SARITA ESTABA CANSADA. HABÍA ESTADO ESCUCHANDO los discursos de más de una docena de activistas estudiantes en el campus de la universidad. Miguel había sido el penúltimo en hablar, y era digno de ver, convenciendo a la multitud sobre tal o cual causa; pero ahora estaba cansada y no sabía si aquello la ayudaría a recuperarlo. Se quitó una de las zapatillas y se frotó con suavidad el pie hinchado. Sabía que sería una noche larga, pero no podía durar para siempre. Sus nietos ya estarían dormidos, sus padres seguirían tocando el tambor a la luz de las velas, seguirían viendo a la Madre Sarita mientras ella estaba en trance y continuaba con aquel viaje tan especial. Aquello era duro también para ellos.
—Sé que era un buen orador en la universidad, Lala —le comentó a la mujer que guiaba su expedición—, pero este no es un día tan especial en su vida… y mi hijo tampoco lo consideraría memorable.
Sarita se movía con inquietud, se sentía incómoda en aquel entorno, recordando las cosas que hacía tiempo había olvidado. Escapar a la noche de la masacre de Tlatelolco, eso sí que fue memorable, pensó para sus adentros. Miguel y sus hermanos, estudiantes en la Universidad Nacional Autónoma de México, habían viajado a casa aquella semana y, por suerte, no estaban en el barrio de Tlatelolco cuando los militares abrieron fuego sobre miles de estudiantes y transeúntes durante un discurso pacífico contra las políticas del Gobierno. La matanza había continuado durante la noche y había terminado con la trágica pérdida de muchos de los amigos cercanos y profesores de sus hijos. Sí, era importante recordar a los jóvenes y vitales que habían sido asesinados, cuya promesa nunca se cumpliría; y era importante agradecer la vida de aquellos que habían evitado el horror de la masacre. Aquella no fue la única vez que la muerte había acechado a su hijo pequeño. No, la muerte y él se encontrarían cara a cara y se separarían como amigos desconfiados muchas más veces.
—Desde luego, era muy joven —convino Lala—, pero ya ves lo persuasivo que podía ser, incluso en su primer año en la escuela de medicina. Se le daba bien la palabra hablada. Tenía carisma. Como podemos ver, reunía a sus compañeros. Con una personalidad tan fuerte, podría haber influido a una nación entera.
Sarita asintió al recordar la intensidad con que los agentes del Gobierno habían intentado persuadir a su hijo en aquella época. Su hermano Carlos le había advertido de los peligros de la política, y Miguel no había tardado en comprender que entrar a formar parte de ese tipo de vida comprometería su libertad personal.
—Debo encontrar otra vez a don Leonardo —suspiró la anciana mientras se masajeaba el otro pie—. Él sabrá qué es importante en esta búsqueda.
—Los hombres saben cosas sobre hombres, supongo —murmuró la pelirroja—. Es probable que esté observando a parejas en la cama.
—¿Otra vez con eso? —exclamó Sarita. Parecía que los jóvenes estaban excesivamente orgullosos de sus encuentros sexuales, como si pensaran que ellos hubieran inventado la cosa. Se imaginó a Miguel como había sido entonces, joven y apasionado. Pensó en María, su esposa, y en sus preciosos hijos. Por supuesto, el sexo ofrecía grandes recompensas; satisfacción física y los placeres de la paternidad. Nada nos conmueve más que el matrimonio, más que el nacimiento… más que la muerte.
Sarita levantó la cabeza con la zapatilla en la mano.
—La muerte —dijo poniéndose pálida. Apartó la mirada del parque, de la gente, y vio algo en lo que no se había fijado hasta entonces. A lo lejos, un joven conducía un coche destartalado, abriéndose paso muy despacio entre la multitud de estudiantes, como si buscara a alguien.
—Memín —susurró, y le vino a la cabeza el recuerdo de otro hijo… y entonces se desmayó.
Sarita —la llamó Miguel suavemente—. Madre, ¿estás ahí? ¿Sarita?
Desde las profundidades de un sueño, Sarita fue consciente de su presencia. Con los ojos cerrados y la cabeza entrando y saliendo de diferentes mundos, lo tranquilizó en silencio. Se lo imaginó sentado en su árbol con la Tierra resplandeciente a sus espaldas; lo imaginó riéndose de ella mientras continuaba la locura. No podría traerlo de vuelta en contra de su voluntad, y tampoco podría dejar de tratarlo. Había invertido demasiado, había implicado a demasiados. Se entregó al dolor asfixiante de una madre a punto de perder a otro valioso hijo. Sabía que Miguel estaba junto a ella, observándola. Él estaba allí y no estaba allí, igual que ella. Sentía su cercanía, su atención… pero ¡cuánto deseaba volver a abrazarlo! Movió los labios, aún sin hablar, y aun así las palabras tomaron forma y fueron oídas.
—Estoy aquí, hijo —susurró hacia lo desconocido—. Estoy contigo, en ti; y mis intenciones no se detendrán. Por vieja que sea, sigo teniendo fuerza. Por frágil que sea, venceré tu resistencia. Por valiente que seas tú, ganaré yo.
Sarita sintió un anhelo abrumador, deseó poder ver la cara de su hijo, sentir sus manos en las de ella. Sintió entonces su cercanía, porque él pareció responder a sus deseos, y se sintió más tranquila.
No siempre había sido así entre ellos, pensó mientras se adentraba más hacia el estado de ensueño. Hubo una época en la que lo único que ninguno de los dos podía soportar era estar separados. Le había parecido una época interminable y maravillosa, una época que comenzó en cuanto madre e hijo se reconocieron a sí mismos por primera vez en los ojos del otro. Desde sus primeros momentos juntos, quedaron unidos por una fuerza mayor que el amor. Mayor que el amor, sí. El amor era una palabra corrupta por el mal uso y por los deseos egoístas. Era un regalo precioso mancillado por las condiciones. Con el tiempo, el símbolo del amor fue apretando con fuerza el corazón humano, igual que una leona apretaba a su presa. Era cierto que su vínculo era mayor que el amor, y mucho mayor que el terror que en ocasiones corrió como un chacal tras el amor.
Desde el momento de la llegada de su hijo, comenzó a cantarle, y desde ese momento fueron como un solo ser. Mientras Sarita luchaba ahora por aferrarse a ese vínculo entre ellos, recordó a su hijo desnudo entre sus brazos, aún con los residuos sangrientos de su viaje desde el vientre materno. Tenía la cara apretada contra su pecho húmedo y acariciaba su pezón con la lengua mientras se relajaba con la esencia de su madre y respiraba al ritmo del corazón de ella. La sensación le produjo un gran consuelo. Se entregó al silencio primario y se maravilló al ver sus ojos inocentes. Con las yemas de los dedos recorrió la curva de su carita y el contorno de sus brazos y de sus piernas. Le acarició la piel suave y anfibia, y se maravilló al sentir la frágil calidez de su cuerpo.
—Sí —susurró en voz alta mientras soñaba—. Lloré lágrimas de felicidad al poder ver por fin al hijo que había evocado con un deseo… y que había escondido en mí como un secreto. Tú, mi joya, habías llegado, y con tu llegada me liberé de todo dolor y de toda preocupación. Desde aquel momento, disfrutamos el uno en brazos del otro y nunca dudamos de que la alegría durara siempre.
La duda llegó, por supuesto. Llegó más tarde, y vino muchas veces más a lo largo de los años, a medida que el vínculo que otrora fuera tan fuerte comenzaba a rasgarse. Vino el día que Memín murió. Era el hijo más pequeño de su primer matrimonio. Él era su tesoro, y el símbolo de heroísmo para sus hermanos pequeños. Aquel día tan doloroso precedió a muchos más y, al terminar, su hijo pequeño y ella habían cambiado para siempre. Al terminar, Miguel había empezado a ver a la humanidad como realmente era.
¡Qué pues! ¿Qué le hiciste a mi hija? —preguntó don Leonardo. El campus de la universidad había desaparecido. Sarita estaba tumbada en el césped dentro de un cementerio, con su bolsa aferrada contra el pecho y un pie descalzo expuesto al sol. Apenas estaba consciente, oía ruido, pero era incapaz de encontrarle significado.
Mientras permanecía en el umbral del sueño, los coches se detenían en la cuneta. La gente fue reuniéndose junto a un elegante olmo, todos iban vestidos de negro. Intercambiaron saludos callados y algunas lágrimas mientras se preparaban para enterrar a un ser querido.
Lala, que al parecer era ajena a la escena que acontecía a su alrededor, estaba arrodillada junto a Sarita, acariciándole su pelo cano y apretándole la mano.
—¡Yo no hice nada! —ladró con voz tensa por la preocupación. Lala estaba experimentando una extraña clase de miedo, sospechando que Sarita se había cansado demasiado para seguir con su causa. No podía permitir que eso pasara. No podían permitir que Miguel muriera. Su existencia era importante para todos ellos, pero pocos sabían lo importante que era para Lala.
—Bien, entonces —respondió el anciano—, ¿por qué yace como un águila aturdida, sin alas e insensible? —acababa de alcanzar a su hija y se reprendía a sí mismo por haberse marchado. Le preocupaba que su ausencia pudiera haber debilitado su determinación.
—¿Dónde estamos? —preguntó Lala, contemplando la multitud de dolientes—. ¿Qué acontecimiento es este?
—El funeral del hijo de Sara, Memín.
—¿Y el otro? ¿Dónde está ahora?
—Miguel está ahí, en este recuerdo en particular, de pie junto a su madre.
Lala escudriñó con la mirada entre la multitud hasta que lo divisó, un niño de once años de pie junto a su madre, mirándola a la cara mientras ella sollozaba desgarradoramente. Cuando otros parientes se acercaron a consolarla, ella se apartó de su hijo y cayó en los brazos de su marido. Al perder de vista a sus padres entre el gentío, Miguel se apartó con cuidado y observó la escena desde la sombra del olmo, donde sus hermanos mayores se habían reunido en silencio.
—Esto es malo —dijo su abuelo desde su puesto junto a Sarita—. Nadie atiende a los chicos. Sí, son casi adultos, salvo por Miguel, pero esto también es devastador para ellos. ¿Cómo es que descuidamos a los inocentes, a los no iniciados, en nuestro deseo egoísta por llorar la muerte?
—Ah, sí que están iniciados —respondió la pelirroja, frotándole ansiosa la muñeca a Sarita—. Ya memorizaron el guion de esta obra de teatro humana. Sobrevivirán, por supuesto, poniéndose sus disfraces y declamando sus diálogos bien ensayados hacia el anfiteatro, igual que todos los demás. A decir verdad, esto es lo que me genera entusiasmo sobre la raza humana. El drama consciente.
Don Leonardo la miró, asombrado.
—¿Consciente?
—Mira —dijo ella—. Se te da muy bien mirar.
Ambos se volvieron para observar al conjunto de dolientes. Todos se habían arremolinado en torno a la tumba; hombres, mujeres, niños pequeños y adolescentes desconcertados. Sara, la madre de luto, estaba en el centro. Se oía a un cura hablando, pero apenas se lo veía entre la multitud. Después, transcurridos unos minutos, hasta sus palabras dejaron de oírse, pues el grupo fue invadido por un llanto sobrecogedor e inquietante, un sonido que ahogó cualquier otro sonido. Procedente del suave gemido inicial de la pena de una mujer, se produjo un coro de gemidos que crecieron y crecieron hasta convertirse en un torrente de pena, el himno de mil madres desconsoladas. Por debajo de aquel estribillo rasgueaba el murmullo de los hombres, que intentaban consolar. El ruido se alzó hacia el cielo en círculos aleatorios, hasta que finalmente alcanzó un crescendo y se precipitó sobre la Tierra. Subía y bajaba, girando en espirales, precipitándose al vacío. En mitad de aquella furia, el cura gritó e invitó a los desconsolados a ofrecer regalos de despedida al finado; flores, notas, rosarios. Cuando los dolientes comenzaron con sus despedidas rituales, las voces lastimeras de fondo fueron apagándose. Los llantos se convirtieron en un gimoteo. Al fin la cacofonía dio paso al silencio, como una obra maestra musical que se pierde en las últimas ranuras del disco de un gramófono. El funeral había terminado y la multitud fue dispersándose por la ladera herbosa en pequeños hilos, cada uno avanzando hacia un coche.
A lo largo de aquella importante escena, el pequeño Miguel se había quedado junto al olmo al cual se había acercado antes para reunirse con sus hermanos. Después de que sus hermanos se acercaran al grupo que rodeaba la tumba, Miguel se quedó solo, observando y escuchando. Don Leonardo mantuvo su atención fija en el chico; siguió los patrones y las imágenes caprichosas que aparecían en la mente del joven. El niño estaba viendo el drama —la inmensa refriega de emociones que se desarrollaba ante sus ojos— sin entregarse a su hechizo. Mientras Leonardo soñaba con el chico, empezó a relajarse y a recordar, y sus labios dibujaron una sonrisa astuta que cruzó su cara y encontró refugio en sus ojos sabios.
La muerte de mi hermano mayor fue un acontecimiento devastador para mí y para toda mi familia. Él tenía diecinueve años y ya era marido y padre. Claro, seguía siendo un niño para muchos de los adultos a su alrededor, y desde luego a los ojos de su madre. Su muerte nos pilló por sorpresa, como sucede cuando se lleva a los jóvenes. Aunque, claro, los hombres jóvenes parecen cortejar a la muerte como amantes fervorosos. Memín conducía deprisa y con placer imprudente. A los diecinueve, los jóvenes son dioses; somos inmortales porque nosotros lo decimos. Dan igual los que se preocupan por nosotros, los que darían sus vidas por nosotros. Y aun así, a los diecinueve años Memín era ya cabeza de familia. Su esposa estaba embarazada de su segundo hijo. Ya había acumulado pesadas responsabilidades, aunque corría de cabeza hacia la madurez. Sin embargo, antes de alcanzarla murió al volante de su rápido coche. Su pequeña familia iba con él, y por suerte sobrevivió. En ese sentido, él siguió viviendo a través de sus hijos, pero la luz valiente y resplandeciente que era Memín se apagó para siempre.
Para cuando yo cumplí diecinueve años, también era demasiado arrogante para escuchar, y estaba demasiado lleno de vida como para respetar la cercanía de la muerte. En aquellos años imprudentes, bebía demasiado, festejaba demasiado, y al final acorralé al destino contra un muro de cemento en mi despreocupada insolencia. Habría perseguido al peligro hasta el punto de la muerte, como mi hermano mayor, si algo no me lo hubiera impedido. Pero algo me lo impidió, y viví para convertirme en un pequeño sabio. Viví para cumplir la promesa de sabiduría que la vida hace a todos los niños.
Esa sabiduría fue una parte esencial de mí cuando era muy pequeño y aún no la había perdido con los cambios hormonales de la adolescencia. A los once años, seguía siendo considerado. Puede que incluso fuera sabio. Tenía mis sueños y mis héroes. Igual que mis otros hermanos, veía a Memín como a un héroe de acción. Sin duda siempre estaba en acción; siempre estaba moviéndose, corriendo, riendo. Perseguía planes, objetivos, chicas, y dimos por hecho que nada podría impedirle alcanzarlo todo. ¿No era más rápido que el tiempo? ¿No era más veloz que el destino y más fuerte que la duda? ¿No era el tipo más genial que habíamos conocido? Después de su muerte, tardamos mucho tiempo en darnos cuenta de que Memín —hermano y figura de acción— ya no jugaría con nosotros.
Curiosamente, el regalo más duradero que me hizo a mí —el hermano pequeño que apenas formara parte de su vida—fue su funeral. Aquel día mis pensamientos infantiles se encaminaron hacia un tipo de sabiduría. De pie entre mis parientes, sentí como si tuviera dos familias: una estaba atrapada en la escena de una de las telenovelas de mi madre, en la que todos los personajes, interpretados por actores de diverso talento, sembraban el caos en sus vidas y en las de los demás. Puede que mi otra familia no existiera en absoluto, o puede que estuviera justo allí, viviendo conmigo. Podrían haber sido mi madre, mi padre y mis hermanos, hablándome bajo el ruido de sus palabras pronunciadas al azar.
Puede que aquel día hubiera una tercera familia conmigo; podría haber notado la presencia de mis antepasados. Los ancianos habían muerto, pero no habían muerto, y todos ellos eran más sabios que yo. Fuera cual fuese esa conexión, yo sentía que tenía compañía aquella mañana en la que enterramos a Memín. La presencia inexplicable de los ancianos se quedó conmigo durante todo el día, incluso cuando abandonamos el cementerio y nos fuimos a casa… y las amargas lágrimas de la familia se convirtieron en risa sin saber por qué.
Eso es. Como si alguien hubiera cambiado el canal de nuestra pequeña televisión en blanco y negro, el ánimo del grupo se aligeró milagrosamente cuando la puerta de entrada se abrió y las mujeres entraron en la casa para colocar fuentes de comida. De pronto yo estaba viendo un espectáculo muy diferente. En este, las mujeres chismorreaban, los niños jugaban y, tras unas cuantas cervezas, los hombres se turnaban para contar historias divertidas sobre mi difunto hermano.
Yo veía como la gente ponía caras de manera arbitraria y después las quitaba, siguiendo las indicaciones de los demás. Conmovidos por la pena en un instante, solo necesitaban un poco de aliento para quitarse las máscaras de la pena y comenzar de nuevo con un chiste y una sonrisa. Se seguían el ritmo los unos a los otros, reflejando sus respuestas, arqueando las cejas y moviendo los labios al oír las palabras que otro pronunciaba. Había mucha comida en las mesas y todos comieron bien aquella tarde, pero yo me di cuenta por primera vez de que a nadie le faltaba un bocado en el bufé emocional de la vida.
Y no todo era bueno. Con cada bocado de bizcochito tomaban dos dosis de veneno; dándose un banquete con el escándalo, compartiendo la desaprobación y extendiendo rumores. Inexplicablemente una mujer amable decía algo poco amable sobre otra persona. Un hombre adulto podía mostrarse simpático y empezar a pelearse al minuto siguiente, sin ninguna otra razón que una palabra en particular que alguien había pronunciado. Una palabra, una frase, una mirada, un movimiento de hombros, ¿qué más necesitaban? Yo había pasado años aprendiendo a comportarme así, sin darme cuenta de que me había convertido en un maestro del asunto. Ya me resultaba fácil a los once años. Era algo automático, pero, al observar a todas esas personas aquel día, sentí la sorpresa retorcida que acompaña a la conciencia súbita.
Las emociones parecían estar alimentando algo que yo no podía ver. Recorrían cada cuerpo humano sin ser vistas, provocando enfermedad y frenesí, pero ¿por qué razón? La tristeza, la rabia y la alegría no tenían nada de malo. Yo recordaba una época de mi infancia en la que las emociones recorrían mi cuerpo como las hadas del río; me tocaban, me cambiaban y se esfumaban sin dejar cicatriz. Sin embargo, aquellas personas tenían cicatrices que yo no podía ver y aún sentían el dolor. Parecía extraño que alguien se entregara a la pena simplemente porque la ocasión lo merecía. ¿Y un poco más tarde se mostrara jovial simplemente porque eran las tres en punto? ¿Les aterrorizaría la noche, se sentirían decepcionados a la hora de acostarse? No parecía haber ninguna lógica en aquel drama emocional; salvo que alguien, o algo, estuviera alimentándose de su poder.
Con el tiempo se me ocurrió una idea. Mientras escuchaba, y mientras observaba, me di cuenta de que las emociones normales se volvían intensas, incluso violentas, a medida que la gente se dejaba llevar por una historia u otra. Puede que fuera algo que estuvieran oyendo, o diciendo, o pensando, pero la historia los gobernaba a todos, y los cambiaba, convirtiéndolos en cazadores sedientos de sangre de una clase concreta. Los humanos que sentían estaban transformándose en criaturas que devoraban el sentimiento humano.
Yo empecé a jugar con emociones aleatorias, sintiéndolas en las yemas de los dedos, mientras la gente se movía por la casa aquel día. Sin hablar con nadie, practiqué alterando los ánimos y las atenciones. Sentado en el suelo, guiaba el flujo sutil de las energías emocionales por aquí y por allá, entendiendo cómo se hacía. Las personas reían, después lloraban un poco. Se enfrentaban unos a otros, después callaban. La corriente cesaba, comenzaba, entonces se movía más deprisa. Se corregía, creaba un nuevo patrón y los ánimos volvían a cambiar. Nadie prestaba atención al niño pequeño con los ojos cerrados, que veía algo que no podía verse, mientras con los dedos acariciaba el aire a su alrededor y su expresión seguía siendo curiosa, aunque serena.
Míralo. ¿Ves lo que está haciendo? —preguntó Sarita, sentada en una de las sillas de respaldo alto en la casa que había compartido con su marido e hijos mucho tiempo atrás. Era interesante encontrarse de mayor allí, ocupando su lugar habitual en la cabecera de la mesa, contemplando los cuencos de salsa y las fuentes de pollo. Dio un sorbo a su infusión de hierbas y sintió que recuperaría de nuevo la fuerza.
Aquella escena, en la que docenas de parientes llenaban la casa y se desperdigaban por el porche y la calle, era de sobra conocida. Seguía apasionándole celebrar reuniones familiares en su casa; cocinar, comer e intercambiar historias. Oyó a José Luis riéndose en el porche y se sintió profundamente reconfortada. Aquellos habían sido años maravillosos para los dos, cuando las hijas mayores ya se habían casado y estaban formando sus propias familias, y cuando nacieron los primeros nietos. La vida en aquel diminuto lugar le había parecido perfecta, al menos antes del accidente. Después de eso, le había parecido menos segura y menos incuestionable.
—Sí que veo lo que hace el chico —dijo don Leonardo—, pero no entiendo por qué lo hace —siguió tomando galletas de la bandeja de postres.
—Claro que lo entiendes —dijo ella señalando al chico, que seguía sentado en la alfombra del salón—. Tú y yo lo hacemos todo el tiempo. Está viendo cómo fluye la vida por la habitación como si fuera un riachuelo.
—No es normal, eso sí que lo sé. Quizá antes lo fuera, pero ahora no.
—Estuvo lejos de ser un día normal.
Sarita miró a su alrededor, conmovida al ver a tantos y tan queridos miembros de su familia. Había sobrinas y sobrinos, hijos y nietos; casi todos ya mayores, algunos fallecidos. Ella era uno de los pocos que quedaban de su generación, y aquellos que recordaban los viejos tiempos, y aun así tenía que admitir que resultaba difícil reconocer a algunas de las personas de aquella habitación. ¿Ella habría cambiado tanto como ellos?
Había un anciano sentado en el diván al otro extremo de la estancia con un plato equilibrado sobre su regazo. Iba vestido detalladamente con un traje tradicional mexicano compuesto por unos pantalones negros acampanados y una chaquetilla corta, ambos adornados con tachuelas de plata. Bajo la chaqueta llevaba una camisa con volantes, otrora blanca quizá, pero ahora ya amarilleaba. Un enorme sombrero yacía junto a él en el sofá, ajado por los años, sus borlas enredadas y manchadas. La piel del anciano parecía el pellejo de un búfalo tostado al sol, pero sus ojos brillaban como si tramaran algo.
—¿Ese es…? —comenzó ella, pero entonces se detuvo—. ¿Podría ser ese don Eziquio?
Don Leonardo le dirigió una mirada llena de inocencia y se dirigió hacia el tonel lleno de cerveza fría que lo esperaba en el porche. Sarita murmuró para sus adentros, se levantó de la mesa y atravesó la habitación lentamente, sin confiar aún mucho en su equilibrio. Se aproximó al anciano arrugado y se quedó de pie frente a él mientras este devoraba su comida y tarareaba tranquilamente con placer.
—Abuelo —le dijo abruptamente—. ¿Por qué estás aquí?
Aquella cara rugosa la miró sorprendida y sonrió al reconocerla.
—¡Sara! ¡Qué vieja te volviste! —exclamó mientras engullía unos frijoles—. Es para mí un honor responder a la llamada de mi desconcertado hijo. Resulta que necesita mi consejo y mi experiencia.
—¿Mi padre te llamó? ¿Sabes por qué?
—Una cuestión de vida o muerte, me dijo —explicó alegremente mientras arrancaba el último pedazo de carne de un hueso de pollo—. Y me prometió que habría mujeres.
—Es una cuestión de muerte… y de vida —dijo Sarita suavemente—. Nos encontramos en el funeral de mi querido hijo, Memín, hace ya mucho tiempo. Pero nuestro objetivo aquí es salvar a mi hijo pequeño, a quien puede que no recuerdes.
—¡Claro que lo recuerdo! —respondió él mientras se limpiaba los labios con una servilleta manchada—. ¡Miguel Ángel! Por esa razón estoy seguro de que habrá mujeres —observó a la multitud allí reunida—. ¿Quién es él?
—Está allí, en el suelo. En esta época acababa de cumplir once años.
—¿Once? ¿Nada más? Ah —murmuró consternado sin apenas mirar al muchacho—. Entonces tendremos que esperar un año o dos para ver a las chicas dispuestas y contemplar los placeres eufóricos. Bueno, no hay problema; tengo tiempo —regresó a su plato de pollo con frijoles y levantó la mirada brevemente cuando una mujer pasó por delante… una deslumbrante mujer pelirroja con unos ojos tan azules y tan profundos como los cenotes de su patria. La miró una vez, después otra, preguntándose dónde la habría visto antes. No, nunca la había visto, y sin embargo se conocían. Sí, se conocían.
Sarita lo dejó donde estaba, sin saber si su presencia mejoraría el viaje. Bueno, un antepasado era un antepasado, de modo que no se quejaría. En cualquier caso ya estaba harta de aquel recuerdo en particular. Deseaba acabar de una vez. Aquel día triste, que había sido una experiencia horrible para ella entonces, parecía más horrible aún al recordarlo. Comenzó a caminar hacia la cocina en busca de la mujer pelirroja. Tenían que hablar. Les quedaba una pequeña cantidad de tiempo y una bolsa de la compra aún más pequeña.
Con las prisas, Sarita no pudo ver a Lala mezclándose con la multitud, planteándose su siguiente paso y rodeando al chico sentado solo en el suelo. La pelirroja ya había visto a la anciana y, aunque le aliviaba ver que había recuperado la salud, estaba cansada de las molestas preguntas de Sarita, así que se volvió invisible entre los parientes y vecinos que abarrotaban la sala principal. Le gustaba estar allí. Le gustaba cuando la gente se reunía a fumar y hablar y extender el virus. Cualquier virus era transformacional. Cualquier virus podía cambiar la manera de funcionar de un organismo, pero aquel tipo de virus cambiaba el sueño humano. Era un virus nacido de la palabra, un virus que encendía el pensamiento y producía fiebre en el cuerpo humano. Era conocimiento, algo sin lo que su mundo no existiría. Sonrió tranquila sabiendo que ella vivía en ese mundo: un mundo construido a base de sílabas, sonidos y la fuerte argamasa de las creencias.
Su mundo tenía la misma apariencia que el universo físico, aunque algunos lo llamaban reflejo. Su símbolo también era un árbol, como el Árbol de la Vida —grandioso y con unas raíces hermosas y profundas—. Las raíces de la vida se extendían hasta el infinito y sus ramas respiraban la luz eterna; pero sus raíces bebían del manantial de la narración humana, y de sus ramas colgaban sus frutos. No había pensamiento, no había realidad sin ella, pensaba. Sin ella, solo habría bestias en el campo.
Sentía al Miguel adulto en la habitación, aunque no podía verlo. No estaba allí, donde se encontraba el niño, aprendiendo a seguir las fuerzas del sentimiento humano. Sin embargo, Miguel estaba cerca, observando y esperando el momento oportuno para aparecer. Si estaba allí, pensó que estaría observando a aquel muchacho. Estaría recordando y guardando ese recuerdo en la bolsa de la compra de su madre. Sabía que él no deseaba regresar al mundo que había abandonado, pero lo haría. Lo haría porque Sarita insistía. Lo haría porque un aprendiz sabio honrará al maestro, si no a la madre.
Lala se tumbó junto al joven de once años que había sido Miguel en otra época y lo miró a la cara. Ah… ¡esa cara! Y los ojos, que ocultaban una luz deslumbrante en algún lugar de su oscuridad. Aquellos eran los ojos del hombre que algún día sería, el hombre al que ella nunca había aprendido a resistirse.
—¿Sabes lo mucho que te deseé? —le susurró al muchacho—. ¿Puedes ver nuestro pasado y nuestro futuro, mi amor? ¿Puedes ver que bailaremos juntos durante mil generaciones más?
La expresión del chico no cambió. Sus ojos negros estaban fijos en cosas que nadie más en la habitación había advertido. Nadie salvo ella, claro. Lala suspiró, apoyó la cabeza en la alfombra y cerró los ojos. Estaba recordando la primera vez que acudiera a él… no solo en visiones y pensamientos, sino con la plenitud del cuerpo y el intelecto de una mujer. Había esperado a que él se aburriera, a que se cansara de la misma comida insípida. Había esperado a que estuviera preparado para el tipo de conocimiento que hacía entrar a los hombres en un frenesí. Solo entonces le había estrechado la mano y lo había guiado hacia el sueño ancestral de los toltecas.
Igual que a todo el mundo, a Lala le sorprendió que Miguel abandonara su consulta de medicina y la seguridad de sus libros. Se preocupó cuando regresó junto a Sarita —que era hechicera, por mucho que deseara llamarse de otra forma— y le pidió aprender sus habilidades. Durante aquellos años como aprendiz de Sarita, se volvió intuitivo y dejó de temer su propio poder. Estaba perdiendo el control sobre él. Lala deseaba que entendiera que los seres humanos están conectados por palabras, solo por palabras, y que reconociera la autoridad suprema de las ideas sobre los actos humanos. Se sentía obligada a ayudarlo a elevar la narración a su máximo esplendor, y eso fue lo que hizo.
Ah… Lala sabía ya hacia dónde los llevaría después de aquel viaje, y sonrió satisfecha. Debía ir a buscar a la anciana para poder reanudar la marcha, para poder presenciar el momento en el que Miguel vio por primera vez a la mujer que había inspirado su narración. Él había tenido miedo durante el encuentro, pues la reconocía de sus sueños cuando dormía. Aquel día deseaba por encima de todo huir de ella, pero se quedó. Se quedó y se enamoró. Sí, ahí era donde irían después.
Abrió los ojos y, al hacerlo, vio que el muchacho estaba mirándola fijamente.
—Nunca antes bailé con una chica, pero creo que pronto lo haré —miró a su alrededor y después volvió a fijarse en ella. La evaluó con la mirada y se sonrojó.
—Sí, pronto —susurró ella. Aquel estudiante novato, con sus ojos tiernos e inocentes, se convertiría algún día en el maestro. Era el momento para que Lala cambiase el sueño a su antojo. Era su oportunidad para manejar la corriente del recuerdo. Se aseguró a sí misma que nada era inevitable, y aquel baile estaba lejos de terminar.
Don Eziquio iba por su tercer plato de comida cuando Miguel Ruiz se sentó a su lado en el diván, con otro plato en la mano. Aún con la bata del hospital, parecía más fuera de lugar que nunca. Sin embargo había sido arrastrado a aquel momento y aquel lugar. Había visto a sus hermanos mayores hablando con algunos de sus primos en la entrada de guijarros, y sentía curiosidad por volver a verlos de niños; pero, sentado allí en el salón abarrotado de gente, podía verse a sí mismo de pequeño. Sonrió al ver al muchacho sentado allí, solo, y recordó la extraña sensación de sorpresa que había experimentado al ver el drama humano por primera vez. De niño envidiaba a los adultos, no solo por su conocimiento, sino por la manera espectacular en la que generaban el drama. El mundo adulto le había parecido una telenovela ambientada en un sanatorio mental, y él deseaba descubrir maneras de devolverle la cordura. Había buscado soluciones toda su vida y, a los cuarenta y nueve años, sentía que estaba logrando avanzar.
Vio a Lala tirada en el suelo junto al chico, observando, guiando sus pensamientos. ¿Trataría de seducirlo con una historia? ¿Con una revelación?
Con cualquier sentimiento intuitivo se produce la tentación de contar una historia… de pensar. Mientras el chico estaba allí sentado, siguiendo los rastros tangibles de vida, ella le ofrecería una historia sobre la vida. Sus historias parecerían nuevas, no como las que él había oído antes, y resultarían atractivas para el orgullo de un muchacho. Pasarían muchos años más hasta que Miguel, el hombre, pudiera apreciar cualquiera de sus historias como lo que eran.
Miguel apartó al fin la mirada del chico y hundió el tenedor en un plato lleno de comida. Ambos hombres se quedaron allí sentados, lado a lado, disfrutando de la comida casera en silencio. Ninguno de los dos se dirigió al otro. Al mirar por la ventana, Miguel vio a don Leonardo de pie en la calle, solo, con su traje color crema, que reflejaba la luz rosa del cielo al atardecer. Su abuelo parecía un ángel de alta cuna, esperando pacientemente a ver qué revelaciones le ofrecía el momento.
Al terminarse su tercer plato de comida, don Eziquio miró por fin al hombre sentado a su lado.
—Buenos días, señor —le dijo con solemnidad—. Veo que usted también tiene hambre.
—Mmm, sí. Desde hace semanas —respondió Miguel mientras masticaba.
—Yo desde hace décadas. ¡Creo que nunca nada me supo tan bien! —Eziquio se golpeó el muslo fuertemente con una mano retorcida, lo que provocó que una nube de polvo se esparciera por el aire. El polvo se disipó deprisa al abrirse una puerta, y una nube de humo de puro ocupó con sigilo su lugar. No dijo nada durante unos segundos, en los que contempló la sala, después se volvió de nuevo hacia Miguel y lo miró fijamente—. ¿Con quién tengo el placer de hablar?
—Con su bisnieto, que en realidad no está aquí —respondió Miguel—. Igual que usted, señor, tampoco está aquí realmente.
—¡Ah! —exclamó el anciano—. Sí, pero ¿quién de entre las legiones de hombres estuvo realmente aquí, mi querido compadre?
—Tiene usted razón —dijo Miguel con una sonrisa, y volvieron a quedarse callados, viendo a la gente ir y venir, escuchando el zumbido melódico de la conversación.
—Entonces, supongo que está usted celebrando la corta vida de su hermano.
Miguel negó amablemente con la cabeza.
—Este recuerdo es para mi madre, no para mí. Solo vine a mostrar mi apoyo.
—Eso, buen hombre, no es lo único que muestra —dijo Eziquio, mirando las piernas desnudas de Miguel—. ¿Puedo preguntarle si necesita ropa?
—No, estoy bien —respondió Miguel, se alisó la bata sobre las rodillas y se limpió una gota de sangre con la servilleta—. Estoy en coma, así que vestirme no tendría ningún sentido práctico.
—Entiendo —dijo el anciano caballero—. Bueno, no tema. Si al final muriera, lo vestirán con elegancia. Míreme a mí —dijo levantando sus brazos raquíticos—. Yo me fui con un estilo muy teatral, ¿no le parece? —agarró el sombrero y se lo hundió en la cabeza huesuda, levantando otra nube de polvo.
—Muy llamativo —dijo Miguel. Volvió a mirar a su alrededor. Le pareció que los recuerdos de aquel día estaban a punto de acabar, pero las historias sobrevivirían para entretener a muchas generaciones. Al mirar de nuevo entre la gente, advirtió que el muchacho estaba solo y se preguntó dónde se habría metido Lala.
—Tantos niños, y todos crecieron de la rica tierra de mis genitales —comentó el anciano dándole un codazo a Miguel—. Ya cumplí con mi deber con la humanidad, ¿verdad? —añadió guiñándole un ojo—. ¿Quién es el pequeño?
—Ese soy yo —respondió Miguel mientras apartaba su plato del codo del anciano—. Este fue un día significativo para mí. Muy significativo.
—¿Qué? Ah, entiendo… significativo —dijo el anciano, y la comprensión recorrió su rostro ajado—. Significativo, sí —se quedó sentado en silencio un rato más, con el ceño ligeramente fruncido como si contemplara un tablero de ajedrez. Había miles de momentos memorables en la vida de un hombre, pero pocos que pudieran ser considerados significativos. Los recuerdos significativos eran los mejores cimientos para un sueño nuevo e iluminado, como ambos sabían. Miró a su biznieto con admiración—. Está usted jugando a un juego intrigante, hijo mío.
Miguel no dijo nada.
La multitud iba disminuyendo y se hizo el silencio en la habitación. La luz del día había cedido al anochecer y el paisaje ilusorio había quedado en penumbra. Eziquio, el trickster, levantó su mano arrugada y se frotó el lóbulo de la oreja. Miguel, el soñador, dejó su plato vacío y dirigió a su bisabuelo una mirada de afecto incondicional. Sus miradas se encontraron en un momento de entendimiento. El anciano empezó a hablar, después apretó los labios. Se rascó la barba blanca e incipiente de la barbilla con un dedo. Ladeó ligeramente la cabeza, reflexionando. No sabía cómo había llegado allí. No sabía por qué ocurrían las cosas, en la existencia humana o más allá de sus perímetros ruidosos. En cualquier caso, el conocimiento no influía sobre los muertos. A él no le afectaban sus severas sanciones. No seguía ninguna ley, era ciudadano de un país donde las rebeliones no tenían consecuencias. Estiró el brazo hacia el hombre sentado a su lado, un hombre cuyos ojos reflejaban el mismo brillo travieso y decidido, y colocó una mano sobre su hombro con cariño.
—Vaya tranquilo, señor —dijo don Eziquio, guiñándole astutamente un ojo a Miguel—. Ahora estoy con usted.