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JAIME VEÍA A SU MADRE DURMIENDO EN SU CAMA. Oía el ritmo lento y suave de su respiración mientras un tenue rayo de luz de luna se filtraba entre las cortinas abiertas y hacía que la pared brillara tras ella. Sarita había tardado en quedarse dormida, pero finalmente se rindió, permitiendo que las oraciones nocturnas hicieran su trabajo.

Se preguntaba qué habría visto durante las ceremonias esa noche. Mientras sonaban los tambores y los guajes extendían su sonido por toda la casa, había atisbado varias visiones, pero ¿qué pasaba con ella? ¿Dónde iba ella cuando los demás llamaban a los antepasados y recitaban viejas oraciones? El trabajo que realizaba cada noche, agotando una energía muy valiosa mientras la familia y los seguidores se reunían para las ceremonias, parecía estar dañándola más de lo que ayudaba a Miguel. Esa noche había vuelto a desmayarse, y en esa ocasión Jaime había puesto fin a los rituales y había enviado a todo el mundo a casa. Miguel había vivido otro día. Tal vez sobreviviese otro más, dos más, pero estaban perdiendo la batalla contra la muerte. Los médicos iban perdiendo gradualmente a su hermano, pero Jaime no la perdería a ella. No permitiría que Sarita muriera, ni siquiera para salvar a su hijo pequeño.

Jaime recordaba que el corazón de Miguel había estado a punto de fallar una vez en el pasado. En un viaje de poder a Hawái años atrás, Dhara y él se habían llevado a un grupo de aprendices intrépidos a lo alto de una montaña situada en la gran isla. Miguel los había conducido hasta la boca del volcán, una excursión de al menos un kilómetro y medio. Dhara se había quedado atrás, pues no quería enfrentarse al calor del sol, al fuego del suelo y a la inevitable subida de vuelta al borde del volcán. Sarita había decretado que la misión de Miguel era fundirse con la Tierra. En aquel lugar de poder, la Tierra y el fuego quedaban simbolizados por la diosa Pele. Miguel hizo lo que le habían ordenado, cortejando a la diosa con rituales y atreviéndose a entrar en ella. Pele debió de ser una mujer difícil de seducir, porque aquel día no tuvo piedad de su pretendiente. Cansada y sin sentido del humor, rechazó a Miguel sin una bendición y, cuando estaba saliendo del volcán, su corazón comenzó a fallar.

Sintió un horrible dolor en el pecho. Se puso pálido y empezó a sudar, a tambalearse. Sus estudiantes reaccionaron alarmados. Algunos de los hombres más grandes se ofrecieron a llevarlo, pero él se rio ante la sugerencia. Al recordar la historia, Jaime pensó que Miguel había decidido enseñar la mayor lección de todas. Parecía que Pele lo había rechazado, pero ahora sería capaz de mostrarles a sus aprendices cómo se enfrentaba un verdadero maestro a su propia muerte.

Mientras los rayos de luna se perseguían en silencio por la habitación, Jaime sonrió para sus adentros. Su hermano pequeño siempre había sido un mago con los juegos, inventando competiciones nuevas; nuevas formas de jugar a la pelota, de apostar, de ganar al ajedrez. No era propio de él quedar satisfecho con las mismas actividades de la tarde un fin de semana tras otro. Cuando los chicos mayores comenzaban a dominar un juego, él cambiaba las normas o alteraba el objetivo. Inventaba otros juegos con estrategias diferentes, inteligentes. Siendo chamán hacía lo mismo. Cuando sus aprendices capturaban una idea, aceptaban una teoría, Miguel la abandonaba por otra. Los estudiantes se mantenían despiertos y en desequilibrio. Para estar a la altura, tenían que cambiar, ser ágiles —tenían que hacerlo, o arriesgarse a perder su atención—. Con el tiempo, se convirtió en el maestro de las mitologías, dándoles oportunidades constantes de apegarse y desapegarse; de sus historias y de las de ellos mismos.

La nueva domesticación requería nuevos incentivos sin sanciones. Él era el salvador que sus estudiantes habían buscado, y el padre que deseaban haber tenido. Era amigo para muchos, pero siempre el maestro y el guía. No existía el bien y el mal en eso, y las reglas que a todos se pedía seguir formaban parte de un juego donde todos ganaban.

Miguel no había querido asustar a sus hijos espirituales aquel día en el volcán. El dolor era tan fuerte que apenas podía evitar que su cuerpo llorase, pero sabía que ellos malinterpretarían cualquier lágrima y la achacarían a la pena o al temor. No quería que temiesen a la muerte. Siguió hablando y siguió caminando, lenta, pero decididamente, hacia el borde del volcán. Las mujeres que iban con él lloraban, temiendo que no lograra sobrevivir al ascenso. Los hombres rezaban y encontraban fuerza dentro de sí mismos.

Dhara no tuvo idea de lo ocurrido hasta que no pasó el drama y él acudió a pedirle ayuda. Juntos aquella noche, calmaron su corazón y curaron el recuerdo de un día difícil. Había sobrevivido. Estaba vivo, pero se vio obligado a replantearse su propio plan de juego. Pele lo había rechazado, incluso abusado de él, pero volvería a intentarlo. Inventaría estrategias diferentes. Tenía la fe necesaria para ganar. La diosa acabaría por ceder y suavizarse, y el juego cambiaría a su favor, como sucedía siempre.

Para Jaime no estaba claro si aquellos estudiantes entendieron alguna vez lo que significaba dominar la muerte. Tal vez ni siquiera ahora la entendieran. Miguel se había enfrentado entonces a la muerte con alegría, en el volcán, igual que esta otra vez. Era un juego, al fin y al cabo, pero uno que pocos tenían la conciencia de estar jugando. Tal vez hubieran escuchado, tal vez algunos hubieran aprendido. Aquel día en Hawái fue un día portentoso en cualquier caso. Fue una advertencia, y el mensaje estaba claro para todos aquellos que rezaban por él aquella noche. Estaba enfrentándose de nuevo a la muerte ahora y, por mucho que se riera, las probabilidades no jugaban a su favor.

Mientras tanto, Sarita sufría. Jaime había estado a su lado desde que su hermano fuera trasladado al hospital. La observaba, preguntándose si estaría intentando, incluso mientras dormía, avergonzar a su hijo para que regresara, igual que en aquellos días de verano durante la infancia, cuando tenía que arrastrarlo hasta casa para cenar después de una larga tarde jugando.

—¿Dónde te vas en estas noches, Sarita? —susurró Jaime hacia la luz de la luna—. ¿Qué es lo que oyes? ¿Qué es lo que ves?

Cerró los ojos y tomó aire para calmarse. Deseaba ir con ella, acompañarla a cualquier reino que hubiese encontrado, y ayudarla a conseguir su objetivo. No le había hablado de sus viajes interiores, solo le había dicho que había hablado con Miguel y que alguien la guiaba. La guiaba… ¿quién? ¿Y hacia dónde? Jaime se incorporó. De pronto sintió como si alguien más estuviese allí, escuchando sus pensamientos. Notó la leve presencia de algo —un ángel de la guarda, tal vez— sentado con él junto a la cama de su madre.

—¿Qué cree que está guiando a su madre? ¿Ángeles y querubines sobre caballos alados? —se preguntó Lala en voz alta, contemplando a madre e hijo a la luz de la luna. Don Leonardo y ella acababan de encontrarse en esa habitación, en aquel recuerdo silencioso, y les preocupaba ver que habían perdido su conexión con Sarita. En su agotamiento, había abandonado la claridad del estado de trance en favor del sueño.

—Se imagina a un anciano, como tú o como yo, compartiendo los secretos del universo con su madre mientras él trabaja, invocando nombres ancestrales con sus primos —contestó Leonardo con una sonrisa compasiva al ver a su nieto.

—¿Siente envidia? ¡Ja!

—Díselo —la instó Leonardo—. Dile a Jaime lo que desea saber. ¿No es esa tu vocación? Contar historias elaboradas para burlarte de la mente.

—No le tomaré el pelo. Es un creyente, un amigo del conocimiento y un guerrero. ¡Mira cómo se preocupa por su querida madre! ¿No crees que renunciaría a una docena de hermanos por mantenerla a su lado?

—No.

—¿Y a un solo hermano?

—No renunciaremos a Miguel, querida. Este hermano devoto mantendrá a Sarita en el buen camino y ella traerá a su hijo pequeño de vuelta al mundo de los vivos.

—A mí me importa poco que el chamán se quede o se vaya, recuérdalo —dijo Lala secamente—. Esta gente reza para obtener respuestas. Es mi consejo lo que buscan, y para mí es un placer dárselo.

Leonardo se encogió de hombros, sentía que debía cambiar el rumbo de la conversación. Centró la atención en Sarita, dormida profundamente en el mundo de las cosas vivas y de las preocupaciones urgentes. La causa no tenía ningún sentido sin su presencia; su hijo no respondería a nadie más. Al pensar aquello, sintió también que Miguel estaba cerca de allí, observando y esperando. Leonardo sintió de pronto la necesidad de actuar en nombre de Sarita.

—A Miguel le queda muy poco tiempo —declaró—. No es práctico que nos quedemos aquí observando a mi hija sin hacer nada.

—Estuvimos haciendo muchas cosas.

—Sí, recopilamos muchos recuerdos, pero hay más cosas que hacer. No discutas conmigo, por favor —dijo antes de que pudiera interrumpirlo—. Me temo que debo insistir.

Lala permaneció callada, viendo como Jaime Ruiz protegía a la figura durmiente de su madre. Parecía que el conocimiento era un camino que llevaba a los humanos solo hasta determinado punto. Cuando se terminaban las oraciones, cuando se acababa la esperanza, solo se tenían a sí mismos… y la serenidad vacía que se extendía entre dos pensamientos. Ese no era su lugar. Ese lugar pertenecía a los acosadores del misterio.

—El amor es un misterio —dijo finalmente.

—Es una palabra, señora, como bien sabes.

—Es una palabra —dijo ella—. Es una orden. Es un tormento, si yo lo digo. Y aun así…

—¿Y aun así…?

—Antes de que se pronunciara la palabra, había… algo.

—Algo que gobierna a las palabras —convino el anciano—. Algo que gobierna todos los sueños, todos los universos.

—Incluso el de ella —dijo Lala. Miró a la Madre Sarita con el ceño fruncido—. Incluso ahora.

—Incluso ahora, mientras sueña sin nosotros.

—Parece que estamos solos, don Leonardo, jugando con una idea muy frágil.

—¿Y cuál es?

—Que el amor de un hijo puede ser al final la llama que obra el milagro.

El anciano se quedó mirándola, poco acostumbrado a su tono y a la cara de la mujer que estaba hablando. Tenía una mirada embelesada, una mirada que habría esperado en una chica enamorada. ¿Dónde estaban sus pensamientos, los pensamientos de la narradora? ¿Quién estaba detrás de aquella transformación? Miró a su alrededor, escudriñando las sombras, pero no vio a nadie más.

—¿Puedo sugerir que vayamos allá donde la llevaron sus visiones? —preguntó.

—¿Y si no hay visiones? —respondió ella, preguntándose cómo un cuerpo tan inerte podía invocar sueños.

—Persigámosla. Tú eres Artemisa y yo, uno de tus bonitos e incansables perros. ¡Persigámosla y veamos qué encontramos!

Lala echó un último vistazo y asintió. Seguiría al anciano, pues parecía llevado por la inspiración, algo que ella no tenía en aquel momento. Tras mirarse a los ojos, don Leonardo y ella desaparecieron, dejando a la anciana dormida y bañada por la luz de la luna… con un hijo y algo que parecía un ángel de la guarda sentados junto a ella.

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En efecto, Sarita estaba soñando. Estaba soñando con otra boda, una boda inmensa. En esa ceremonia en particular, había muchas novias. Había innumerables novias, aunque Sarita solo reconocía a tres. Vio a María, la primera esposa de Miguel, acompañada de sus tres jóvenes hijos. Estaba Dhara, vestida con un sari de seda dorada. Estaba la mujer que sería su esposa durante unos pocos meses, cuyo rostro reconoció, pero cuyo nombre se le había ido de la memoria. Y había más novias, cientos de ellas, reunidas junto a los escalones de un inmenso altar, esperando emocionadas a que llegara el novio. La ceremonia se celebraba al aire libre, pero en esa ocasión el clima era húmedo, la brisa era cálida y transportaba el aroma del mar. Todos estaban de buen humor, expectantes, con una intensidad romántica evidente que siempre parecía fluir en los climas tropicales. Todo el mundo parecía nervioso, como si anticipara dulces placeres y pasiones nocturnas.

Parecía que la ceremonia tenía lugar en una isla tropical; desde donde estaba, se veía el océano por todas partes. Sarita no veía a Miguel, pero sentía su cercanía. Sentía su ansiedad ante la idea de tantos matrimonios, pero su miedo era claramente superado por su entusiasmo con la luna de miel. Ella giró la cara hacia el viento y sintió la fuerza animal de aquella emoción. ¿Acaso no la había sentido ella también siendo joven? ¿No era aquella la sensación de la vida misma? Todo ser humano anhelaba el amor eufórico y la unión definitiva. Todo hombre y toda mujer deseaban fundirse con la vida a través del cuerpo de otro ser humano. Sarita no era diferente, y tampoco lo eran los hombres a quienes había amado. Al abrir sus sentidos fue transportada por el sentimiento, expulsada de los límites de la creencia por un instante y quedó inmersa en el amor. Aquella era la esencia de Miguel… aquel espíritu de deseo incontrolable. No sabía hasta qué punto aquel deseo había afectado a las diversas mujeres de su vida, pero aquel era su verdadero poder. El conocimiento debía capitular ante eso. La mente, con todas sus astutas maquinaciones, nunca prevalecería frente a aquel poder. Esa fuerza de amor incondicional estaba en él, y era él. Un sinfín de novias ardientes estaba allí esperando, demostrándolo sin aliento.

Asistió mucha gente a la ceremonia. La multitud, con invitados que incluían a todos los que ella conocía, prácticamente cubría la isla. Sarita vio a miembros de su familia —sus hijos e hijas, los hijos de estos, y los hijos de los hijos—. Viejos amigos que se mezclaban con nuevos conocidos, y hermanos y hermanas desaparecidos tiempo atrás bebían y reían con los vivos. Vio a su propio padre de pie entre las hordas de invitados, y junto a él estaba La Diosa. En ese preciso momento, Sarita se dio cuenta de que estaba respirando. Aquello no era un trance, ni un recuerdo. Aquel era el tipo de sueño que solo se producía durmiendo, sin causa ni intención. Puede que don Leonardo estuviese visible, y la mujer serpiente con él, pero era un sueño sin sentido, aleatorio. Era una comedia, una distracción que ella misma había creado; y, al despertarse dentro del sueño, este comenzó a cambiar a su voluntad.

Los invitados de la boda se desvanecieron. El conjunto de novias desapareció. Si iba a haber una luna de miel, el novio tendría que regresar con los vivos. Cuando Miguel regresara, podría tener todo el sexo que deseara, casarse con todas las mujeres que pudiera soportar y deleitarse con los nacimientos de una docena de hijos. Hasta entonces, no se hablaría de cópula ni de matrimonio. Terminaría con esto, a pesar de Miguel, o precisamente por él. Que los antepasados la siguieran o que regresaran a sus camas polvorientas. Que los santos la abandonaran y los ángeles se alejaran volando; concluiría aquella misión y traería a su hijo de vuelta.

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Mi madre siempre desempeñó un papel significativo en mis sueños, tanto cuando dormía como cuando estaba despierto. Si sobrevivo, estoy seguro de que seguiré sintiendo su presencia y oyendo sus palabras. El Miguel que ocupa su imaginación puede que no me resulte del todo familiar, pero ella lo ama sin condiciones. Por muy lejos que él pueda estar ahora, habiendo escapado de mi alcance y del suyo, se preocupa por él igualmente. Sueña con las mujeres que conoció y deseó, todas compitiendo con ella por su atención. La atención es el premio más valioso de la humanidad, y nuestra principal herramienta de conciencia; pero hay muy poco que requiera ahora mismo la atención de Miguel. La atención de la vida determinará los acontecimientos y orientará el sueño hacia un horizonte nuevo. Desde ahí, aguardarán más revelaciones. Con la ayuda de mi hermano, Sarita descansará, despertará y seguirá con sus esfuerzos, como debe hacer todo verdadero maestro.

La ceremonia nupcial de 1997 —no la boda en masa que estaba soñando ella, sino la pequeña boda en Nuevo México—era un indicador de mi determinación por cambiar el sueño de Miguel. En aquella época sentía que un nuevo amor y una nueva manera de vivir estimularían nuevas posibilidades. Estaba ocupándome de mi salud, de mi aspecto y de mi destino. Los Cuatro Acuerdos, recientemente publicado, ya estaba cambiando la forma del sueño. Mi acercamiento a la enseñanza cambiaría pronto, y mi relación con la vida estaba volviéndose más fluida, más íntima. Sarita está en lo cierto cuando dice que nunca fui tan consciente de mi poder personal como durante aquellos meses, y en los cinco años posteriores.

Aquel matrimonio terminó poco después, pero el amor nunca ha de terminar. El respeto no muere porque los sueños resulten incompatibles. Los sueños mueren… y, al morir, dejan espacio para muchos más. Los nuevos sueños se benefician de nuestra conciencia reforzada y traen con ellos nuevos personajes. Puede que algunos de ellos vean en nosotros lo que otros no pudieron ver, y nos amen con el tipo de pasión que nunca se apaga. El viento que soplaba al norte de Nuevo México el día de mi boda llevaba consigo un optimista mensaje de cambio. Esto es solo el principio, decía. Deja de resistir una vez más, decía, porque el intento está cambiándolo todo. La vida está desechando cosas y reinventando cosas. El mensajero está transformándose junto con su mensaje. El mundo está escuchando. La vida se mueve a toda velocidad. Se aproxima una unión, decía… amor lleno de una pasión destinada a durar.

Desde una edad muy temprana, pensé que hacer el amor era mi misión como hombre, tanto biológica como moralmente. En la adolescencia, comencé a sospechar que a las chicas les gustaba tanto como a mí. Si las chicas anhelaban el sexo, y mi madre era una mujer, entonces ella también anhelaba el sexo. Aquella revelación fue inquietante al principio, pero resultaba imposible escapar a ella. Usando mi profundo respeto hacia mi madre como punto de referencia, me comprometí a amar a las mujeres, a respetar su deseo de placer por encima de todo. Yo era un niño que se convirtió en un hombre, ansioso por amar y ser amado. La vida era tan sencilla como eso. Mis hermanos y amigos apoyaban mis esfuerzos, siempre que no interfirieran con los suyos. El amor hace felices a los seres humanos. La culpa y la vergüenza no.

El romance es la historia que contamos sobre hacer el amor. Los poemas, las velas y la música son maravillosos, pero el sexo no depende de ellos; no cambia o evoluciona por ellos. La sexualidad es nuestra cualidad esencial. Nosotros los humanos comprendemos la verdad a través de la emoción y de la intimidad física, pero observen la rapidez con que nos volvemos en contra de la verdad con historias de culpa o de resentimiento. Obligamos al cuerpo humano a pagar por nuestras ideas sobre el bien y el mal. Enseguida aprendí que la verdad puede sentirse sin una historia. El amor, nuestra verdad, transforma la realidad por sí solo.

«¿Cuándo acordaste por primera vez a no ser una víctima del amor?», me preguntó un alumno una vez. Semejante pregunta puede responderse en serio solo cuando viste la distorsión y te negaste a dejarte persuadir por los símbolos. Cada mente humana está bajo el hechizo del conocimiento —las palabras significan solo lo que nosotros decimos que deben significar—. Nos cautiva su poder, pero nosotros somos los magos que les damos el poder. Hechizados e inconscientes, utilizamos las palabras para herirnos a nosotros mismos y a los demás. Las palabras que pensamos nos dan miedo. Las palabras que pronunciamos nos fascinan.

Cuando tenía veintitantos años, llegué a un acuerdo conmigo mismo sobre la palabra amor. La veía como la fuerza de la vida en acción, creando un equilibrio de gratitud y generosidad en cualquier sueño que yo compartiera. Me veía a mí de la misma manera; una fuerza de la vida en acción. Éramos iguales. Si yo era el amor, ¿cómo podía ser víctima del amor?

El amor, la fuerza de la verdad, se utiliza con demasiada frecuencia como excusa para negar la verdad. La gente aprende a amar condicionalmente. Aman si… si son correspondidos, o si pueden controlar la vida de la otra persona. La humanidad practicó esta versión distorsionada del amor durante milenios. Rara vez tenemos en cuenta la posibilidad de un amor sin condiciones ni juicios, y casi nunca lo encarnamos. El amor que la mayoría de los humanos expresa y experimenta es lo contrario al amor. Igual que el árbol icónico que refleja la vida, es una copia de la verdad; pero no es la verdad. Igual que el ángel caído, es un mensajero atrapado dentro de sus propias mentiras. Igual que Lala, es el conocimiento… una historia maestra, contada de maneras cautivadoras y peligrosas.

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¿Qué piensas de Lala?

Miguel y su madre estaban teniendo una conversación sobre la cama del dormitorio de ella, en casa. Jaime había regresado con su familia y los dos estaban ahora a solas. Las cortinas estaban descorridas y la luna estaba tan baja en el cielo que brillaba en los ojos de Sarita. Su hijo pequeño estaba recostado cómodamente sobre las almohadas, como solía hacer cuando era pequeño, cuando volvía a casa de la escuela y le contaba cómo le había ido el día. Sarita, aún somnolienta después de su larga siesta, no cuestionó su presencia allí, y apenas se fijó en su apariencia. Parecía como si fuese a marcharse a las pirámides: llevaba unos jeans gastados, una camisa de mezclilla, sus botas de montaña y un sombrero marrón de fieltro en la cabeza. Hablaba suavemente, de manera íntima, y su voz parecía muy lejana.

—Dime —insistió—. ¿Qué piensas de ella?

—¿Qué? —preguntó ella distraídamente. ¿Había mencionado a Lala? ¡Aquella mujer estaba muy lejos de su actual estado mental! ¡Su nombre se había convertido en un recuerdo borroso!

—Tu guía —le aclaró Miguel—. ¿Qué te parece?

—Ah, bueno, la mujer es exasperante —dijo Sarita frotándose los ojos—. Mandona —añadió. Trató de despejar su mente—. Sí, muy mandona… y a veces tiene mal carácter —empezaba a recordar a Lala con más claridad—. Y superficial. ¡Se cree que es asombrosa y lista!

—¿Te fue útil? —preguntó él con evidente preocupación.

—Supongo que eso aún está por verse. No para dar opiniones, si eso es útil. Para mí no lo es. Parece pensar que sabe siempre lo que hay que hacer en todas las situaciones; que solo ella puede cambiar el curso del destino.

—Entiendo que eso pueda ser una molestia.

—¡Una molestia! ¡Puso a prueba mi carácter, m’ijo! —a Sarita se le aceleró la respiración. Su habitación estaba inundada de luz y el aire se había vuelto un poco demasiado cálido. Se volvió hacia la ventana y se asomó. Dos árboles majestuosos se alzaban ligeramente separados frente a la enormidad de la luna llena. Recordaba ahora que había encontrado a La Diosa entre las sombras de un árbol así. Movió la cabeza al reconocer el árbol, desconcertada al verlo. ¿Siempre había estado en su jardín?

—¿De verdad?

—¿Qué? —Sarita dio un respingo y miró otra vez a su hijo.

—¿Te puso a prueba?

—Ah, Lala. Sí. Su prepotencia me pone a prueba. ¡Su arrogancia me deja sin aliento! —la anciana resopló con frustración—. A veces me apetecería… me apetecería pelearme con ella.

—¿Pelearte?

—Agarrarla y sacudir a esa criatura tan cabezona hasta que me vea de verdad. Parece que no ve nada —de pronto a Sarita se le apareció en la cabeza la imagen bíblica de Jacob, peleando con… con… Parpadeó y la imagen desapareció—. Hasta don Leonardo se deja distraer por ella —dijo—, y pocos hombres son menos susceptibles a la distracción que él.

—Pocos hombres —convino Miguel, asintiendo con la cabeza.

—Sospecho que está cautivado por su belleza —Sarita se encogió de hombros y contuvo un bostezo—. Son hombres… al fin y al cabo.

—Entonces, ¿es hermosa?

—Atractiva —respondió ella, encogiéndose otra vez de hombros—. Tiene atributos, desde luego; y una mujer con atributos puede ser… fantástica —tomó aire para aclararse la cabeza—. Yo era toda una mujer.

Eres toda una mujer.

—En cualquier caso, la belleza no es una excusa —continuó ella—. Su arrogancia hace que sea obstinada y… y amenazante —Sarita hizo una pausa y entornó los párpados, como si quisiera concentrarse. ¿De qué estaban hablando?

—¿Le tienes miedo?

—¡Claro que no! Es una molestia trivial, sin importancia —advirtió un brillo de fascinación en los ojos de su hijo y volvió a sentirse confusa—. Puede que sea… inusual; sí, inusual. Tiene un aspecto fascinante, como lo tenía tu madre cuando… cuando…

—Sigues teniéndolo, madre.

Al oír eso, Sarita se quedó pensativa. Miró otra vez por la ventana. La luna no se había movido. Sin embargo, los dos árboles parecían más grandes. Parecían estar en armonía el uno en presencia del otro, dignos y grandiosos. La quietud de la noche no hacía sino intensificar aquella grandeza, con sus ramas inmensas elevadas hacia el cielo, y hacia ella. Mientras los contemplaba, uno de los árboles pareció desvanecerse de pronto, como una visión hecha de niebla. Sarita cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, ambos árboles estaban de nuevo plantados frente al brillo de la luna.

—Dices que es molesta —estaba diciendo su hijo—, una molestia menor.

—No más que eso —coincidió ella.

—Para el sueño de la humanidad, es mucho más que eso.

—¿Para el sueño…? —Sarita vaciló al advertir el peligro. Aunque seguía medio dormida, una parte de ella se puso alerta ante lo que estaba sucediendo. Notó que Miguel, sentado tranquilamente junto a ella mientras conversaban, estaba a punto de decirle algo que no estaba dispuesta a oír. Se dio cuenta de que su cuerpo estaba durmiendo, pero aquel sueño en particular empezaba a exigir toda su atención. Su hijo se inclinó hacia delante y le habló.

—Es un ángel y un demonio, un enemigo y un aliado de la conciencia humana —le dijo.

—¿Un demonio? —repitió ella, y le sorprendió darse cuenta de que la palabra le daba vergüenza.

—Y un ángel.

Sarita se quedó mirando a Miguel, cuya expresión era curiosamente impasible.

—Nos entregamos a Lala con nuestras primeras palabras —continuó él—. Ella nos posee, nuestro cuerpo y nuestra mente. ¿Qué es en realidad un demonio, sino alguien con el poder de poseer a otro? Nos elevamos con su gloria y caemos a su voluntad. Con la conciencia, por fin podemos verla, enfrentarnos a ella, luchar con ella si es necesario, y negociar nuestra propia libertad.

—M’ijo —dijo ella con un mal presentimiento—, estás diciendo… ¿que estoy poseída?

—Tras comer su semilla, todo ser humano tiene el árbol del conocimiento creciendo en su cabeza. ¿Qué tipo de frutos da?, puede preguntarse cualquiera. ¿Provoca miedo o respeto? ¿Sabe a néctar o a veneno amargo?

Su voz resonó en el silencio. Sarita deseaba despertarse, pero su cuerpo se negaba a responder.

—¿Lala… poseedora? —a la anciana le preocupaban aquellas palabras—. A mí me parece que no tiene importancia. Es una pesada, nada más.

—En el desierto —dijo su hijo con ternura—, el demonio daba mucho miedo, era imponente, podrías decir.

Los dedos de Sarita juguetearon con su camisón.

—El demonio en el jardín no da tanto miedo —continuó Miguel—. Principalmente era molesto… y podía vencérsele con facilidad.

—No hay que burlarse de esa historia, m’ijo —lo reprendió ella.

—Es la historia de todos los seres humanos. La percepción cambia a medida que crece la conciencia, Sarita. La manera en que percibes a Lala ahora es la medida de tu conciencia.

Entonces, ¿aquella mujer era el demonio o no lo era? De pronto Sarita se sintió demasiado vieja y demasiado cansada para averiguarlo. ¿Por qué no podía despertarse?

—El demonio es una imagen distorsionada de Dios —le dijo su hijo, respondiendo sus pensamientos—, igual que el conocimiento es una distorsión de la verdad.

—Yo no haría compañía al demonio de manera consciente, m’ijo —dijo Sarita suavemente.

—El demonio es el resultado de creer en las mentiras, y contigo no tiene ninguna posibilidad. Cuando se trata de Lala, tú la ves como es: algo seductor, hermoso, pero que no merece tu fe —le tomó la mano—. La ves solo como una molestia.

—Pero a veces la veo como… —se detuvo, avergonzada.

—¿Como a Sarita? —sugirió él, pero ella no dijo nada—. Sarita no es tu verdad. Igual que este Miguel, como lo percibes, no es real. Aunque hay que admitir que es adorable —le dio un beso en la mejilla bajo la luz deslumbrante de la luna.

—Real o no, yo lo quiero —susurró ella con la voz quebrada.

—Vivo o no, él te querrá siempre.

Algo arañó el cristal de la ventana y Sarita se despertó del todo. Su primer impulso fue buscar los dos árboles, pero no había nada allí salvo el tejado de la casa de su vecino. Un joven jacarandá se agitaba con el viento y acariciaba el alero con sus ramas. Sarita se dio la vuelta otra vez para contemplar la habitación a oscuras y no sintió otra presencia.

Sola en su cama, Sarita respiró profundamente y ordenó sus pensamientos. Había recorrido grandes distancias desde la mañana del infarto de su hijo. No sabría decir dónde había ido o cómo había llegado a fascinarse tanto, pero todo aquello había vuelto a llevarla a aquel mismo punto. Estaba en casa, y su hijo no estaba con ella. Era vieja y pronto tendría que hacer frente a ese hecho. ¡Qué lejos había quedado la respetada curandera que aliviaba a los moribundos! También quedó lejos la gran curandera que era capaz de moldear el destino a su voluntad. Ni siquiera en estado de trance podía recuperar a esa mujer. Sin embargo, aún podía realizar un viaje interior. Aún podía hacer uso de las fuerzas del deseo. Aún podía ensoñar…

Sarita dirigió la mirada de nuevo hacia la ventana y contempló el cielo barrido por el viento. Empezó a comprender cómo había llegado a encontrar a su hijo en el Árbol de la Vida. No era necesario que Miguel le explicara que el amor, incondicional e infatigable, es la esencia de la vida. Ella sabía bien que el amor basado en condiciones es una copia retorcida de la verdad, y aun así es ahí donde juega la humanidad —ahí, a la sombra de un árbol metafórico que se agita como un espejismo sombrío y esparce las semillas de un millón de mentiras—.

No, no era necesario que le contara aquellas cosas… y aun así sus propias exigencias egoístas habían definido aquella misión. Sarita encendió la lámpara de la mesita de noche. Se levantó de la cama, encontró sus zapatillas y se arrastró lentamente hacia la cocina, ansiosa por un poco de pan dulce y una infusión de hierbas. Tenía que encontrar otra manera de soñar aquello. Creía que su hijo estaba equivocado, tal vez incluso estuviera siendo un estúpido en lo referente a su destino. Y aun así… ¿no era feliz? ¿No era la viva imagen de la felicidad, ahora que se había liberado a sí mismo de la imagen de Miguel? Sarita se preguntó si a ella le quedaría tiempo para saborear esa libertad.

Se preguntó más cosas mientras mordisqueaba un pedazo de pan dulce y se calentaba los dedos en torno a la taza caliente. Dejó la taza en una pequeña mesa del salón y se acomodó en el sillón. Sin dejar de pensar, se quedó profundamente dormida y permitió que aquel momento —que todos los momentos— se disolviera en el poder absoluto.