Muchas de las cosas que sucedieron en los años sesenta siguen teniendo hoy una asombrosa influencia cultural y política. Fue entonces cuando se inventaron el pop, el feminismo, el sincretismo religioso, la lucha por los derechos civiles, el pacifismo, los políticos obsesionados con la imagen, la juventud como clase, la droga como liberación y, en buena medida, las relaciones sexuales, que, a decir de Philip Larkin, aparecieron exactamente en 1963, poco antes que el primer disco de los Beatles. Sin duda, todo esto ya existía antes de formas más o menos distintas, pero hasta entonces jamás había alcanzado una centralidad tan abrumadora, probablemente porque nunca antes había podido salir por televisión. Con todo, lo más asombroso de los años sesenta es que ni siquiera todos ellos tuvieron lugar en los años sesenta, sino bastante más tarde. En muchos sentidos, los sesenta duran hasta hoy.
Naturalmente, fue en los sesenta cuando la música de masas se convirtió en un asunto político, al igual que lo hizo el sexo, en buena medida gracias a la difusión masiva de la píldora anticonceptiva a partir de 1960; cuando muchos jóvenes occidentales se organizaron para mostrar su desdén por el capitalismo de las grandes empresas y se dejaron seducir por el orientalismo o por otras filosofías que prometían un mundo nuevo y diferente, mientras que otros, en la Europa del Este, trataban de acabar con el comunismo. Sin embargo, el fenómeno más perdurable de los sesenta, fruto de la suma de todas esas cosas y muchas más, fue su descubrimiento de una nueva forma de rebelarse contra el sistema. Y es que, aunque esas expresiones de rebelión tuvieran un contenido explícitamente político, no eran una repetición de las revoluciones de toda la vida. Estas revueltas eran casi siempre pacíficas, y sus integrantes no sólo no estaban interesados en el poder, sino que despreciaban, al menos por el momento, toda idea de poder. Detestaban la política formal, aspiraban a una libertad sin apenas más límites que la conciencia, y articulaban todo eso, en gran medida, en canciones, libros, películas o espectáculos reivindicativos. Nada de esto, por supuesto, era una novedad en la historia de Occidente, pero lo que lo cambió todo fue que esa explosión de libertad coincidió con la explosión de los medios de comunicación de masas y fue, en buena medida, fruto de ella.
Si he dicho que los sesenta duran hasta hoy es porque el sistema de relaciones culturales que se estableció entonces es el medio en el que vivimos ahora. La libertad sexual, el pop, los intelectuales mediáticos, la mezcla aparentemente incoherente de ideologías, la informalidad en las relaciones laborales, las nuevas formas familiares, el prestigio de la juventud, la reducción de la política al eslogan… Todo esto, con lo que hoy convivimos con normalidad, no es más que el fruto perdurable de la revolución cultural de los años sesenta. Pero por encima de todo, una figura domina nuestra cultura desde entonces: la figura del rebelde, del que se opone al sistema y aunque no consiga doblegarlo, de alguna forma lo adapta a su imagen y semejanza.
Sin embargo, no es fácil comprender la pervivencia de este clima cultural y del prestigio que el revoltoso mantiene incluso en sociedades perfectamente acomodadas al capitalismo. Porque, pese a todo lo que acabo de decir, no está claro si los movimientos de los sesenta —los hippies, los yippies, los soixante-huitards y la contracultura en general— triunfaron o no. Es cierto que en el plano cultural su victoria fue total y que hoy la cultura de masas no puede entenderse sin lo que sucedió en esos años; también es indudable que eso mismo influyó en la política y que hoy las democracias son tan hijas de Montesquieu como de la cultura pop. Pero lo cierto es que en el deseo último de las revueltas de los sesenta, el de reformar por completo los sistemas que regían sus sociedades, fracasaron estrepitosamente. La paradoja es que tras ese fracaso indiscutible, muchos de los hombres —y, en menor medida, de las mujeres— que participaron en ese movimiento tuvieron unas carreras fulgurantes y una influencia como quizá ningún perdedor la había tenido jamás. Los revolucionarios que acabaron rindiéndose ante la fortaleza del capitalismo llegaron a dominarlo.
Así pues, aunque las sociedades democráticas siguieron siendo tras los sesenta sociedades democráticas —lamentablemente, las que no lo eran tardarían aún un tiempo en serlo—, a quienes se opusieron a esa forma política que acabaría siendo hegemónica les fue admirablemente bien. Los que quizá se habían enfrentado al parlamentarismo burgués acabaron siendo parlamentarios burgueses; los que querían dar la universidad a los estudiantes consiguieron una cátedra; los que habían detestado al empresario explotador, al fundar sus empresas, parecían olvidarlo; los que habían desdeñado la cultura mayoritaria desde hacía años formaban parte de ella. Su revolución había sido inequívocamente divertida en su reivindicación del hedonismo, y fue asimismo cómoda su adaptación al capitalismo al que se habían opuesto y que a partir de entonces, en cierto modo, liderarían. Porque lo que lograron no fue subvertir el sistema, sino fortalecerlo con un vigor extraordinario y al mismo tiempo transformarlo: si hasta entonces la imagen que teníamos del capitalista era la de un hombre de mediana edad cristiano con traje caro, a partir de los sesenta es casi más común que se trate de una estrella del rock o un adolescente con acné que programa en su ordenador. Y eso fue, aunque no de una manera inmediata y evidente, lo que consiguieron las revueltas de los sesenta: demostrar que la esencia del capitalismo no era el conformismo, sino la rebeldía; que no había sistema más revolucionario, que aprovechara más creativamente la destrucción, que el capitalista, y que había que aprovechar los inmensos espacios que dejaba para la liberación (y el confort) personal. No habían logrado lo que querían, pero lo que obtuvieron a cambio no estaba nada mal.
La revolución divertida trata de este asunto, el de las revoluciones de los años sesenta, y de cómo algunos de sus participantes siguen ocupando el escenario central de la vida pública después de ver cómo sus ideas eran parcialmente derrotadas. Pero también habla extensamente del modo en que su trayectoria se ha convertido en el modelo a seguir para las generaciones siguientes, en una muestra más de la pervivencia de lo inventado entonces. Aunque los tiempos, sin duda, han cambiado, sigue pareciendo que, si uno quiere ser algo en la vida cultural, debe seguir el arco vital que ellos trazaron: primero ser un pensador vanguardista, luego un rebelde político, después un integrado revoltoso y, al fin, un hombre del sistema. Sucede que ahora eso ya sólo puede repetirse en forma de simulacro. Pero, como trataré de explicar, en ésas seguimos. En buena medida, sin duda, por la figura del intelectual y su papel en la sociedad que se forjó entonces.
Cabe decir también que La revolución divertida, aunque trata de un fenómeno que es básicamente occidental, habla algo de España, y eso hace que las cosas se compliquen. La historia no es una línea recta trazada por Dios o por Marx, y el hecho de que algunas sociedades se aparten temporalmente de un hipotético plan de eterno progreso —con una dictadura católica, por ejemplo— no es una aberración histórica, sino el producto de la voluntad de los hombres, o al menos de los hombres poderosos. Pese a ello, es seductor pensar que España se incorporó a la historia, tras una larga separación iniciada en 1936, en 1975, con la muerte de Franco; o en 1978, con una Constitución democrática; o hasta en 1982, cuando llegó al poder no sólo la izquierda, sino la generación de los sesenta, mucho antes que en otras partes del mundo. En cualquier caso, esa llegada al poder fue considerada como un gran triunfo de la reconciliación y de la juventud —y, vista con el tiempo, fue indudablemente benéfica—, pero también dio pie de una manera si cabe más acusada a lo que trato de explicar aquí: una gente perfectamente formada para ir a la contra, para resistirse heroicamente a lo existente, debía ahora gestionar el presente y mandar sobre él; quien se había opuesto al Todo, por decirlo con la expresión de Fernando Savater, ahora no sólo era parte de él, sino la cima de su pirámide.
Naturalmente, muchos creyeron que eso fue una simple traición. Desde que el PSOE certificara su alejamiento del marxismo en 1974, y aún más desde que gran parte de esa generación se fue alejando de la ortodoxia izquierdista, el debate en el interior de la izquierda —la oficial y la que quería seguir arraigada en la contracultura— dejó en buena medida de ser de ideas para convertirse en una pelea poco elegante entre los fieles a la vieja lucha, que acusaban a los conversos de haberse vendido al capital, y los conversos, que lanzaban a la cara de los fieles que vivían fuera del tiempo. Pese a los términos machacones en que se produciría y se sigue produciendo esta riña, se trata de un asunto serio que ha marcado nuestra democracia. Parece inevitable que toda persona de izquierdas que guste del poder —no sólo político, sino también periodístico, editorial o artístico— tenga que responder en un momento u otro de su vida a la pregunta de cómo conjuga sus ideas políticas radicales con su confort personal.
Pero todo el mundo tiene que responder también a otra: ¿qué le parece lo que sucedió en los sesenta? Naturalmente, esto nunca se formula así, pero está implícito en toda posición política. Cuando Obama concurría en las primarias para ser candidato presidencial del Partido Demócrata en 2007, Andrew Sullivan señaló hasta qué punto sus oponentes, primero Hillary Clinton y más tarde John McCain, seguían anclados en el melón abierto en los sesenta por ellos mismos o gente de su misma edad y trayectoria: si estaban a favor o en contra de la libertad sexual, el aborto, Vietnam, el consumo de drogas. Desde Nixon —que inició su mandato en 1969, y tras el que vendrían nada menos que Ford, Carter, Reagan, Bush, Clinton y Bush hijo, además del propio Obama—, el debate ha seguido siendo el mismo: el de la guerra cultural iniciada en los sesenta, que creó un cisma ideológico entre dos mitades casi simétricas de la población estadounidense, con la Nueva Izquierda no marxista a un lado y el inminente neoconservadurismo al otro. Paradójicamente, con todo, ha sido también un espacio en el que se han creado muchísimos más consensos de los que suelen creerse. Obama, nacido en 1961, respondió a la pregunta con enorme sensatez: «Yo era demasiado joven para el período de formación que fueron los sesenta: los derechos civiles, la revolución sexual, la guerra de Vietnam. No me enteré de nada de eso». Y eso podía hacer creer, así lo señalaba Sullivan, que Obama sería el presidente que cerrara las heridas de la lucha cultural entre progresistas y conservadores iniciada en los sesenta. Ya no importa qué hiciste durante la guerra de Vietnam —o, en términos españoles, si te manifestaste en contra del franquismo o no— porque esa historia acabó, se ha producido un cambio generacional y hay que seguir estudiando esos tiempos para comprenderlos mejor y sacar lecciones, pero no hay que seguir viviendo en ellos. Sin embargo, no ha sido así y el debate sigue siendo el mismo: la raza, el sexo, la guerra en Estados Unidos. En nuestro caso, buena parte de la sociedad sigue con un pie puesto en la pulsión política de hace décadas: la Guerra Civil, el nacionalismo, la religión. Esto, sin duda, no tendría por qué ser grave —de esos asuntos se ha discutido desde que existe la sociedad—, pero es indicativo de algo que sigamos peleando por esas cosas en un lenguaje que tiene medio siglo de antigüedad.
Esto tiene una consecuencia inmediata: nuestro tiempo nos parece más pobre, menos emocionante, que ese pasado. Se lo parece a los casi ancianos que lo vivieron y a los jóvenes que no, pero que insisten en revivirlo. Existía entonces el sueño de crear un sistema distinto, de tener una vida radicalmente mejor, de hallar mayor placer en la tierra, y sin embargo hoy, incluso en mitad de una crisis histórica, el capitalismo no tiene ninguna alternativa creíble. Hoy, el político más radical es simplemente un reformista, y el intelectual más revolucionario —sea de derechas o de izquierdas— suele ser un lunático encerrado con el solo juguete de sus ideas. Pese a ello, el encanto de esa época es tal que en cierta medida no hemos acabado de abandonarla y, en cualquier caso, no hacemos más que repetirla. Seguimos rebelándonos no sólo porque las circunstancias puedan ser injustas, sino porque hemos aprendido que rebelarse puede ser una forma de vida atractiva. Vivimos en un raro cruce de nostalgia y pragmatismo.