La contracultura burguesa y la tradición de rebelarse
«Se trata de una élite que ha sido educada para oponerse a las élites. Son bienestantes, pero se oponen al materialismo. […] Por instinto, se enfrentan al poder, pero en cierta medida se dan cuenta de que se han convertido en un nuevo poder.»27 Ésta era la caracterización que David Brooks hacía, en su libro del año 2000 Bobos en el paraíso, de los privilegiados surgidos de la revolución cultural de los sesenta y su papel en la sociedad actual. Son mayores que los jóvenes que se están peleando con la policía en las calles para conseguir un mundo mejor; de hecho, han sido sus maestros y comparten con ellos muchísimas cosas —por encima de todo, la experiencia de una juventud rebelde—, pero ahora ya están en otro mundo, el mundo adulto en el que la utopía es imposible y sólo queda negociar con la realidad: «Se debaten en la disyuntiva entre la igualdad y el privilegio (“Creo en las escuelas públicas, pero un colegio privado es lo mejor para mis hijos”), entre la comodidad y la responsabilidad social (“Estos pañales de usar y tirar son un increíble desperdicio de recusos, pero son muy fáciles de utilizar”), entre la rebelión y la convención (“Sé que me drogué mucho en el instituto, pero a mis hijos les inculco que digan que no”)». Naturalmente, quienes han conseguido vivir así son sólo el pequeño grupo de revoltosos juveniles que supieron interpretar las reglas de la nueva democracia de mercado y tuvieron el talento necesario para medrar en ella. Son muchos más los que no han sabido hacerlo y se han convertido en fracasos ideológicos, o los que sólo lo hicieron a medias y se instalaron en realidades —un puesto vitalicio de profesor de instituto, un pequeño cargo sindical o político, una modesta carrera profesional o artística— desde las que siguen peleando por un mundo nuevo, más justo, a partir de la relativa comodidad de su presente maduro. Pero, en cualquier caso, como señala Brooks, su experiencia y su manera de vivir borran por completo unas líneas divisorias claras: las que hasta los años sesenta habían separado la vida burguesa de la vida rebelde.
El mundo a principios del siglo XXI es una mezcla asombrosa de estética rebelde y ortodoxia económica, de discurso revoltoso y adoración del confort material. Y a consecuencia de ello, prosigue Brooks, los individuos más afortunados de ese mundo afortunado, especialmente si son de izquierdas, sienten una tensión entre su «éxito material» y su «virtud interior». No es que duden de la legitimidad con que han conseguido lo que tienen —a fin de cuentas, en muchos casos, es fruto de logros políticos como la educación pública o con becas, la progresiva no discriminación por sexos, la meritocracia, o en España, simplemente, la democracia—, pero aun así hay una cierta brecha entre sus aspiraciones a un mundo más radicalmente igualitario y su satisfacción personal con el bienestar que les ha sido concedido. Naturalmente, hay centenares de causas justas por las que seguir luchando, centenares de motivos por los que vale la pena organizarse políticamente y protestar. Pero la mayoría de estos viejos soixante-huitards ya no pueden salir a la calle —excepto, quizá, en ocasiones especialmente clamorosas— para gritar y correr ante la policía, aunque por supuesto algunos siguen haciéndolo. Su expresión del disenso se produce mediante el voto, pero también mediante decisiones de consumo en general y de cultura en particular. Sin duda, a su modo de ver, esos muchachos que se manifiestan ante las grandes instituciones económicas y políticas tienen mucha razón, y hasta es posible que a los viejos revolucionarios les dé cierta envidia no poder estar en su lugar armando una buena protesta. Pero ahora su papel es otro. Quizá compran café del comercio justo, optan por un coche poco contaminante, le hacen un contrato a la chica inmigrante que les ayuda con los niños, donan una parte de sus merecidos ingresos a una ONG, firman manifiestos o escriben airados artículos.
Es muy probable que buena parte de estas pequeñas acciones cotidianas sean más efectivas para la creación de un mundo acorde con sus ideas que todas las protestas, performances y sentadas que puedan hacer los jóvenes y que ellos mismos hicieron. Pero carece de épica. Es cualquier cosa menos un espectáculo. Sin duda, los medios de comunicación se hacen eco de esta nueva forma de intervención política, pero aunque eso sea un síntoma visible de su éxito, significa también que su lucha contra el sistema es, en cierta medida, el sistema. El sexo, el rock y las drogas son omnipresentes. En cualquier centro comercial puede encontrarse ahora un Starbucks con sus productos certificados ecológicamente y producidos respetando los derechos laborales de los trabajadores del mundo en desarrollo; cadenas de ropa y mobiliario que ofrecen productos «étnicos» a precios baratos; o tiendas con incienso, alimentos orientales o bisutería latinoamericana. Las librerías están llenas de volúmenes publicados por multinacionales en los que se explica cómo triunfar en los negocios siguiendo la doctrina budista o cómo tener una vida sexual plena al mismo tiempo que se sigue una exigente carrera laboral como ejecutiva. Y los cines continúan proyectando películas repletas de estereotipos sexistas y bobas historias de amor perfecto, pero de vez en cuando una pequeña película independiente o un documental que explica las miserias del capitalismo tienen éxito de público. La contracultura goza de tanto predicamento que es un poco raro seguir llamándola contracultura. Más bien es, ahora, un pedazo importante de la cultura a secas. Sobre todo, la de los más ricos y mejor educados.
Sin embargo, la dinámica política y cultural iniciada en los años sesenta parece exigir que los detractores del sistema —de todo él o de sus aspectos más ostensiblemente injustos— vivan, al menos en su retórica, en una prolongación del apocalipsis decretado entonces, en una suerte de perpetua revolución. En parte es un síntoma admirable de que el principal motor del capitalismo, la rebeldía y la inventiva que de ella surge, sigue en marcha, innovando en productos y modos de vida. Pero al mismo tiempo, esa constante sensación de inminencia de una bancarrota del mundo conocido, la persistente intuición de que un orden nuevo y radical está a la vuelta de la esquina, convierte las modas culturales y las posiciones políticas en una especie de revival constante. Las protestas teatrales que se suceden una y otra vez parecen más un ritual celebratorio del hecho mismo de protestar que una propuesta de programa para el mundo futuro. Por lo general, siguen fracasando, pero eso no convence a nadie de que haya que desistir de ese camino. Los vencedores del fracaso de los sesenta se han convertido en algo muy parecido a los burgueses de toda la vida, y hacen política decidiendo a qué causas deben apoyar con su dinero o su voto, pero al mismo tiempo, al menos los que no experimentaron una conversión radical, siguen teniendo su corazón, aunque sea desde la cómoda distancia adulta, con la rebelión mediática. Porque a estas alturas ya es inconcebible que los jóvenes no se rebelen. Juventud y rebeldía son una misma cosa. Los padres aplauden al ver a sus hijos repetir lo que ellos mismos intentaron décadas antes. Y es que, en un nuevo giro debido al triunfo de la contracultura, la rebeldía se ha convertido en una tradición.
Todo esto, sin embargo, no quiere decir que no exista una grieta generacional. Porque sí existe y está basada en un hecho incontrovertible: la generación de los sesenta creció en un mundo próspero, consiguió además hacerlo libre, llegó al poder político, económico y cultural relativamente pronto y, además, ha permanecido en él mucho, mucho tiempo. Tanto, que el mundo está ya diseñado a su medida: ellos han vivido con los mejores contratos laborales, con un sistema de sanidad pública sólido, con unas pensiones de jubilación aceptables. Sin embargo, el mundo que legan a sus hijos y a sus nietos va a ser muy distinto y no necesariamente mejor. Seguramente seguirá siendo libre, pero también es probable que sea mucho menos optimista, mucho menos próspero, con muchas menos oportunidades y con un Estado encogido y un serio riesgo medioambiental. Esta generación —mi generación— puede estar agradecida a los baby boomers occidentales por muchas razones que van de la libertad sexual a una inmensa variedad de opciones culturales, pero puede también sentir, legítimamente, que sus padres o abuelos se guardaron para sí el mejor de los mundos posibles y se olvidaron de dejarlo en un estado presentable para cuando llegara la hora del relevo. Un relevo que por lo demás, como decía, se ha postergado enormemente.
Esto se debe en parte a razones demográficas y biológicas: la generación de los sesenta era muy grande y, felizmente, está viviendo muchos años. También hay razones de naturaleza cultural: la revolución de los sesenta —o, en España, la de los jóvenes que ocuparon el poder desde principios de los ochenta— fue tan exitosa que parece normal que sus autores hayan pilotado durante años el mundo por ellos creado. Pero también resulta ineludible preguntarse por cómo las generaciones que les han seguido han manejado su legado.Y en ese sentido es posible pensar que la insistencia en repetir su arco vital ha sido paralizante. Volver a rebelarse en las calles, volver a convertir la provocación en un arma liberadora, volver a creer en las posibilidades transformadoras de la vanguardia artística, volver a buscar en otras culturas respuestas a las preguntas planteadas por la nuestra, y creer que después de eso vendría un mundo nuevo y más justo ha sido una estrategia ineficaz. No porque no sea natural y en cierta medida hasta buena y liberadora en sí misma; puede que sea incluso una constante histórica que por alguna razón creemos que se ha acentuado ahora. Pero en cualquier caso, eso no impide ver un rasgo, muy singular y muy llamativo, en la nueva cultura juvenil: ha vuelto la mirada al pasado; no para conocerlo y aprender de él, sino para envidiarlo y querer volver a él. Los jóvenes de los sesenta se divirtieron tanto, consiguieron tanto, y luego tuvieron tantas comodidades, que no hay futuro mejor que volver a repetir su experiencia. Lamentablemente, eso no es posible, pero nos conformamos con regresar a las modas que eran transgresoras antes, a formas de organización política que eran novedosas antes, y a suplicar a los gobiernos que nos permitan volver a la comodidad material y las posibilidades de hacer carrera de antes. Sin duda, internet abre una puerta a un futuro nuevo y mejor, y es posible que algo de eso consiga, pero como ya he dicho, creo que las esperanzas redentoras que se están poniendo en esta tecnología son un exceso que en realidad no hace más que copiar las esperanzas desmesuradas puestas en el pasado en otros fetiches que se demostraron relevantes pero no trascendentales.
Con esto no quiero decir, ni mucho menos, que el mundo esté condenado a la parálisis o que sea imposible concebir otras formas de innovación cultural, económica o política que nos saquen del agujero en el que parecemos sumidos actualmente. Al contrario. Seguirán las luchas culturales implacables entre los nuevos rebeldes y los partidarios del orden antiguo; la derecha y la izquierda se culparán mutuamente de los males del mundo mientras copian las tácticas exitosas del adversario; el poder siempre requerirá mecanismos de control externos que limiten su tendencia a la ineficiencia y el abuso, y el arte seguirá representando de formas novedosas aspectos del ser humano que serán liberadores para unos e incómodos para otros. Pero habrá que encontrar, en este nuevo mundo cuya puerta estamos empezando a abrir, formas de posicionarse que no sean una mera repetición inconsciente de las proezas del pasado. Si la generación de los sesenta cambió el mundo, y la de los ochenta España, es necesario revisar su inmensa inventiva, su osadía y su transgresión para ver cómo lo hicieron, pero no para imitarles, como creo que hemos hecho hasta ahora de una manera mecánica. No tengo ninguna duda de que, en general, el mundo es mucho mejor hoy que antes de que esos revoltosos se lanzaran a las calles, singularmente en los países que eran entonces dictaduras, y cuyos resistentes fueron los verdaderos héroes de los sesenta. Pero si queremos volver a renovar este mundo, tendremos que encontrar otras formas, quizá menos ruidosas, seguramente menos utópicas, pero sin duda más acordes con nuestro tiempo y sus nuevas realidades.
David Brooks reconocía en Bobos en el paraíso que, pese a sus críticas a esa generación de rebeldes que se habían aclimatado a su manera al capitalismo, también él era un bobo, un burgués bohemio. Con todas las diferencias de edad, cultura y dinero, también puedo decir que muchos de quienes me rodean y yo mismo somos beneficiarios de esta sucesión de revoluciones divertidas que se han producido en las últimas décadas. Sin duda, como quizá habrá quedado claro, no comparto muchos de sus rasgos. Y creo que ha sido la aburrida política oficial, con su desfile de hombres y mujeres poco imaginativos y rutinarios, la que nos ha dado algunas de las mejores cosas que tenemos hoy. Como Robert Hughes, creo que lo que él llamó la «cultura de la queja», esa tendencia a la polarización cultural, al maximalismo y a la provocación frívola, ha lastrado el debate público y ha convertido las democracias en espectáculos obsesivamente mediáticos y, muchas veces, inanes.
Pero espectáculo o no, lo cierto es que la democracia se ha asentado y es cada vez más popular en la mayor parte del planeta. En España, no parece posible una vuelta atrás, y aunque esto no sea decir mucho, no es poco vista nuestra historia. Que el sistema haya sido capaz de abrirse hasta el punto de que sus contrarios puedan participar del juego con sus propias ideas y sus propias tácticas es un gran logro que ni siquiera en tiempos como los nuestros debe olvidarse. De hecho, las cosas que más nos molestan de la vida política actual, como la crispación, el sectarismo cultural y el sacrificio de las ideas en el altar de la popularidad, y el hecho de que se lleven a cabo —aunque nunca se resuelvan— mediante la discusión y la ofensa verbal, y no mediante la agresión física y la violencia, son a su modo un triunfo de la democracia.
Naturalmente, no todo esto es mérito de lo que he llamado aquí la revolución divertida. Pero la idea misma de que las revoluciones ya no sean de carácter político sino cultural, y de que no sean resueltas mediante la violencia sino a través del mercado, es uno de los mayores logros de las últimas décadas. Para los instigadores de las revueltas, sin duda, tiene un precio elevado: como hemos visto, nunca triunfan del todo, aunque sí pueden imponerse parcialmente y cambiar el mundo por medio de la persuasión y no por el atajo de la toma del poder. Y sin duda, en ocasiones, pueden fracasar estrepitosamente, porque por su misma naturaleza, estos movimientos son minoritarios y exclusivos, y sólo en determinados casos consiguen abrirse a la mayoría aunque sea en versiones aparentemente poco fieles a la fórmula originaria.
Sea como sea, Occidente es hoy, en parte, el legado de todo lo que aquí cuento. Podríamos habernos ahorrado enormes cantidades de energía malgastadas en actos inútiles o puramente autocomplacientes, podríamos haber tratado de ser más efectivos y menos teatrales, podríamos, en definitiva, haber atendido más a los hechos y menos a los sueños. Pero éstas son nuestra cultura y nuestra política, y a fin de cuentas vivir en una democracia esencialmente mediática implica convivir también con todo eso y, cuando toca, aceptarlo o enfrentarlo mediante la razón. En cualquier caso, la revolución pendiente, la verdadera, la que invocan quienes cíclicamente se hartan de vivir como lo hacemos y deciden rebelarse, continuará siendo, con toda probabilidad, un hermoso mito que continuaremos postergando indefinidamente. Pero mientras tanto seguiremos divirtiéndonos, haciendo síntesis ideológicas aparentemente incoherentes y luchando por tratar de vencer en todas y cada una de las guerras culturales. Y de sobrevivir como individuos y como sociedad.