lo que, a mi entender, Buda ordena o prohíbe, de manera que, en el fondo, me considero prácticamente un monje como tú. ¿Puedes imaginar que me arriesgue a cometer un pecado tan grave como el que insinúas siendo tan nimia la causa? De ningún modo. No debes albergar suspicacia alguna. Lo único que ocurre es que me da pena su madre y, puesto que yo sé la verdad, quiero compartirla con ella. Sólo entonces me sentiré en paz conmigo mismo.
—Un deseo muy laudable —dijo el reverendo, inclinando la cabeza en señal de aprobación.
Estaba cayendo la noche, y Ono hubiese sido un lugar adecuado para pernoctar, pero Kaoru seguía temiendo que podía ser víctima de un error, de manera que partió a la ciudad. Mientras tanto, Sozu se había fijado en su paje, que le causó muy buena impresión.
—¿Por qué no dejas que le lleve una carta? —insistió Kaoru una vez más—. Una carta que la advierta de lo que le espera…
El reverendo escribió la nota solicitada y, al ponerla en manos del chico, le dijo:
—Ven a visitarnos también tú de vez en cuando. No perderás el tiempo…
No poco sorprendido por el comentario, el paje partió con Kaoru. En cuanto llegaron al pie de la montaña, el general despidió a su escolta para no llamar la atención.
Los bosques de las montañas que rodeaban Ono estaban muy verdes, y, desde la galería, Ukifune los contemplaba en silencio. Sólo las luciérnagas que volaban por encima del arroyuelo del jardín le recordaban sus días en Uji. A lo lejos, vio desfilar gente con antorchas y se preguntó quiénes podían ser y adónde se dirigirían. También se oían voces lejanas que llamaron la atención de las monjas. La hermana de Sozu salió a la galería y se puso a escrutar el panorama.
—Ignoro quién es el personaje que viaja, pero se diría que lleva consigo una escolta más que regular… Cuando por la mañana enviamos las algas secas a su reverencia, mi hermano dijo que no podían haber llegado en mejor momento, puesto que se hallaba con «el general» y quería obsequiarle… ¿A qué general pudo referirse? ¿Quizás el que está casado con la Segunda Princesa?
La joven imaginaba quién debía de ser, y, entre las voces de los que pedían paso para la comitiva, creyó reconocer alguna que había resonado en las montañas de Uji no tantos meses atrás… Pero ¿qué sentido tenía, después de todo lo ocurrido, ponerse a recordar? Decidió, pues, concentrarse en el nombre sagrado, y su silencio se hizo más tenaz y profundo de lo habitual.
Sólo los que viajaban a Yokawa mantenían Ono en contacto más o menos estrecho con el mundo exterior. Aunque Kaoru hubiese deseado despachar la carta de Sozu inmediatamente, decidió esperar al siguiente día. De manera que, poco después del alba, envió al muchacho acompañado por dos o tres cortesanos de poco rango pero de su plena confianza y el miembro de la guardia que le había servido de mensajero cuando se comunicaba con Uji.
Éstas fueron las instrucciones secretas que dio al paje:
—Supongo que te acuerdas lo suficiente de tu hermana muerta para reconocerla… Casi me había resignado ya a la idea de que no se hallaba entre nosotros, pero parece que me equivocaba. De todos modos, es mejor que la gente no lo sepa, sobre todo los más cercanos a ella. Procura averiguar algo, pero no comentes nada a tu madre de momento. La noticia podría causarle una impresión excesiva y hay que prepararla despacio. Si pongo tanto empeño en hallar a tu hermana, lo hago por tu madre.
El paje había llorado a Ukifune mucho más que sus hermanos, y se alegró de lo que acababa de oír.
—Así lo haré, señor —respondió, tratando de contener las lágrimas.
A primera hora de la mañana había llegado al convento una carta de Sozu que decía:
¿Vino ayer un paje con una nota de parte del general Kaoru? Decidle, por favor, a la dama que lamento infinita mente lo ocurrido, pues, enterado al fin de su vinculación con él, siento enormes remordimientos por haber recibido sus votos, aunque en aquel momento me parecía un acto piadoso. Tenemos que hablar de muchas cosas. Espero visitaros en los próximos días…
Hecha una furia, la hermana del reverendo llevó la carta a Ukifune, y la joven se sonrojó como nunca. Al fin todo llegaría a saberse, y la monja le echaría en cara con mucha razón su secretismo… ¿Qué responder? Tal como esperaba, la religiosa se deshizo en reproches:
—¡Dime la verdad! Tu silencio es sumamente cruel… No hallo otra palabra para definirlo…
Aunque sólo sabía una parte de la verdad, estaba muy agitada. Súbitamente una voz gritó junto a la puerta:
—Un mensaje de la montaña… Un mensaje del reverendo Sozu…
Confusa, la monja ordenó que hicieran pasar al segundo mensajero. Entonces apareció un jovencito muy guapo y bien vestido, y, habiéndosele ofrecido un cojín, se arrodilló junto a la persiana.
—Tengo órdenes de entregarla personalmente a su destinataria —dijo, mostrando una carta.
La hermana del reverendo se la quitó de las manos y leyó en voz alta: «A la joven que ha hecho votos hace poco». Seguía la firma de Sozu y la expresión: «Desde la montaña». Aunque Ukifune no podía alegar que aquel mensaje iba dirigido a otra persona, se retiró al fondo de la estancia y se volvió de cara a la pared.
—Siempre has sido una buena chica, pero todo tiene un límite —declaró la monja; abrió la carta de su reverencia y la leyó:
El general vino a visitarme esta mañana, y le hablé de ti, contándole todo lo que sabía desde el comienzo. No hace falta que diga que, cuando acepté tus votos y te animé a perseverar en tu vocación religiosa, jamás sospeché que había un vínculo afectivo tan poderoso entre ti y el general Kaoru. De haberlo sabido, te hubiese dicho que el camino que habías elegido no era el adecuado. Mientras sigas ligada al mundo por lazos «humanos», tu modo de vida, lejos de conducirte a la liberación, sólo puede acabar en desastre. Está escrito que el solo hecho de haber sido monja durante un día o una noche confiere una incalculable cantidad de méritos,451 y yo te aconsejo que te aproveches de ellos. En cuanto a la posibilidad de volver al estado secular, no presenta dificultades insuperables. Hablaremos de ello cuando vaya a Ono. Mientras tanto, te envío a este muchacho para que te hable, y estoy seguro de que su punto de vista sobre todo ello coincide por completo con el mío.
Aunque la carta no era en absoluto ambigua, estaba escrita con tanta habilidad que ningún extraño al asunto la habría entendido.
—¿Quién es este muchacho? —preguntó la monja—. ¿O he de seguir soportando tus secretos?
La joven miró a través de la persiana y descubrió a su hermano menor, precisamente aquel en quien tanto pensara durante aquella horrible última noche en Uji. De pequeño era un mocoso arrogante e impertinente, pero su madre lo prefería a todos los demás, y la había acompañado a Uji más de una vez. Con el tiempo había mejorado considerablemente, y se había llegado a aficionar mucho a él. En los últimos tiempos le habían llegado noticias de algunas personas vinculadas a su historia, pero nada sabía aún de su madre. Se moría por preguntar sobre ella, y al fin se le presentaba una oportunidad. Y, sin embargo, en vez de preguntar se deshizo en lágrimas.
Era un mozuelo muy atractivo, y la monja creyó detectar un claro «aire de familia» entre ambos.
—Supongo que se trata de tu hermano… Vamos a hacerlo entrar… Estoy segura de que tiene muchas ganas de hablarte —dijo.
Ukifune se puso a temblar. El muchacho la tenía por muerta, y la idea de presentarse ante él, con el hábito gris y el pelo cortado, era más de lo que podía soportar. Dudó unos instantes, y dijo:
—No quisiera que pensara que lo he olvidado, pero me resulta imposible hablarle. Sé que, en su presencia, me hundiría y no sería capaz de pronunciar una sola palabra. Ya viste en qué condiciones me encontraba la noche que me rescatasteis de la muerte. Estoy segura de que, aunque luego logré recobrarme no poco, mis sentidos no son los mismos de antes. De algún modo, noto que me han cambiado por dentro… A menos que ocurra algo especial como el otro día cuando nos visitó tu sobrino, el gobernador, me resulta imposible recuperar detalles del pasado y vivo con la mente en blanco. Cuando él nos habló de la gente de la corte, creí atisbar vagos recuerdos de lugares y cosas que conocí en otro tiempo. Pero luego, en cuanto traté de ordenar aquellas sombras para sacar algo en claro, todo se desvaneció de mi mente por completo.
»Hay, sin embargo, una persona en la que no ceso de pensar desde que desperté de mi trance… alguien muy, muy querido, que me está llorando.452 Pero estoy decidida a que el mundo no sepa de mi resurrección, y, aunque ver a este muchacho al que he amado desde pequeño, pueda tentarme a revelar la verdad, debo ser fuerte. Tal vez algún día, si esta persona sigue viviendo, le pediré que me visite. Pero el hombre de que habla el reverendo y todos los demás deben seguir pensando que he muerto… Diles que se trata de un error, que no soy yo… Diles lo que quieras con tal de que se vayan…
—No resultará fácil… —dijo la monja—. Por muy reverendo que sea (y un auténtico santo por añadidura), mi hermano es muy listo, y no va a dejarse engañar. No podemos volver al engaño, cuando la verdad ya es casi pública. El hecho de que el general sea un hombre importante nos pone las cosas aún más difíciles.
Esta vez la religiosa no estaba dispuesta a dejar que su protegida se saliera con la suya, y, a su alrededor, un coro de monjas reforzaba sus palabras con reproches y expresiones de aliento. Se repetían que nunca habían conocido una criatura más obstinada. Pusieron un kichó en la sala principal e invitaron al muchacho a entrar. Aunque sabía perfectamente que se hallaba en presencia de su hermana, era casi un niño y no atinaba a empezar su discurso. Con los ojos clavados en el suelo, balbuceó:
—Tengo otra carta para ella.453 Lo que dice el reverendo es cierto… Y me aseguró que hablaría conmigo… ¿Por qué se muestra tan esquiva?
—Es ella, muchacho, puedes estar seguro —dijo la hermana de Sozu—. Y a ella van dirigidas esas cartas… ¡Qué chico tan guapo eres! Los testigos no acabamos de entender esta situación… Háblale tú. Aunque eres muy joven, por alguna razón te habrán elegido para venir…
—¿Qué quieres que diga si ella se niega a contestar? Me está tratando como a un extraño… No, no tengo nada más que decir. Pero el general me pidió que pusiera su carta en sus manos, y sólo en sus manos… Eso es lo que debo hacer.
El paje estaba convencido de que la forma que entreveía al otro lado de la cortina era su hermana. Se acercó cuanto pudo y deslizó la carta sobre el suelo al otro lado del kichó.
—En cuanto me des una respuesta, me iré…
La actitud de la joven lo había herido profundamente, y no estaba dispuesto a perder más tiempo con ella.
La monja abrió la carta y se la dio a Ukifune. Enseguida reconoció la escritura, y la fragancia excepcional que desprendía el papel provocó que alguna de las monjas estuviera a punto de desmayarse. Todas se morían por conocer el contenido de la misiva. Decía:
Por deferencia al reverendo Sozu, te perdono el paso precipitado que acabas de dar, aunque me parece injustificable, y no pienso volver a hablar de ello. En cuanto a mí, estoy ansioso por oír de tus propios labios la narración completa de lo ocurrido en esos días terribles… Pero mi corazón me dice que no estaría bien que volviéramos a encontrarnos… ¿Qué va a pensar la gente de mí?
La carta incluía un poema:
Pensando en hacerme guiar
por un maestro de la ley,
mis pasos se extraviaron
entre las montañas.454
¿Te acuerdas de este muchacho? Lo conservo a mi lado como prenda de nuestro amor…
La carta era tierna, casi ardiente. A la vista de los detalles, Ukifune no podía pretender que iba dirigida a otra persona. Temía que Kaoru la visitara sin anunciarse, porque no quería que la viese con el hábito gris y los cabellos recortados… Incapaz de soportar tanta incertidumbre, se hundió, deshecha en llanto, ante la mirada dolorida de su protectora, que se sentía más impotente que nunca. ¡Qué criatura tan boba!
—¿Puedo esperar una respuesta? —preguntó al fin el paje.
—Sí, pero un poco más tarde —repuso Ukifune—. Ahora me siento demasiado confusa. ¡Todo ocurrió hace tanto tiempo! Algún día regresarán los recuerdos como un sueño, pero ahora no sé nada. Debo calmarme primero. Quizás entonces sea capaz de entender su carta y sepa qué decir. Pero no: es mejor que se la devuelvas. Seguramente sólo se trata de un error. No siento que vaya dirigida a mí.
Y, sin doblarla, la devolvió a la hermana de Sozu.
—¡Vamos, muchacha! —protestó la religiosa—. Eso es una grosería. Y si persistes en tu mala educación, deberías tener en cuenta que también nos desprestigia a nosotras… ¡Vamos a meternos en problemas terribles!
La muchacha temblaba como un azogado y al fin se echó boca abajo hundiendo la cara en sus mangas. La monja salió al otro lado de la cortina para hablar con el muchacho.
—Debéis perdonarla —le confió—. Desde que la hallamos no ha vuelto a ser ella misma, y todo ha empeorado, si cabe, después de los votos. Seguro que la posee algún mal espíritu. La idea de que alguien pueda verla vestida de monja la descompone… Nos daba mucha pena a todos, aunque ignorábamos el origen de sus temores enfermizos… Lamentamos profundamente que, mientras nosotras nos estábamos ocupando de ella, el general se estuviese preguntando qué había sido de la muchacha. Pido a su excelencia que se abstenga de acudir… En los últimos tiempos su salud ha sido muy precaria, y parece más inestable de lo habitual… No se entera de lo que se le dice…
En este momento salió una novicia e invitó al muchacho a un refrigerio. En un lugar como aquél no era fácil servir viandas elaboradas, pero había que reconocer que las monjas se habían esforzado preparando una comida realmente apetitosa. Pero el muchacho había perdido el apetito.
—No sé qué diré cuando regrese —murmuró—. ¿No podríais conseguir que escribiera un par de líneas?
—Tienes toda la razón —dijo la monja, e insistió en que la joven compusiera alguna respuesta, pero todo fue en vano.
Ukifune se había vuelto a encerrar en uno de sus mutismos insalvables.
—Yo, en tu lugar —dijo la monja al mensajero—, regresaría a la ciudad y le diría a tu señor que se encuentra muy mal. Estoy segura de que lo entenderá. Tampoco vivimos en los confines del mundo. Por más que soplen los vientos de la montaña, no nos separan de la ciudad obstáculos insuperables. No ha de faltarte ocasión de volver a visitarla.
No había otra cosa que hacer, y el paje empezó a sentirse ridículo. Muy triste por no haber podido intercambiar ni una sola palabra con su amada hermana, a la que tanto había llorado, se puso en camino hacia la capital.
Kaoru lo estaba esperando, haciéndose unas ilusiones que el relato del muchacho arruinó por completo. Mejor hubiera sido no hacer nada, se dijo. Y, sin embargo, la historia de que Ukifune se había hecho monja y apartado definitivamente del mundo seguía sin parecerle del todo creíble. Siempre le quedó la duda de si otro amante la había ocultado para él solo en Ono, del mismo modo que, en otro tiempo, él mismo la había escondido a los ojos del mundo en Uji, donde fuera a visitarla tan pocas veces.
FIN DE
LA NOVELA DE GENJI