A principios de la década de los ochenta, la mayor parte de los referentes editoriales y culturales del libertarismo habían desaparecido. Lo había hecho la revista Ajoblanco después del fracaso de las Jornadas Libertarias, lo había hecho la colección anarquista de Tusquets Editores «Acracia»; ante la caída de ventas del ensayo político de izquierda radical, Anagrama había estado a punto de caer en la bancarrota y se había salvado centrándose con más énfasis en la publicación de narrativa nacional e internacional. En 1978 se celebró la última edición del Canet Rock. En 1979, la CNT celebró un congreso en el que se inició un proceso de escisiones y luchas judiciales por la titularidad de sus siglas. En 1982 quebró Ruedo Ibérico, la gran editorial del exilio que publicaba libros de izquierda revolucionaria en castellano desde París.
El libertarismo, la izquierda antiautoritaria y refractaria al parlamentarismo de partidos, no había sabido adaptarse a la nueva democracia. Tampoco había comprendido que sus grandes referentes, la contracultura estadounidense y el 68 francés, no eran propiamente revoluciones, sino simulacros de revolución, y su empeño en seguir por esos caminos le llevó a la irrelevancia política y a la marginalidad cultural. Sobre todo porque ya no había lugar para la verdadera revolución política en la que sus miembros tanto querían seguir creyendo. Y ni siquiera el sucedáneo de revolución del libertarismo, una especie de pacífica revolución de las mentes que llevaría a la anarquía, que delataba una tremenda ingenuidad histórica y política, podía existir si no aceptaba su papel en el mercado y se convertía en un simple eslogan político integrado en el gran escaparate de ideologías convencionales. Aunque la cultura de los sesenta había triunfado de una manera indiscutible, sólo lo había hecho después de aceptar que su propagación dependía del uso de las herramientas que la democracia capitalista ponía a su alcance, como los medios de comunicación de masas, la publicidad y la industria cultural, y, especialmente en el caso europeo, el apoyo del Estado.* La decadencia de la CNT y sus múltiples problemas internos eran en parte consecuencia de su decisión, impecable desde la ortodoxia anarquista, de rechazar toda clase de subvención del Estado. Y era precisamente el deseo de pureza, de no transformarse aunque lo hiciera todo a su alrededor, lo que condujo a los márgenes al movimiento. No entendieron, sin duda, que el mensaje último de las revoluciones de los sesenta era que la rebeldía era un activo muy rentable siempre que así quisiera reconocerse. Malinterpretaron en qué dirección estaban cambiando los tiempos.
Lo cual es un ejemplo inmejorable de que en esta era capitalista, como quizá en todas pero en mayor grado, lo poderoso no eran sólo las ideas, sino la capacidad de quienes las tuvieran para hacerlas funcionales en el sistema. Porque, de hecho, muchos de los asuntos principales de los que se ocupaban los libertarios —un sexo más libre, el uso recreativo de las drogas, el ecologismo y la desaparición de la energía nuclear, la crítica a la familia machista, la diversión como emancipación— no sólo siguieron encima de la mesa mucho tiempo después del declive de los libertarios, sino que, después del fin de la ortodoxia socialdemócrata y la caída del Muro, se convirtieron en algunos de los puntos centrales del debate político de izquierdas. Sucedió, sin embargo, que los libertarios no supieron cómo introducirse en esa discusión, no se adaptaron a las nuevas circunstancias políticas de España, muy probablemente porque no estuvieron dispuestos a sacrificar nada de su identidad política por considerarlo una renuncia. Aunque la renuncia es, por supuesto, uno de los rasgos principales de la política y la cultura democráticas.
Eso no significa, con todo, que para integrarse en el sistema haya que venderse a él. Porque como he tratado de mostrar hasta ahora, las revoluciones forman parte del sistema, son una parte básica de él, la que le permite renovarse y presentar viejas o nuevas ideas de formas novedosas y alimentar un mercado muy dinámico. Los estallidos de revuelta cultural —que inauguró en nuestro tiempo el 68 y prosiguieron herederos como el punk o la Nueva Ola— siempre quisieron verse a sí mismos, y en no pocas ocasiones fueron vistos por los demás, como destellos espontáneos que nacían fuera del sistema, y era ese rasgo el que les daba superioridad moral. Por esa razón, los guardianes de la pureza les atacarían más tarde cuando creyeran que, en mayor o menor grado, estaban renunciando a ese carácter alternativo para lograr el éxito material y el thymos, el reconocimiento. Pero, de hecho, esto no fue así. Pese a la imagen que tuvieran de sí mismos, estos grupos afines fueron desde el principio netamente capitalistas en sus estrategias —la aparición en los medios, la denuncia de lo viejo, la exaltación de la rebeldía— y llevaban en su germen, aunque no lo creyeran, el deseo de expandir sus ideas y sus estéticas más allá de su reducido grupo. Sin duda, estaba el orgullo de pertenecer a una minoría que se sentía especialmente clarividente, moderna y libre, pero ése es exactamente uno de los motores principales del capitalismo de masas: sentirse único por consumir y pensar de una manera distinta… que es potencialmente la manera en que pueden consumir y pensar las mayorías si existen los canales para que accedan a ellas y les resultan atractivas.
El fracaso del movimiento libertario no fue en todos los casos un fracaso de quienes los integraban. Como he dicho ya, Luis Racionero o Federico Jiménez Losantos hicieron carrera intelectual y periodística acercándose a la derecha, el transgresor dibujante de cómics Nazario tendría reconocimiento público —sería objeto de una gran exposición retrospectiva organizada por el Ayuntamiento de Barcelona—, como lo tendrían la periodista Karmele Marchante, redactora de Ajoblanco antes de ser una estrella televisiva, o el escritor Quim Monzó, cercanos también al libertarismo, aunque por sus ideas nacionalistas siempre mostrara recelo hacia él. Sin embargo, las consignas que el libertarismo abanderaba serían asumidas por otros que sí habían sabido encontrar el modo de hacerlas funcionales en una democracia de mercado fuertemente condicionada por el Estado. La coalición Izquierda Unida, en la que estaba integrado el Partido Comunista, uno de los grandes enemigos ideológicos de los libertarios, asumiría en un giro posterior a la caída del Muro buena parte de las reivindicaciones ecologistas, antinucleares y de igualdad sexual, inexistentes hasta entonces en la tradición comunista. La droga se convertiría en una mercancía casi ubicua que perdería todas las connotaciones revolucionarias que desde los sesenta consumidores y pensadores habían querido atribuirle —en España, muy singularmente, Antonio Escohotado—. La psicologización de la organización política, que los libertarios habían impulsado con sus luchas contra «los malos rollos», o las reflexiones sobre la convivencia de Pepe Ribas en su libro De qué van las comunas, se transformaron en material de best sellers de autoayuda. También el porno con implicaciones revolucionarias, que los libertarios impulsaron con el cómic abiertamente sexual de Nazario o de revistas como El Víbora, se despojaría de todo elemento izquierdista para convertirse en un artículo de consumo. Como explican Joseph Heath y Andrew Potter en Rebelarse vende:
Ésta es una breve lista de las cosas que a lo largo de los últimos cincuenta años se han considerado tremendamente subversivas: llevar el pelo largo un hombre, llevar el pelo corto una mujer, dejarse barba, la minifalda, el biquini, la heroína, la música jazz, el rock, la música punk, la música reggae, el rap, los tatuajes, dejarse crecer el pelo de las axilas, el grafiti, el surf, el monopatín, el piercing, las corbatas estrechas, no llevar sujetador, la homosexualidad, la marihuana, la ropa rota, la gomina, el pelo cortado en cresta, el pelo afro, tomar «la píldora», el posmodernismo, los pantalones de cuadros, las verduras orgánicas, el calzado militar, el sexo interracial. Hoy en día, todos los elementos de esta lista salen en el típico vídeo de Britney Spears (con la posible excepción del pelo bajo las axilas y las verduras orgánicas).22
Pese a que buena parte de estas cosas formaban parte de su agenda de reivindicaciones, nadie le daría las gracias —o le echaría las culpas— al movimiento libertario por su parte de responsabilidad en este triunfo, aunque en su caso fuera póstumo. Más allá de la broma, Britney Spears, o sus equivalentes españoles de estética provocadora pero enfocados a las grandes masas, se apropiarían de ese legado y, como confiaban en los mecanismos de mercado para articularlo, lo convertirían en el mainstream cultural.
Además de eso, los libertarios y otros movimientos de izquierda radical, como el comunismo después de la caída del Muro, debían hacerse una pregunta que se volvía más apremiante a cada día de consolidación democrática y relajación moral que pasaba. La tomo de Heath y Potter: «¿Cuántas veces se puede atacar el sistema sin producir ningún resultado evidente antes de que empecemos a plantearnos la eficacia del ataque?». Tristemente, la resistencia antifranquista, encabezada por el bien organizado Partido Comunista y conformada también por estudiantes, libertarios, monárquicos, democristianos y nacionalistas, había demostrado ser enormemente ineficiente en su intento de acabar con la dictadura, pero parecía —visto el resultado del PC e Izquierda Unida en sucesivas elecciones y de la evaporación de los anarquistas— que la capacidad de sus herederos de izquierdas para acabar con la democracia establecida en 1978, o siquiera para ponerla en jaque, no iba a ser mucho mayor. Porque, de hecho, pese a sostener que el capitalismo estaba en el estadio final de su existencia, que el grado de opresión a las masas por parte del Estado liberal y las grandes fortunas hacían inevitable una rebelión popular, esas masas les hacían cada vez menos caso. En parte por ello, los libertarios se rindieron y desistieron, pero los comunistas habían reaccionado a tiempo y se habían adaptado al sistema con inteligencia y don de la oportunidad. Con la excepción de la izquierda abertzale en el País Vasco, todos los movimientos situados a la izquierda del eurocomunismo fueron perdiendo relevancia sistemáticamente, y ni siquiera la gran crisis del capitalismo actual les ha dado un papel crucial en la gobernabilidad.
Esto se producía, sin duda, por el desconocimiento de estos grupos —compartido por absolutamente todo el mundo en España durante la Transición, incluidos los grupos de poder— de cómo funcionaba una democracia. No podían saberlo, porque nunca lo habían conocido. Pero como se descubriría no mucho más tarde, desde los gobiernos de la centrista UCD, pero también los socialdemócratas del PSOE, los cambios viables sólo podían llevarse a cabo desde posiciones cercanas al centro. Sin duda, para llenar una conferencia, un mitin o una fiesta como las del Partido Comunista —amenizadas con artistas que mantendrían una cierta ambivalencia entre ese partido y el PSOE, como Joaquín Sabina o Concha Velasco—, incluso para organizar grandes manifestaciones, bastaba con la retórica revolucionaria y el voluntarismo, pero para hacer política real, para impulsar reformas en forma de leyes, hacía falta una mayoría en el Congreso, y en cierta medida en la opinión pública, que los viejos y los nuevos radicales estaban lejos de tener. La teatralidad política, el espectáculo y los discursos incendiarios eran inevitables en la era de la democracia de los medios, pero con eso, y en esto la nueva democracia española era tan vieja como las demás, no bastaba para hacer cambios efectivos más allá de la conciencia de cada uno.
Y es que si, como ya he afirmado, la cultura revoltosa surgida de la eclosión pop se había apoderado en buena medida de los gustos estéticos —en el cine, en el arte, en la música y, en menor medida, también en la literatura— y de la conducta moral de la mayoría, la política en su sentido institucional había quedado indemne. La democracia española era joven y no cogería velocidad de crucero hasta después del fracasado golpe de Estado de 1981 y el triunfo socialista en 1982, pero la rapidez con que se desechó la posibilidad de volver a la dictadura, o la que sin duda era más deseada por el incipiente establishment cultural, la de establecer un régimen más radicalmente subversivo, hizo que se desvanecieran enseguida. En consecuencia, muchos que tenían puestas grandes esperanzas izquierdistas en el PSOE se decepcionaron enseguida por su pragmatismo —Jorge Semprún, sin embargo, afirmaría más tarde en Federico Sánchez se despide de ustedes que la obra política de ese partido no era fruto de un giro hacia la derecha, sino hacia la realidad—, y en muy poco tiempo se popularizó la célebre sensación de «desencanto»: resultaba que después de casi cuarenta años de dictadura nacionalcatólica y de una caótica Transición, cuando la izquierda tomaba el poder hacía políticas blandas, basadas en el lento reformismo y en las concesiones, y no en la revolución, ni siquiera aunque fuese con rostro humano. Sin embargo, ello no se traduciría en un aumento de representación y poder de los partidos situados a la izquierda del PSOE, sino en una cierta desmotivación política de la mayoría. Y, por parte de las minorías intelectuales más de izquierdas, en una movilización airada en forma de plataformas, manifiestos o actos de repudio que en buena medida tuvieron su gran estreno en contra de la campaña socialista que pedía el sí en el referéndum de permanencia en la OTAN en 1986, en la que «intelectuales y artistas» como Antonio Gala, José Luis López Aranguren, Rafael Alberti, Luis García Berlanga, Manuel Vázquez Montalbán o Lluís Llach firmaron un documento en el que pedían la salida de la Organización. Acciones políticas de esa naturaleza, que como en este caso tendían al fracaso entre la indiferencia pública, se convertirían con el tiempo y por su reiteración en rutinas de gran impacto mediático pero nula influencia política. Con una total legitimidad y una gran capacidad de articulación política, los intelectuales y los militantes situados a la izquierda de la socialdemocracia levantarían la voz una y otra vez contra lo que consideraban desviaciones derechistas, y la completa inutilidad de sus actos no les desalentaría a repetirlos cada vez que lo consideraran necesario. Habían depositado tantas esperanzas en la política hecha mediante la indignación y su exposición en público, heredada de los sesenta y como entonces sin cauces que la condujeran a la política efectiva, que no se cansarían de repetirla y en ningún momento, como recomendaban Heath y Potter, reconsiderarían la efectividad de sus tácticas. La izquierda, como ha sucedido crónicamente en todo el mundo desde los sesenta, estaba escindida entre la asunción de las reglas del juego parlamentario y la tentación de hacer política maximalista con actos de gran poder simbólico pero intrascendentes en la política de los hechos. Curiosamente, la derecha copiaría una vez más esta estrategia política de movilización informal de los ciudadanos durante la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero, como en la manifestación contra el matrimonio gay de junio de 2005 o contra el aborto de octubre de 2009.
Sin embargo, a medida que el mundo occidental, y con él España, se volvía más tolerante cultural, moral y políticamente, esta clase de acciones se tornaban, si cabe, más irrelevantes que en 1968. Eran una digna expresión de libertad, una muestra imprescindible de tono vital, pero también, en buena medida, el síntoma de una mala comprensión del funcionamiento de las democracias. Más allá de la representatividad y los controles institucionales, las democracias son también un mecanismo que expulsa lenta pero progresivamente lo que no funciona, lo que no es eficiente, lo que no logra ganarse el apoyo de mayorías significativas, por bueno que sea. Sin duda, quien se halla por su ideología y sus intereses en ese margen se resiste con todas las herramientas a su alcance al paulatino desplazamiento, y en ese sentido en el ala más izquierdista de la democracia española se repetiría el fenómeno que ya era cíclico desde los sesenta. Los intelectuales-artistas intervenían en política; gracias a su acceso a los medios de comunicación, sus intervenciones y sus ideas eran ampliamente difundidas, y con ellas su marca personal, pero, a la postre, no conseguían reunir una masa crítica de seguidores que fuera determinante en la política electoral. «Un líder al que nadie sigue es sólo un tipo que pasea», reza un dicho estadounidense, y eso sería en este caso una exageración, porque estos intelectuales-artistas sí tenían seguidores, y no pocos: estaban en la universidad, en el funcionariado, en los sindicatos o en los medios. Pero, a juzgar por los equilibrios ideológicos que se producían en la sociedad y los resultados en las elecciones, su impacto era marginal y sólo el interés que la prensa mostraba por ellos les permitía tener una relevancia que no se correspondía con su verdadera influencia. Si durante el 68 francés muchos críticos de los revoltosos argumentarían que los verdaderos representantes de la Francia media eran los policías —muchachos por lo general de extracción obrera, con una idea simple pero noble del cumplimiento del deber— y no los sofisticados estudiantes, muchos de ellos de origen privilegiado, en la democracia española se viviría un correlato actualizado que ahondaría en el descrédito de unos intelectuales que fracasaban una y otra vez en su intento de liderar a las masas, pero que a pesar de ello parecían mantener el prestigio, la presencia mediática y el acceso al poder. Y es que, en ese sentido, seguían siendo uno de los actores más activos de las guerras culturales, y por eso también uno de los blancos preferidos del campo contrario. Quizá eso nunca fue tan evidente como durante la guerra de Irak. A pesar de que la inmensa mayoría de la sociedad estaba en contra de la intervención española, el intento de estos artistas-intelectuales de liderar el movimiento pacifista contribuyó aún más a que fueran vistos por sus adversarios —incluidos los que también estaban en contra de la intervención en la guerra, mayoritarios entre los conservadores— como unos adictos a la exposición mediática obsesionados con participar en la coyuntura política. Como en todas las guerras culturales, la aversión o la simpatía por ellos se debía más a la sensación de que eran del propio campo o del contrario que a sus posiciones circunstanciales.
Y eso contribuiría a que el ejercicio de la política radical, más o menos revolucionaria, pareciera más destinada a saciar los deseos de sus famosos partidarios de ser vistos o de verse a sí mismos como radicales que a empujar, con sus actos, una agenda política con muy pocas posibilidades de salir adelante. Sin duda, en ocasiones, sus actos sí fueron efectivos en la modulación de las propuestas políticas de los grandes partidos, pero su incidencia se limitaba a eso, a medidas programáticas o básicamente propagandísticas, que en realidad en nada afectaban a la arquitectura fundamental del gobierno y la sociedad, y en poco a la dovela central de la política, los Presupuestos Generales del Estado.
Por lo demás, buena parte de las intervenciones políticas de estos artistas-intelectuales se producían en ámbitos en los que su influencia difícilmente podía materializarse. Por ejemplo en la política exterior, con matizados apoyos a la dictadura cubana —ciertamente decrecientes—, ataques a la política israelí, defensa de pueblos oprimidos como los palestinos o los saharauis o la propugnación de un internacionalismo pacifista, todas ellas cuestiones en las que el poder real del gobierno español era prácticamente nulo por su escaso peso en las instituciones internacionales. Otro de sus campos de batalla habitual sería el pasado: los logros no reconocidos de la Segunda República, la Guerra Civil, la tradición resistencialista durante el franquismo, los crímenes de este régimen, la naturaleza espuria de los Pactos de la Transición o, ya llegados al presente, la traición de la izquierda a sus ideales. Todos estos hechos eran en algunos casos ciertos y en otros al menos discutibles, pero de nuevo se hallaban en la esfera de la política de los símbolos, en el dominio de lo mediático, en el intento de controlar democráticamente el contenido de la cultura del país, su debate público. En asuntos de política dura, como la economía o la pertinencia de un modelo u otro de organización institucional, los artistas-intelectuales ofrecían poco o nada, como cabría esperar, pero curiosamente establecieron en esos aspectos una renovada alianza con los sindicatos —que también habían adoptado una actitud crítica frente al gobierno socialista al tiempo que dependían económicamente de él— en unas demandas que oscilaban paradójicamente entre el utopismo y la resistencia a los cambios.
Si al principio de la época socialista España se dotó de mecanismos públicos para la proteción de la vanguardia cultural que no eran muy distintos de los del resto del mundo occidental —aunque quizá sí fueran más controladores y contaran con mayor financiación—, al final de la misma la cultura ya no era en ningún sentido una amenaza para el sistema. Como he tratado de explicar, quienes se resistieron a ese proceso se vieron sin influencia y sin prestigio, a consecuencia de una especie de selección darwiniana, y quienes lo asimilaron, en ocasiones mediante grandes giros ideológicos, hicieron carrera. Sin embargo, lo consiguieron con un coste: una inmensa popularidad mediática y una relevancia política escasa.* Quizá no fueran conscientes de que la fama artística no acarreaba necesariamente, pese a su insistencia en este sentido, influencia política, o quizá el hecho de que la democracia fuera más una cuestión de exposición pública que de influencia ideológica hacía borrosa la frontera entre ambas cosas, pero siguieron muy influidos aún por las tácticas políticas contraculturales y sesentayochistas, recurrieron una y otra vez a la política teatral, a la performance indignada, a la contraposición del poder de la calle frente al poder de los votos. En muchos casos, sin embargo, y aun siguiendo fieles al flanco más izquierdista de la socialdemocracia, evolucionarían hacia unas formas de arte comprometido que poco tenían que ver con el rupturismo frívolo del principio de la democracia, como en el caso de directores de cine como José Luis Cuerda, que pasó del surrealismo rural de Amanece, que no es poco (1988) a la ortodoxamente izquierdista relectura del franquismo de Los girasoles ciegos (2008), o escritores como Almudena Grandes, que si en 1989 publicaba una transgresora novela erótica como Las edades de Lulú, en 2010, con Inés y la alegría, volvía a la Guerra Civil con una estética realista. Tanto Los girasoles ciegos como Inés y la alegría fueron relevantes éxitos en el mercado, pero eso no significó que la ideología de sus autores ganara, aparentemente, adeptos.
Todo esto podría hacer pensar, como se recordaría una y otra vez, que la sociedad española se había desideologizado, había dejado de lado las esperanzas depositadas en la Transición democrática y se había limitado a abrazar el creciente bienestar y la modernización del país. Esto, sin duda, podría ser cierto, pero probablemente lo que en realidad sucedió fue que el mercado de ideas funcionó, la mayoría seleccionó las más viables y más pragmáticas y fue abandonando el redentorismo de uno y otro bando, aunque con mucha frecuencia los partidos y los medios de comunicación apostaran por la fragmentación social y la radicalización de sus clientes. En una curiosa recuperación del mito romántico de la excepcionalidad de los artistas, se consideraría a éstos como un gremio a proteger, de cuya cercanía beneficiarse de vez en cuando, pero cuya fiabilidad política era escasa por su pasión por el exhibicionismo, su deseo de presentarse ante el público como más puros que los profesionales de la política y, al mismo tiempo, su incapacidad para comprender las verdaderas complejidades de la gestión de lo público. Esto, como ya he dicho, no reduciría su presencia mediática, y puede que hasta instara a los artistas-intelectuales a tratar de aumentarla a toda costa con la repetición de sus rituales culturales, pero sería estéril.
La exigencia genérica de más justicia y más diversión nacida en 1968, la teatralización de la reivindicación política, la conversión del capitalismo en un sistema que premiaba la rebeldía, el ascenso del artista como pensador mediático a medio camino entre el establishment y la contracultura, entre el Estado y el mercado… Todos los fenómenos culturales que se produjeron en el mundo de los sesenta en adelante se reprodujeron en España, aunque fuera años más tarde y con las singularidades propias de las circunstancias políticas del país. Si determinadas lecturas de la historia de España habían hecho hincapié en su excepcionalidad, en su rareza dentro del contexto europeo y hasta en su particular dramatismo, a mediados de los años noventa no sólo era ya un país homologable con las demás democracias, sino que su cultura, y las implicaciones políticas de esa cultura, estaban sometidas a los mismos procesos de integración y rebeldía, de radicalismo desde el interior del sistema. Prosiguiendo las guerras culturales nacidas también por esa misma época, la derecha reaccionaría airada a esta protección especial a lo que en ocasiones consideraba antisistema, pero llegada al poder repetiría el mismo modelo, sólo que cambiando ligeramente a los beneficiarios. La integración en el sistema era inevitable si uno no quería limitarse a predicar en un desierto. Tanto la izquierda como la derecha lo habían comprendido, aunque la primera siguiera gozando de una cómoda mayoría en el ámbito cultural, si bien cada vez más amenazada. Porque la derecha también había aprendido a hacer síntesis ideológicas. Muy al principio de la Transición, en 1977, 1978 y 1979, la editorial Planeta había concedido su premio de novela, el más popular de la época, a Jorge Semprún, Juan Marsé y Manuel Vázquez Montalbán, sucesivamente. El también autor de Planeta Fernando Vizcaíno Casas le recriminó a su propietario José Manuel Lara, reconocido hombre de derechas, que diera su premio a célebres comunistas: «Con los cincuenta millones del premio, seguro que dejan de ser comunistas», le respondió. No fue eso lo que les hizo dejar de ser comunistas, si es que todos ellos dejaron de serlo. Pero sí fue una muestra elocuente de que nuestro tiempo iba a ser de síntesis ideológicas, de peleas dentro del sistema, pero de afianzamiento del sistema a fin de cuentas. Es decir, una democracia.