Tras la Revolución francesa de 1789, que dictaminó el cauce político por el que se desarrollaría Occidente hasta nuestros días, la sociedad, la política y las ideas quedaron en Francia fragmentadas en dos mitades casi simétricas: los partidarios de la Revolución y los de la Reacción. Ambos frentes tenían sus razones: unos querían el fin de los privilegios, el establecimiento de un sistema igualitario y la libertad política e intelectual de todos los ciudadanos; los otros, el mantenimiento de la cohesión social, el respeto a las tradiciones políticas y el sometimiento a los designios de Dios. Sin embargo, como explica Mark Lilla,* ambos veían la Revolución en términos escatológicos: como un hecho que parecía escapar de la voluntad de los hombres y que respondía más bien a los mecanismos autónomos y casi incomprensibles de la Historia. Las revoluciones, simplemente, sucedían de vez en cuando para rasgar la tela de lo conocido. Unos creían que entender la historia y sus promesas era ponerse de su lado, luchar por ellas. Los otros, que el pasado nos enseñaba que había que resistirlas, aplastarlas, para dar continuidad a la civilización. Ese escenario imbuido de religiosidad y visiones deterministas de la historia fue el que rigió el caótico siglo XIX francés y el de toda la Europa continental, con sus idas y venidas entre republicanos y monárquicos, entre moderados y radicales, entre proletariado, aristocracia y burguesía, y en el que todo el mundo parecía tan convencido de tener la historia de su lado que un pacto era imposible. Más que eso: era impensable. La Guerra Civil española fue una de sus mayores expresiones.
Aunque no todo el mundo pensaba así. Como sigue explicando Lilla, un pequeño grupo de pensadores liberales, como Benjamin Constant o Alexis de Tocqueville, comprendieron que esa política reaccionaria —no sólo atribuible a la derecha, sino también a la izquierda, que después de cada triunfo de la anterior anunciaba su propia reacción— no llevaría a ningún lado y supondría una vida presa de conflictos irresolubles e imposible convivencia. «[Los liberales] estaban de acuerdo con los revolucionarios en que la Revolución era un hecho consumado que había establecido de una vez por todas la “libertad de los modernos” frente a la “libertad de los antiguos”, como dijo Constant. Pero los liberales estaban de acuerdo con los reaccionarios en que la Revolución traería sus propias crueldades y desastres si el entusiasmo revolucionario no se veía moderado y canalizado por una deliberación pública razonable. Lo que caracterizó a esta asediada tradición liberal fue su lucidez ante las pasiones políticas modernas y antimodernas que surgían de la Revolución y su compromiso con una política pragmática en una era que distaba de ser ideal.»
A lo largo del siglo XIX y de la primera mitad del xx, esta concepción liberal de la historia y la convivencia fue asediada en la Europa continental (en España hasta 1978) y puesta en entredicho en Gran Bretaña y Estados Unidos, donde sin embargo prevaleció. Pero tras el gran pacto posterior a la Segunda Guerra Mundial, pareció que, con toda clase de precariedades, triunfaba al fin en Occidente. Las sociedades llegaban a acuerdos básicos y discutían duramente sobre todo lo demás. Terminadas o decadentes las pesadillas fascista y comunista, el mundo democrático dejaba atrás las revoluciones políticas, pero se abría al cambio paulatino y permanente. Y en ese novedoso contexto, la revolución cultural y sexual de los sesenta y la moral y económica de los ochenta —menores en trascendencia, sin duda, que las anteriores, pero con un aire de familia— no sólo lograron convivir la una con la otra, sino que casi milagrosamente se hicieron complementarias. Poco a poco, en los años más triunfantes de la historia del capitalismo, los cambios de ideas y costumbres provocados por la izquierda posmarxista y hedonista, y los que impulsó la derecha individualista y apegada a la ética del trabajo tradicional, convergerían. Naturalmente, eso no haría que la escenificación de las disensiones se aplacara, o que las dos partes del conflicto estuvieran dispuestas a reconocer que su adversario había conseguido una victoria parcial. Pero así era, y cuando, tras quince años de hegemonía conservadora, en Estados Unidos llegó al poder un hijo paradigmático de los años sesenta como Bill Clinton —contrario a la guerra de Vietnam, fumador de marihuana, partidario del libre mercado—, las dos grandes revoluciones que habían marcado la reacción de derechas y la de izquierdas durante décadas habían sido asimiladas por la mayor parte de la sociedad y no iban a ser revertidas. Las dos eran, en cierto sentido, la misma. Uno podía ser un esforzado trabajador partidario de bajar los impuestos, tener creencias religiosas y sentir orgullo patriótico y al mismo tiempo disfrutar de una relajada vida sexual, sentirse plenamente integrado en la cultura pop y moverse más por un impulso de rebeldía vital que de conformismo jerárquico. O ser lo contrario, o ninguna de las dos cosas, sin que eso supusiera la imposibilidad de vivir en relativa armonía con los demás. Aunque la retórica de las dos revoluciones/reacciones parecía increíblemente opuesta, se podía tener lo mejor de los dos mundos: querer un poco de diversión, pero resistirse a darle la vuelta a la sociedad; desear algunos servicios estatales, pero repudiar su tutela paternalista; valorar la familia como la institución más fiable, pero abrirse a sus nuevas formas. Se trataba de un inmenso pacto impredecible, y se produjo sin que apenas nadie pareciera defenderlo intelectualmente. Y tuvo unos efectos benéficos para la sociedad, pero enormemente confusos para la distinción política clásica entre derechas e izquierdas, que se resistirían a renunciar a sus pilares ideológicos aunque sólo fuera para atraer a los sectores más radicales de uno y otro bando, siempre minoritarios, que se negaban a aceptar esta compleja transacción. El mundo —nuestro mundo— ya no sería el de las ortodoxias ideológicas, sino el de la fusión, el bricolaje, el tomar de aquí y de allá, para acomodar dos movimientos revolucionarios/reaccionarios que, en sentidos opuestos pero confluyentes, estaban apostando por el capitalismo individualista, la democracia mediática y la inventiva cultural y tecnológica.
Que este gran pacto se produjera sin que nadie pareciera darse cuenta no significa, por supuesto, que fuera fácil, ni que sea completo. De hecho, en las últimas dos décadas, la guerra cultural entre «conservadores sociales» y «progresistas» es más dura que nunca en Estados Unidos y permanece en Europa. Quienes creían que el aborto, el matrimonio homosexual o los anticonceptivos eran ofensas a Dios, siguen creyéndolo, del mismo modo que quienes consideraban que la Iglesia se entrometía sin derecho en la vida pública, veían en la familia un aparato de represión y consideraban el capitalismo una forma de explotación, siguen teniendo la misma opinión. Pero ahora viven en los márgenes, cómodos y de gran repercusión mediática, pero márgenes a fin de cuentas. Y cabe pensar que su recurrente catastrofismo, la fuerza con que denuncian el apocalipsis que desencadenan sus adversarios cada vez que llegan al poder, no es más que un reconocimiento impotente de que los logros del otro son tan irreversibles como los propios. No es muy arriesgado decir que la liberación de las mujeres, la relajación de las costumbres sexuales o la institucionalización del arte transgresor —aun con toda la paradoja que encierra este último sintagma— van a seguir adelante, con todas las trabas que se quiera, y que el sistema capitalista basado en la ingeniería financiera, el consumo de bienes de alto valor añadido y la interrelación de los mercados internacionales va a ser el irreversible marco institucional para cada vez más millones de seres humanos, en Occidente y fuera de él. Si hacía falta un símbolo para tal confluencia, ninguno mejor que la caída del muro de Berlín, que en 1989 certificó que los conflictos básicos en Occidente podían resolverse dentro de la democracia: el precario equilibrio entre libertad y seguridad, entre apetencias hedonistas y miedo a la inestabilidad, entre el consumo y las tradiciones debía discutirse en sociedades abiertas porque, de lo contrario, nunca podría resolverse, ni que fuera de manera provisional.
Derecha e izquierda, pues, cada una a su modo y por caminos distintos, llegaron a la conclusión de que la mejor forma de convivencia se halla en un individualismo que no quiebra necesariamente viejas instituciones como la familia, el vecindario, el sindicato, la Iglesia y el Estado, pero que espera de todas esas formas de comunidad un mayor respeto a las creencias personales, a los intereses de cada uno de sus miembros. Sin duda, existirían inmensas diferencias en el modo en que esta forma de convivencia se implantaría en los diferentes países, y en cualquier caso no acabaría, como he dicho, con los conflictos, pero daría pie a paradojas interesantes: la Europa occidental se iría tornando cada vez menos religiosa, pero seguiría exigiendo del Estado una inmensa intervención en la economía y una fuerte redistribución de la riqueza, incluso para instituciones decadentes como la Iglesia o los sindicatos; estos últimos asumirían buena parte de la moralidad sesentayochista en su estructura más bien conservadora —formada básicamente por trabajadores de mediana edad con pocos estudios y funcionarios—, pero su representatividad sería cada vez menor y sólo sería sustentada, de nuevo, por los subsidios estatales; la derecha, que había sido recelosa de Estados Unidos en materia política y cultural, abrazaría fines políticos similares, y la izquierda, siempre contraria a la política estadounidense, aceptaría su cultura como propia. Estados Unidos seguiría siendo la sociedad más innovadora y dinámica del planeta, pero la religión no perdería allí fuelle y podría seguir viviendo gracias a su fortaleza como un elemento más del capitalismo, aunque las iglesias deberían asumir que el comportamiento moral de sus fieles sería muchas veces poco riguroso. Los medios de comunicación marcarían la agenda política, y la teatralidad —de nuevo, la preponderancia de la imagen de las acciones frente a su relevancia puramente política— ganaría terreno en todas partes —la derecha, la izquierda, el amplio centro y los recelosos del sistema—, en buena medida porque era fruto de la confianza en la justicia básica, o al menos no del todo arbitraria, de la democracia. Ya no se podía ser un conservador integral o un progresista puro si se quería ser relevante. Ser antisistema podía ser cómodamente heroico y alcanzar picos de popularidad política, o hasta ser enormemente eficiente para la creación de nuevas modas juveniles, y en ese sentido era capitalismo postsesentas, postochentas, puro.
Con todo esto no quiero decir que el enfrentamiento entre derechas e izquierdas haya terminado. Ni mucho menos. Cuando Francis Fukuyama publicó en los años noventa El fin de la historia y el último hombre, afirmó que la historia entendida en términos hegelianos, como una inmensa lucha entre diversas visiones del orden político que se realimentan entre sí en su búsqueda revolucionaria de sistemas sociales distintos, había terminado en Occidente. La democracia liberal era el sistema en el que la mayoría se sentía cómoda y ya no quería seguir peleando para sustituirla por otra cosa. Hasta los dictadores fingían que sus regímenes eran democracias. La organización social más deseable siempre estaría formada por el mercado y el Estado, por la tensión irresuelta entre «conservadores morales» y «progresistas», pero ambos bandos asumirían como propios, a regañadientes o con naturalidad, los logros del otro. La distinción sería cuantitativa, no cualitativa. Un gradual desplazamiento hacia uno u otro lado, hacia la izquierda o hacia la derecha, que en cualquier momento podía ser revertido con la llegada al poder cultural o político de un nuevo actor. En ninguna parte como en la Europa del Este de aquellos viejos jóvenes que querían pantalones vaqueros y música rock y al mismo tiempo un Estado superprotector sería más evidente, aunque más trabajosa e imperfecta, esta convergencia.
En muy poco tiempo, en una sola generación, entre 1965 y 1985 por ponerlo en números redondos, el mundo había vivido dos revoluciones con sus reacciones. Pero lo que había salido de ahí no habían sido más revoluciones y más reacciones en el sentido tradicional, sino un gran consenso, estridente y cansino, pero consenso al cabo. Los jóvenes revolucionarios refundaron el sistema, se integraron en él y lo lideraron con el nuevo capitalismo transgresor de la tecnología informática, el marketing y las industrias culturales. Los viejos conservadores renunciaron al control político de la moral de las masas, se desentendieron del orden militar y apostaron por la creación de riqueza como el fin último de la economía. Con todo, la retórica revolucionaria no desaparecería nunca y se convertiría en el modo de hacer política y cultura desde entonces.