La llegada de la democracia hizo necesario reinventar la cultura. Quienes habían vivido en los márgenes del amateurismo o sufrido la censura, quienes habían apostado por una modernidad cultural que no había tenido eco en la mayor parte de la sociedad porque su difusión era muy precaria durante la dictadura, iban ahora a tener que ocupar el espacio que abría un nuevo régimen. Se trataba en verdad de un espacio inmenso: como cuenta José Carlos Mainer en El aprendizaje de la libertad, ya desde el gobierno de UCD, que creó el Ministerio de Cultura en 1977, pero sobre todo con la llegada al poder de los socialistas en 1982, el Estado asumió que su papel era integrar todas las corrientes artísticas e intelectuales en el mainstream de la cultura oficial. Esto era, naturalmente, una respuesta democrática al sectarismo y el afán de control del sector cultural durante el franquismo: «¿Por qué ha sentido la democracia española la necesidad de crear un ministerio de asuntos culturales precisamente cuando abordaba, con una mayoría de centro derecha primero, de izquierdas luego, la tarea de modernización económica y social del país? —se preguntaba Jorge Semprún años después para explicar la importancia del ministerio que él mismo dirigiría—. ¿No es precisamente para romper con la tradición de incuria y de autoritarismo que predominó en España durante la mayor parte de este siglo en las relaciones de los poderes públicos con los asuntos culturales?».15 Sin duda, el empeño respondía a la premisa ilustrada de que la cultura es un bien esencial para la democracia, y que como tal debe ser amparado de una manera especial. Pero también implicaba la conversión de diversas ramas del Estado en inmensas industrias culturales que, por mucho que intentaran mantener la imparcialidad en su reparto de fondos públicos entre creadores o intermediarios —y, visto hoy, no parece que lo intentaran mucho— iban a señalar el camino que debía seguir la producción de cultura, puesto que no había ningún financiador tan importante, con tanto prestigio y con tantos medios de difusión como el Estado. Y fuera de manera intencionada o no —con el afán de crear un grupo de artistas e intelectuales afines al partido de gobierno que dominaran la cultura pública y con ello la política, como decía Gramsci, o por un inexperto optimismo—, esa concepción de lo que Fumaroli llamó Estado Cultural generó, en los años socialistas, una inevitable dependencia de los intelectuales, los escritores o los músicos con respecto al Estado. «Muy pronto se hablaría de un próvido “pesebre cultural” —afirma José Carlos Mainer—, de la domesticación política de los intelectuales, de una tendencia generalizada a la frivolidad y el compadreo. […] Por una parte, a la altura del decenio de los ochenta se hacía patente que sin la intervención de los dineros del Estado en la cultura cosas tan gratas y habituales como una temporada de ópera, una programación teatral estable, la existencia de un cine europeo de calidad, la concepción misma de la televisión como herramienta de cultura, la proyección exterior de una cultura nacional o las grandes exposiciones retrospectivas […] resultaban objetivos sencillamente imposibles. Pero, a la vez, no era menos evidente que la dependencia de la subvención pública auspiciaba los panoramas generales más acríticos y espectaculares, los vanguardismos más inofensivos y gratuitos, los internacionalismos más frívolos y, a la postre, la edificación y mantenimiento del canon más convencional. Y que, por otro lado, los esplendores y las miserias de la cultura de Estado segregaban un indeseable escalafón de intelectuales en venta.»16
Sin duda, en la España democrática también había un gran espacio para el mercado cultural privado. Muchas de las editoriales que habían soportado las trabas del franquismo pero habían logrado consolidarse como grandes generadoras de pensamiento y creación —Seix Barral, Lumen, Taurus y el caso peculiar de Planeta, que había alternado la promoción de escritores franquistas con otros de izquierdas y hasta comunistas— prolongaron su trayectoria con brillantez. Además de eso, la aparición de periódicos como El País y Diario 16, de revistas como Interviú u otras más pequeñas y casi circunscritas a Madrid como La Luna o Sur Exprés, la consolidación de las radiofórmulas y las discográficas dedicadas a grupos pop juveniles, o el surgimiento de un cine de autor minoritario pero influyente, hacían que los escritores y los artistas tuvieran también campo por correr más allá de la línea cultural marcada por el poder y su inmenso bolsillo.
Es cierto que, en ese momento de refundación democrática, la cultura moderna coexistía dentro de la izquierda con el deseo de recuperar a los viejos maestros exiliados —como Cernuda—, o los represaliados durante el franquismo —como López Aranguren o José María Valverde—, y que ambas líneas confluían en el periódico emblemático de la socialdemocracia aperturista española, El País, aunque también en cierta medida en el conservador ABC. Pero si la recuperación de los tradicionales debates filosóficos sobre España era vista como un deber casi ineludible para enlazar con la cultura española anterior a la dictadura, los jóvenes modernos con más talento e instinto, los que habían formado parte de la Nueva Ola que cada vez con más insistencia se iba llamando la Movida, se soltaban sin mirar atrás a lo que con mucho éxito se denominó «posmodernismo», un programa estético y político sólo vagamente relacionado con lo que ese mismo término significaba en las facultades de filosofía. Se trataba de una noción —que fue ampliamente debatida en las páginas de El País a lo largo de 1984— entre «cultura cibernética […], apoteosis de los mil rocks, inundación de vídeos, ausencia de la política en su aspecto clásico»,17 en palabras de Javier Sádaba, que apostaba por el fin de la distinción entre alta y baja cultura, la frivolización definitiva de las vanguardias, el abrazo del capitalismo y el cinismo generalizado del artista con respecto al dinero —quería ganarlo—, el público —podía amarlo o despreciarlo, pero quería tenerlo— y el Estado —al que era básicamente contrario, pero con el que no tenía ningún problema en colaborar.
Sin duda, no debió de ser fácil encajar este sistema de valores estéticos y políticos dentro del marco político en el que la nueva, poderosa y pragmática izquierda quería incorporarlo. Ayudó que tanto los cargos públicos como los artistas parecieran perfectamente de acuerdo en hacerlo posible. Pero aun así, por ejemplo, el aspecto de la televisión —el mecanismo de propaganda política y cultural más importante de la época, controlado además en monopolio por el Estado— en los primeros años ochenta resultaba asombroso. Parecía que, de golpe, un grupo de hombres y mujeres muy jóvenes, bastante estrafalarios y con un lenguaje difícil de entender ocuparan un espacio desmesurado en el que era el principal canal de comunicación entre el Estado y los ciudadanos. Ya en 1980, Pepe Domingo Castaño dio cabida en su programa 300 millones a Nacha Pop y su «Chica de ayer»; años más tarde, en 1983, Paloma Chamorro presentó La edad de oro, un programa en el que actuaban y eran entrevistados jóvenes grupos musicales como Golpes Bajos, Loquillo y los Trogloditas o Radio Futura, y en el que Pedro Almodóvar explicó cuál era su droga preferida; ese mismo año, Las Vulpes interpretaron en el programa de Televisión Española Caja de ritmos —en horario infantil— su canción «Me gusta ser una zorra»; en 1984 empezó a emitirse La bola de cristal, un programa de estética ciberpunk que —también en horario infantil— hacía divertidas e ingeniosas llamadas a acabar con el capitalismo y la banca. No es de sorprender que la derecha montara en cólera regularmente por la utilización de un medio público para dar a conocer de una manera muy mayoritaria productos culturales claramente de izquierdas y aficionados a la provocación —como cuando el diario ABC reprodujo la letra de la canción interpretada por Las Vulpes en Caja de ritmos: «Mira, imbécil, que te den por culo/me gusta ser una zorra»—, pero quizá lo más curioso es que todos estos periodistas y artistas no sintieran la menor contradicción entre su estética nihilista y su rechazo absoluto a las convenciones y el hecho de que estuvieran siendo aupados por un Estado que, aunque fuera de izquierdas, era perfectamente capitalista, partidario en buena medida de la concertación social y empujado cada vez más por la realidad a hacer políticas económicas reformistas. Sin embargo, los jóvenes modernos sólo eran nihilistas en su estética, no en su deseo de triunfo en la sociedad capitalista, y aunque pueda parecer paradójico, el Estado era la mejor herramienta de mercado que tenían a mano para llegar al gran público. Su acomodo a un establishment que quería promover la libertad y al mismo tiempo guiarla con sus inmensos recursos era absoluto.
Dentro del sector público, no sólo la televisión, aunque fuera el mecanismo más potente de difusión, se puso al servicio de la cultura moderna. También en muchos otros aspectos el Estado quiso cooptar a los modernos y éstos se dejaron cooptar con entusiasmo. Ya en 1978, el Ayuntamiento de Madrid organizó el I Concurso Rock Villa de Madrid —que ganó Kaka de Luxe y del que fue finalista el Gran Wyoming—, y a partir de 1979, con Enrique Tierno Galván como alcalde de Madrid y, desde que en 1983 Joaquín Leguina fuera elegido presidente de la Comunidad Autónoma, numerosos músicos identificados con la Movida —como Ramoncín, Joaquín Sabina o Luis Eduardo Aute— fueron contratados en numerosas ocasiones por el Ayuntamiento de la capital y otros de la Comunidad para que actuaran en fiestas populares y conciertos patrocinados por las instituciones. En 1984 se inauguró en el Centro Cultural de la Villa la exposición Madrid, Madrid, Madrid (1974-1984), un homenaje a lo que Enrique Tierno Galván llamó la «cultura ocurrencial» producida en la ciudad en el campo de la pintura, la música, la moda o el cine en la década anterior. Ese mismo año, en un intento de hermanar políticamente la Movida madrileña con la de Vigo, otro foco de modernidad con grupos como Siniestro Total u Os Resentidos y también gobernado por los socialistas —«Encuentro en las vanguardias: Madrid se escribe con V de Vigo», se llamó el proyecto—, se fletó un tren de la capital a Galicia con sesenta artistas y representantes del gobierno autónomo, incluido su presidente. Por generosidad o imprevisión, durante el trayecto hubo barra libre de alcohol en el vagón restaurante, y el viaje se convirtió en una gran juerga. En uno de los actos oficiales, un banquete en el Palacio de Quiñones de León, mientras los políticos brindaban por el proyecto cultural que les había unido allí, Fabio McNamara lanzó una copa al aire y le hizo una herida en la cara a otra de las invitadas. Joaquín Leguina suspendió el resto de las actividades programadas. También en 1984, la Concejalía de Juventud de Madrid auspició con una subvención la aparición de la revista de cómic Madriz, que contaba con algunos de los dibujantes más rompedores de la Movida, pese a la oposición del joven concejal de Alianza Popular Alberto Ruiz-Gallardón, que pidió la eliminación de ayudas a esa revista por considerarla «porquería repugnante, pornográfica, blasfema […] contraria a la moral y a la familia»; el alcalde Tierno Galván reconoció no haber leído nunca la revista, pero no acabó con la subvención pública. La revista desaparecería poco después por sus pobres ventas.
La dependencia entre los artistas modernos que querían llegar al mayor público posible y profesionalizar su actividad y los políticos de izquierdas que querían conectar con una juventud que consideraban la verdadera expresión de la modernidad e inmenso granero de votos se forjó con dificultades, pero se forjó. Los grupos de rock más subversivos actuarían a sueldo de los ayuntamientos, las películas más procaces serían financiadas por el Ministerio de Cultura, los premios literarios patrocinados por instituciones públicas se convertirían en uno de los más eficaces mecanismos de promoción de jóvenes escritores experimentales, y la vanguardia heredera de aquella que quería destruir los museos entraría en los más ostentosos. Todo ello era posible por algunas de las razones ya expuestas, pero también porque la juventud se había convertido entonces, tras un proceso iniciado en los sesenta, en un grupo de interés, casi en una clase social, que había conseguido que el Estado le prestara una enorme atención.
Los yippies, el autodenominado partido de la juventud estadounidense, habían afirmado que los jóvenes debían ser considerados los protagonistas de la política y la cultura porque sólo ellos estaban dispuestos a llevar a cabo una revolución en la que los viejos no parecían estar interesados; al mismo tiempo, los estudiantes parisienses habían hecho su particular revuelta a partir de reclamaciones para los aún no contaminados por la podredumbre de la vida adulta, los jóvenes, que para ellos eran los portadores de una nueva concepción de la vida y la sociedad que arrasaría con lo envejecido. En todo el mundo, los sesenta fueron el encumbramiento de lo joven —y el carácter revolucionario que se le atribuía— como elemento importante de la discusión pública y centro de la atención mediática. No sólo el arte popular y, en especial, la música pop eran en esencia jóvenes, sino que también lo era el destinatario ideal de la retórica política y de la publicidad. La rebeldía dentro del sistema, por mucho que aparentara estar fuera de él, se había convertido en un elemento crucial de la comunicación pública, en la encarnación de valores muy dispares pero esencialmente, pese a sus excesos, positivos. Sin duda, aún en los ochenta, el poder seguía estando en manos de esos hombres de mediana edad que parecían pegados a su corbata, pero la juventud era el icono del nuevo capitalismo. Si a lo largo de la historia el joven había sido el soldado, el cuerpo en el que se perpetuaría el orden, a partir de entonces el joven sería el ideal platónico de votante, de consumidor.
© Marisa Fórez / El País
Por supuesto, esto implicaba olvidar que el futuro de la juventud es envejecer —«¿Hay vida después de la juventud?», se preguntaban los yippies—. Pero el prestigio de lo juvenil y lo revoltoso era tal que, volviendo a España, los ya no tan jóvenes que de veras habían luchado contra una dictadura asfixiante y ahora se hallaban en el poder democrático quisieron que los nuevos jóvenes pudieran repetir la experiencia de luchar contra el sistema; una experiencia que en cierta medida parecían considerar imprescindible, casi más como un rito de paso —los jóvenes deben ser rebeldes si quieren ser verdaderamente jóvenes— que por motivos ideológicos. Es más, las instituciones públicas debían ayudar económicamente a esos jóvenes a rebelarse, a producir una cultura que se enfrentaba estéticamente al establishment, pero que al formar parte de él, al estar pagada por los destinatarios de sus pullas, no podía ser de veras subversiva. Se trataba de un simulacro. De una representación de la revuelta quizá molesta para los conservadores y los religiosos, pero políticamente estéril y económicamente compatible con el equilibrio entre mercado y Estado del que casi todo el mundo en Europa era partidario. Un chico de aspecto raro y dicción pastosa podía promocionar la subversión estética en un programa de la televisión pública, pero eso mismo hacía que su subversión no fuera más que un entretenimiento hedonista y lucrativo sin ninguna trascendencia política. Una revolución divertida. Cuando, como es célebre, Enrique Tierno Galván pidió en un concierto patrocinado por su Ayuntamiento que los roqueros se «colocaran» y estuvieran «al loro», resultaba claro que, más allá de sus estudios académicos —como La rebelión juvenil y el problema en la universidad—, sabía como político que un puñado de músicos drogados no iban a hacer nunca la revolución, y por lo tanto nunca le iban a quitar la alcaldía que había ganado con los votos. El pacto, en ese sentido, era beneficioso para todo el mundo: los jóvenes rebeldes jugaban la doble baza de la pelea en el mercado y la protección del Estado; y la política de izquierdas mantenía una cara aperturista y revoltosa sin correr ningún riesgo a cambio; quizá, como mucho, el de ser criticada por la derecha, pero eso más bien podía reportar beneficios electorales. La cultura española en democracia, y su correlato político, se desarrollarían por estos cauces a partir de entonces. Eso sí, para quien conociera bien sus reglas.