El 15 de mayo de 2011, miles de españoles se manifestaron en las calles y las plazas de varias ciudades exigiendo «Democracia real ya». La crisis económica estaba siendo particularmente dura en España, donde los funcionarios habían visto rebajados sus sueldos, los jubilados congeladas sus pensiones, y el desempleo rozaba en aquel momento el 21 por ciento de la población activa. Sin embargo, quienes lo tenían peor eran los jóvenes: el paro entre los menores de veinticuatro años era de un 45 por ciento, muchos licenciados universitarios eran incapaces de conseguir un trabajo a la altura de su preparación, y muchos chicos que habían abandonado los estudios para dedicarse a la construcción u otros sectores boyantes se hallaban sin formación y sin trabajo. Incluso quienes tenían la suerte de disponer de uno, vivían con sueldos muy bajos, contratos temporales y miedo a perder también eso. La generación que había sido educada implícitamente en la creencia de que viviría mejor que la de sus padres —como, a su vez, ésta había hecho con respecto a la de los suyos— se encontraba ahora sin la posibilidad de repetir lo que parecía el ritual propio de un país próspero como España: trabajo no muy bien pagado pero relativamente seguro, matrimonio, hipoteca, hijos.
Las causas de esto eran enormemente complejas —muchos años de bajos tipos de interés, burbuja inmobiliaria, deuda privada y pública, caída del sector exterior, poca competividad, globalización—, pero los manifestantes, o al menos los más organizados entre ellos, tenían claro que buena parte de la responsabilidad era de la política. No solamente de las malas decisiones tomadas por los políticos de uno u otro partido en las últimas décadas, sino de la política en sí. La clase política, como llamaban a los cargos electos, se había ido distanciando progresivamente de la ciudadanía para entregarse a los intereses de la banca y las grandes empresas; se había rodeado de comodidades y privilegios que le impedía comprender las verdaderas necesidades del ciudadano medio, y a causa de ello la democracia se había pervertido y había dejado de representar al pueblo. Sin duda, eran muchas las medidas económicas necesarias para salir del agujero, pero por encima de eso lo que resultaba urgente era refundar la política, limpiarla de intereses oscuros y devolverle la dignidad y la legitimidad.
El movimiento se caracterizaba por la falta de líderes, la horizontalidad radical y la convivencia de distintas ideologías, y era quizá la primera ocasión en que se producían en la España reciente grandes manifestaciones ajenas a las instituciones que tradicionalmente las alentaban, como la Iglesia, los sindicatos o los partidos políticos. El movimiento se había organizado, tanto logística como ideológicamente, a través de internet, en las redes sociales y páginas web creadas expresamente, y los organizadores anónimos habían intentado mantener, al menos al principio, la apariencia de diversidad, de falta de color político. Aquello no era más que el pueblo, con toda su pluralidad y toda su solidaridad, alzado pacíficamente para exigir a los poderosos honestidad, austeridad y amparo a las víctimas de la crisis.
La manifestación en Madrid, la mayor de España, fue, efectivamente, pacífica y reivindicativa. Y cuando llegó a su fin, en la Puerta del Sol, algunos jóvenes plantaron tiendas de campaña y decidieron pasar la noche acampados allí, inspirados por la ocupación de la plaza Tahrir egipcia, que pocos meses antes había sido tomada por manifestantes contrarios al régimen de Hosni Mubarak.* Querían que la clase política comprendiera que la manifestación no había sido un acto esporádico, sino que éste iba a tener continuidad hasta que sus reivindicaciones fueran atendidas. En los días siguientes, el pequeño campamento de tiendas fue creciendo e incorporando edificios efímeros como carpas y construcciones de palés hasta ocupar la mayor parte de la plaza. Los acampados —ya en su inmensa mayoría jóvenes acostumbrados a la organización política alternativa— establecieron asambleas en las que se discutían asuntos políticos de actualidad, el propio devenir del campamento y temas más generales como el feminismo o la sexualidad, y programaron actos lúdicos y talleres de teatro, espiritualidad o música. El campamento se convirtió en una pequeña ciudad con sus propias normas internas, su agenda política y su sistema económico. Los medios de comunicación de todo el mundo contemplaban el fenómeno como una muestra admirablemente pacífica de protesta. La prensa española analizaba el fenómeno en función de la coyuntura política. La mayoría de los ciudadanos españoles veían con simpatía a aquellos jóvenes que se sacrificaban para hacer visibles sus reivindicaciones, y muchos se sumaban a sus actos.
El movimiento que finalmente se apoderó simbólica y físicamente de la plaza parecía un estallido espontáneo surgido en un momento de particulares dificultades económicas y políticas, pero era cualquier cosa menos nuevo. Aunque ahora recibiera atención mediática y un cierto grado de comprensión por parte de la mayoría, había existido desde hacía décadas, y tenía sus orígenes españoles en el movimiento libertario de los años setenta, y sus raíces internacionales en el más reciente movimiento antiglobalización. Los objetivos políticos de los acampados entroncaban con su denuncia de la ilegitimidad de la democracia capitalista, con su llamada a reinventar la sociedad previa reinvención de la conciencia de los individuos y con su creencia en la posibilidad de establecer una nueva forma de organización política basada en una mezcla de recetas anarquistas y estatalistas. El movimiento llevaba años, por no decir décadas, organizándose en casas ocupadas convertidas en centros culturales, en asociaciones de barrios, en grupos asamblearios. Los medios casi nunca les prestaban atención —excepto cuando ocupaban un edificio u organizaban una protesta teatral con algún fin concreto— porque no eran relevantes políticamente. Su propia forma de funcionamiento —su desdén por la figura del líder y la jerarquía, la toma de decisiones mediante la unanimidad y no la mayoría, su lenguaje político alejado del mayoritario— les impedía negociar con los poderes democráticos, a los que despreciaban, y les sumía en una dinámica de eterna discusión interna que apenas tenía contacto con el exterior. Su alto nivel de organización les permitía, sin embargo, tener medios de comunicación en papel o en internet, librerías surtidas de literatura subversiva, actividades culturales como conciertos o talleres y hasta un cierto eco en la academia. Pero por lo general vivían concentrados en determinados barrios —en Madrid, por ejemplo, en Lavapiés—, ajenos a la disputa política cotidiana y sumidos en la búsqueda de fórmulas revolucionarias y alternativas al statu quo que a veces tenían sus raíces en regímenes del mundo en desarrollo, en ideas económicas anticapitalistas como el decrecimiento, la agricultura orgánica, el anarcofeminismo o la espiritualidad alternativa. Ninguna de estas ideas tenía demasiado eco fuera de los pequeños grupos que las respaldaban, aunque de vez cuando alguno de sus rasgos culturales —el peinado, la música de percusión, la ropa, el consumo responsable o el comercio justo— llegaba a ser una tendencia diluida en el mainstream, e incluso hallaba eco en formaciones como Izquierda Unida, que oscilaba de nuevo entre el estatalismo clásico y la libertad alternativa, o los sindicatos, temerosos de perder base social. Pero en cualquier caso, los grupos alternativos se organizaban en lo posible de acuerdo con sus reglas en comunidades que aspiraban a la autogestión.
Sin duda, muchos jóvenes —y mayores— se habían unido ahora a sus reivindicaciones hartos de la ineptitud de la política oficial para satisfacer lo que consideraban sus derechos económicos. Pero por lo general, la única verdadera novedad era que este movimiento había explotado mediáticamente. Su ocupación de una gran plaza en la capital le había dado una popularidad y unas simpatías de las que nunca había gozado. De repente, tras el 15 de mayo, ideas políticas como la asamblea, la autogestión o la nacionalización de la banca, todas ellas manejadas por estos grupos en la semipenumbra durante años, estaban en la televisión, los periodistas se las tomaban en serio y las discutían en sus medios. Sus lemas provocativos y sus proyectos políticos, que siempre habían pasado desapercibidos o habían sido tenidos por ilusiones radicales, eran introducidos en el debate público mayoritario. Poco importaba que sus ideas fueran buenas o siquiera posibles: los acampados solían argumentar que no pretendían hacer un programa político coherente, sino sólo expresar su malestar y trasladarlo a la opinión pública, y ésta era enormemente receptiva a cualquier expresión de disenso con el estado de las cosas. El movimiento ahora galvanizado aspiraba a ser una superación de las tradicionales articulaciones políticas en forma de partidos o sindicatos, y por lo tanto no podía esperarse de él su concreción, su jerarquía y sus sistemas de negociación con las instituciones. La suya, aunque llevara décadas existiendo, era una nueva forma de participación política más libre y mejor, más individualista y más comunitarista al mismo tiempo.
Sin embargo, si sus formas de discusión y sus ideas políticas eran descendientes del libertarismo y de los micromovimientos antiglobalizadores, Democracia Real Ya y los demás grupos alrededor de los cuales se organizaban y discutían los manifestantes habían incorporado a su práctica reivindicativa internet, un elemento revolucionario que les daba una apariencia de estricta modernidad. De hecho, uno de los embriones de las protestas masivas del 15 de mayo había sido la organización en internet de la campaña #nolesvotes, destinada a pedir el voto por cualquier formación política que no hubiera apoyado —lo hicieron el PP, el PSOE y CiU— la aprobación de la llamada Ley Sinde, que ponía impedimentos legales a las páginas de descarga, p2p y enlaces. La campaña había sido promovida por exitosos pensadores y empresarios de internet —como Enrique Dans, Julio Alonso, Martín Varsavsky o Ricardo Galli— que, una vez que ese movimiento se sumó a las acampadas, siguieron dándole apoyo pese a que las recetas económicas que éste proponía iban claramente en contra de las llamadas a una mayor liberalización de la economía española que muchos de ellos habían defendido. Que el poder de articulación que le atribuían a internet se transformara en un movimiento real en las calles era sin duda un espaldarazo a sus ideas sobre la sociedad 2.0 y demostraba las verdaderas posibilidades políticas de sus empresas o sus lecciones. Y el hecho de que las propuestas políticas del movimiento fueran inconexas o contradijeran las suyas no impedía ese apoyo. De hecho, uno de los rasgos más característicos del 15-M era que incluso muchos ciudadanos que no estaban de acuerdo con sus reivindicaciones apoyaban sus acciones. Aunque sus fines fueran equivocados, parecían creer, sus actividades eran una loable muestra de renovación y frescura, y significaban que una generación a la que se había tenido por indiferente o directamente cínica con respecto a la política, mostraba por fin ideales y energía para luchar. Sin duda, parte de esta visión positiva se debía a la laxitud de las propuestas del movimiento y a que resulta difícil discrepar con el deseo de tener una sociedad más justa, una economía más sana y una democracia más limpia. Sin duda también, el estado de la economía era tan catastrófico, y la política oficial parecía tan incapaz de hacer nada al respecto, que cualquier iniciativa heterodoxa parecía tener valor en sí misma.
Algo parecido sucedió en Estados Unidos a partir del 17 de septiembre de 2011, cuando manifestantes estadounidenses inspirados de nuevo por la revuelta egipcia y por las acciones de los «indignados españoles» —nombre que los manifestantes habían tomado del libro de Stéphane Hessel ¡Indignaos! y que los medios anglosajones habían adoptado— ocuparon Zuccoti Park, un lugar cercano al escenario emblemático del capitalismo, Wall Street. Bajo el lema «Somos el 99 por ciento», en oposición al 1 por ciento de ricos estadounidenses, el movimiento pretendía denunciar «la desigualdad social y económica, el elevado desempleo, la avaricia y la corrupción y la indebida influencia de las grandes empresas sobre el gobierno, particularmente las del sector financiero».26 Como en España, Estados Unidos estaba gobernado por un presidente de izquierdas, de discurso renovador y con gran capacidad para conectar con los jóvenes, pero eso no se había traducido, denunciaban, en una limitación del poder de las grandes corporaciones, sino que éstas parecían incluso aprovecharse de la crisis para aumentar su poder y beneficiarse de la ayuda legal y económica de los gobiernos. Sin duda, la articulación y difusión de su disenso había sido posible gracias a la dureza de las condiciones económicas y la predisposición de los medios a difundir movimientos políticos no institucionales, pero una vez más el movimiento no hacía sino volver a sacar a la luz mediática las reivindicaciones y las tácticas de protesta que lo habían precedido. Uno de sus primeros promotores fue Adbusters, una revista canadiense dedicada a los movimientos alternativos que ya había tenido mucha importancia en la lucha contra la globalización —y en la consagración del consumo de determinados productos de moda, como zapatillas deportivas alternativas, y de prácticas culturales, como el skate—. Asimismo, el movimiento Occupy —que se extendió a otras ciudades estadounidenses— recuperaba los mensajes deslenguados de los hips contra las grandes empresas y la maquinaria burocrática, el do it yourself de los punks en la elaboración de camisetas y merchandising reivindicativo, la cultura indie de los noventa y el redentorismo tecnológico. Aunque las reivindicaciones de los manifestantes estadounidenses fueran similares en fondo y forma a las de los españoles, los primeros se enfrentaban además a una novedad histórica: el Tea Party, un movimiento populista de derechas que había reaccionado a la crisis con un ideario completamente opuesto al de Occupy —la culpa de la mala marcha de la economía no se debía a la relajación del gobierno a la hora de limitar la actividad económica, afirmaban, sino a su excesivo intervencionismo—, pero que había copiado de la izquierda informal sus tácticas de protesta mediática: las manifestaciones, los pequeños grupos articulados a través de internet, la horizontalidad e inexistencia de líderes con poderes orgánicos, la reivindicación de su carácter de outsiders ignorados y maltratados por el gobierno. Occupy, recogiendo la herencia de los yippies y sin duda más inclinado que el Tea Party a utilizar los desórdenes públicos como reclamo mediático, hacía política callejera, se valía de eslóganes atractivos e ingeniosos, y en última instancia pretendía hacer política sin implicarse en sus formalidades institucionales. La avalancha de noticias e interpretaciones a que dio pie en los grandes medios de comunicación demostraban una vez más que su táctica era efectiva publicitariamente, pero en términos políticos, probablemente, sólo conseguía que el gran partido de centro-izquierda estadounidense, el Partido Demócrata, mostrara una simpatía reacia y apenas suavizara su discurso económico. Pero más allá de todo esto, y del hecho de que muchos observadores creyeran estar viendo un fenómeno nuevo cuando no era más que un movimiento con décadas a sus espaldas que de repente tenía eco mediático, había algo más.
Desde los años sesenta con los que empieza este libro hasta hoy, en Occidente la democracia liberal se ha ido expandiendo y fortaleciendo con una firmeza inédita. Y ha ido dando a cada vez más personas dignidad material y libertades. Naturalmente, en ese período se han ido sucediendo toda clase de crisis y de cambios de modelo, y en España en concreto se han repetido cíclicamente desde la consecución de la democracia, aunque es probable que esta crisis sea, ciertamente, singular y particularmente destructiva. Pese a ello, y a sus notorios fallos, el capitalismo con libertades es el sistema predilecto, con mucha diferencia, de los occidentales, y el que les ha dado más prosperidad a lo largo de la historia. Sin embargo, durante ese mismo tiempo, las revueltas no se han detenido. Siempre han tenido buenos motivos: en los sesenta, el encorsetamiento moral y militarista de la sociedad; en los setenta, el desprecio a las minorías; en los ochenta españoles, una cultura envejecida y tímida; en los noventa, una globalización con grandes desequilibrios, y en la primera década del siglo XXI, el cansancio ante el monopolio de la información por parte de las grandes industrias mediáticas y la crisis económica. Las revueltas siempre habían fracasado políticamente —y ésa es una más de las razones por las que cabe afirmar que el capitalismo es mucho más fuerte que en el pasado, cuando las revueltas a veces sí triunfaban en términos políticos—, pero siempre habían dejado tras de sí importantes legados culturales que la misma generación que los había creado integraba en el sistema y las siguientes volvían a transformar. El capitalismo no sólo parecía soportar esas revueltas, sino que en buena medida las había convertido en uno de sus motores para mutar sin dejar de ser él mismo. La responsabilidad de mantener viva esa dinámica había ido recayendo sucesivamente en las distintas generaciones de jóvenes, que, llevados por su ansia de cambio y su idealismo, debían pelear por inventar un mundo a su medida que fuera expulsando lentamente a los cíclicamente envejecidos representantes del ya anacrónico sistema.
En buena medida, eso significaron y siguen significando el 15-M y Occupy, y a ello deben buena parte de las simpatías que han suscitado incluso entre muchos que no comparten sus ideas. En determinados momentos, el hecho mismo de rebelarse parece bueno, aunque las posibilidades de alcanzar la victoria sean remotas. Ciertamente, muchos de los participantes del movimiento oscilan entre el orgullo de pertenecer a una minoría especialmente lúcida y la creencia de que son verdaderos representantes de todo el pueblo. También, sin duda alguna, creen disponer de las armas ideológicas y tácticas para llegar a ser un elemento verdaderamente activo de la política real. Pero más allá de todo esto, y de cómo se vean a sí mismos, esos movimientos le sirven a toda la sociedad como una muestra de la posibilidad de rebelarse, de enfrentarse al poder, sea cual sea el resultado final. Es su inocencia —que probablemente sus miembros no crean tener— lo que les hace puros y valiosos frente al cinismo de los poderosos. Naturalmente, esto implica un inmenso paternalismo, y en cierta medida ignora la noción racionalista de que lo útil son los hechos y las ideas que consiguen transformar la realidad para mejor, no las simples buenas intenciones. Pero en realidad toda esta celebridad súbita de un movimiento minoritario que había aprovechado sus largos años de organización y discusión para armar un verdadero movimiento popular —al punto de que conseguía que minúsculas manifestaciones o sentadas de unas pocas decenas de personas llegaran a las portadas de los periódicos— no es más que la consecuencia del deseo por parte de amplias capas de la clase media que no sintonizan con sus ideas de que suceda algo, cualquier cosa, que renueve la esperanza de la sociedad en el idealismo.
Esto no quiere decir, naturalmente, que los manifestantes no tengan razones sobradas para estar descontentos con el mundo. Éste se halla en un estado verdaderamente calamitoso y los jóvenes son víctimas, aunque se resistan a reconocerlo por una especie de solidaridad entre rebeldes, de las medidas que los viejos soixante-huitards adoptaron en su favor al introducirse definitivamente en el sistema y adapatarlo a sus intereses. Porque los grandes estados del bienestar, las pensiones generosas y los sistemas de salud públicos casi ilimitados que hemos conocido en las últimas décadas han beneficiado sobre todo a esa generación. Fueron grandes victorias de la política de izquierdas, pero ahora que sus protagonistas llegan a la edad de jubilación, parecen no ser sostenibles por razones demográficas y cambios del modelo económico, y dejan en clara desventaja a los jóvenes que aspiran a repetir su trayectoria. Pero lo cierto, en cualquier caso, y más allá de su renuencia a despertar un conflicto generacional explícito, es que entre las llamadas a la indignación o a la protesta se oyen pocas advertencias de que su impulso puede ser, como demuestra la historia reciente de esa clase de movimientos, políticamente inútil si no se encauza por la vía institucional. De nuevo, ahí está el optimismo imprescindible para que fenómenos como éste lleguen siquiera a producirse, pero es también una muestra de inercia cíclica: la de confiar regularmente en movimientos que demuestran una y otra vez que no son funcionales políticamente, sino sólo expresiones de malestar que acaban reducidas, en el mejor de los casos, a tendencias culturales o que, en el peor, si no son capaces de adaptarse a los mecanismos del mercado, vuelven a la oscuridad. Quizá la muestra más clara de ello sea que, de nuevo como en el 68 francés, después de la gran movilización izquierdista del 15-M, los conservadores del Partido Popular arrasaron en las elecciones municipales y autonómicas del 22 de mayo de 2012 y obtuvieron una gran mayoría absoluta en las nacionales del 20 de noviembre.
Pero además de eso, y pese a su apariencia moderna debida a su uso de internet y su estética contracultural, el movimiento es en esencia reaccionario, en el sentido del término que he descrito anteriormente. Como todos los movimientos revolucionarios surgidos en Occidente desde los años sesenta, apela a una época en la que las cosas funcionaban y apunta a la mayor simplicidad de ese pasado como receta para superar la nociva complejidad del presente. Sin duda, el movimiento no señala ningún momento concreto del pasado como el ideal al que se debería regresar, como sí lo hacen los movimientos rebeldes de derechas contemporáneos en Estados Unidos, que sitúan en los años cincuenta, o incluso ya en los ochenta de Reagan, el momento más admirable de la democracia estadounidense. Pero al igual que el Tea Party, el 15-M se presenta a sí mismo como un antídoto genuinamente popular contra un sistema que se ha corrompido y deslegitimado. En ese sentido, todo el relato ideológico del 15-M está basado en la idea, análoga a la de la tradición cristiana, de la caída: en el pasado, la democracia fue virtuosa —en algunos casos, se alude a la democracia griega, un modelo de lo que hoy consideraríamos una perfecta injusticia—; los humanos se organizaban con ecuanimidad, eran solidarios y desdeñaban el materialismo. Desde la irrupción del liberalismo, y especialmente del llamado neoliberalismo, sin embargo, los occidentales se han vuelto individualistas y agresivos, han dado la espalda a sus congéneres, y lo han hecho porque los poderosos les han empujado a ello con sus construcciones ideológicas e institucionales pensadas únicamente para aumentar su poder. Naturalmente, el argumento es falaz: la historia reciente ha supuesto el mayor proceso de ampliación de libertades y disminución de la pobreza de toda la trayectoria humana. Pero, aun así, para este movimiento —como para los hippies, los libertarios o los antiglobalizadores— la clave está en recuperar esa pureza supuestamente perdida y volver a un orden social más sencillo en el que desaparezcan las complejidades provocadas por el desarrollo tecnológico que ha arrasado con las economías y las formas de vida tradicionales, pero que, paradójicamente, es también clave para la organización de los revoltosos. Buena parte de sus recetas económicas —el trueque, la limitación de las transacciones financieras internacionales, la apuesta por el do it yourself frente a la producción industrial— son muestra de esa voluntad de regreso a un pasado en buena medida inventado, al igual que lo son muchas de sus aportaciones al debate sobre la organización política. En ese sentido, por ejemplo, consideran que la política y el Estado están carcomidos por la corrupción, pero al mismo tiempo reivindican que la política y el Estado deberían tener más poderes en el ámbito económico y el control social. Una vez más, creen que el funcionamiento interno del movimiento —las asambleas, los talleres, el no consumismo— puede ser aplicable a la sociedad en general si ésta despierta del sueño en el que la han inducido. Si no lo hace, es porque se halla presa de lo que Pierre Bourdieu —un filósofo de referencia para los movimientos marxistas y posmarxistas desde los setenta— llamaba «violencia simbólica», la nueva forma de opresión capitalista que, aunque aparentemente no violenta, sojuzga a los ciudadanos mediante la cultura. A diferencia de buena parte de la tradición contracultural, pero no de los soixante-huitards imbuidos de estructuralismo y las lecciones de Foucault, no creen que la libertad sea realmente parte de la solución, porque, en cierta medida, la libertad como tal no existe y es una falacia burguesa. Sin embargo, en un nuevo giro ideológico, lo que los manifestantes defienden, más allá del aspecto revolucionario de sus proclamas y sus tácticas, es su derecho a acceder a la vida burguesa: el empleo estable, el confort material, el futuro predecible y asegurado por un Estado benefactor y generador de empleos. Sin duda, eso no es lo que pretenden los pertenecientes a los movimientos nucleares del 15-M, pero también sin duda es a eso a lo que aspiran quienes se acercan a él al ver truncadas sus expectativas de una vida materialmente estable.
Con todo, una vez más, estas incoherencias ideológicas apenas importan. El movimiento ha triunfado mediáticamente, las masas lo ven con simpatía, e incluso parte de las élites —políticas, artísticas, literarias, periodísticas— se han sentido movidas a apoyarlo. Además de por todas las razones esgrimidas hasta ahora, sin duda también porque saben que no se trata de una verdadera revolución que pueda poner en serio riesgo su estatus o sus pertenencias. Quizá quienes se sitúan a la izquierda de la socialdemocracia, como Izquierda Unida o parte de los sindicatos, se sumaran a sus reivindicaciones porque temían ser considerados tan parte del sistema como los demás —de hecho, lo son— y que sus votantes o afiliados se arrojen en brazos del movimiento que aparenta más pureza. Pero, en última instancia, esto es una muestra más de que, lo quiera o no, el movimiento 15-M es sólo otra tendencia que compite en el mercado para conseguir la atención de los medios y la presencia en las redes sociales y así ganar puntos entre la opinión pública. Sin duda, es difícil saber en qué se podrá traducir políticamente ese triunfo en la opinión, pero parece evidente que no va a suponer una ruptura con el funcionamiento normal —y, por lo tanto, también a veces ineficiente e insatisfactorio— de la democracia capitalista de partidos. Sus posibilidades de éxito, una vez más, están en la cultura.
En ese sentido, no es de extrañar que la vieja cultura —una vez más, formada en el legado de los sesenta— corriera presta a mostrar su solidaridad con lo que consideró la nueva cultura revolucionaria. Como había sucedido en ocasiones anteriores, acomodados catedráticos, viejos intelectuales bien conectados con el poder o grandes medios de comunicación masivos han mostrado su simpatía por lo que les ha parecido, si no un movimiento político articulado, sí la enésima expresión de modernidad revolucionaria. También ellos quieren, cómo no, seguir siendo modernos.