Muy pocos años después de la llegada de la democracia, de la aprobación de la Constitución y del logro de la hegemonía política de la izquierda socialdemócrata, el panorama cultural en España era ya análogo al de muchas otras democracias occidentales. El modelo más cercano era, probablemente, el francés, y en buena medida las políticas culturales desplegadas por el PSOE eran una repetición puesta al día de lo que hiciera André Malraux como ministro de Cultura de Francia entre 1958 y 1969: la creación de un Estado Cultural convertido en proveedor de cultura para toda la sociedad, en protector de la vanguardia y la cultura nacional ante la avasalladora potencia de la cultura de consumo anglosajona y en generador de prestigio internacional para el país mediante la promoción de su cultura. Pero aunque este modelo fuera quizá el que más estrechamente controlaba la producción de cultura mediante su financiación, no era una rareza. En Estados Unidos existía desde 1965 el National Endowment for the Arts, que aunque funciona desde entonces como una agencia independiente, destina dinero de los contribuyentes a la protección de la cultura, y desde 1970 el Public Broadcasting Service, una televisión pública —aunque financiada parcialmente mediante donaciones— dedicada a la programación cultural y educativa. En el Reino Unido no existiría nada parecido a un Ministerio de Cultura hasta 1992, aunque anteriormente varios departamentos gubernamentales se encargaban de la gestión de los asuntos culturales y la BBC, aunque independiente del gobierno, es financiada desde sus inicios con dinero público, desde hace tiempo mediante una licencia. En ambos casos, el estadounidense y el británico, la derecha ha denunciado en multitud de ocasiones, especialmente durante los años ochenta de Reagan y Thatcher, el sesgo progresista de esas instituciones públicas.
En cualquier caso, fuera con un mayor o menor control, con un presupuesto abultado o casi testimonial —el National Endowment for the Arts, por ejemplo, nunca ha gestionado más de 180 millones de dólares anuales, diez veces menos, aproximadamente, que el Ministerio de Cultura español en 2011—, la intervención del Estado en la vida cultural contribuyó a crear una nueva percepción del intelectual y el artista. Es cierto que las relaciones de éstos con el Estado eran cualquier cosa menos nuevas, y se remontaban al menos al servicio de poetas en la corte imperial china, a los pintores a las órdenes del rey, al empleo de intelectuales librepensadores e ilustrados como Voltaire o Diderot por parte de monarcas y nobles, o al programa para artistas de Franklin D. Roosevelt durante el New Deal. Pero desde los años sesenta, y en medio de las guerras culturales entre progresistas y conservadores, se fue perfilando una figura pública que era producto tanto de la eclosión de la cultura pop en los medios de comunicación como del proceso de bricolaje ideológico de esos años: se trataba, por decirlo con brevedad, del intelectual o el artista de izquierdas famoso, adinerado y con una fluida relación con el poder.
A partir de los años sesenta, cuando los medios de comunicación masivos fueron aprovechados a gran escala por los artistas populares para intervenir en discusiones políticas y valerse de su celebridad para apoyar unas causas u otras, por lo general progresistas, su figura sufrió una conversión inesperada: de artista de masas a intelectual. Desde el primer intelectual moderno, Émile Zola, éste era un hombre —con alguna excepción femenina como Simone de Beauvoir o Hanna Arendt— de letras, versado en la cultura literaria, filosófica e histórica, en la mayoría de los casos dedicado a la vida académica o periodística, que utilizaba su privilegiado don para la escritura y la oratoria para dirigirse desde el púlpito de sus conocimientos a la sociedad. Pero con el auge de la televisión y la politización del pop, inesperadamente, actores, cantantes o cineastas adoptaron el rol del intelectual porque, de hecho, su fama era más efectiva que la sabiduría de los viejos intelectuales para llamar la atención sobre asuntos políticos. Para los medios de comunicación masivos, un joven airado con dominio de su imagen pública sería siempre infinitamente más interesante que un aburrido y trajeado profesor, aunque fuera para tratar de explicar a la audiencia asuntos enormemente complicados. Y, en el mismo sentido, los partidos de izquierda se dieron cuenta del beneficio electoral que, como ya he dicho, podía darles la cercanía con la juventud revoltosa. A partir de entonces, el intelectual clásico, sin llegar a desaparecer, dejaría paso a estrellas pop como iconos de luchas ideológicas, hasta el punto de que, por ejemplo, Jane Fonda se convirtió en una líder del movimiento contrario a la guerra de Vietnam, Bob Marley en un estandarte de la lucha contra el imperialismo, o Bob Geldof y Bono de U2, más tarde, en interlocutores políticos sobre la ayuda al Tercer Mundo. Sus conocimientos de geoestrategia, materias primas o incentivos a economías en desarrollo no tenía por qué ser mucho —ciertamente, numerosos intelectuales clásicos, desde siempre y aún hoy, han opinado sobre asuntos técnicos de la política y la economía de los que tienen una idea sólo aproximada—, pero en cualquier caso se convirtieron en los verdaderos rostros de la lucha política ciudadana, sobre todo por su dominio de los medios y por su capacidad para transmitir indignación moral con un lenguaje más comprensible y atractivo que el de los especialistas. Este hecho, hábilmente presentado por el conservadurismo como muestra de la frivolidad de unos populares millonarios que exhibían una preocupación hipócrita por los desamparados del mundo, se convertiría en una de las luchas centrales de la guerra cultural. «Thomas Carlyle —decía Wolf Lepenies en ¿Qué es un intelectual europeo?— demostró cómo, en el siglo XIX, la pertenencia del intelectual a una clase social no privilegiada contribuía a incrementar su influencia en la sociedad. Lo que permitió al man of letters, ese héroe de los tiempos modernos, tener tanta influencia fue el hecho de mantenerse conscientemente apartado del poder y hacerse miembro de una nueva orden mendicante.»18 Tras la conversión del artista pop en intelectual —que, insisto, no acabó con el intelectual clásico, pero sí lo sustituyó en parte, o le obligó a transformarse también en un modesto aspirante a estrella—, con respaldo de la industria, ingresos de profesional exitoso y una evidente querencia por estar cerca del poder y por beneficiarse económica o mediáticamente de él, ¿cómo iba a mantener ese prestigio social labrado anteriormente en la pobreza, el estudio y la soledad?
También en la España socialista iba a producirse un movimiento semejante. Si la imagen del intelectual de izquierdas se había forjado en una visión embellecida de la cultura anterior a la Guerra Civil, la penosa lucha antifranquista y, más tarde, en una cultura pop absolutamente contraria al franquismo pero ajena a la sofisticación del pensamiento político serio, ahora, como hemos visto, debía adaptarse para trabajar cerca del poder, o al menos no en contra de él. En su primer artículo publicado en El País, «El intelectual y la vigilancia de la vigilancia», del 18 de julio de 1976, José Luis López Aranguren afirmaba que el intelectual debe ser «distante de toda clase de intereses materiales» y considerar la política «como moral» indiferente a la fascinación del poder, pero reconocía que para ejercer bien su función, la de criticar el sistema, debe situarse a pesar de todo «dentro del sistema, con un pie dentro y otro fuera».19 Por supuesto, él estaba pensando en el intelectual clásico —consideraba que el periódico en el que escribía debía ejercer como «intelectual colectivo»—, pero los hechos demostraron pronto que era casi ineludible tener los dos pies y todo lo demás dentro del sistema, con independencia de la clase de intelectual que fuera uno. Naturalmente, hubo quienes persistieron en mantenerse alejados de ese sistema, como los ya mencionados libertarios catalanes, el también libertario Agustín García Calvo y el intelectual erudito y cascarrabias por definición de la época, Rafael Sánchez Ferlosio, que había denunciado ya en 1984 la arbitrariedad de la millonaria inversión pública en cultura de los socialistas en un artículo de El País titulado «La cultura, ese invento del gobierno». Pero su relativa falta de visibilidad e influencia reforzaban la idea de que había que trabajar desde dentro. Es probable que los nuevos intelectuales se adaptaran a ese hecho ineludible con una mezcla de incomodidad y sentido práctico: querían mantener su imagen de revolucionarios, de luchadores contra lo establecido, pero al mismo tiempo deseaban que el Estado protegiera ese papel y se beneficiaban del lucro que su talento les granjeaba en el mercado. Quizá el caso más evidente de todo esto en la temprana democracia española fuera el de Manuel Vázquez Montalbán, un intelectual clásico que prestó una gran atención a la cultura pop, y que desde sus años en Triunfo, y tras su logro del Premio Planeta de novela y su paso al periódico más leído de España, El País, fue cultivando una imagen pública en la que convergía la rebelión deseada con el bienestar adquirido, la impaciente búsqueda de una revolución aún pendiente y la comodidad del éxito. Pero su caso no fue el único, y hasta sería el dominante entre los intelectuales de izquierdas españoles que, en una elaborada muestra de síntesis ideológica, desarrollaron y siguen desarrollando su actividad abogando por la ortodoxia socialdemócrata en la defensa y financiación de la cultura por parte del Estado; un cierto libertarismo en su defensa de la libertad absoluta de creación y expresión que ninguna institución, ni siquiera la que les financia, puede quebrantar, y el capitalismo, que les reporta beneficios cuando alcanzan a tener éxito. Algunos relevantes intelectuales de izquierdas de la democracia española, como el ya mencionado Pedro Almodóvar, Joaquín Sabina, Luis García Montero, Lluís Llach, Ana Belén, Víctor Manuel, Rosa Regàs, o más tarde actores ya crecidos en democracia como Javier Bardem o Guillermo Toledo, se ajustarían a este singular papel de vivir a la contra con el apoyo explícito tanto del poder político como de los consumidores de cultura, y se considerarían algo así como el alma verdadera de la izquierda, a la que apoyaban electoralmente pero también denunciaban cuando se inclinaba hacia posiciones —como en el referéndum de permanencia en la OTAN o las reformas económicas de José Luis Rodríguez Zapatero— que no consideraban propiamente izquierdistas. Ello les convertiría, para parte de la derecha, en emblemas de hasta qué punto la izquierda traicionaba sus raíces obreras —un mercado electoral que la derecha quería conquistar— para entregarse a los gustos refinados y el dinero. Sin embargo, no había tal traición, o al menos no era reciente, porque como he tratado de explicar antes, la izquierda preponderante había desconectado de la cultura proletaria allá por los años sesenta. La gauche divine había supuesto una ruptura con la tradición izquierdista por su cosmopolitismo y su abrazo a la sofisticación y la frivolidad, el PSOE había renunciado al marxismo y, una vez en el poder, había hecho del pop su cultura, y aunque en ocasiones tuviera políticas o eslóganes cercanos a la ortodoxia socialdemócrata —en muchos casos, con la mirada puesta en los muy poderosos sindicatos o en los legitimadores mitos proletarios—, estaba más cerca del artista exitoso que del obrero. Hacía años que el escenario de la lucha izquierdista no era la fábrica, sino la televisión.
Con todo, la reacción de la derecha a este nuevo tipo de intelectual tan apreciado por las masas de clase media y por los partidos de la izquierda tenía también sus debilidades. Sin duda, muchos de estos intelectuales tenían una visión de la política básicamente amateur, que se mostraba en su idealización de regímenes como el cubano y de otros en países tercermundistas, en un cuestionamiento sistemático del carácter democrático de la política española como consecuencia de los pactos de la Transición, o en una comprensión simplista de la economía. Pero al mismo tiempo no estaban haciendo nada más que tratar de promover sus ideas y mantener el equilibrio entre los réditos que les daba el Estado y los que les daba el mercado. Es decir, exactamente lo que todo individuo o toda institución trata de hacer en una democracia con las características de las economías mixtas europeas: mirar por sus intereses. Ciertamente, en la retórica política de izquierdas —pero también en buena parte de la de derechas— la existencia de intereses particulares era omitida y sustituida por las apelaciones a los ideales, a las áreas de la convivencia —como la cultura— que debían ser tratadas de una manera distinta que las demás o a la simple imposibilidad de mantenerlas con vida de no mediar un poder corrector. Pero ciertamente, por muy incoherente que pareciera esta postura, sus reivindicaciones no eran más que la síntesis de sus intereses y sus ideas, de su forma de ganarse la vida y de su capacidad mediática para convencer al público de que era justa.
Y, de hecho, algo parecido harían también, una vez llegado al poder el Partido Popular en 1996, organizaciones asociadas con la derecha —como la Iglesia o innumerables fundaciones, organizaciones no gubernamentales o universidades privadas— y un número relevante de nuevos intelectuales liberales o conservadores. Si hasta entonces la izquierda había financiado con mucho dinero expresiones de pensamiento afines, lo mismo haría la derecha una vez que la sustituyera, fuera empleando en los medios de comunicación públicos a periodistas intelectualmente afines, estableciendo una programación de las instituciones culturales que reforzara su visión de la historia, o dando cuantiosas subvenciones y otorgando concesiones del Estado a empresas de filosofía conservadora o liberal.
Y es que, si tras la eclosión pop la inmensa mayoría de artistas-intelectuales populares se enmarcarían dentro del progresismo —de un progresismo, como ya he dicho, que había asumido del liberalismo lo que más le convenía—, la derecha española, como la mayor parte de las occidentales, haría denodados esfuerzos por encontrar y dar popularidad a intelectuales liberales o conservadores que dieran legitimidad y prestigio a sus ideas. En España, además, se daba el caso de que prácticamente ningún intelectual franquista —con excepciones como el historiador Ricardo de la Cierva o el novelista Vizcaíno Casas, que siguieron siendo populares después del fin del régimen— logró adaptarse cómodamente a la recién llegada democracia a menos que reconociera su viejo error, como hicieron el propio Aranguren o José María Valverde, y por esa razón y un pasado poco reivindicable, el conservadurismo tenía tal descrédito en el campo cultural que ni siquiera los partidos conservadores parecían dispuestos a reconocer que lo eran. A consecuencia de ello, la mayor parte de los intelectuales que mostraron cierta afinidad con los gobiernos del Partido Popular, y en algunos casos trabajaron para ellos, eran viejos izquierdistas reconvertidos a la derecha. Tal fue el caso de Luis Racionero —colaborador de la revista Ajoblanco—, Federico Jiménez Losantos —cercano también al libertarismo catalán—, Luis Alberto de Cuenca —autor de varias de las canciones de la Orquesta Mondragón—, Jon Juaristi —en su juventud militante de ETA—, Francisco Umbral —que había contribuido a la fama de la Movida desde las páginas de El País—, entre otros. Parecía evidente que López Aranguren se había equivocado también al afirmar en una entrevista en Televisión Española que «es imposible un intelectual de derechas».20 No tardaría en haberlos en abundancia.
Aunque esto sucediera en España en circunstancias especiales, las cosas no habían sido muy distintas, por ejemplo, en Estados Unidos. A mediados de los años ochenta, muchos de los principales intelectuales conservadores estadounidenses —Irving Kristol, Norman Podhoretz, los llamados neoconservadores, también intelectuales clásicos pese a serlo ahora fuera del marco habitual de la izquierda— habían sido progresistas en su juventud, en muchos casos trotskistas, y si como hemos visto denunciaban la cultura de los sesenta como fuente de los males que aquejaban a la sociedad, no por ello se adscribían al liberalismo clásico y, en contra de éste, consideraban que el Estado debía utilizar su lugar privilegiado en la vida social y económica para marcar un camino moral y cultural a los ciudadanos por medio de los presupuestos públicos. De hecho, éste fue el argumento que convenció a Ronald Reagan para no cerrar el Public Broadcasting Service. Porque, ciertamente, ningún gobierno en la era de las guerras culturales iba a ser neutral en materia cultural. Pese a su retórica económica liberalizadora, las derechas copiarían el modelo cultural estatalista atribuido a la izquierda —aunque, por ejemplo en Francia, había sido un invento de De Gaulle—, es decir, la protección de determinadas estéticas e ideologías con dinero público. Durante la era Reagan, en buena medida, para acabar de desbaratar el prestigio intelectual que le quedaba al dictatorial mundo soviético; en España, más modestamente, para tratar de recuperar un espacio cultural dominado con nitidez por la izquierda.
Pero con una vuelta de tuerca más. Si la cultura de izquierdas de los años sesenta había sido un grito revolucionario contra la rigidez estatista, contra el aburrimiento cultural provocado por un exceso de intromisión del Estado en todos los asuntos del pensamiento y la creatividad, dos o tres décadas más tarde, según el lugar, la derecha iba a reproducir esa retórica desde la otra orilla. Los intelectuales y los periodistas de derechas argumentarían que su empeño en cambiar la ortodoxia cultural no era más que un grito por la libertad, por la liberación de individuos hipnotizados por las directrices de pensamiento dictadas desde el Estado. Frente a intelectuales de izquierda bien establecidos en la universidad, los medios de comunicación o las editoriales, ahora era la derecha la que se sentía una minoría revoltosa cargada de buenas y nuevas ideas. Perpetuando una vez más la sucesión de revoluciones y reacciones de la que he hablado antes, entonces era la derecha la que se presentaba como la insurgencia, como el ciudadano estafado por el afán controlador de los gobiernos, bajo la promesa de una menor intervención en los asuntos privados de los individuos.
Sin embargo, en una muestra más del triunfo de la revolución cultural de los sesenta, estos intelectuales ahora en la derecha habían asimilado perfectamente la vanguardia cultural posmoderna, la libertad sexual, el laicismo y una cultura popular impregnada de transgresiones de toda clase. Pese a que en ocasiones se vieran en el bando conservador por motivos empresariales o políticos, y a que, sin duda, seguían existiendo conservadores tradicionales —como el católico antiliberal Juan Manuel de Prada y algunos otros—, la mayor parte de los intelectuales de derechas eran ya en el plano cultural tan modernos y pop como sus equivalentes progresistas. En gran medida, porque habían sido progresistas y lo que les había alejado de esa postura ideológica eran sus medidas económicas, sus aliados internacionales o su manera de obrar políticamente, aunque no su adopción de la cultura de los grandes medios de comunicación. Pero también porque consideraban que, una vez más, la izquierda, después de años en el poder político y cultural, se había vuelto mojigata, se había dejado arrastrar por la corrección política nacida en los años setenta a causa de las reivindicaciones de las minorías, y en ese momento, más que luchar por las libertades de los individuos, coartaba su comportamiento sexual, su relación con las cosas placenteras de la vida y su lenguaje. Si en los sesenta la izquierda se había adueñado de la idea de diversión, la derecha denunciaba que bajo esa izquierda en el poder apenas podía uno hablar con franqueza de sus apetitos sexuales más tradicionales, ensalzar costumbres alimentarias gozosas pero malas para la salud y llamar por su nombre a cosas a las que ahora se recomendaba referirse mediante paráfrasis no ofensivas. En un caso paradigmático de esta asunción de la cultura de la transgresión por parte de la derecha, Esperanza Aguirre defendería a Fernando Sánchez Dragó, un ejemplo de bricolaje ideológico llevado a los extremos, cuando la izquierda le atacó por contar en sus memorias sus encuentros sexuales con menores de edad: la libertad intelectual, afirmó la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, debía permitir la transgresión aunque fuera incómoda. Naturalmente, los medios y el partido de la derecha tenían que andarse con mucho cuidado de no alienar a sus clientes más conservadores o religiosos con asuntos de guerra cultural como el matrimonio gay o el aborto, pero por lo general también los conservadores habían asimilado en España la síntesis surgida de la cultura progresista y la economía liberal. Si Alianza Popular se había opuesto a la ley del divorcio de 1981, poco después sus herederos ideológicos la asumían con absoluta naturalidad. Si la derecha se había apoyado tradicionalmente en el ejército y sus valores, José María Aznar abolía el servicio militar obligatorio en 2001. Si Ruiz-Gallardón se había indignado a principios de los años ochenta por la subvención del Ayuntamiento de Madrid a una revista que consideraba obscena, más tarde financiaba como alcalde las fiestas del Orgullo Gay por el negocio que éstas generaban en el sector del ocio madrileño. A veces podía no parecerlo por la ruidosa estrategia de comunicación política que los medios y el partido de la derecha habían adoptado en imitación consciente o inconsciente de los conservadores estadounidenses, pero hasta ellos mismos eran más progresistas de lo que jamás habrían podido imaginar. Y, de hecho, su mayor herramienta de seducción política y cultural sería a partir de entonces, además de las clásicas disputas del eje político izquierda/derecha y de un mantenimiento interesado de la guerra cultural, la modernización. En un nuevo giro ideológico producto de la confluencia de la revolución cultural de los sesenta y la económica de los ochenta, la derecha, con el apoyo de intelectuales cargados con nuevas visiones del mundo, reinterpretaba un paradigma que había funcionado en Occidente durante décadas: si hasta entonces el futuro era un terreno dominado por la izquierda y el pasado el patio de recreo de la derecha, a partir de entonces las cosas cambiarían: la izquierda querría conservar; la derecha, innovar. Por supuesto que parte de la derecha seguía viendo con miedo un futuro acosado por las nuevas formas de familia, la baja natalidad, la pérdida de religiosidad y una cultura popular decadente; y sin duda había entre la izquierda quienes seguían pensando que ésta era el elemento transformador de la política y la sociedad por naturaleza, que la cultura y el cuidado de las artes eran monopolio suyo, y que los logros de bienestar podían y debían seguir expandiéndose. Sin embargo, en el plano cultural, la izquierda parecía cansada, sus adalides llevaban más de treinta años enriqueciéndose legítimamente y peleando admirablemente con manifiestos, manifestaciones y plataformas por sus ideas políticas, pero su descrédito —debido en parte también a sus dificultades para entender nuevas tecnologías que tenían el potencial evidente de lesionar sus fuentes de ingresos tradicionales— crecía y aumentaba la percepción de que se trataba de gente que, más allá de su talento, habitaba en un pacto inmejorable entre el mercado y el Estado del que no parecía beneficiarse casi nadie más. Sin duda, en la derecha había decenas de intelectuales —más bien clásicos, no intelectuales-artistas— que llevaban décadas al calor del poder autonómico, de la burocracia universitaria o de las opacas relaciones entre la prensa y las administraciones públicas. Pero eran menos conocidos. Y podían presentarse como limpios, sin cuentas que saldar. Sentían que el futuro era suyo porque el modelo cultural socialdemócrata había muerto de éxito. Naturalmente, podrían beneficiarse de algo muy parecido a él, aunque esta vez de signo político contrario. De hecho, era lo que la mayoría de ellos o sus predecesores habían tratado de hacer, ideologías aparte, desde muy al principio de la democracia española y su apertura a la modernidad, como ilustra una crónica de Andrés Amorós de una de las primeras recepciones del Rey a los intelectuales con motivo del Día del Libro y la concesión del Premio Cervantes:
[Los intelectuales] han abandonado cazadoras y jerséis de cuello alto, camisas abiertas y pantalones vaqueros. […] Van todos vestidos de oscuro, con corbatas grises, satisfechos de sí mismos, conscientes de su papel en la historia de nuestra cultura. […] Hay aquí viejos republicanos, monárquicos de toda la vida, militares ilustres, comité de cultura del Pecé, fervientes socialistas, flamantes cargos de Ucedé, pasotas, poetisas, borrachines, nostálgicos de una acracia que no hemos vivido, derechistas civilizados o por civilizar, fascistas convencidos, escribidores… Y muchos que van viviendo como pueden, buscando un sueldo seguro, una tertulia de amigos, un rato diario para escribir y oír música, una editorial que nos publique, un premio, una crítica favorable, una entrevista en El País con motivo de nuestro último libro, una cita en televisión.21
Más allá de la ideología, ésta era la verdadera naturaleza del intelectual, fuera artista o erudito: pese a su supuesta singularidad dentro de las actividades humanas, quería como cualquiera reconocimiento. Si el pensamiento marxista creía que el motor de la actividad humana era el dinero; si Bertrand Russell había advertido que era el poder lo que los hombres anhelaban por encima de todo, había que volver a Platón y su idea de thymos: los intelectuales, los creadores de cultura, querían por encima de todo reconocimiento, influencia, ser alguien que los demás admiraran, y si para ello era necesario adaptarse a uno u otro estado de cosas ideológico, se haría. Todo lo demás, ciertamente el dinero y la gloria, vendría por añadidura. En buena medida, el Estado, estuviera controlado por la derecha o por la izquierda, sentiría como suya la obligación de echarles una mano.