Los hechos de 1968 no fueron el principio de un ciclo de revolución política, o al menos no en el sentido que sus protagonistas creían. Su proyecto más radical, la desaparición del capitalismo consumista, fracasó sin remedio, aunque su encanto permanecería anclado para siempre en el discurso de la izquierda. Su búsqueda de nuevas formas de organización política, como la comuna o el asamblearismo, languidecería por su ineficiencia frente a las instituciones ya existentes, aunque éstas, con el tiempo, mutaron bastante. Y las proclamas más ambiciosas de transformación del individuo en sociedad, desde la libertad sexual hasta el uso experimental de las drogas o una religiosidad hecha a medida, encontrarían un acomodo mayoritario en las décadas posteriores, aunque fuera de una forma que muchos de sus instigadores considerarían después puramente consumista y absolutamente despolitizada. Los hechos de 1968 fueron, a la postre, un gran fracaso en términos de política institucional, pero al mismo tiempo fundaron la cultura contemporánea que más tarde o más temprano, si no al momento, triunfó en todos los países en que se produjeron: el capitalismo individualista, hedonista y mediático.
El 68 como fenómeno global fue en buena medida fruto de las comunicaciones de masas. Las revueltas tuvieron una enorme repercusión porque fueron, básicamente, un buen producto televisivo y cultural, no por su importancia política. Los jóvenes soixante-huitards parisienses eran guapos, deslenguados y tenían un gran talento para el eslogan; en Estados Unidos, las protestas tenían una inmensa teatralidad, y sus protagonistas intuyeron admirablemente que lo importante no era tanto la utilidad inmediata de sus actos, sino el atractivo que éstos tuvieran para los medios de comunicación. Además, gracias a la televisión, los jóvenes de distintas partes del mundo sabían que no estaban solos; que en otros países otros jóvenes estaban haciendo cosas semejantes. Todo esto, naturalmente, sólo fue posible en la era del pop.
Con todo, si se hubiera preguntado a los jóvenes que se manifestaron en las revueltas del 68 en todas las partes del mundo, habrían respondido que sus reivindicaciones eran netamente políticas, y por eso precisamente también espirituales —ésa es la época en que todo, de la comida a la indumentaria, se volvió político—. Sin embargo, ser revolucionario político en los años sesenta se había convertido en algo nuevo. En Francia en 1789, en Rusia en 1917, en China en 1949 o en Cuba en 1959 estaba claro qué era hacer una revolución: asaltar físicamente la sede del poder; matar, expulsar o encarcelar a quienes lo detentaran y sustituirlos. Quizá los más violentos hijos de los sesenta, motivados precisamente por la Revolución cubana, creían que ese modelo revolucionario iba a seguir siendo posible, pero no lo era, al menos no en el mundo desarrollado. Tampoco la lucha de ideas, que en los años sesenta dio pie a un gran desarrollo de las teorías marxistas, maoístas y demás ideologías revolucionarias, podía ser el camino. Toda esta relectura de la historia, las relaciones de poder y la sexualidad dotaron a un puñado de estudiantes y académicos de una retórica aparentemente superior, al menos en elaboración intelectual, al aburrido discurso del sentido común y la estabilidad de la democracia pragmática. Los ensayos de Althusser, Foucault o Adorno podían ser, si se lograba penetrar en ellos, interesantes e incendiarios al mismo tiempo, pero creer que podían conducir a una revolución de masas fue una muestra más, si no la principal, de la ingenuidad de los nuevos revolucionarios. En Estados Unidos, las novelas y los poemas de los beatniks que precedieron e inspiraron a los hippies y a los yippies, como En el camino de Kerouac o Aullido de Ginsberg, despojados de teoría, eran más fácilmente comprensibles y sin duda más eficaces en su llamada a la acción, pero al mismo tiempo se inscribían en una tradición para la que las revoluciones, tras la independencia del país, eran más de carácter individual que colectivo y no pretendían acabar con la Constitución de los Padres Fundadores, sino reinterpretarla con más pureza. Sólo el pop y sus extravagantes y geniales formas de aparente subversión podían, de hecho, llevar a cabo un proceso revolucionario. Aunque, por supuesto, ese proceso sería de una naturaleza enteramente distinta a las revoluciones anteriores. Porque el pop era, en esencia, lemas atractivos, juventud extravagante, entretenimiento sofisticado y, por encima de todo, diversión televisada. Su revolución era meramente cultural, y sólo tenía connotaciones políticas, pese a su retórica, en el ámbito de la conciencia, pero no en el de las instituciones.
En 1963, por ejemplo, los Beatles fueron invitados a tocar en el Royal Variety Show ante la Reina Madre. Aquel espectáculo era enteramente convencional, de carácter familiar, y John Lennon —que más adelante sería llamado «héroe de la clase trabajadora»— supo que tenían que hacer algo un poco rompedor, pero tampoco mucho, para demostrar su singularidad en aquel entorno ortodoxo y reivindicar su carácter de muchachos revoltosos con éxito. Antes de tocar una brillante interpretación de «Twist’n’Shout», Lennon pidió la colaboración de los espectadores: que los de los asientos baratos aplaudieran, y que los demás, los ricos, «hicieran ruido sacudiendo sus joyas». La Reina Madre hizo una mueca semejante a una sonrisa que quedó registrada para siempre. El país celebró el chiste (que en realidad había sido escrito de antemano) como una simpática salida de tono. Mimi, la tía de John que le había criado, dijo: «¡Santo cielo! Héroe de la clase trabajadora. Un esnob de clase media, eso es lo que era».7
En 1964, ya en medio de su triunfal gira estadounidense, los Beatles aparecieron varias veces en el programa de televisión estadounidense The Ed Sullivan Show, y en su primera noche consiguieron una audiencia de decenas de millones de espectadores. En ese momento el grupo no era aún la maquinaria mística que sería poco después; tocó canciones de amor adolescente —«I Want to Hold Your Hand», «All My Loving»— y las jovencitas chillaron de placer hasta cuando apareció un rótulo debajo de la cara de Johnn Lennon que decía «Lo sentimos, chicas, está casado». Su música no debió de ser del agrado de los padres de las espectadoras enfervorecidas, pero tampoco era una agresión a su moral: sin duda, su pelo era demasiado largo, resultaba evidente que las muchachas estaban histéricas no tanto por sus letras o sus armonías vocales como por su atractivo sexual, pero a fin de cuentas se trataba sólo de cuatro muchachos de clase media baja que no querían nada más que un poco de diversión con una novia irónicamente modosa. Hasta tal punto eran inofensivos que en 1965 fueron nombrados miembros de la Orden del Imperio Británico por Isabel II.
Y es que, pese a su guasa proletaria y su aspecto estudiadamente desaliñado, nada en las letras de los Beatles podía hacer pensar que eran no ya revolucionarios políticos, sino simples herederos de la ortodoxia izquierdista que quizá podía esperarse visto su origen social. De hecho, eran perfectos entrepreneurs capitalistas; aunque quizá muchos de sus seguidores creyeran que en realidad eran sólo marionetas increíblemente talentosas de los verdaderos entrepreneurs, sus mánagers y su discográfica, que sabían mejor que nadie que mientras les siguieran dando mujeres, diversión y dinero a esos chicos algo despistados ideológicamente pero ávidos de fama, éstos seguirían componiendo canciones. Y simulando que seguían siendo chicos normales, algo tarambanas, pero sanos.
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En los últimos años de su existencia como grupo, la carrera de los Beatles fue más rompedora: en 1967 grabaron Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band, quizá el disco más sofisticado de la historia y el que en mayores aprietos ponía, como señala José Luis Pardo en Esto no es música, la tradicional distinción entre arte popular y elevado y las implicaciones económicas y de clase que esa separación tenía. Después llegó, en 1968, The White Album, una oscura narración del proceso de descomposición del grupo. Y es que, si hasta entonces esos muchachos se drogaban, se acostaban con cualquiera de sus fans que estuviera dispuesta a ello y gastaban como magnates, a partir de ese momento, para desesperación de sus patronos, dejaron de ocultarlo. A pesar de abrazar las críticas al materialismo occidental gracias a su reciente descubrimiento de la espiritualidad india, en ese momento ya no eran más que unos brillantes desclasados que no dejaban de pelearse por el dinero de los derechos de autor y los contratos discográficos. En The White Album, apareció una canción de Lennon, «Revolution 1», que tenía por motivo las revueltas de 1968:
Decís que queréis una revolución,
claro, sí, todos queremos cambiar el mundo. […]
Pero cuando habláis de destrucción,
¿no sabéis que no podéis contar conmigo? […]
Decís que tenéis la verdadera solución,
claro, sí, a todos nos encantaría ver cuál es vuestro plan. […]
Decís que cambiaréis la Constitución,
claro, sí, todos queremos cambiar lo que hay en vuestra cabeza.
Decís que es la institución,
claro, sí, mejor liberad vuestra mente.
La canción, dijo Lennon, la había ido rumiando durante sus meditaciones en las colinas de la India y abogaba por una revolución mental, no por una política. De lo que se trataba era de abrir la conciencia y, en cierta medida, ignorar la política real, revolucionarse por dentro antes de pensar en una revolución social que, en cierto sentido, se produciría por añadidura. Años más tarde, en 1987, la canción sería utilizada en un anuncio de la firma de ropa deportiva Nike. Los poseedores de sus derechos, la discográfica Capitol-EMI y Michael Jackson, cobraron medio millón de dólares.
La revolución de los Beatles era, pues, divertida: permitía tener acceso a todo aquello censurado por la moral mayoritaria, hacerse rico con ello y además aparecer como un verdadero revolucionario sin necesidad de serlo. Sin duda, otros miembros de la eclosión pop tenían una voluntad política mucho más explícita. Ése fue el caso de Bob Dylan, que inició su carrera a finales de los años cincuenta en el seno del movimiento folk, una tendencia musical de un izquierdismo un poco arcaizante, y a veces abiertamente comunista, que reinterpretaba viejas canciones rurales que hablaban de la opresión racial, de los vagabundos que recorrían Estados Unidos encaramados a trenes de mercancías y de las heridas abiertas por la guerra de Secesión. Sin embargo, Dylan no tardó en ponerse a componer sus propias canciones, que llevaban ese mundo a la actualidad de la lucha por los derechos de los negros y contra la guerra de Vietnam. Y con eso se convirtió en el ídolo de la nueva izquierda: un héroe, un estandarte, un mesías que guiaría a los jóvenes en su batalla contra las convenciones de los viejos encorbatados y liberaría a los individuos del capitalismo deshumanizado. Sin embargo, Dylan siempre se sintió incómodo con ese papel de líder político. Respondía a los periodistas que le preguntaban sobre su postura ideológica con balbuceos incoherentes o con sermones ofensivos. Cuando en 1963 el National Emergency Civil Liberties Committee le otorgó el premio Tom Paine —uno de los Padres Fundadores de Estados Unidos— por su lucha en favor de los derechos civiles, Dylan subió al estrado a pronunciar su discurso de aceptación claramente borracho e insultó a los miembros del comité, a los que llamó viejos y calvos. Se sentía una víctima de la manipulación política y a partir de entonces puso tierra de por medio con el movimiento folk; abandonó sus letras reivindicativas y se pasó a la música eléctrica con grupo de acompañamiento y aires más pop, por lo que fue considerado un traidor a la causa izquierdista. Aunque lo suyo había sido una evolución estética comprensible y coherente, sus críticos consideraban que había abandonado la austeridad de los pequeños conciertos folk por la fanfarria del pop y su ambición de llegar a las masas. A partir de entonces tuvo una convencional carrera de estrella, con momentos altos y bajos, hasta que a finales de los años noventa recuperó su fama de gran cantautor con discos llenos de clasicismo y mitología estadounidenses. En 1997 tocó su repertorio ante el papa Juan Pablo II en el Congreso Eucarístico de Bolonia. En 2004 protagonizó un anuncio de lencería de la marca Victoria’s Secret. En 2011 tocó en el Estadio de los Trabajadores de Pekín y aceptó no interpretar sus canciones de mayor contenido político, como «Blowin’ in the Wind» o «The Times They’re a-Changin’», para, según algunas especulaciones que él desmintió, no ofender a las autoridades comunistas chinas.
La receta de Bob Dylan, pues, fue distinta a la de los Beatles, pero su contenido político era el mismo: la política lo envenena todo, mejor no meterse ahí, o salir corriendo si uno ya ha entrado, y dedicarse a hacer como artista lo que la libertad de tu tiempo te permita.
Aunque más tarde algunos de los jóvenes de los sesenta hicieron política ortodoxa, en ese momento su impulso revolucionario desdeñaba lo político.* Fueran estrellas del pop, estudiantes adictos a la teoría o sinceros progresistas ingenuos, querían cambios profundos en la organización de su sociedad, pero detestaban la política real, ese complejísimo proceso que consiste en dotarse de programas creíbles, forjar bases de simpatizantes y asumir las reglas del juego para cambiarlas desde dentro, o bien mediante un golpe de fuerza. Querían —singularmente, los que vivían en democracias, pero gracias a la comunicación de masas éstos influyeron a los que lo hacían en dictaduras— que la política fuera por encima de todo hedonista, una mezcla de juego intelectual y obra de teatro de vanguardia. Porque creyeron que divertirse era transgresor políticamente; que apartarse lúdicamente de las costumbres burguesas era no sólo ponerlas en duda, sino el primer paso para acabar con ellas y el complejo sistema político que habían ido trazando. Y en ese sentido, dieron por hecho que esas más o menos novedosas formas de expresión personal o artística eran netamente anticapitalistas, que su aparente radicalidad llevaría a algo —no se sabe muy bien qué— nuevo y mejor que el capitalismo deshumanizado y su desaforada incitación al consumo de mercancías. Porque lo que los rebeldes del 68 deseaban era, más bien, un ilimitado consumo de experiencias.
Después del 68, el capitalismo se reforzó en todas partes. Su articulación sería distinta, naturalmente, a la de sus versiones primigenias del siglo XIX anglosajón, pero también —como quizá no hubieran querido los jóvenes izquierdistas de entonces— a la de la surgida del pacto entre el mercado y el Estado después de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, el 68 fue el primer paso para la vuelta al liberalismo económico ortodoxo que empezaría a fraguarse a finales de los años setenta. ¿Querían esos muchachos más libertad? Sin duda, la tendrían, ellos y sus descendientes, en forma de menos presión religiosa, una moral sexual menos estricta y una creciente preponderancia de la cultura juvenil en todos los ámbitos públicos —en el arte, los medios y la política—, aunque fuera muchas veces un simple recurso de marketing; también el impulso militarista de las grandes potencias disminuyó, el ecologismo se puso seriamente sobre la mesa y las mujeres prosiguieron el proceso de su liberación. Pero ése no fue el fin del capitalismo, sino la entrada en su fase más expansiva. De hecho, hasta muchos pensadores liberales —incluidos muchos de orientación conservadora— acabaron estando de acuerdo en que la escuela pública obligatoria era aburrida y sectaria; que la intervención del Estado en los más pequeños detalles de la vida íntima o familiar era una intromisión inaceptable; que los individuos debían ser eso, más individuos y menos masa. Los jóvenes de los sesenta fracasaron en su intento de acabar con el capitalismo, pero consiguieron convertirlo en un espectáculo divertido para quien pudiera pagarlo. Mataron la ortodoxia marxista —aunque ésta siguiera instalada por muchos años en el Tercer Mundo, la academia y algunos movimientos minoritarios— y dieron pie a una nueva izquierda ideológicamente confusa pero básicamente funcional que ha durado hasta hoy. Sea como fuere, encontraron la manera de liderar todos esos cambios.