Las revueltas de los años sesenta y sus derivaciones posteriores marcaron una nueva era del capitalismo, y por ello también del funcionamiento de las sociedades. Porque si bien, por lo general, las disensiones encontraron acomodo dentro del muy elástico mercado cultural y político y la mayor parte de los actores asumieron sus reglas, las sociedades se fragmentaron entre quienes vieron ese estallido de nuevas prácticas culturales y sexuales como una simple ampliación de la libertad individual y quienes las consideraron un síntoma inequívoco de decadencia moral de toda la sociedad. El pop complaciente de los primeros Beatles había dado paso al hiperhedonismo; la liberación femenina se tradujo en la utilización del cuerpo semidesnudo de la mujer como el mejor reclamo publicitario para casi cualquier cosa; el lenguaje vanguardista de la literatura, el cine y las artes en general pareció poder acabar con la tradición realista y ennoblecedora de la alta cultura; el cristianismo tradicional descubrió en Occidente que su mayor enemigo podía no ser el ateísmo radical, sino la simple diversión y las religiones a la carta; la televisión se convirtió en un magnífico escenario para las provocaciones; el pacifismo desprestigió la disciplina marcial que en buena medida había seguido siendo vertebradora de las sociedades; nuevas teorías pedagógicas empezaron a entrar en las universidades —y las llamadas antiuniversidades— y a minar la relación jerárquica entre maestros y alumnos; el divorcio, el aborto y, en menor medida, nuevas formas de vida en común amenazaban con acabar con la familia tradicional. De resultas de todo ello, el espacio público se convirtió en un campo de batalla entre distintas concepciones de la vida en sociedad, no puramente políticas —puesto que la forma hegemónica que salió de todo ello fue la democracia capitalista—, sino culturales, religiosas y morales. Los partidarios de las viejas instituciones sociales y los que pretendían demolerlas parecían haber creado entre sí una brecha insalvable. Naturalmente, no era la primera vez que esto sucedía, y en cierta medida ésa es la constante de las sociedades, pero los sesenta se convertirían en el inicio y en el mito de las disensiones ideológicas entre derecha e izquierda que aún hoy siguen en pie compitiendo en el mercado electoral y en los medios de comunicación.
La idea de «guerra cultural», como se llegó a conocer en Estados Unidos la disputa por la hegemonía del espacio público entre «conservadores sociales» y «progresistas», no era algo nuevo. Ya en los años veinte, el intelectual comunista italiano Antonio Gramsci había señalado que las hegemonías políticas no eran más que una consecuencia de las hegemonías culturales, de modo que quien tuviera la segunda —el poder en la educación, en los periódicos, en los libros, en el cine y en la producción cultural en general— tendría la primera. Gramsci consideraba que hasta el momento todo ese poder había estado en manos de la burguesía, y que ésa era la razón por la que ésta detentaba el poder político. Si el proletariado quería hacerse con él, debía ante todo hacerse con la cultura. Sin embargo, lo sucedido en Estados Unidos, y en cierta medida en todo el mundo, a partir de los años sesenta, se diferenciaba del escenario gramsciano en que las disensiones culturales y la lucha por el dominio de los medios de comunicación no eran fruto del conflicto entre clases. En primer lugar, el proletariado estaba ya en declive como clase homogénea, y por lo demás, la mayor parte de los rebeldes de los sesenta eran hijos de la clase media próspera que habían tenido una educación burguesa muy similar a la de los partidarios del conservadurismo tradicional. Se trataba en realidad de un enfrentamiento entre distintas y complejas concepciones de la organización de nuestras vidas en común que no tenían una explicación clara en los términos clásicos de burguesía y proletariado, sino en ideas estrictamente morales y estéticas.
La guerra cultural surgida en los sesenta tuvo una traducción política más tarde, aunque se fue forjando durante esos mismos años del rock, los hippies y la contracultura. Desde mediada la década anterior, el movimiento conservador se había ido dotando de instrumentos muy potentes para difundir su envejecido credo. La National Review, una revista de gran tirada fundada por el pensador y periodista Wiliam F. Buckley, había reunido a un grupo de escritores eclécticos, muchas veces ex comunistas, que habían dado respetabilidad intelectual y coherencia a una ideología difusa y enrocada. En 1964, este movimiento rejuvenecido —del que participaban también escritores como la libertaria Ayn Rand o la bastante lunática John Birch Society, que consideraba el movimiento por los derechos civiles una infiltración comunista— se aglutinó alrededor de la candidatura presidencial republicana de Barry Goldwater, que aunque perdió las elecciones ante el vicepresidente de Kennedy y presidente en ejercicio, Lyndon B. Johnson, catalizó la efervescencia conservadora que cuajó en los años setenta. Y fue entonces, tras la crisis económica provocada por el embargo petrolero de 1973 —que a su vez dio una gran fuerza al movimiento ecologista organizado en la década anterior—, cuando los conservadores estadounidenses hallaron el mito que en buena medida haría posible la nueva hegemonía conservadora: el de la idílica América de posguerra. En la década de los cincuenta, dirían desde pensadores serios hasta políticos extremistas, Estados Unidos era una sociedad que seguía regida por el «destino manifiesto», una nación singular impulsada por designios divinos, en la que la libertad individual se desarrollaba dentro de los cauces de la competencia entre iguales, pero cuyo interés personal siempre se hallaba al servicio del patriotismo y la familia. La mejor expresión de esto eran los hombres blancos de clase media que trabajaban denodadamente en grandes empresas para asegurarse una vida cómoda en los suburbios, junto a una bella esposa y rubicundos niños que veían una sana y distentida programación televisiva. La jerarquía, la disciplina y todos los rasgos que caracterizaban lo que Weber llamó la «ética protestante» hacían posible una próspera convivencia entre individuos moralmente sanos, apegados al sistema político en el que vivían y enfrascados en la innovación tecnológica y el enriquecimiento personal que permitían a su país seguir siendo la tierra de los libres. En Europa, con muchas diferencias culturales, se forjarían mitos equivalentes. En la Francia de De Gaulle, por ejemplo, se popularizó la idea de que el país entero se había resistido a la invasión nazi por su patriotismo y amor a los valores nucleares de la cultura francesa. En Gran Bretaña se reinterpretó un glorioso pasado colonial victoriano que contrastaba con la ingente llegada de inmigrantes después de la Segunda Guerra Mundial —que supuso la pérdida definitiva del Imperio con la independencia de la India— y la fragmentación social y cultural consiguiente. En España, el franquismo último trataría de vender la imagen de un país que crecía y se modernizaba en armonía, sin grandes disensiones sociales, y apegado al catolicismo y la autoridad. El mundo había sido un lugar de hombres casi uniformados con sus trajes grises, el reino de la fidelidad a la familia, a la patria y a la religión. Las algaradas de los sesenta habían dado al traste con todo ello y habían tratado de disolver lo que de bueno y necesario tenía.
Naturalmente, todo esto era, al menos en parte, una invención. El mundo en los años cincuenta era muchísimo más complejo, y desde los hipsters estadounidenses hasta las primeras muestras de antifranquismo organizado, pasando por el potente movimiento comunista francés, había sido tan tumultuoso como cualquier otro momento de la historia. Sin embargo, el relato de unos años cincuenta pacíficos frente a unos sesenta caóticos prendió no sólo en la derecha politizada, sino en buena parte de la sociedad. Aquél era el lugar al que había que volver tras un paréntesis incomprensible y disolvente, porque la decadencia parecía imparable y se hacía evidente cada vez en más aspectos de la vida pública, e inevitablemente se había introducido en el propio Estado, que no sólo era incapaz de detener esa disolución, sino que incluso la aceleraba por su ignorancia o su maldad.
Curiosamente, el punto de partida de los revolucionarios del 68 era, en su mistificación de lo que les precedía, similar al de los conservadores, aunque su lectura fuera la contraria. Para ellos, el mundo anterior a los sesenta era absolutamente uniforme y su sistema económico no producía más que réplicas de conformistas incapaces de ver la vida que había fuera del rebaño. La religión organizada —en oposición a la individualizada que ellos proponían— era una forma de control que llevaba siglos funcionando y dictando una moral sexual inhumana. Las estructuras de poder político aniquilaban la inventiva e imposibilitaban la existencia de seres realmente libres. De forma parecida a como creía Gramsci, la cultura estaba en manos de los potentados y no podía ni quería dar pie a obras que transformaran las conciencias de los trabajadores alienados.
Esto era de nuevo una inmensa y trivial exageración. Las sociedades de los años cincuenta y principios de los sesenta no sólo habían sido especialmente prósperas, sino que los jóvenes habían gozado de la educación más protectora de la historia, y la cultura se había ido adaptando gradualmente a los gustos y las formas de vida de los progresistas y el incipiente pop para masas. Además de eso, por supuesto, la tolerada rebeldía de los jóvenes era una muestra más de que habían crecido en un mundo más libre que nunca, y para darse cuenta de ello bastaba con comparar su experiencia con la de sus compatriotas durante la primera mitad del siglo XX, con sus guerras y totalitarismos.
Esta contraposición de dos mitos —uno idílico, otro catastrófico—, unida al fortalecimiento de las democracias y al papel clave de la industria cultural en la vida pública, daría pie a una guerra ideológica sin cuartel en los medios de comunicación. Y como se había forjado a partir de mitos, estaría llena de inconsistencias y tergiversaciones. Como ya he dicho, las fuerzas conservadoras tildaban alternativamente de comunistas y anarquistas a aquellos jóvenes que, a la postre, resultarían ser en su mayoría capitalistas, mientras que éstos llamaban fascista a un sistema que les toleraba y aun les encumbraba —no hay que olvidar, por ejemplo, que la mayor parte de los ideólogos del 68 francés llevaban buena parte de su vida a sueldo de la universidad pública—. El grado de caricaturización con que cada uno de los bandos presentaba al otro no tenía nada de nuevo, por descontado, pero se veía amplificado por los medios de comunicación de masas: si los rebeldes consideraban a la sociedad poco más que un puñado de ovejas mortíferamente aburridas, Reagan caracterizaba al hippy como alguien que «viste como Tarzán, lleva el pelo como Jane y huele como Chita». Lo relevante no era sólo la virulencia, que no era más que una sustituta mediática de la verdadera violencia política, sino el ruido atronador que mantendría a los dos bandos separados, aunque en muchos casos fuera más por sentimientos de pertenencia que por verdaderas razones intelectuales. Dicho esto, la brecha entre ambos no carecía de sentido: una vez establecido por los hechos que la disputa pública no iba a ser sobre el modelo político, las grandes disensiones debían expresarse dentro de él, y la cultura, entendida en un sentido muy amplio, era el verdadero campo de batalla por el que podían moverse incluso los ciudadanos no muy interesados por las complejidades de la política. Las escuelas, la homosexualidad, el divorcio, los anticonceptivos, el aborto, el arte, las minorías y el papel que el Estado debía tener en todo eso serían la nueva frontera de la democracia junto a las disputas históricas por la intervención del Estado en la economía. Sin embargo, también en esto último se produjo un alineamiento novedoso: la nueva izquierda, que reclamaba que el Estado debía dejar de intervenir en la defensa del statu quo moral, acabó exigiendo que siguiera interviniendo agresivamente en la vida económica. A la inversa, la derecha, que reclamaba una mayor libertad económica a través de la reducción de la intervención estatal, exigiría a los poderes públicos que mantuvieran a raya las conductas sexuales que se apartaran de la tradición cristiana.* Aunque hoy este alineamiento ideológico pueda parecer natural, no lo era en absoluto antes de la revolución progresista de los sesenta y la conservadora de los setenta: de hecho, la izquierda había sido en toda Europa bastante puritana —es bien sabido, por ejemplo, que el Partido Comunista español le negó la entrada a Jaime Gil de Biedma por su condición homosexual—, y la defensa del libre mercado y la apertura de fronteras económicas no había sido un rasgo característico de las derechas conservadoras en el siglo XX hasta la aparición de pensadores como Hayek o Friedman, que arroparon a Reagan y a Thatcher con sus doctrinas económicas liberales. Esta nueva conformación de la disputa ideológica no era del todo azarosa, pero sí nueva, e hizo que el enfrentamiento entre bandos fuera esencialmente sobre el derecho que tenía el Estado a intervenir en unos asuntos y en otros para configurar el paisaje de lo público. ¿Debía el Estado subvencionar obras de arte que ofendieran a una parte de su población? ¿Era lícito que financiara indirectamente el aborto o reconociera el matrimonio homosexual? ¿Debían las escuelas públicas tratar de ser neutrales ideológicamente o educar en valores no compartidos por todos los ciudadanos? ¿Era razonable la discriminación positiva de las minorías y de las mujeres? ¿Cuáles eran los límites de la libertad de expresión en cuestiones morales y raciales? Era sólo la vieja lucha sobre la legitimidad del Estado y el destino del dinero de los contribuyentes, pero tenía lugar después de las mayores aberraciones que el Estado había cometido en la historia en su forma comunista y fascista, y por otro lado se producía en un momento de pluralidad, prosperidad y libertad sin igual.
Tras la década tenida por esencialmente política de los sesenta y el rearme conservador de los setenta que dio pie a la presidencia de Reagan en Estados Unidos, la política se convirtió en una cuestión de moral y de eficiencia económica. Pero para el discurso de los «conservadores sociales» y de los «progresistas» ambas cosas eran la misma: una disputa sobre cuál era la forma correcta de vivir en democracia y, en cierta medida, una discusión sobre cuál era la «naturaleza», la «personalidad», de las naciones. ¿Era Estados Unidos intrínsecamente cristiano o intrínsecamente laico? ¿Era Francia una República de escuelas y orden o una heredera eternamente revolucionaria del siglo XVIII? ¿Era España un país naturalmente católico y autoritario o era la Segunda República su expresión más fiel? ¿Era el bloque del Este un lugar esencialmente autoritario o tan amante de las libertades como cualquier otro país de Occidente?
Pese a todos los cambios políticos que se producirían en las dictaduras de la época y en el seno de las viejas democracias, ésta sería, con todos sus matices, su discusión hasta hoy. Las sociedades se fragmentarían en dos mitades que interpretaban su pasado en términos militantes y que forjaban todo proyecto de futuro en su lectura de ese pasado: ¿qué parte había sido buena y merecía recuperarse y cuál era desdeñable y la causante de todos los males? ¿Adónde había que volver? En Gran Bretaña y Estados Unidos, la llegada al poder de Thatcher y Reagan en 1979 y 1980, respectivamente, pareció a los revolucionarios de los sesenta —al menos a los que no habían cambiado de vagón— un regreso a lo peor de las tradiciones autoritarias de un pasado que habían creído interrumpir para siempre con su revuelta cultural. De nuevo en Estados Unidos y en España, la llegada al poder de Bill Clinton y de José Luis Rodríguez Zapatero en 1992 y 2004, respectivamente, pareció a los conservadores el regreso de una frivolidad posmoderna que nunca debería haber existido por el bien de sus naciones, aun cuando una parte de sus ideas morales iban siendo cada vez más mayoritarias. Lo más asombroso de esta rutinaria predicción de apocalipsis por uno y otro bando, y más allá del talento y los aciertos de cada uno de estos gobernantes, es que la democracia seguía su curso con normalidad y con muchos más consensos de los que podría parecer a primera vista. Los medios de comunicación de masas y los partidos explotaban el disenso que es natural en todas las sociedades plurales —y todas lo son— por el bien del espectáculo y de la lucha por el poder, y la ya vieja teatralidad de los sesenta, mucho más preocupada por la repercusión de sus escenificaciones que por la efectividad de sus propuestas, se adueñaría del escenario. Mientras tanto, la mayor parte de la sociedad participaba en este gran juego con una mezcla de la pasión política de siempre y la seguridad que le proporcionaba el Estado del Bienestar, y dejaba que los aburridos tecnócratas políticos y estatales se encargaran de encauzar los problemas rutinarios de los asuntos públicos. Cabe decir que, por lo general y pese al aparente caos de la discusión, hicieron un buen trabajo.