RECUERDO AHORA MIS PRIMEROS MOMENTOS EN la Pirámide del Sol, reconozco el esplendor de un antiguo sueño y siento el fuerte deseo de recuperarlo. ¿Y si la visión de los antiguos maestros pudieran compartirla aquellos que buscan la sabiduría actualmente, tantos siglos después? Me parecía irrelevante que esta sabiduría naciera de la cultura tolteca durante una era olvidada. Aquello era sabiduría humana, compartida por mensajeros de todo el mundo y a lo largo de la historia.
Lo que Sarita está experimentando conmigo ahora es el comienzo de otra fase de mi vida. Abandoné la medicina para averiguar qué papel desempeña la mente en nuestro sufrimiento. Algunos años más tarde, contemplando las ruinas a mis pies, percibí la mente humana como un laberinto virtual. La gran ciudad de Teotihuacan fue diseñada para reflejar eso, y cada escalón, cada pasillo, representa las trampas, los desvíos y los logros monumentales de nuestro proceso consciente. Para los antiguos aprendices toltecas, Teotihuacan era un lugar al que podían ir para adquirir una forma más elevada de educación y descubrir la verdad de sí mismos como Dios.
En aquel primer momento de claridad, me di cuenta de que era algo fácil escapar de aquel laberinto. Al contrario que los laberintos habituales hechos de muros y arbustos, podemos salirnos del pensamiento humano en cualquier punto. Podemos vernos a nosotros mismos como creadores de símbolos y sentir la fuerza de la vida más allá de nuestras palabras. Al identificarnos a nosotros mismos como esa fuerza, podemos cambiar el curso de las historias que contamos. Podemos liberarnos de las creencias que tanto nos apartan de nuestra propia autenticidad. Podemos ser increíblemente generosos con nuestros cuerpos y con el sueño humano.
Mientras contemplaba por primera vez las maravillas de Teotihuacan, me di cuenta de que, trabajando con aprendices, podía aprender mucho más y más deprisa. Cuando me deshice de creencias y expectativas, mi conciencia se expandió. Si yo podía hacerlo, sin duda ellos también. Ahora, junto a Sarita, puedo compartir los momentos más personales de aquella experiencia —los momentos de cambio, podríamos decir, de la vida de este guerrero—. Puede que ella lo comprenda y se conmueva, o puede que se mantenga firme. En cualquier caso, este reflejo es el regalo eterno que le hago. Mientras pueda, seguiré soñando.
Entre un latido y el siguiente, un hombre puede soñar su vida entera; el mañana se abrirá ante él y el ayer caerá en el abismo del tiempo. No hay mejor lugar que la oscuridad para los recuerdos personales. Una vez vivido, el pasado tiene poco valor. Y aun así llevamos su cuerpo sin vida a todos los momentos futuros, permitiendo que nos aplaste con su peso, que nos identifique y que hable por nosotros. Incluso los adultos más capaces parecen reticentes a tomar una decisión sin consultar primero con el pasado —el cadáver— y hacer caso de sus interminables reprimendas. Un hombre sabio ignorará esos consejos y observará el mundo desde una perspectiva infinita.
Desde mi adolescencia, a mí me había resultado evidente que había una gran cantidad de información disponible en el presente, y que necesitaba una serie de cambios rápidos para moverme a la velocidad de la vida. Cuando dejé de sentirme atado al pasado, vivir ya no me costaba ningún esfuerzo. Atrás habían quedado las dosis diarias de culpabilidad y las constantes distracciones del recuerdo. La vida fluía en cada momento vacío y esos momentos se volvieron rápidos y volubles. Eso fue lo que me sucedió a mí.
Durante las semanas que llevo en coma, no sentí la llamada del pasado. Los acontecimientos de mi vida son asunto de Sarita. Para ella soy real, y también lo son esos recuerdos, pero tanto ellos como ella viven en el paisaje de la imaginación. Distante y atento a las exigencias de la vida, solo siento libertad y un amor sin medida que surge cuando el miedo se ha extinguido.
La muerte significa algo específico en mi imaginación. Significa materia. La materia se concibe y después nace. Crece, se multiplica, pero sin duda terminará. La materia requiere de una fuerza externa que la mueva y, una vez en movimiento, que la detenga. Esa fuerza es la vida.
Desde este punto de vista, tiene sentido identificar a la materia como la muerte —una sustancia que necesita de la energía de la vida para crearla y para animarla—. La vida nos permite movernos, respirar, amar, pensar y soñar. En el preciso momento en el que la materia, o el cuerpo humano, no puede soportar la fuerza de la vida —por una lesión, una enfermedad o un deterioro— comienza a descomponerse. El poder que dio vida al cuerpo posteriormente lo consume. La Muerte se somete a la vida, y no al revés.
La muerte física significa volver a casa. La luz se expande hacia la luz. La energía se prolonga sin fin, alterando la intensidad y sin pararse nunca a descansar. Siendo luz, informa a todos los universos, desde los sorprendentemente pequeños hasta los inimaginablemente grandes. Se hunde en la materia y se proyecta con una intensidad imparable. Inunda todos los objetos, así como el misterio amenazante entre esos objetos.
En el transcurso de un latido, una persona puede ver todo eso, recordarlo todo y seguir el poder del intento hasta el siguiente instante. ¿Qué es el intento? No tiene nada que ver con un proceso mental; no es lo mismo que la intención. Tenemos la intención de quedar con un amigo, de comprar un coche o de comenzar un trabajo, pero el intento es la fuerza de vida que somos. Para sentir esa fuerza, debemos primero darnos cuenta de que somos vida. Somos el poder que nos guía, que nos mantiene y que nos salva continuamente. Utilizar ese poder con conciencia es el trabajo de los auténticos videntes, aquellos que se convierten en sus propios salvadores y en un consuelo para otros que comparten su sueño.
Ver de esta forma significa tener conciencia absoluta del momento presente. Utilizar esa conciencia para controlar la historia que contamos sobre nosotros mismos es nuestro mayor acto de poder como humanos. Sarita está compartiendo ese entendimiento mientras, en estado de trance, me ve en Teotihuacan por primera vez. Ella vino a experimentar esta verdad también en su propia vida. Era una mujer intuitiva, una curandera capaz de encontrar en el cuerpo de alguien el lugar que albergaba el veneno, que causaba dolor o que necesitaba extirpar. Con frecuencia solucionaba males que la medicina no había logrado solucionar, solventaba problemas que los cirujanos no habían sido capaces de alcanzar. Tenía sus métodos, y funcionaban. Durante muchos años, yo tomé prestados sus rituales y di vida a los viejos símbolos, pero llegó un día en que las palabras al fin cedieron al intento y los símbolos se revelaron como lo que eran. Aquel día llegó, pero tardó muchos años —tuve que aprender primero a hacer buen uso del chamanismo—.
Allí, sobre la pirámide, donde el pasado lejano se mezclaba con la conciencia presente, comencé mi trabajo como chamán. Había estado preocupado durante mi viaje con Dhara, sintiendo que estaban cambiando cosas en mí y buscando la comprensión en mi interior. Al ver la ciudad en aquel momento, percibiéndola como una gran universidad diseñada para el entendimiento espiritual, anuncié sin más que comenzaría a llevar aprendices allí. Dhara se rio y contempló a nuestro alrededor el amplio valle mexicano.
—¿Quién diablos vendría hasta este lugar, tan alejado de todo? —bromeó—. ¿Quién quiere que le guíe un hombre que perdió su propio mundo, tan inestable y silencioso? —tenía razón, pero, un mes más tarde, realicé mi primer viaje oficial a aquel lugar, y dieciséis estudiantes fueron conmigo. El siguiente mes, acudió casi el doble. Comenzamos a realizar peregrinajes regulares y las enseñanzas siguieron desde ahí.
Cuando conocí a Dhara, yo ya era padre, divorciado de mi esposa. Me embarcaba en un camino diferente, un camino de descubrimiento y de desafío personal. Su camino serpenteante ahora tomaba una dirección similar. Habiendo criado a cuatro hijos, ella sentía que tenía un mensaje que dar al mundo y anhelaba la sabiduría para hacerlo bien. Nos queríamos, pero no sabíamos cómo construir un futuro juntos. Aliviamos las preocupaciones de Sarita y permitimos que nos casara en una ceremonia que ella misma diseñó, y después nos fuimos a nuestra primera aventura juntos, conduciendo a través de México. Para nosotros sería una prueba, una manera de experimentarnos mutuamente lejos de nuestra rutina diaria. Fue una especie de luna de miel, pero yo también lo vi como una oportunidad para que Dhara viera, aprendiera y dejara atrás sus respuestas automáticas.
Una relación es un acontecimiento; dos individuos se conocen y se llaman la atención. Como cualquier acontecimiento, su duración y su calidad dependen de la calidad de la atención por ambas partes. Una relación romántica, como cualquier otra, puede sobrevivir indefinidamente. El respeto es la clave. Guiada por viejas costumbres y dramas emocionales, una unión fracasará, se convertirá en un monstruo insaciable que devora el amor y lo convierte en mil inversiones y miedos. Lo que comienza con dos personas y una atracción fuerte se convierte en otra cosa: una entidad al margen de ambos. «Relación» es una idea que, con demasiada rapidez, se convierte en un tirano exigente. Cuando eso ocurre, es normal preguntarse dónde fueron a parar esas dos personas felices —esos soñadores que se conocieron, se besaron y se enamoraron—. ¿Cómo pudo el amor en sí mismo convertirse en algo menos que la suma de sus inversiones?
Cuando tenía veintitantos años, me había casado con María, una chica a la que conocí en la universidad. Estaba seguro de que ella sería una buena madre y una buena compañera. Nuestros roles me parecían tradicionales: yo me ganaría la vida como médico y ella cuidaría de nuestro hogar y criaría a nuestros hijos. Mi vida profesional era plena y pasaba muy poco tiempo en casa. Al principio yo estaba ocupado estudiando, implicado en la política de la universidad y en el activismo de la comunidad. Después estuve más ocupado como interno.
Por mucho afecto que nos tuviéramos el uno al otro, a ella y a mí se nos daba muy bien el drama doméstico. Ella se ponía celosa con frecuencia, se decepcionaba y se creía una víctima. Yo me mostraba desafiante, indignado… y me creía una víctima. Y éramos como la gran mayoría de las parejas. Por esta razón, con frecuencia yo describí el matrimonio como un sacrificio humano. Se intercambian votos, se hacen promesas y ambos compañeros sufren por las expectativas fallidas. ¿Qué podemos prometerle razonablemente a otra persona? ¿Cómo vivimos, disfrutamos de la existencia y estamos a la altura de las expectativas de otro? Es difícil satisfacer las necesidades más profundas de alguien cuando ninguno puede identificarlas o entenderlas. «¡Eres mío!», solía decir María cada vez que discutíamos, como si repetir aquella frase pudiera hacer que las palabras significaran algo verdadero e irreversible. El fuego rojo que yo veía en sus ojos en esas ocasiones lo vi también en cientos de mujeres durante mi vida. Los vientos tormentosos y los truenos se desataban cada vez que ella percibía una injusticia, cada vez que los pensamientos la llevaban a la autocompasión. Lo que creemos nos posee y, por eso, con demasiada frecuencia acaba superando al amor: nuestra verdad.
Mientras María y yo discutíamos, la vida nos proveía, como siempre pasa. Yo estaba encantado y entusiasmado por el nacimiento de nuestro primer hijo, que hizo que todo el drama pareciese merecer la pena. En realidad puede que elijamos pagar un precio por los milagros de la vida, contar otra historia diferente, pero sin milagros de todas formas. Hace mucho tiempo que no me siento tentado de sufrir por mi felicidad. No pago ningún precio por el conocimiento y no permití que el drama personal apagase el amor. Veo sufrir a la humanidad en nombre del amor e intento dar un mensaje mejor. Animo a las personas a amarse a sí mismas. Les muestro cómo el respeto puede abrir puertas, mientras que el miedo solo las cierra. El respeto gobierna en el cielo, y el cielo está a nuestro alcance con cada decisión que tomamos. Nadie debería tener que ganarse el respeto. Somos reflejos de la propia vida. Podemos respetarnos mutuamente por existir; y podemos respetar otros sueños, por mucho que difieran de los nuestros. Existen muchas interpretaciones de la realidad y tienen derecho a existir. Podemos decirle sí a alguien o podemos decirle no, pero nos lastimamos a nosotros mismos cuando le negamos a alguien algo tan sencillo como el respeto.
El respeto crea una armonía natural, un equilibrio entre la generosidad y la gratitud. Recibe la vida y da las gracias creciendo y prosperando. Este proceso infunde más vida en todo. Sé generoso y la vida será generosa a cambio. El equilibrio que se produce entre dar y agradecer es la prueba del amor en acción.
Para estas cosas están claras ahora, como lo estuvieron durante muchos años. Cuando imaginaba mi futuro aquella lejana mañana en Teotihuacan, estaba inspirado por mi amor hacia el sueño humano. Incluso ahora, cuando abandono el sueño de Miguel Ruiz, siento el poder del amor creando nuevos mundos y nuevas oportunidades de conciencia. Tal vez Sarita, la maestra curandera, se dé cuenta también de esto… y renuncie.
¡La Diosa! —murmuró Sarita con desdén, reunida ya felizmente con su padre—. Así se hace llamar, aunque parece afligida por los mismos miedos y las mismas vanidades que todos los mortales.
—Desde luego, se parece a cualquier otra mujer —convino don Leonardo, que no veía a su guía por ninguna parte. Estaba contemplando una niebla impenetrable. Podría haber estado en mitad de un bosque al amanecer, donde la luz lucha por atravesar la cicuta y el sonido queda amortiguado. Escuchó atentamente, pero no oyó ninguna rama quebrarse ni animales correteando. Si se alejaba solo unos pocos metros, se arriesgaría a perder a Sarita, así que se limitó a dar vueltas de un lado a otro de donde se encontraba, rompiendo la niebla en nubes ondulantes y luminiscentes mientras caminaba tres pasos en una dirección y después otros tres de vuelta.
—¿Mujer? ¡No es una mujer! —dijo Sarita chasqueando la lengua—. ¡Qué insolencia llamar mujer a eso! —sabía que Lala no era más que una voz al azar, pero ahora la echaba de menos. ¿Dónde estaría esta vez? Juntas habían reunido muchos recuerdos importantes, pero ahora no tenía claro hacia dónde ir. Miró a su alrededor, intentando saber dónde estaba, pero lo único que veía era niebla densa. Lo único que sentía era el frío. Deseaba haberse puesto una bata de lana.
—¿Mi nieto pudo realmente silenciar esa voz? —preguntó su padre.
—Sí… —dijo ella, meditabunda—, y no. Su mente está tranquila y su paz es duradera, pero ¿cómo puede alguien evitar oír el clamor persistente de las opiniones a su alrededor? —su bolsa de nailon estaba cada vez más llena de recuerdos y tuvo que cambiársela de mano—. ¿Seguimos sin ella? —Sarita miró a su padre, que le devolvió la mirada con expresión circunspecta.
—¿Ir adónde? —preguntó—. Llegamos a un banco de niebla en los senderos imaginados del tiempo. ¿Sigues estando segura de que en esta misión existe alguna virtud?
—¿Virtud? ¡Hablas de la vida de mi hijo!
—Su vida es valiosa, sí —dijo el anciano amablemente—. Puede que su muerte sea igual de valiosa… y de reveladora. ¿De verdad sabes cuál de las dos cosas tendrá un mejor resultado?
Sarita soltó la bolsa y esta aterrizó a sus pies con un fuerte golpe.
—Padre, si no estás aquí para ayudarme, entonces tendré que hacer esto sin ti.
—¡Por supuesto que te ayudaré! —dijo él—. Simplemente deseo que tengas en cuenta tus opciones.
—¿No hay nada que pueda hacer para aumentar tu confianza? ¿Siempre seré tu niñita desconcertada? —frunció el ceño mirando a lo lejos, frustrada.
—¿Mi… qué? —preguntó él, sorprendido.
—¿Durante cuánto tiempo fui el hazmerreír de la familia?
—¿Tú, el hazmerreír?
—Puede que no fuera buena estudiante, ¡pero soy una mujer sabia! ¡Confía en mí con esto! —le costaba trabajo contener sus emociones. ¿Qué estaría sucediéndole?
—Confío. Y no eres ningún hazmerreír —le aseguró su padre.
—¿Y qué me dices de la cocina? —preguntó ella con una vehemencia sorprendente.
—¿La cocina? Bueno, supongo que hay mejores…
—¡Mis amigos! Te reías de ellos. ¡Mis maridos! Nunca dejaste de reírte.
—M’ija, me dejas sin palabras —Lala no estaba por ninguna parte y aun así a él le parecía que su hija había adoptado su espíritu.
—¡Ah, ahora te quedas sin palabras! ¡Pero antes no! Antes estabas siempre juzgando, cada día de mi vida. ¿Te olvidaste de cuando dejé caer al bebé?
Don Leonardo dejó de hablar, perplejo, y se echó a reír.
—Dios, eso es historia antigua. ¡Ja! ¡Eso fue increíblemente divertido!
—¿Lo ves? ¡Nunca lograré dejar atrás esa historia!
—¡Y aun así fuiste tú quien sacó el tema! —señaló él, riéndose—. Tú también eras una bebé. Una niña de quince años con un recién nacido. Le diste la espalda un minuto y ella se cayó de la cama. ¡Eso les sucede a las madres primerizas constantemente!
—¿Y ellas son ridiculizadas durante el resto de sus vidas?
—Corriste a nuestra casa llorando y gritando: «¡Mi bebé, mi bebé! ¡Se cayó! ¿Qué hago?». Cuando tu madre y yo te preguntamos dónde estaba la niña recordaste que la habías dejado en el suelo. ¡La pobre criatura seguía allí! ¡Corriste a nuestra casa incluso antes de levantarla para ver si estaba bien! ¿No puedes admitir que es divertido? —le dijo a su hija—. Triste, claro. Extraño, sí. ¡Pero aun así divertido!
—Yo era una niña. No sabía…
—¡Exacto! No sabías. Eras una niña teniendo hijos. Si no te hubieses apresurado a casarte con ese burro…
—¿Ves? ¡Ahí lo tienes! Soy una mujer tonta y estúpida, nada más.
—Cariño —dijo él con voz tierna mientras intentaba suavizar el mensaje y disipar la mentira—. Ahora eres la madre de trece hijos. Eres abuela y bisabuela de muchos. Eres una mujer sabia que obra milagros.
Hizo una pausa y esperó a que ella volviera a sonreír. Al final lo hizo, aunque sus ojos ardían con la emoción.
—Continuemos —agregó él—. Muéstrame cómo vas a devolver a la vida a este hombre tan admirable.
—La verdad es que me siento exactamente como esa idiota que salió corriendo y abandonó a su bebé —Sarita se secó una lágrima y se aclaró la garganta—. ¿Estoy siendo una tonta, padre? ¿Mi obsesión me hizo perder la sabiduría? No puedo perderlo.
—No lo perderás, hija. Sigamos, teniendo en cuenta que el miedo nos vuelve sordos a la verdad —se sacudió el rocío de la mañana de la solapa y se estiró la corbata—. Bueno, ¿dónde está la mujer?
—La mujer —Sarita sintió que sus emociones se desbocaban de nuevo al pensar en la pelirroja—. ¿Por qué ha de manifestarse como mujer?
—¿Por qué?
—Mujer, serpiente, sirena, culebra. ¿Las mujeres realmente se merecen esta vergüenza?
—Ah, entiendo —don Leonardo miró a su hija a los ojos y suspiró—. Merecerla no. En el sueño humano, hay hombres y hay mujeres. Existe ella y existe él. ¿Quién cuenta la historia del sueño humano? ¿Él o ella?
—Él, supongo.
—Sí, él. Con frecuencia las mujeres estuvieron privadas de conocimiento; de modo que envidiaban a los hombres por poseerlo, ¿verdad? ¿No tiene sentido que el conocimiento se manifieste en forma de mujer hermosa, para ser envidiada?
—Poco sentido.
—No es ningún secreto que los hombres siempre tuvieron un deseo insaciable de conocimiento. Por esta razón, con frecuencia el conocimiento se describe como mujer, tan deseable que ha de ser cortejada y seducida.
—Padre, en serio.
—Cuando los niños son destetados, los alimenta el conocimiento, los cría y los guía el conocimiento. ¿Es de extrañar entonces que el conocimiento aparezca como una mujer con grandes pechos, una madre o una tigresa protectora? ¡Es poético! Como cualquier chica, el conocimiento estaba destinado a perder su inocencia. Como cualquier mujer, juega al escondite con la verdad —el anciano miró a Sarita con ojos brillantes—. ¿Hace falta que continúe?
—¿Y qué me dices de la serpiente?
—¡Esa metáfora es la más poética de todas! El conocimiento no puede llevarnos hacia la auténtica visión. Las mujeres siempre fueron las guardianas de ese reino: de la sabiduría. Fueron las visionarias secretas y, como cualquier hombre sabe, la serpiente emplumada es la que realmente puede ver.
—¿Así que una mujer representa el conocimiento cobarde y la sabiduría? ¿Ambas cosas?
—Yo soy un hombre. Las mujeres representan todo lo necesario para mi existencia.
—Padre, eres un hombre que lucha con los símbolos. ¡Y estás perdiendo!
—Él es el pilar de la inteligencia —dijo otra voz—. Los símbolos son la salvación de la humanidad —la pelirroja emergió de la niebla con aspecto renovado, dispuesta a continuar con el juego.
—De modo que regresaste, La Pomposa —suspiró Sarita—. Para que lo sepas, las cosas iban muy bien sin ti.
—La Diosa, si no te importa —Lala miró a su alrededor—. Y las cosas no fueron bien. No están en ninguna parte —dijo, y se abstuvo de decir que aquello no era tan malo como su propia desolación—. Están ustedes perdidos en la niebla.
—¿Hablas simbólicamente? —preguntó Leonardo.
—Los símbolos ayudan y realzan la humanidad —declaró Lala—. Las palabras son como el agua, como el aire… y como una mujer fuerte.
—Como el agua y como el aire —dijo Leonardo—, también pueden volverse tóxicas. Como una mujer fuerte, pueden abusar de su poder.
—Por favor —intervino Sarita, ansiosa por seguir hacia delante—. Dejen a un lado sus rabietas, los dos.
Ambos miraron a Sarita y luego el uno al otro. Era de dudar que uno de ellos rompiera el impasse, por lo que juntos esperaron en un silencio incómodo. Nada cambió, nadie se movió hasta que la anciana levantó sus hombros levemente y suspiró.
Sarita recogió su bolsa y empezó a caminar arrastrando las zapatillas por la superficie rugosa de lo que parecía ser una autopista de asfalto. Sin saber cómo, por algún deseo misterioso, ya habían llegado a su próximo destino.
La niebla se elevaba de forma siniestra y había luces rojas parpadeando por todas partes. La noche estaba dando paso al amanecer en aquel tramo desierto de autopista, y el tráfico estaba cortado en una dirección para que los vehículos de emergencias pudieran llegar con más facilidad al lugar del accidente. La policía estaba allí, sus vehículos detenidos en un grupo, iluminando con los faros un coche destruido. Sarita se detuvo en seco.
—No. Esto no —el recuerdo que más temía estaba reproduciéndose ante sus ojos—. ¿Por qué tenemos que ir hacia atrás? ¿Por qué no seguimos las sencillas reglas del tiempo?
—¡Ah! —dijo Leonardo aplaudiendo—. ¿Qué reglas, mi palomita? Hay muchas maneras de ver el tiempo. Existe el «tiempo de explosión», como lo describía mi padre, donde todos los acontecimientos explotan hacia fuera desde el momento presente. También está el tiempo como se percibe normalmente: una sucesión de acontecimientos que siguen un orden predecible según la memoria de uno. Y también está…
—Solo existe el tiempo tal como la gente lo conoce —dijo Lala—. El conocimiento demuestra que es así.
—El tiempo es la herramienta desesperada de las mentes desconcertadas —Leonardo le dirigió una mirada pícara y le guiñó un ojo, pero ella se volvió hacia Sarita.
—¿Este recuerdo no estaba en tu lista? —le preguntó—. Querías acontecimientos que definieran el carácter de Miguel, y estoy segura de que este es uno de ellos. Aunque, viéndolo ahora, no sé por qué —se fijó en la escena y negó con la cabeza. El coche era un amasijo de metal, retorcido y aplastado—. ¿Cómo va a formar el carácter de un hombre estar a punto de morir?
—¿Ves, Sarita? ¡Hay alguien más tonto que tú! —exclamó Leonardo sin disimular su placer.
—Padre, ¿dónde está él? —preguntó Sarita contemplando el lugar del accidente—. Sobrevivió aquella noche, ¿por qué no está…?
—Sin duda se lo llevaron al hospital, Sarita.
—Bueno, si no está aquí, ¿qué vamos a aprender aquí?
—¿Aprender? —Lala resopló con desdén—. Para empezar, haz caso a las señales. No superar los límites de velocidad. Cumplir las normas. Respetar la palabra escrita.
—¿Normas? ¿Palabras? ¿Crees que él tuvo en cuenta esos temas en una ocasión así? —el anciano caballero estaba de pie junto a ella, esparciendo con su aliento los hilillos de niebla por el aire frío de la noche.
—Ahora te darás cuenta de que no respetó la estructura —respondió ella con tranquilidad.
—Ahora me doy cuenta de que se olvidó de respetar su vida —dijo Leonardo.
—Yo me doy cuenta de que atisbó el secreto —añadió Sarita con comprensión en la voz. Aún con frío, se cubrió el cuello con el chal y se estremeció—. Vio lo que no era —dijo—. Su verdadero objetivo comenzó aquí. Los antiguos lo trajeron hasta este momento. Puede que tardara algunos años más, pero, después de esto, encontró la manera de regresar hasta mí. Oyó la llamada de la verdad. Comenzó a preguntar, a dudar. Comenzó a flirtear con el misterio justo aquí. Todo comenzó esta noche.
Lala parpadeó con incredulidad.
—¿Flirtear? Aquí es donde pudo empezar una aventura amorosa con la sobriedad, y la relación habría prosperado.
Don Leonardo se rio.
—En el sueño de la humanidad, esa fiesta de juerguistas borrachos, él sigue siendo el sobrio —volvió a reírse y rodeó con los brazos a Sarita, que seguía contemplando el accidente. Sabiendo que no era fácil para ella presenciar la escena de otro accidente, deseaba darle calor y aliento.
Sarita recuperó parte de su fuerza con el abrazo de su padre y se irguió. Por fin empezaba a comprender la importancia de aquel viaje, más allá de sus objetivos y expectativas iniciales. No se trataba solo de salvar a su hijo moribundo. Por fin veía a su hijo como él era y como pronto sería. En él reconocía al heredero de un linaje anterior a los guerreros de los Caballeros Águila y a los ancestrales toltecas. Era un mensajero de aliento en un sueño desalentado. Llevaba una antorcha que brillaba desde antes de que ardiera el primer fuego en México, y su llama encendería todos los momentos futuros, en todas partes.
Recuerdo que estaba en una cena familiar poco antes del accidente de coche que estuvo a punto de matarme. Era una típica reunión familiar, con todos mis hermanos, sus esposas e hijos, mis padres, mis primos, mis tíos y tías. Siempre había mucha comida en esas ocasiones, y mucho caos, porque los niños jugaban y gritaban, y los adultos se reían de chistes estúpidos y de los interminables recuerdos de la infancia. Yo estaba pasándolo en grande, mostrándole nuestro recién nacido a la familia y tomándole el pelo alegremente a mi esposa.
Sin embargo, durante la velada, no pude dejar de pensar que aquella sería la última vez que estaríamos todos juntos. Mi familia era muy valiosa para mí, y la idea de no volver a verlos me ponía de un humor extraño. Me sentía obligado a prestar a cada uno de ellos un tipo de atención diferente —hablar con ellos de forma individual, escuchar atentamente y al mismo tiempo proteger celosamente a mi hijo, que dormía en mis brazos—. Amaba mucho a mi familia y me producía una gran tristeza la idea de que tal vez no volviera a verlos nunca.
El accidente de coche no me mató, pero su impacto alteró significativamente mi personalidad y mi percepción. Considero que fue el acontecimiento de mi vida que más me cambió, por muchas razones. En aquella época ya era marido y padre. Habíamos concebido a nuestro segundo hijo, aunque ni María ni yo lo sabíamos aún. Yo estaba en el último año en la escuela de medicina en la Ciudad de México, ansioso por tener algo de tiempo libre para divertirme siempre que fuera posible, de modo que iba a muchas fiestas. Bebía mucho en aquella época y me divertía como un hombre que no supiera que tenía responsabilidades.
Cuando oí que habría un gran baile en Cuernavaca un sábado por la noche, no me lo pensé dos veces antes de decirle a mi esposa que planeaba ir. Mi hermano Luis me prestó su coche y me fui con un par de amigos de la escuela. La carretera era una autopista de doble vía, pero estaba despejada, así que era fácil correr. Llegamos allí enseguida. La fiesta estuvo genial; lo pasamos bien y bebimos muchísimo. Bebimos y bailamos, y después bebimos y bailamos. Al acercarse la mañana, llegó el momento de volver a casa, así que los tres volvimos al coche y atravesamos algunos barrios que no conocíamos hasta encontrar la carretera que llevaba de vuelta a la ciudad.
Aún era de noche y yo iba al volante. Mis amigos hablaban y reían, recordando los momentos divertidos de la fiesta. Yo me reía con ellos hasta que me entró demasiado sueño. Debí de quedarme muy quieto, pero ellos no se dieron cuenta. No había tráfico y yo conducía deprisa. Cuando uno de mis amigos estaba a punto de terminar de contar un largo chiste, me dormí y el coche se fue contra un muro de cemento que circulaba paralelo a la carretera. No recuerdo nada más de aquella noche, ni del accidente en sí. Sin embargo, desde entonces recordé cada detalle de lo que experimenté mientras estaba inconsciente.
Cuando me desmayé, todo sucedió en cámara lenta. El tiempo se convirtió en una entidad diferente que servía a un maestro desconocido. Estaba inconsciente, pero veía mi cuerpo sentado al volante. Oía a mis amigos gritar de miedo y, aunque mi cuerpo físico no podía hacer nada, sentía el deseo apremiante de ayudarlos. Con aquel fuerte sentimiento de urgencia, también fui consciente de que abría la puerta trasera —como si el coche estuviera parado y no circulase a toda velocidad— y sacaba del coche a uno de mis amigos para llevarlo a la orilla de la carretera. Hice lo mismo con el amigo que iba en el asiento delantero. Cuando los dos estuvieron a salvo fuera del coche, abracé mi propio cuerpo para protegerlo del impacto que de algún modo esperaba. Se produjo violentamente. El coche se estrelló contra el muro a toda velocidad y quedó aplastado.
Desperté varias horas más tarde en el hospital. Una enfermera me preguntó si sabía lo que había sucedido y no pude responderle. Negué con la cabeza.
—Ah —dijo ella riéndose sarcásticamente—. ¡De modo que mataste a tus amigos y ni siquiera lo recuerdas!
Me quedé perplejo. Me entraron náuseas. En ese momento deseé morir. Y entonces, al ver mi horror, ella admitió que estaba bromeando, que mis amigos estaban bien. Ya no me creía sus palabras, así que los hizo pasar para verme. Ambos estaban ilesos. Yo estaba ileso. El coche de mi hermano, según supe, quedó destruido.
Mis dos amigos se alegraban y se sorprendían tanto de estar vivos que no podían dejar de hablar de milagros. Mientras hablaban, empecé a encontrarme cada vez peor. Tendría que enfrentarme a mi hermano, claro. Pero más miedo aún me daba enfrentarme a su esposa. No podía devolverles el dinero del coche. No podía compensar a mi familia por la preocupación que le había causado. Sobre todo, no podía darle sentido a lo que me había sucedido aquella noche. Mis amigos no se explicaban por qué no estaban en el coche en el momento del accidente. Nadie se explicaba cómo alguien sentado en el asiento del conductor podría sobrevivir a una colisión semejante. Si yo era quien se había desmayado al volante, entonces ¿quién me había protegido? Si yo no era mi cuerpo, ¿quién era entonces?
Nada en mi formación médica me había preparado para preguntas como aquellas. La mía era una mente científica que no se preocupaba por cuestiones que no podían responderse. Aquella noche seguiría atormentándome durante muchos años. Durante aquella época me puse más serio con el trabajo y con mi familia. Las cosas que entretenían a mis amigos ya no me parecían divertidas. Mi segundo hijo, José, nació aquel mismo año y, mientras crecía, sospeché que los cambios que habían tenido lugar en mí durante el accidente y después del mismo le habían afectado a él de algún modo, haciendo que nos pareciéramos más. El abrupto despertar que había experimentado parecía haberlo despertado a él del mismo modo en el vientre, donde comenzaba su propio viaje hacia la conciencia. Se convirtió en un niño inusual y después en un joven con poderes intuitivos naturales. Muchas veces soñé con él, a veces pensando que estaba recordando los acontecimientos de mi vida, pero entonces me daba cuenta de que estaban sucediéndole a él. Tenía veintidós años cuando yo sufrí el infarto, pero aún le costaba conversar cómodamente con otras personas. Yo siempre pensé que eso cambiaría, que algún día se dirigiría al mundo como un mensajero cariñoso, pero también imaginé que estaría allí para ayudarlo.
Ahora, cuando veo como los viejos recuerdos cobran vida para mi madre, empiezo a preguntarme si tal vez ella llevaba razón al decir que me quedaban cosas por hacer… aunque fuera por mis hijos. Ella me quiere, por supuesto, y rechaza la idea de enterrar a otro hijo, pero mis hijos también me quieren y cuentan con que esté ahí para ayudarlos hasta que estén preparados para soñar grandes sueños ellos solos. Siento el dolor de mi madre cuando ve los restos destrozados del coche que estrellé contra el muro aquella noche. Después del accidente, ella estuvo allí para ayudarme a encontrar sentido a lo que había sucedido y me alentó a buscar respuestas a mis preguntas persistentes. Estuvo a mi lado cuando maduré, mientras exploraba mundos más allá del entendimiento normal. Estuvo a mi lado… y sigue estándolo. ¿Estaré yo al lado de mis hijos? ¿Es eso posible?
Fue la clase de Ensueño de los domingos de Sarita la que lo cambió todo en mí después del accidente. Mi esposa y yo nos habíamos mudado a Tijuana, donde yo realicé el internado en el Hospital del Seguro Social, y eso me llevó a trabajar como neurocirujano, ayudando a mi hermano Carlos. Iba encaminado a tener mi propia consulta y una carrera como médico cuando las sesiones de Ensueño de los domingos con Sarita me impulsaron por fin hacia otro tipo de trabajo. En vez de tratar las enfermedades y neurosis, deseaba saber qué las provocaba. Aquella búsqueda acabó por alejarme de la medicina y me hizo entrar en una esfera que no me resultaba especialmente cómoda. Quizá a mí no, pero era algo de lo más natural para muchos miembros de mi familia.
Había presenciado algunas cosas maravillosas de niño. Mi abuelo —y también su padre— era un hombre curioso que hizo muchas cosas curiosas. También tenía una tía que parecía mágica. Le encantaba invitar a la familia a cenar en el patio. En una ocasión, durante una de esas reuniones, yo estaba sentado a la mesa junto a ella. A los seis o siete años, disfrutaba de las divertidas historias que ella contaba habiendo crecido con varios hermanos traviesos. En un momento dado de la historia me dio un codazo y me preguntó si quería ir a la cocina por un pequeño cuenco azul de sopa. Me levanté de un salto, corrí a la cocina y la encontré allí, lavando los platos en el fregadero. Confuso y sin aliento, me quedé de piedra, mirándola.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.
—Eh… vengo por un cuenco —respondí yo.
—Pues toma —dijo ella, secó un cuenco azul con el trapo y me lo entregó. Yo agarré el cuenco, corrí de nuevo a la mesa de picnic y se lo entregué a la misma tía, que me dio las gracias con un guiño y un beso. Fue un momento memorable, pero hubo tantos momentos así durante mi infancia que me parecían normales.
Siendo un joven médico que había salido de su propio cuerpo aquella noche en la autopista, todos esos pequeños recuerdos volvieron a mí, uno por uno. Los vi como invitaciones, razones para investigar todas las cosas que no sabía sobre la vida, y todo lo que no comprendía sobre mí mismo. Iniciar una formación con Sarita era mi mejor oportunidad para encontrar respuestas. De modo que comencé de nuevo, mucho después de haber recibido mi título en medicina. Comencé otra vez, tras pasar varios años como cirujano. Comencé haciendo la pregunta inevitable: ¿Qué soy?