A finales de los años noventa, una nueva generación de rebeldes había tomado el relevo de las anteriores. Su retórica y sus tácticas eran enormemente parecidas a las de sus antecesores, y se apoyaban asimismo en el desprecio al sistema capitalista, en la utilización de la teatralidad como escenificación del disenso y en la aparición en los medios de comunicación masivos como verdadera herramienta de poder. Como los revoltosos de los sesenta, no querían exactamente una revolución política, sino más bien el alumbramiento de una nueva conciencia que redefiniera las relaciones de los humanos con la naturaleza, con la cultura y con el consumo. Por medio de esa especie de renacimiento, los individuos y las comunidades dejarían atrás la depredación de los recursos, la búsqueda del beneficio a toda costa y el materialismo, la población mundial volvería a sus raíces y sus actividades tradicionales, y el sistema económico y financiero se replegaría en un modelo más simple, más comprensible, más local. El pueblo —los trabajadores, los artistas, los estudiantes, los pequeños comerciantes— recuperaría lo que décadas de capitalismo deshumanizado le habían arrebatado por la fuerza. Todo era muy parecido a lo ocurrido cuatro décadas antes. Y al mismo tiempo muy distinto.
Y es que, a finales de los años noventa, el mundo occidental era muy diferente del de los sesenta. En primer lugar, porque habían caído las dictaduras comunistas y con ello la amenaza de un sistema alternativo al capitalismo: a partir de entonces, la competencia política sería exclusivamente entre modelos de capitalismo, ya que el resto de las opciones habían desaparecido. Pero también era distinto porque la revolución sesentayochista —que tuvo parte del mérito en el derrumbamiento del comunismo— había triunfado en la cultura. Las costumbres sexuales y culturales se habían ido abriendo paulatinamente. La sociedad, pese a la incesante lucha política, se había ido volviendo más tolerante, y los modos de vida mayoritarios habían ido incluyendo con más o menos dificultades los ingredientes de la receta revolucionaria. El universo pop —la música hipersexual, la televisión sensacionalista, los artistas concienciados, la política mediática— era no sólo la única cultura popular en Occidente, sino la única cultura compartida casi universalmente. En paralelo a todo esto, la nueva moral había potenciado un cierto individualismo, que se traducía en un paulatino descrédito del Estado como actor económico, en el consumismo como motor principal del crecimiento y la creación de puestos de trabajo, y en la gradual desaparición de trabas para el comercio internacional. Sin duda, estas consecuencias de carácter económico no estaban en el programa originario de los soixante-huitards, pero algunos de ellos que se hallaban entonces en el poder —como Bill Clinton en Estados Unidos y Joschka Fischer en Alemania, además de innumerables empresarios o artistas en todo Occidente— no parecían tener demasiados reparos a esa salida no planeada. Fuera con mayor o menor apego a la vieja socialdemocracia, ésa era ahora su agenda.
A ojos de los nuevos rebeldes esto era una traición en toda regla. Los protagonistas de los sesenta se habían vendido al mercado, se habían entregado al omnipoder de los medios de comunicación, habían transigido con la reacción derechista y habían olvidado por completo sus ideales, y eso les hacía especialmente culpables de los desaguisados del nuevo orden mundial, en cuya cúspide ahora se hallaban. En respuesta a eso, los resistentes de los años noventa pretendían recuperar la pureza de la lucha, revertir la dirección que había tomado el mundo con esa compleja síntesis de ideologías aparentemente dispares, y lo iba a hacer desde una izquierda que no sólo atendiera como en el pasado a los jóvenes estudiantes —aunque buena parte de sus impulsores eran, precisamente, jóvenes estudiantes—, sino también a los desamparados de todo el mundo, desde los obreros que habían perdido su trabajo en Occidente a causa de la deslocalización de empresas hasta los obreros de los países en vías de desarrollo que se habían quedado con esos empleos. Para los primeros se exigirían subsidios y para los segundos derechos laborales. Los pueblos indígenas del mundo en desarrollo encontrarían el modo de sostenerse económicamente sin renunciar a su cultura. Todo el mundo iba a caber en la nueva lucha contra el capitalismo global. Los sesentayochistas habían fracasado en ese empeño —o se habían desviado vergonzosamente de él—, pero los nuevos revolucionarios lo lograrían. La paradoja es que tratarían de hacerlo copiando las tácticas y la retórica de ese fracaso.
El nuevo movimiento rebelde, que tenía sus raíces en ciertas relecturas del marxismo, la contracultura de los sesenta, la lucha por la defensa de las identidades de los setenta y la resistencia a la economía liberal de los ochenta, estaba conformado por toda clase de corrientes ideológicas distintas. Había en él ecologistas opuestos a los alimentos transgénicos, partidarios de un aumento de los impuestos a las transacciones bancarias internacionales, defensores de las culturas indígenas, detractores de las exigencias políticas del Fondo Monetario Internacional a los países receptores de sus créditos, críticos con la gran industria alimentaria y textil, protectores del medio ambiente y de especies en extinción, defensores de los derechos humanos y grupos anarquistas, comunistas y feministas. Una vez más, se trataba de reivindicaciones dispares y en ocasiones inevitablemente contradictorias entre sí, pero todos los rebeldes parecían tener en común el izquierdismo radical y una absoluta desconfianza en la capacidad de los partidos políticos tradicionales de izquierdas —aun cuando algunos participantes eran políticos tradicionales de izquierdas— para sacar adelante medidas que pusieran freno a la globalización del comercio y las costumbres. Pese a que las ambiciones de los participantes eran inmensas y abarcaban todo el planeta y prácticamente todos los aspectos de la política, la economía y la cultura, en su mayoría se negaban a articularse en instituciones formales, jerárquicas y con canales de interlocución con los poderes establecidos —con la excepción, cada vez más popular en esos tiempos, de las llamadas organizaciones no gubernamentales—, y preferían presentar sus demandas en manifestaciones, performances, manifiestos y encuentros que, con la ayuda de los medios de comunicación, debían llegar a amplios sectores de la población y obligar a los políticos electos a reconsiderar sus decisiones.
El movimiento «antiglobalización» llevaba años organizándose y alcanzó cierta resonancia en 1994, cuando tras el levantamiento del Ejército Zapatista contra el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y México, algunos conocidos teóricos situados a la izquierda de la socialdemocracia, como Noam Chomsky o Antonio Negri, lo celebraron como un modelo de revuelta contra la globalización y el capitalismo. Pero se dio a conocer mundialmente en las manifestaciones celebradas en Seattle en 1999 con motivo de una reunión de la Organización Mundial del Comercio. Alrededor de 50.000 personas acudieron a la ciudad para tratar de impedir el encuentro, y el 30 de noviembre miles de manifestantes consiguieron bloquear el acceso de los delegados al lugar de reunión celebrando en las calles aledañas, desde primera hora de la mañana, mítines, talleres y fiestas. La policía respondió con cargas, gas lacrimógeno y balas de goma, y más tarde grupos de anarquistas asaltaron y saquearon tiendas ante el rechazo de la mayoría no violenta de los participantes. Los objetivos de los activistas eran poco claros debido a la heterogeneidad del movimiento, pero por lo general protestaban contra leyes comerciales internacionales que consideraban que vulneraban los derechos laborales en los países del Tercer Mundo y dañaban el medio ambiente, y se oponían al capitalismo de las grandes empresas y las instituciones económicas internacionales. Protestas similares se llevarían a cabo posteriormente en Washington, en abril de 2000, con motivo de una reunión del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, y más trágicamente en Génova, en julio de 2001, con motivo de una reunión del G-8, en las que un joven anarquista italiano, Carlo Giuliani, murió en los enfrentamientos violentos al recibir un disparo mientras trataba de atacar un coche de la policía con un extintor.
Pero quizá el acto más formal y solemne del movimiento tuvo lugar el 25 de enero de 2001, cuando se inauguró en Porto Alegre, bajo los auspicios del Partido de los Trabajadores brasileño, el primer Foro Social Mundial. Se trataba de un encuentro de activistas, sindicalistas, intelectuales, políticos y artistas de todo el mundo en el que, en respuesta a las habituales reuniones de banqueros y líderes mundiales en el Foro Económico Mundial de Davos, y bajo el lema «Otro mundo es posible», se discutirían alternativas económicas y políticas a la llamada globalización capitalista. «El primer día del Foro —cuenta Naomi Klein, asistente al acontecimiento y una de las principales cronistas del movimiento— una vez que hubieron terminado los discursos y se hubo proclamado el fin del Fin de la Historia,* las luces se apagaron y se proyectaron, en dos pantallas gigantes, fotografías de la pobreza en las favelas de Río. Aparecieron en el escenario un grupo de bailarines, con las cabezas inclinadas en señal de vergüenza y arrastrando los pies. Lentamente, las fotografías fueron más esperanzadoras y la gente que estaba sobre el escenario empezó a correr, blandiendo las herramientas de su toma del poder: martillos, sierras, ladrillos, hachas, libros, bolígrafos, teclados de ordenador, puños alzados. En la última escena, una mujer embarazada plantaba unas semillas. Las semillas, nos dijeron, de otro mundo. Lo más sorprendente [es] que este particular género de danza utópica socialista […] fue realizado con los mejores medios de producción: acústica perfecta, iluminación profesional, auriculares que traducían simultáneamente la narración a cuatro idiomas. Los diez mil asistentes recibimos unas bolsitas con semillas que debíamos plantar en casa. Era un cruce entre el realismo socialista y [el musical] Cats.»23
Como cuenta Klein, las protestas más organizadas no sólo mantenían esa mezcla del carácter lúdico y reivindicativo característico del movimiento, sino que se habían convertido en un refinado espectáculo de alta tecnología. Y, además, se habían desplazado, si no siempre físicamente, sí al menos en sus objetivos, hacia el mundo en desarrollo. Sin duda, los detractores del capitalismo tenían motivos para protestar contra el sistema en los países occidentales —de donde procedían la mayor parte de ellos—, pero, en un giro novedoso, su mayor preocupación en ese momento eran los otros, los más desfavorecidos de los rincones más desfavorecidos del planeta. Para los antiglobalizadores, se trataba de individuos y comunidades sin acceso a los grandes medios de comunicación, que necesitaban que activistas occidentales, que sí dominaban la narrativa de la televisión y de internet, hicieran visibles sus penurias ante los ojos de todo el mundo. Naturalmente, esto implicaba el riesgo de que estos intermediarios malinterpretaran las verdaderas necesidades de las comunidades indígenas de América Latina, o que no comprendieran bien el funcionamiento económico de las tribus africanas; en definitiva, se corría el riesgo de que, por enésima vez en la historia, se reinventaran las ambiciones y los anhelos de los habitantes del mundo pobre de acuerdo con los prejuicios culturales del Occidente rico. Así lo señalaban las instituciones contra las que actuaban los manifestantes —también dominadas por occidentales—, que aseguraban que sus protestas eran un error, puesto que lo que más podía beneficiar a los países en vías de desarrollo era un aumento del comercio con los ricos mediante la reducción de aranceles y el incremento de la inversión extranjera, y no el mantenimiento de tradiciones y sistemas de convivencia ineficientes. Pero los antiglobalizadores consideraban que esos supuestos intentos de acabar con la pobreza con una mayor dosis de capitalismo eran una farsa de ricos que no deseaban otra cosa que explotar un poco más a los pobres.
Sin duda, en los Estados Unidos de los años sesenta, muchos blancos se habían preocupado por los derechos de los negros, muchos lo habían hecho por el autogobierno de Vietnam, y en la Francia de esa misma época la solidaridad con las colonias oprimidas era parte de las reivindicaciones juveniles. Pero el movimiento antiglobalización, aunque con un buen puñado de reivindicaciones anticapitalistas para sus propios países, iba más allá y se constituía, en buena medida, en un movimiento vicario de los sin voz y sus culturas. De hecho, la adopción por parte de los manifestantes de costumbres alimentarias, indumentarias y rituales —todo, quizá inadvertidamente, occidentalizado— era una muestra más de esta relación especial con individuos y comunidades remotas, y en cierto sentido un reconocimiento de la superioridad de las formas de vida de éstas frente al consumismo mercantil de los norteamericanos y los europeos.
En esto, los movimientos antiglobalizadores no habían hecho nada más que exacerbar la búsqueda de respuestas en otras culturas de los hippies y los soixante-huitards. Como sucedía cíclicamente, algunos occidentales se refugiaban en una visión idílica de culturas más pobres pero, aparentemente, más espirituales y más puras. Sin embargo, en otro sentido, la antiglobalización se oponía al que quizá fuera el principal rasgo de identidad de las revueltas precedentes. Si éstas habían tenido por fin primordial aumentar la libertad de los individuos, liberarles de las convenciones sociales, multiplicar sus relaciones con los demás y expulsar al Estado de la regulación de la vida privada, en cierto sentido los antiglobalizadores deseaban lo contrario. No renunciaban a los logros morales y culturales surgidos de las luchas de entonces, pero su fin último era conseguir que los estados recuperaran la capacidad de injerencia en la vida de sus ciudadanos a la que habían renunciado tiempo atrás. Los antiglobalizadores ponían énfasis en lo que consideraban una tremenda falta de regulaciones nacionales e internacionales que limitaran la tendencia de las grandes empresas a vulnerar los derechos de las poblaciones en cuyos países invertían. Pero en cierto sentido estaban pidiendo también a los mandatarios que protegieran a las comunidades del mundo en desarrollo de la potencia cultural del primer mundo. La cultura pop —y sus implícitos procesos industriales, que abarcaban de la música a la alimentación y de la ropa a las ideas— era tan potente que amenazaba con arrasar con todas las demás, y era responsabilidad de la política impedir que eso sucediera. Aunque siguiera el discurso, las tácticas y hasta la estética de la contracultura de los sesenta, la izquierda extraoficial pedía ahora, como lo harían sus continuadores, más Estado, no menos.
«La vinculación del comercio con los derechos laborales, la protección medioambiental y la democracia […] es lo que diferencia a estos jóvenes manifestantes de sus predecesores en los años sesenta —afirma Klein—. En la era de Woodstock, negarse a actuar según las reglas del Estado y la escuela era considerado un acto político en sí mismo. Hoy, los opositores a la Organización Mundial del Comercio —incluso muchos de los que se consideran anarquistas— se sienten ultrajados por la carencia de reglas aplicables a las grandes corporaciones.»24 Lo que necesitaba el mundo no era más libertad individual, sino el regreso a un comunitarismo que fuera protegido por la política y no se viera expuesto a los caprichos de la economía.
La existencia de anarquistas exigiendo más reglas y más intervención del Estado no dejaba de ser una más de las contradicciones del movimiento, pero en contra de lo que pudiera parecer, eso era un motivo de orgullo especial para los manifestantes, que consideraban su falta de coherencia ideológica uno de sus puntos fuertes. A diferencia de las grandes instituciones políticas —como las iglesias, los sindicatos o los propios partidos—, que siempre buscan una mínima organización y unidad de planteamientos para poder así ser interlocutores fiables en la toma de decisiones, los antiglobalizadores desdeñaban toda jerarquía y todo programa cerrado, y esperaban que eso bastara para que la población mundial les viera como un movimiento más democrático, más horizontal y más representativo que las burocracias organizadas. Eso, pese a sus deseos, disminuía enormemente su capacidad de influencia más allá de su repercusión mediática, y los convertía en un cuerpo amorfo difícil de interpretar y con el que no era factible transaccionar. Pero en ese sentido, la existencia de contradicciones internas en el movimiento antiglobalizador no lo hacía distinto de muchos otros surgidos en la historia reciente con el fin de transformar la cultura política, del hippismo anglosajón al libertarismo español. Como he tratado de explicar, de los sesenta en adelante, todos ellos fueron en mayor o menor grado fruto de síntesis ideológicas que no tenían nada de puras ni eran necesariamente coherentes. De hecho, remontándonos en el tiempo, Marx consideró que el capitalismo burgués —también en sus inicios un movimiento revolucionario— fracasaría a causa de la gran cantidad de contradicciones internas que presentaba, aunque eso fue más bien lo que lo fortaleció, hasta el punto de convertirlo en el sistema económico triunfador de los últimos siglos. Pero, aun así, el movimiento antiglobalizador tenía dos rasgos especialmente contradictorios: por un lado, sus afirmaciones parecían pedir el regreso a una sociedad poco industrializada, tradicionalista e hiperregulada; por otro, sus prácticas denotaban el sueño de una sociedad hiperconectada tecnológicamente que diera más libertad a los individuos frente a las instituciones. Esto recogía de nuevo la herencia de los movimientos de los sesenta, esencialmente californianos, que intentaban compatibilizar una vida agraria y respetuosa con el medio ambiente con la tecnología de comunicación más puntera —Steve Jobs, fundador de Apple, fue budista y vegetariano, y un icono de esta contracultura tecnológica—, pero como en los sesenta, este intento de compatibilizar utopías contrapuestas era en muchos casos una forma de elitismo disfrazado. Es posible que los productos orgánicos y los tejidos elaborados localmente por los que abogaban los antiglobalizadores sean en algunos casos preferibles a los alimentos y las prendas industriales, pero lo que parecían olvidar sus partidarios era que resultaba absolutamente imposible alimentar y vestir a los más de seis mil millones de personas del mundo con esa clase de mercancías. Ni siquiera buena parte de la clase media occidental podía permitirse artículos como los huevos ecológicos, las verduras crecidas sin fertilizantes o el calzado cosido a mano. Y es perfectamente posible que lo que más desearan millones de habitantes de todo el mundo pobre fueran un par de zapatillas Nike o de cualquier otra de las marcas que Naomi Klein había denunciado en su libro No Logo. Para explicar esto último, los antiglobalizadores podían afirmar con razón que hasta los más pobres se habían contagiado de la estulticia consumista de los frívolos occidentales, pero no parecía que eso pudiera convencer a la mayoría de no occidentales de desistir en su pequeña ambición. La identificación entre consumo y rebeldía que ya en los sesenta había establecido la publicidad había llegado a todas partes. Para empezar, al propio movimiento antiglobalizador, que consideraba el consumo de unos artículos —naturales, minoritarios— y no otros —industriales, masivos— un elemento de distinción rebelde.
Visto una década más tarde, el momento de mayor relevancia mediática del movimiento antiglobalizador fue muy breve. Su influencia política fue escasa, y el proceso de globalización de la economía y las costumbres siguió creciendo imparable como lo había hecho durante toda la historia, con la excepción de algunos breves paréntesis proteccionistas. De hecho, uno de los países que con mayor entusiasmo se uniría a la globalización sería el Brasil liderado por Luiz Inácio Lula da Silva, «Lula», un viejo dirigente del Partido de los Trabajadores que había organizado el Foro Social de Porto Alegre y que nada más llegar al poder en 2003 adoptó una estricta y exitosa ortodoxia económica. Y ya algo antes, el movimiento indígena y agrario zapatista, que había sido un modelo de lucha emblemático para la antiglobalización por su pacifismo y su autenticidad indígena, se deshincharía después de una exitosa marcha pacífica hacia la capital mexicana sin dejar ninguna herencia política determinante.
La propia Naomi Klein advirtió muy temprano, en un artículo de mayo de 2001 titulado «Adictos al espectáculo», que el movimiento podía acabar resultando totalmente inefectivo y decaer en una sucesión de «McProtestas», escenificaciones que tanto podían celebrarse en un lugar del mundo como en otro, desconectadas de las verdaderas necesidades de las comunidades, puras celebraciones de sí mismas. El exceso de espectáculo podía esconder una falta de ideas practicables. «Es un artículo de fe en la mayoría de los círculos activistas que las manifestaciones masivas son siempre positivas: dan moral, demuestran fuerza, atraen la atención de los medios. Pero parece que se esté perdiendo la conciencia de que las manifestaciones, en sí mismas, no son un movimiento. […] Hay momentos perfectamente propicios para manifestarse, pero quizá lo más importante sea que hay momentos en los que es necesario crear conexiones que hagan de las manifestaciones algo más que una representación teatral.»25 Pese a esta lúcida constatación, ni siquiera la propia Klein supo dar con una fórmula que aumentara la incidencia del movimiento en la política real.
Sin embargo, una vez más, la trascendencia de este nuevo movimiento rebelde se dio por otros cauces. Es posible que la antiglobalización no hubiera inventado prácticamente nada en términos culturales, más allá de dar una nueva vuelta de tuerca a la teatralización de la desobediencia civil y la acción directa. Pero sin duda había significado el despertar de la conciencia política de una generación entera, conformada en buena medida por los hijos de los soixante-huitards. Ciertamente, el ímpetu político, el anhelo de revertir la dirección en que transitaba el mundo, habían fracasado, pero la estética antiglobalización, sus formas de organización política e incluso sus preferencias de consumo acabarían extendiéndose entre la juventud como un meme cultural más. Podía expresarse superficialmente en elementos como la indumentaria —los noventa, con la superposición del grunge y de la antiglobalización, fueron los años en que los jóvenes rebeldes debían vestir camisas de cuadros y gorros de inspiración rural—, las costumbres alimentarias —el vegetarianismo experimentó un gran auge mediático debido a consideraciones éticas como los derechos de los animales o la ecología—, o incluso, una vez más, los gustos musicales o cinematográficos —en los años noventa, lo indie era símbolo de autenticidad e independencia, aunque estuviera promovido por grandes empresas culturales y gozara de un éxito mundial—. Y el movimiento antiglobalización contribuyó a popularizar culturas no occidentales en Occidente, en lo que fue una especie de reverso bueno de la globalización mala: si en los sesenta la espiritualidad india se había hecho célebre en Occidente gracias en parte a los Beatles y otras estrellas del pop, ahora eran otros músicos famosos, como Manu Chao, quienes se convertían en referentes de la juventud airada importando estilos musicales y estéticas de otros países en vías de desarrollo. En cualquier caso, la antiglobalización había tomado las ya tradicionales formas de oposición contra el capitalismo y la política ortodoxa y las había actualizado, había dado un renovado lenguaje político a los jóvenes rebeldes y había perpetuado la tradición revolucionaria surgida en los sesenta. Los rebeldes posteriores derivarían de esa nueva reformulación del disenso, y volverían a saltar a las noticias de todo el mundo, tras unos años de práctica invisibilidad, con movimientos como el 15-M u Occupy Wall Street. Pero a esas tácticas antiglobalizadoras le sumarían una nueva, si cabe más radical, esperanza revolucionaria.