¿ERES FELIZ O ERES ESTÚPIDA?
—¿A qué te refieres? —preguntó la mujer con los ojos brillantes por las lágrimas. El autobús en el que se encontraban daba botes por una carretera de montaña del campo peruano, con el motor rugiendo. A su alrededor, todos hablaban en voz alta, y ella no estaba segura de haberlo oído correctamente.
—¿Eres feliz? —le preguntó don Miguel a la estudiante de nuevo, con los ojos brillantes bajo el ala de su sombrero gastado.
—No, en realidad no —contestó ella, vacilante.
—Entonces… ¿eres estúpida?
—No.
—¿No?
Ella intentó mirarlo directamente a los ojos, pero era difícil. Era difícil ver aquella mirada abierta y recordar exactamente lo que era la infelicidad.
—La felicidad no es una opción —dijo finalmente, concentrándose en sus manos, que estaban entrelazadas sobre su regazo—. Hay muchas cosas que nos hacen infelices —añadió lloriqueando—. Hay… bueno, hay gente que nos rompe el corazón.
—¿Es eso lo que crees? —preguntó él con una sinceridad exagerada—. ¿Que las cosas te hacen infeliz? ¿Que alguien puede romperte el corazón?
—Sí.
—¿Alguien puede obligarte, forzarte, a ser infeliz? ¿De verdad?
—Sí. ¿Eso suena estúpido?
—Suena como si te lo creyeses.
—No puedo evitarlo —ella se encogió de hombros—. La vida apesta.
—La vida está llena de opciones —dijo Miguel con dulzura—. ¿Deseas la opción de la infelicidad?
—Si realmente tenemos opciones, entonces claro que sería una estupidez quedarse con la infelicidad.
—Exacto.
—Pero… —en su esfuerzo por encontrar un argumento, pareció volver a dejarse llevar por la tristeza. Cambió de postura sobre su asiento y comenzó a llorar.
—Entonces, cariño —insistió Miguel con suavidad—, ¿eres feliz o eres estúpida?
En esa ocasión las lágrimas cayeron en abundancia sobre sus manos.
Desde su asiento, al otro lado del pasillo, Lala estaba observándolos, escuchando. El autobús estaba lleno de estudiantes, todos hablando y riendo con tanto escándalo que resultaba difícil oír algo por encima del ruido; pero ella deseaba estar allí. Deseaba observar al maestro en acción. Deseaba por fin comprender algo sobre él… sobre el juego al que jugaba con la mente de las personas, un juego al que jugaba del mismo modo que ella, pero con una magia que a ella se le escapaba. No podía contenerse. Deseaba saber.
Se notaba que Miguel estaba ansioso por realizar aquel viaje. El breve matrimonio que había comenzado un día de verano en Nuevo México había sido anulado semanas antes. Lala se daba cuenta de que sus heridas emocionales se habían curado, de que ahora estaba ansioso por enseñar, por bromear, por demostrar de nuevo su poder. Así que allí estaba, con un grupo de fieles seguidores que se uniría a él en la diversión. Eran cuarenta en total —cuarenta seres humanos exuberantes en un viaje de poder por Perú, cuarenta personas recorriendo las carreteras serpenteantes que circulaban por lo alto de un mundo improbable.
Eran de edades diferentes y venían de lugares diferentes, pero todos tenían una cosa en común: la búsqueda. Buscaban soluciones para un problema sin nombre. Buscaban algo que creían que les faltaba, que les había sido negado. Lala nunca podría acostumbrarse al modo en que algunos humanos perseguían el misterio como si poseyera una lógica superior. Al final anhelarían el viejo conocimiento y regresarían junto a ella. Como pollos de corral tras varios intentos exasperantes por volar, regresarían a sus costumbres habituales. Más tarde o más temprano, entrarían en razón.
¿Por qué se molestaban entonces? ¿Para qué tanto alboroto, tanto cántico inspirador, tanta oración y mentira? ¿Era por aquella camaradería fugaz… o quizá por unos momentos de asombro? Tal vez la emoción que buscaran fuese llegar hasta el borde de las cosas conocidas, asomarse al vacío. Cuando se asomaban al precipicio, cuando sentían el peligro, parecían ansiosos por regresar a la comodidad de la realidad, a la certeza. Regresaban a lo que creían que eran, a los viejos pensamientos que los atormentaban. Un poco de peligro, un pequeño riesgo, era más que suficiente.
Lala observó a los buscadores de aventura a su alrededor. Casi todos eran americanos, con algunos estudiantes de México y un par que había viajado desde Europa. Perú era considerado por casi todo el mundo un lugar sagrado, un sueño hecho realidad para los aventureros espirituales. La Madre Sarita desde luego así lo creía. La anciana había enviado a su hijo ahí para vincularse con la Tierra, igual que había insistido en que fuera a Hawái. Tenía más lugares en mente —Egipto, Tíbet, la Antártida—. Cada uno de esos lugares requería una estrategia diferente y una hoja de ruta para entrar en un sueño diferente. Tal vez la Tierra soñara, como hacen todos los cuerpos; pero también albergaba el recuerdo de los sueños humanos, ancestrales y olvidados. Las aspiraciones construían ciudades y destruían civilizaciones, pero en los escombros que quedaban atrás seguían existiendo las vibraciones del pensamiento humano. El conocimiento siempre se filtraría en la Tierra como la nieve al derretirse… o como la sangre derramada.
Alguien junto a ella terminó de contar un largo chiste y el autobús estalló en carcajadas. El entusiasmo en aquel viaje era palpable, incluso algo nauseabundo. Cuando cesaron las risas, algunas mujeres de la parte de atrás del autobús comenzaron a cantar, y pronto el ambiente se volvió asquerosamente sentimental. Lala empezaba a arrepentirse de su decisión de ir también. El aire estaba tan cargado de emociones que le resultaba difícil respirar. Estaba planteándose sus opciones cuando algo al otro lado del pasillo llamó su atención.
La estudiante estaba tumbada sobre el regazo de Miguel, exhausta. Lala negó agitada con la cabeza. Esa mujer tenía todo el derecho a ser infeliz. La infelicidad era el resultado natural de tener opiniones y principios rígidos. Tras un día entero escuchando a las ideas batallar en su cabeza, era lógico que estuviera confusa. No se podía escapar a la tristeza; el destino de todo ser humano era verse asediado por el pensamiento desmedido y sufrir por ello. Lala volvió a mirar a la mujer. En ese momento no estaba sufriendo, aparentemente. Su infelicidad parecía haberse disuelto con las lágrimas, pues ahora parecía en paz. Tenía los ojos cerrados y una sonrisa en los labios, una sonrisa vacía, libre de todo mensaje o implicación. Su expresión parecía casi de otro mundo, resultaba desagradable de presenciar.
Miguel comenzó a cubrir a la mujer de besos imaginarios, entregados con las yemas de sus dedos en las mejillas, en la nariz y en la barbilla. Mientras Lala lo contemplaba fascinada, Miguel levantó la muñeca de la mujer y le acarició la piel sensible de la cara interna del brazo. Después deslizó el dedo por una vena, como haría una enfermera antes de poner una inyección, y golpeó el lugar con dos dedos. Clavó las uñas y la mujer soltó un grito ahogado. Se trataba sin duda de una inoculación, aunque Lala no entendía su funcionamiento. Era como si estuviera inyectándole a la asombrada criatura su propia esencia: una fuerza que no tenía ningún estatus en el entendimiento humano. El resultado de aquella acción fue la insensibilidad total. Se quedó tranquila, nadando en una aparente felicidad. Tal vez estuviera asomándose al precipicio, pero Lala sabía que pronto daría un paso atrás. Siempre se apartaban del misterio; siempre regresaban a la certeza, y a ella.
Durante aquel viaje, Lala había observado una gran cantidad de comportamientos inexplicables. Inicialmente se había mofado de la idea de un «viaje de poder», solo una frase pretenciosa más en una nube de autoengaños. ¿Qué sabía él de poder, aquel hombre que subsistía mes a mes, dando sermones en casa de la gente y contando cuentos sobre la verdad y la conciencia? ¿Cómo podía él ejercer poder, cuando seguía siendo anónimo para el mundo, evitando la atención y la controversia? ¿Qué sabía él, aquel hombre que se reía de las creencias que impulsaban otras vidas? Podría haber alcanzado lugares de una importancia suprema en el mundo, pero no lo había hecho. Parecía que entendía el poder de una manera diferente; pero ¿qué poder podía ofrecer a aquellos discípulos? Si no lograba traerles buena fortuna a los cuarenta que ahora lo seguían, ¿seguirían viendo aquello como un viaje de poder?
Esas eran sus impresiones iniciales; pero, cuando más observaba, más se cuestionaba… y cuestionarse no se encontraba entre sus múltiples talentos. Se cuestionaba sobre la fuerza de Miguel, tanto la fuerza física como la fuerza de voluntad. Su propia fuerza parecía debilitarse día a día, mientras Miguel invocaba un poder que no tenía fuente, de maneras que no tenían explicación. Usaba pocas palabras. Llevaba a la mente por un camino de seguridad con pocas palabras inspiradoras, solo para abandonarla y dejarla deambulando sin pensamiento ni dirección. Las palabras lo obedecían. Las palabras se rebajaban o ascendían a elevados niveles de inspiración según su voluntad. Los rituales vencían a las palabras dejándolas sin poder, conforme a su intento. El conocimiento luchaba contra el misterio, bajo sus órdenes. Lala se sentía más débil, sí. Aquel no era su reino. Allí su voz no se oía y su determinación se convertía en nada. El universo jugaba en aquel campo. La vida jugueteaba allí, e incluso el maestro nagual era susceptible a sus caprichos.
No estaba segura de cómo hacía lo que hacía. No estaba del todo segura de qué era lo que hacía. Solo sabía lo que veía. Desde las primeras horas en Lima —de hecho, desde los primeros minutos en el avión desde Los Ángeles— él estaba hechizando a sus estudiantes. Las mujeres estaban encantadas; los hombres deseaban igualarlo. Puede que los hombres envidiaran la atención que Miguel recibía de las mujeres, pero parecían disfrutar del desafío, imaginándose a sí mismos como hechiceros talentosos. Lo seguían de cerca mientras él ascendía los ancestrales escalones y los caminos de montaña. Se mantenían a su lado, como habían hecho en el volcán, dispuestos a ser sus ángeles y sus defensores. De pie junto a su pequeña figura, daban una impresión de fuerza y seguridad. Incluso el más vulnerable de los hombres parecía hacerse fuerte en su compañía.
Lala observaba con placer a los hombres de aquel grupo. Eran los orgullosos protectores del conocimiento. Se dejaban impresionar por las ideas. Habían nacido con una inclinación natural a creer, con una predisposición al heroísmo. Siempre preparados para explorar nuevas tierras y lanzarse al espacio, los hombres no eran tan valientes cuando se trataba de estirar la membrana de la percepción. El chamán entendía aquello; vigilaba la prepotencia de los hombres. Tenía a sus ángeles elegidos para dirigir las ceremonias en las puestas de sol y guiar al resto a través de los rituales. Mientras las mujeres lloraban, sus ángeles proporcionaban consuelo. Cuando Miguel provocaba tormentas, ellos lo cobijaban. Cuando los truenos bramaban y los rayos iluminaban el cielo a su voluntad, se mantenían impasibles a su lado. Inamovibles, aquellos hombres eran metáforas de su poder invisible. Eran los monolitos que adornaban su camino.
Por supuesto, Lala estaba acostumbrada a la lealtad de los hombres, pero había algo en aquellas interacciones que no podía comprender. Como la mayoría de los guerreros, aquellos hombres se sentían atraídos por el peligro. Eso lo entendía. Como la mayoría de los académicos, se sentían atraídos por el conocimiento. Como todos los niños, se sentían atraídos por el buen padre que Miguel representaba. Sin embargo buscaban otras cosas y parecían encontrarlas en su presencia. Parecían encontrar el valor personal, donde antes no se veía. Parecían encontrar la fe, una fe que no podía definirse ni nombrarse. Encontraban la comprensión en la más pequeña de las insinuaciones. Encontraban la autenticidad —quizá tan solo durante unos segundos seguidos, pero eso les daba un recuerdo que podían llevarse a casa consigo—. Quedaban transformados por el viaje interior al que Miguel los alentaba y guiaba, una excursión desestructurada más allá de los límites de la razón. En ese frenesí encontraban la paz. Parecían encontrarse a sí mismos.
Para La Diosa, no había nada más siniestro.
Obviamente las mujeres también estaban buscando la verdad de sí mismas, si tal cosa existía. Miguel parecía sujetar el espejo que les mostraba lo que deseaban ver. No era ningún monolito imponente, pero su poder podía sentirse. Su alegría era contagiosa y su sabiduría una inspiración. Su amor tenía la fuerza de un maremoto: todo cedía ante él. Viéndolo en acción, Lala estaba dispuesta a admitir que inspiraba un anhelo, uno que ni siquiera el conocimiento podía inspirar. Acosados por ese anhelo, sus estudiantes con frecuencia se distraían de su búsqueda.
«Eres mío» eran las palabras que toda mujer deseaba decirle a Miguel. Más que un hombre, era una presencia que creaba un tumulto capaz de transformar. Era cambiante, pero ellas no podían cambiarlo. «¿Y qué me dices de mí?», preguntaban. Lala sabía que mí era una invención de la mente. Pedía atención sin hacer caso a las consecuencias. Mí era la arrogancia de toda mujer, la idea de sí mismo de todo hombre. Mí era el tentador, que rompía corazones y dividía las lealtades. Mí era el conocimiento, caracterizado como persona. Mí era como la Madre Sarita podía haber llamado a Lala, pero no lo hizo.
Para don Miguel, la vida estaba llena de algo que Lala no podía identificar ni definir; algo que se producía antes del impulso inicial de la creación y que duraría hasta mucho después de que el espectáculo hubiera terminado. Para él, la verdad era algo que merecía la pena experimentar, aun a riesgo de perder el mí. Se veía a sí mismo en todas las cosas y oía la música de la vida en todos los sonidos. En su modesta forma humana, era el misterio exultante que podría absorber a todos aquellos que se acercaran a él. Su hogar era la eternidad. Vivía allí, jugaba allí, amaba allí, mientras que quienes se limitaban a sus pequeños sueños difícilmente se atrevían a imaginarlo.
Lala pensó en todo lo que había visto y oído desde que comenzara su vigilia solitaria, allí, en aquel mundo enrarecido de montañas y sabiduría secreta. Sí, se habían producido transformaciones. El misterio estaba por todas partes. La música sonaba en las radios, en las voces de los niños; y sonaba melódicamente en la mente humana. La música inundaba el aire, se colaba en la tierra y burbujeaba en las corrientes de los ríos y arroyos. Ella sospechaba que la música era algo más que matemáticas, más que símbolos medidos. De alguna manera, la música conspiraba con el misterio… y, como sucedía con el chamán, el resultado era algo que escapaba peligrosamente a su control.
Siento apartarlos de su música —dijo Miguel—, pero hay algo que deseo mostrarles.
Había sido un largo viaje en autobús, pero por fin estaba en el hotel de Machu Picchu. Después de descansar y comer algo, un pequeño grupo se reunió en la entrada del hotel y dejaron a algunos de sus amigos bailando en el salón. Cuando don Miguel los reclamaba, lo mejor era responder. No habían recorrido más de seis mil kilómetros para perderse los grandes momentos con él, y aquel podría ser uno de ellos.
El hotel estaba sobre un acantilado situado directamente sobre las ruinas de la antigua ciudad, una ubicación de poder que atraía a entusiastas espirituales de todo el mundo. Después de visitar Lima y Cuzco, el grupo estaba pasando unos días allí, explorando los misterios del lugar y aprendiendo sobre sí mismos. Las lecciones comenzaban en el desayuno cada día y se prolongaban hasta la noche.
Aquella noche de finales de octubre habían planeado ir de fiesta, pero don Miguel estaba inquieto. Había más cosas que hacer, más cosas que decir. De modo que, apiñados juntos, los dedicados estudiantes se callaron para escuchar al maestro. En Perú estaban a principios de primavera, en el hemisferio sur, y las noches seguían siendo frías. Había montañas por todas partes y sus cumbres nevadas brillaban de blanco a la luz de la luna. Las ruinas no se veían a sus pies, pero el aire nocturno reverberaba con sus secretos, como si las propias ruinas estuvieran recontando cuentos de un sueño compartido.
—Hace una noche preciosa, ¿verdad? —preguntó Miguel mientras daba vueltas de un lado a otro del pequeño patio.
Ellos asintieron. Aunque la mayoría ya estaba estremeciéndose, se mantuvieron alerta y en silencio.
—Una bonita luna —continuó—. ¡Estrellas maravillosas! ¡Un cielo despejado y asombroso! —decir lo evidente no era su costumbre habitual; sospechaban que estaba a punto de suceder algo—. Dentro de un momento, todo esto se desvanecerá. ¿Quieren ver cómo?
¡Y eso era! Un poco de brujería. Algunos aplaudieron felizmente, y los enormes ángeles de Miguel prestaron atención, preparados para observar y aprender.
Miguel se apartó de ellos y se adentró más en la noche vacía. Comenzó lo que parecía ser una comunicación silenciosa de algún tipo. No dijo nada, dejó los brazos laxos junto a su cuerpo, pero movía lentamente un puño en círculos, como si estuviera haciendo girar un lazo invisible. Entonces regresó junto al grupo con una enorme sonrisa. Nadie dijo nada. El mundo estaba en silencio. Con el mismo silencio, una leve neblina fue acercándose a ellos. Emergió de la oscuridad, y los hilillos delgados fueron convirtiéndose gradualmente en una niebla espesa. En cuestión de segundos todo quedó envuelto en una capa uniforme de vapor. La luna, las estrellas y las cumbres de las montañas desaparecieron y la noche quedó en penumbra.
—¡Vaya! Asombroso, ¿verdad? —exclamó Miguel. Sus espectadores estuvieron de acuerdo y asintieron con entusiasmo, aunque parecían incapaces de pronunciar palabras. Él tomó aliento varias veces para inspirar el aire nebuloso y admiró su propia obra—. ¿Quieren que la haga desaparecer? —sugirió transcurridos unos minutos.
Nadie protestó. Todos se quedaron muy quietos, emitiendo sonidos de consentimiento. Con los ojos muy abiertos, contemplaron maravillados la niebla a su alrededor y aguardaron expectantes.
Miguel volvió a apartarse de ellos. Sin hacer ningún gesto ni fanfarrias, se quedó de pie dentro de la niebla. No hizo nada aparentemente visible, y no dijo nada. Sin embargo, poco a poco las nubes se dispersaron, se convirtieron en débiles hilillos de niebla que retrocedieron sobre los barrancos como fantasmas irritados. Todos se rieron cuando la luna brillante salió de la oscuridad y las estrellas comenzaron a titilar como si hubieran participado de la broma. Pasados los minutos, las montañas brillaban frente al horizonte y el mundo volvía a ser visible.
Miguel se volvió hacia sus estudiantes con otra gran sonrisa. Se aproximó a ellos y comenzó a hablar del intento. Su voz sonaba casi demasiado suave sobre el fondo de música en directo procedente del salón, pero captó la atención de todos. Escucharon atentamente mientras les explicaba que el intento era la vida, que conversaba consigo misma. ¿Cómo podía tener lugar aquel discurso con todo el ruido y toda la confusión que afligían a la mente humana? El dejar de resistir era la clave para comprender el intento. Él siguió hablando mientras la noche resplandecía y el sueño de los guerreros ancestrales resonaba en la oscuridad. Su voz sonaba tranquila, hechizante. Su fuerza era innegable.
Lala estaba de pie junto a la barandilla del porche, escuchando solo a medias. Como sus homólogos humanos, luchaba por encontrarle sentido a lo que estaba presenciando. Había visto muchas cosas en aquel viaje, y algo en ello había hecho que le resultase imposible intervenir. Cuando Miguel se ponía así, el misterio podía más que ella. Había visto a aquel hombre dibujar imágenes en las nubes, para asombro de sus seguidores. En muchas ocasiones le había visto invocar una tormenta, y los truenos habían respondido. Los relámpagos partían el cielo a su voluntad; la lluvia caía cuando él quería. Una vez ella se había unido a algunos de sus hombres mientras los guiaba a través de un terreno montañoso hacia un lugar sagrado. Ellos lo siguieron mientras él caminaba y finalmente desapareció de su vista. Entonces siguieron sus huellas. Cuando sus huellas también se esfumaron, se dejaron caer al suelo y ensoñaron juntos, habiendo decidido que aquella era la mejor manera de encontrarlo. Aquella visión se había quedado con ella, haciendo que se maravillase con ese tipo de mente que reconocía las barreras normales, pero continuaba buscando e imaginando.
Había visto a Miguel aparecer en dos lugares a la vez, un fenómeno que divirtió a sus estudiantes más observadores y pareció no requerir explicación. «Eh, don Miguel», decía alguien al encontrarlo en una clase improvisada en el tejado del hotel. «¿No estaba hablando con usted en el vestíbulo?». A veces, dos mujeres distintas juraban que había estado con ellas la misma noche en dos ciudades diferentes. No parecía necesario sacar conclusiones. Las conclusiones eran inútiles en aquel universo que habían acordado compartir con él. Lala frunció el ceño al pensar en romper las normas establecidas; estaba segura de que las normas eran lo único que mantenía en su lugar al sueño humano.
A principios de esa semana, una joven se había caído mientras bajaba unos escalones resbaladizos en el interior de una caverna. Se golpeó la espalda con un escalón de piedra y se oyó un fuerte crujido; inmovilizada, aunque claramente capaz de sentir, la chica gritó de dolor. El chamán le pidió que lo mirase a los ojos y, cuando lo hizo, se calmó. Después le tomó ambas manos y la levantó lenta y cuidadosamente. Algo en su espalda crujió audiblemente para recolocarse en su lugar. Ella seguía llorando, pero el dolor había desaparecido y había recuperado la movilidad.
Lala estaba familiarizada con ese tipo de trucos y escenas, y aun así no había teatralidad. Las cosas sucedían, se aceptaban y después se olvidaban. Cualquier cosa era posible… porque cualquier cosa era posible. Eso era todo. Entonces, ¿era auténtica brujería? ¿Qué tipo de magia acababa con el miedo y le robaba a la mente su supremacía justificada? Ella conocía la magia provocada por el miedo, por los pensamientos oscuros y las imaginaciones extremas. Conocía bien la magia negra que movía a casi toda la humanidad; en aquel lugar no estaba presente. Entonces, ¿de qué se trataba?
A través del sueño humano, el conocimiento —secreto y selectivo— había estado escondiéndose detrás de la magia. Las masas sin cultura se dejaban explotar tradicionalmente por los pocos que sabían cosas. El conocimiento había parecido algo mágico desde los orígenes de la humanidad. Podría ser que el chamán supiese cosas que los demás no sabían. Podría ser también que hubiera encontrado la manera de lograr que el conocimiento no fuera indispensable. Desde luego, Lala se sentía innecesaria en su mundo. Desde que llegara allí, no había oído llamadas de socorro —ni a ella, ni a Dios, ni a los santos, guías y entidades habituales—. Todas las historias quedaban a un lado para obedecer a la vida. Su incertidumbre la detenía, la inquietaba y se daba cuenta de que no había nada que hacer salvo observar, presenciar y reflexionar sobre la naturaleza de algo llamado magia blanca y todas las disparidades del poder.
Ahora siento la suave intromisión de Lala, como sucedió durante toda mi existencia. El conocimiento nos sigue a todas partes, como un amigo preocupado o un amante persuasivo. Es el ruido discreto de nuestra cabeza, cuyo significado creemos comprender. Pide que nuestros oídos ignoren lo que oímos y que nuestros ojos nieguen lo que vemos. Intenta decirle a nuestro corazón a quién hemos de amar y qué hemos de odiar. Cuando se vuelve más invasivo, el conocimiento es un autócrata despiadado. Abusará de nosotros y exigirá que abusemos de los demás. Un pensamiento puede alejarnos de nuestros instintos y compasiones normales. Una idea puede justificar atrocidades. Es sencillo decir que somos conocimiento, que las palabras y los significados nos robaron nuestra propia autenticidad, pero no es tan sencillo aferrarse y cambiar. Es un desafío, por supuesto, pero la fe en nosotros mismos hace que sea posible, incluso inevitable.
Durante muchos años oí las palabras de Lala resonando en las voces de todos a mi alrededor. En los viajes a lugares exóticos, lugares alejados de sus realidades normales, mis estudiantes llevan consigo su conocimiento, tan pesado e incómodo como sus mochilas. Dejan que hable por ellos, que discuta y explique las cosas por ellos. La teoría religiosa y la mitología cultural libran una guerra de ideas en ellos, hasta que sus mentes por fin están dispuestas a rendirse. En este planeta, todos los lugares fueron alcanzados por el conocimiento humano. Un viajero diferente lo verá, lo oirá en su propia voz y cambiará su objetivo.
Como cualquier otro lugar, Perú, un país lleno aún de mensajes y de tradiciones ancestrales, se encuentra bajo el hechizo de Lala. Yo la sentí ahí, como sucedió en todos mis viajes, y es un placer observarla hora, mientras escucha nuestras conversaciones de una manera diferente y se ve a sí misma en mis ojos soñadores. En su interior, oigo las palabras chocando, como hacían dentro de Miguel —al final rompen sus propios hechizos y se comprometen a reflejar la enorme generosidad de la vida—.
Milagro es una palabra por la que la humanidad se siente atraída. Los milagros son cosas que no pueden explicarse, al menos ese es el punto de vista del conocimiento. Los milagros, desde el punto de vista de la vida, son hechos, los esperemos o no, los comprendamos o no. Primero no hay nada, y después hay algo; esto sucede constantemente, sin parar. La magia es poder creativo en acción, y es una pena que nuestros poderes humanos incluyan la habilidad de crear el caos en nosotros mismos. La magia negra es el arte de la autoderrota. Nos envenenamos con juicios y miedos, y después extendemos la toxina a los seres vivos que nos rodean. Curarnos requiere de amor propio, la magia blanca que obra milagros sobre el sueño de la humanidad.
Al conocimiento le inquieta la idea del poder. Vemos cómo funciona en el mundo de los negocios y de la política, y sospechamos que funciona de igual modo en el mundo espiritual. Suponemos que es un don para los excepcionales y los elegidos. Ella puede hacerlo, pero nosotros no, podría decirse la gente. Él es el elegido; yo no lo soy. Él es un maestro, pero yo nunca podré serlo. Nos convertimos en maestros de lo que no somos. Nos volvimos vulnerables a la creencia de que los demás poseen un poder mayor que el nuestro, porque no reconocemos nuestro propio poder, nuestra verdad. El poder, para el sueño del mundo, es algo pequeño y egoísta. El poder, desde el punto de vista de la creación, es infinito y generoso.
Percibirnos a nosotros mismos como vida altera nuestra relación con todo. Las palabras normalmente se pronuncian como anticipo de una acción, pero también pueden pronunciarse cuando ocurren las cosas, como si las dos partes de una ecuación se comunicaran. Podría preguntar: «¿Desean oír el trueno?». ¡Pum! Lo oyen. «¿Desean ver la niebla?». ¡Y ahí está! «¿Desean ver de nuevo las estrellas?». ¡La niebla desaparece! ¡Maravilloso! ¿Qué sucede primero, la pregunta o la respuesta? Ambas son lo mismo, proceden del mismo ser vivo. El intento alimenta el discurso y el resultado es una acción de poder. El intento es vida; es la corriente de la vida la que circula por nosotros, y respondemos a esa corriente. Nuestra historia no es la verdad. Nuestras mejores ecuaciones científicas no son la verdad. Los símbolos no pueden reemplazar a la verdad, pero pueden ayudarla. Pueden orientarnos hacia la verdad y, cuando ceden —cuando el conocimiento se rinde a lo que no puede comprender— nos convertimos en instrumentos del intento.
La conciencia gana la guerra de las ideas. El amor vence al autojuicio y al sufrimiento personal. Llegaría el día en el que ganar la guerra se convertiría en el tema central de mis enseñanzas. Ese cambio aún no había comenzado durante aquellos primeros peregrinajes a Teotihuacan y los viajes de poder a Perú. Por entonces, estaba centrado en ayudar a mis estudiantes a salir del infierno. Era importante para ellos saber qué tipo de pesadilla personal habían creado y cómo podían despertar al fin. No lograban imaginar la manera de salir del infierno. Las normas tenían que cambiar, sus palabras tenían que cambiar y las voces interiores tenían que calmarse. Aquellos estudiantes necesitaban perdonar, ser amables consigo mismos. Necesitaban ver que la existencia humana no era solo ruido y confusión, y que la sabiduría podía ser suya. Sentían la verdad en mí. En mi amor por ellos sentían su propio poder. Nadie podía conducirlos hasta Dios. En términos espirituales, yo solo podía ayudarlos a encontrar las puertas del infierno e inspirarlos a seguir adelante, más allá de esas puertas, al cielo.
Solo tres estudiantes lo siguieron. El resto del grupo había tomado un camino diferente, y el autobús se había marchado a recibir a los demás. Antes, mientras todos recorrían el terreno irregular en busca de las ruinas sagradas, don Miguel se había salido del camino. El guía local les había hecho seguir hacia delante, pero el grupo vacilaba. Veían a Miguel de pie sobre un saliente lejano en la roca, pero ¿esperaba que lo siguieran todos? Al no ver una señal visible por su parte, no podían estar seguros. Tras la insistencia del guía, subieron por el camino, uno a uno, hasta reunirse con el peruano y reagruparse de nuevo. Mientras cruzaban la cresta de la montaña, sin ser vistos, solo tres incondicionales quedaron atrás. Siguieron mirando a don Miguel, convencidos de que estaba llamándolos, esperándolos. Comenzaron a trepar por la colina hacia él, que se alejaba cada vez más.
Cuando al fin lo encontraron, el chamán estaba sentado cómodamente en una roca plana. Les dio la bienvenida con una expresión de interés y diversión. ¿Se habría preguntado quién lo seguiría, quién se apartaría del comportamiento esperado y abandonaría la seguridad del grupo? ¿Eran ellos los tontos, o lo eran los demás? Cuestionar las decisiones de Miguel Ruiz era un pasatiempo común entre sus aprendices. Nunca era suficiente seguir su instinto y olvidar las expectativas. Era demasiado importante ver la razón más profunda. Lala sabía que el significado era el premio más valorado por la mente. Si el maremoto del amor destruía los últimos bastiones de realidad, el significado sería una cuerda salvavidas para el intelecto antes de ahogarse. Todo tenía que significar algo. Normalmente ella estaba de acuerdo con esa idea, pero ahora se daba cuenta de su irrelevancia. Miguel no tenía leyes, no tenía significado.
Si Miguel percibió la presencia de Lala, no dijo nada. Ella se sentó en la roca con los demás, de espaldas al sol de la mañana, y observó. Durante un rato nadie dijo nada; los tres aprendices se quedaron sentados con los ojos cerrados, contentos por sentirse especiales, satisfechos por haber sido elegidos. A medida que pasaba el tiempo, comenzaron a hacerle preguntas a Miguel, al principio con timidez. Lala escuchó sin mucho interés y reflexionó sobre la escena. El grupo estaba compuesto por un hombre y dos mujeres. Todos parecían rondar la misma edad: lo suficientemente mayores para tener familia, pero lo suficientemente jóvenes para soportar los rigores de ese tipo de trabajo. Dando por hecho que a aquello pudiera llamársele trabajo, pensó ella. Desde su punto de vista, se habían apuntado a recibir una dosis regular de locura. Acercarse a lo desconocido, rechazar la seguridad de las creencias y tradiciones familiares, le parecía un sinsentido. Aquel chamán se enorgullecía de tener sentido común, y aun así guiaba a su gente hasta los límites de la realidad, donde caía abruptamente casi todo lo que conocían y en lo que confiaban. ¡Algunos regresaban al precipicio una y otra vez! ¿Cómo no iba a ser aquello una locura?
—Algunas personas nunca se detienen —dijo Miguel.
Lala se volvió hacia él, sorprendida de que se hubiera dirigido a ella, aunque no lo había hecho. Estaba sonriendo a una de las mujeres, que al parecer le había hecho una pregunta. Lala intentó recordar de qué trataba la conversación. El hombre del grupo había preguntado algo sobre la naturaleza, sobre el sol y la Tierra. No recordaba sus palabras exactas, pero Miguel había respondido diciendo algo sobre «un ser». Un ser, sí. Lo recordaba.
—Hay solo un ser —había dicho—, e innumerables puntos de vista.
Eso era. Pero, si solo había un ser ¿quién era ella? ¿Quién era La Diosa y cuál era su particular punto de vista? Parecía que su voz los había sumido en un agradable trance, y la conversación cesó hasta que habló la mujer. Había estado mirándolo con ojos desencajados y deseosos, y dijo lo único que importaba.
—¿Qué lo hace tan diferente del resto de nosotros?
Hubo una pausa. Los demás salieron de su modorra y se volvieron para mirar. La pregunta parecía impertinente.
—Algunas personas nunca se detienen —respondió él, sin sonreír y con claridad en los ojos. Se quedó mirando a la mujer, esperando otra pregunta, pero no se produjo. Pareció que ella lo entendía. Tal vez fuese una de las que corrían hacia el precipicio y soñaba con saltar. Si existía un precipicio, si era posible saltar desde lo alto de las creencias que convertían a cada persona en lo que creía que era, Lala creía que aquella mujer lo haría. Sin embargo, no existía tal abismo. La realidad estaba por todas partes, dispuesta a atrapar a aquellos que se apartaban de su proceso normal de pensamiento y enviarlos de vuelta al punto de partida. Ella sabía que así funcionaba el sueño humano.
Entonces habló el hombre mirando fijamente a Miguel.
—Ayer —comenzó a decir con reticencia— nos separamos en dos pequeños grupos, cada uno con dos líderes de grupo, ¿recuerda?
—Sí. ¿Cómo fue? —preguntó Miguel con interés.
—Bueno, los dos líderes de mi grupo nos dieron diferentes instrucciones para el día. Uno nos pidió que encontráramos la verdad en nosotros mismos. El otro, intentando aligerar un poco las cosas, nos dijo que fuéramos entretenidos. Fue algo gracioso, creo, y todos se rieron, pero ambas cosas me afectaron enormemente.
—¿En serio?
El hombre vaciló, esperando un juicio.
—Sí —confesó—. De hecho, me quedé tan sorprendido por lo que vi de pronto en mi interior que pasé el resto del día vagando solo. Esas dos ideas despertaron un profundo conflicto en mí.
—Yo no veo conflicto alguno.
—Me enfrenté a todos los desafíos sociales de mi vida siendo un payaso. Ahora veo el conflicto entre desear entretener a la gente, contando chistes todo el tiempo, y ser auténtico. Parece que me pasé mi vida adulta evitando la autenticidad.
—Pasaste tu vida creando risas —respondió Miguel.
—Bueno, si no soy un listillo, no sé quién ser. Eso me molesta.
Aquello le parecía una tontería a Lala, que sabía que el engaño era una simple herramienta de supervivencia. Resopló audiblemente, pero nadie pareció darse cuenta. Miró hacia el cielo y vio un águila sobrevolando el manantial de aguas termales. Recordó que el guía peruano le había dicho a Miguel que no había águilas en esas montañas. Había cóndores, claro, que sobrevolaban los barrancos y los valles abiertos, que surcaban los picos escarpados y despertaban la imaginación de los humanos. Pero allí, volando por el cielo azul y chillando triunfalmente, había un águila dorada.
—Yo no veo conflicto alguno, Jefe —repitió Miguel, utilizando el apodo que había dado al estudiante.
Levantó la mirada en respuesta al grito del águila. Miró entonces directamente a Lala con una sonrisa. A ella le dio un vuelco el corazón y el momento pasó. Miguel se volvió hacia los demás.
—Estás siendo fiel a ti mismo cuando inspiras risas, y estás siendo fiel a ti mismo cuando buscas la autenticidad. Todos los conflictos de los que hablas ocultan algo sencillo y verdadero. Eres vida. Cuando naciste eras verdad, tanto en tu cuerpo como en tus acciones.
—Ahora solo finjo.
—¿Qué finges?
—Todo —respondió el hombre encogiéndose de hombros—. Seguridad en mí mismo. Conciencia. Sinceridad. Si pudiera fingir la autenticidad, lo haría —las otras dos se rieron, pero pronto volvieron a quedarse calladas cuando vieron el semblante sobrio de Miguel.
—Con cada uno de ustedes, la vida creó un ser humano perfecto. Son perfectos como son. Les enseñaron el concepto de la imperfección y construyeron la realidad en torno a eso.
—Ayer me quebré, don Miguel… me quebré.
—Y eso es perfecto. Permite que llegue el cambio, y recuérdate a ti mismo que la historia que cuentas al respecto no importa.
Hizo una pausa y se quedó mirándolos en silencio. Las mujeres eran ambiciosas, cada una a su manera, pero se cuidaban de no mostrarlo. Una se mantenía callada en la mayoría de situaciones, pero siempre decidida. Miguel utilizaría eso. La otra probablemente estuviese a punto de casarse, pero ella podría beneficiarse incluso de aquella determinación. Con frecuencia era posible convertir las ambiciones sencillas en cambios permanentes. El Jefe no era tan cauteloso como sus compañeras y quizá no estuviese tan preparado para ser sabio. Miguel había visto gran potencial en él desde el principio, pero debía elegir la paciencia como estrategia. Siempre la paciencia…
Desde donde estaba, Lala veía la nuca del hombre —un breve paisaje de sudor y tensión—. Su postura indicaba impaciencia… ¿o sería anhelo? El Jefe era un nombre inspirado por su papel en la vida real como director ejecutivo de una empresa. En aquel viaje por Perú, Miguel le había pedido que adoptara el papel de jefe de cacique de una tribu, guiando a los demás estudiantes en diversas ceremonias. El apodo le iba bien, pero era un desafío para el chamán. El Jefe solía sentirse incómodo fuera de las esferas de pensamiento habituales. Adoraba a su maestro, pero con frecuencia lo usaba como excusa para tener miedo. En una ocasión, cuando lo desafió a ver la verdad de sí mismo en los ojos del chamán, el hombre había imaginado a un demonio grotesco, con cuernos y varias cabezas. A Lala le había resultado divertido observarlo, pero la experiencia había hecho que el guerrero se fuera a la cama aterrorizado. Era un hombre decidido, pero a veces demasiado entusiasta. En una ceremonia durante la puesta de sol se había dejado llevar por el fervor chamánico hasta tal extremo que se había desmayado y habían tenido que llevarlo de vuelta al autobús. Ella pensaba en aquel hombre con asombro. ¿Qué tipo de guerrero se desmaya? ¿Qué tipo de hombre nagual, como a Miguel le gustaba llamarlo, cae víctima de su propio hechizo?
A los cincuenta años, el Jefe había alcanzado el éxito en los negocios y en la familia, y se sentía atraído hacia búsquedas intangibles y asuntos del alma. Competitivo por naturaleza, abordaba su recién descubierta espiritualidad con el mismo fervor táctico con que abordaba cualquier otra cosa. Era testarudo. Su aversión al autoreflejo era evidente. Sus opiniones eran más potentes que su espíritu. Era un estudiante imposible en realidad. A Lala le gustaba mucho.
—Veo que están siendo sinceros con ustedes mismos —dijo Miguel—. Su conciencia crece deprisa. Recuerden no creer todo lo que piensen… o lo que piensan los demás. Solo escuchen y aprendan.
—¿No hay nada más que podríamos estar haciendo? —preguntó una de las mujeres—. El Jefe dijo que se quebró. Parece que tenemos que seguir quebrándonos una y otra vez hasta alterar por fin la conciencia y dejar entrar la luz —frunció el ceño, aparentemente no muy segura de ir por el buen camino.
El instinto del chamán le decía que sí.
—Adelante —dijo Miguel.
—Me preguntaba si podría usted…
—¿Podría presionarnos más? —intervino el Jefe, como si llevara días esperando decir aquello. Ya había dicho algo parecido antes, y al parecer se había olvidado de las incómodas consecuencias—. Estamos aquí con usted, don Miguel, cuando nadie más vino —se jactó—. Estamos aquí y estamos preparados —los tres miraron al chamán.
Miguel los miró con severidad.
—¿Desean que los presione? —preguntó.
—¡Claro que sí! —exclamó el Jefe—. Hágalo lo mejor que pueda, jefe.
—¿Estás seguro? —preguntó Miguel.
—No tenga piedad —respondió el Jefe con una amplia sonrisa. Las mujeres parecían menos seguras ahora, apenas capaces de sostenerle la mirada a Miguel.
—¿Sabes lo que estás pidiéndome? —preguntó el maestro suavemente.
El Jefe siguió sonriendo, pero vaciló antes de hablar. Habiendo dicho las palabras, ahora se veía obligado a tener en cuenta sus implicaciones. ¿Qué significaba exactamente ser presionado? En su trabajo, presionaba a la gente diariamente. Aquello era diferente, claro, y sabía que los resultados serían diferentes. Al recordar al horrible monstruo azul de su visión, se detuvo a reflexionar. Durante el largo silencio, su sonrisa fue borrándose lentamente.
Lala, que observaba con interés, comenzó a entender el punto de vista del chamán. Mientras miraba a la cara a sus devotos estudiantes, oía solo una voz. Diría que era la voz de Lala, sin duda. Reconocería la arrogancia de querer terminar la carrera antes que los demás. La culparía por su exigencia constante y apremiante de saber. Por su parte, Lala no sabía qué ganaría presionando más a aquellos aprendices. Romper la mente humana nunca era su estrategia. El juego al que ella jugaba solo se ganaba guiando y persuadiendo, después viendo como la mente hacía su trabajo. Aquel aprendiz, aquel hombre sincero que deseaba iluminación para seguir con sus planes, no se rompería en ningún caso. Estaba construido para doblarse. Tenía inclinación a desmayarse.
El águila, que había estado volando en círculos sobre sus cabezas desde que Lala la viera, de pronto se lanzó hacia ellos chillando. El sonido interrumpió el momento y rasgó el aire soleado. Los tres estudiantes sintieron la sorpresa. Para el Jefe, el hombre que había exigido saber, fue como si el tiempo se escapara a través del cielo, y como si el paisaje escarpado corriese tras él. Su mente estaba vacía. Se tambaleó allí donde estaba, después se dejó caer hacia un lado y su cuerpo se adaptó naturalmente a las curvas de la roca. Las mujeres permanecieron sentadas, muy quietas y sin aliento, mirando fijamente a Miguel.
—La mente cambia con pequeños abusos de la verdad —dijo él—. A veces una idea es suficiente… un cambio de percepción, o una breve mirada hacia el interior —su voz sonaba suave, pero tenía fuerza—. Los mayores cambios suceden al experimentar las sensaciones puras de la vida, sin comentarios. Dejen de pensar y solo quedan las sensaciones. Dejen de intentarlo y se alzarán en el amor.
Los guerreros mueren tratando, quiso añadir, pero probablemente lo malinterpretarían. Los buscadores espirituales con frecuencia se pasan la vida tratando, mintiendo y formando estrategias. Luchan contra sus voces interiores, matan de hambre a sus cuerpos y después se castigan a sí mismos por no encontrar el nirvana. Rebuscan en cajas de conocimiento secreto, tratan de descifrar el rompecabezas y aun así no encuentran la pieza esencial: el dejar de resistir.
El viento recorrió el cañón a sus espaldas y después agitó los últimos vestigios secos del invierno. Movió la hierba, pero no rompió nada. Las creencias podían romperse sin romper al creyente.
—Es hora de ensoñar —dijo Miguel mirándolos a los ojos—. Es hora de dejarse llevar —hizo una pausa para asegurarse de que lo comprendían—. ¿Están preparados?
No le hizo falta preguntarlo dos veces. Las mujeres encontraron un lugar donde acomodarse, una a cada lado del cuerpo aún inerte del director, y permitieron que su respiración recuperase un ritmo lento y constante. Miguel señaló hacia el cielo y les pidió que soñaran el sueño del águila que volaba sobre ellos, elevándose cada vez más hacia los cielos. Miraron una última vez hacia arriba y ambas cerraron los ojos y dejaron de resistirse al ensueño.
En el silencio subsiguiente, Lala sintió las corrientes de algo que le hizo sentirse incómoda. Ocupó el vacío dejado por las palabras e hizo vibrar la materia. Recorrió a aquellos soñadores, tendidos bajo el hechizo del sol, y acarició el tejido mismo de las cosas. De nuevo el chamán podría darle un nombre. Quizá lo llamase amor, una joya que ella intentaba por todos los medios deslustrar. El amor borraba de un plumazo la teoría y rompía las normas descaradamente. Los miembros de aquel pequeño grupo habían estado practicando las artes oscuras durante toda la vida y se sentían tan incómodos como ella con esa palabra. El amor era la magia más sospechosa, disipaba el miedo y permitía que la luz atravesase el humo del conocimiento.
¿De qué trataba aquel viaje en el que ella se encontraba? ¿Cómo podía haberse alejado tanto de la sombra de aquel árbol y de la gran ilusión de las palabras? ¿Dónde estaba la anciana, la madre del maestro nagual, que la había arrastrado a aquella búsqueda descabellada? El águila volvió a chillar en la distancia y Lala desconfió de pronto. Miró hacia arriba y se protegió los ojos del brillo despiadado del sol. Entonces la vio, muy lejos, pero aun así reconocible. Parecía que Sarita había encontrado otra manera de cazas. Lala la observó, como en un trance, mientras Sarita surcaba el cielo por encima del sueño humano, por encima de la guerra de ideas, y muy alejada de la amenaza de las consecuencias.
¿Habría conseguido estar fuera de su alcance? No, no podría cumplir aquella misión sin La Diosa. Sin su ayuda, no regresaría el maestro nagual, el décimo tercer hijo de la bruja mexicana no pronunciaría más palabras sabias. Ya estaba harta de sueños, de misterios y de abusos de la fe. Esperaba que los espectros no regresaran nunca —Leonardo y el lunático de su padre, Eziquio. Estuvieran donde estuviesen, aunque intentaran interferir en sus asuntos, había terminado con ellos. Había terminado con ellos y con los de su clase.
¿Y qué hay de mí?, oyó decir a una voz, y descubrió que estaba de acuerdo. Debía hacerse presente para aquel soñador y traerlo de vuelta con sus condiciones. Tenía sus propias preocupaciones y ya era hora de hacerse cargo de ellas. Lala se levantó, tomó aire de las reservas infinitas de la vida y se permitió desvanecerse de la escena, dejando a los pequeños humanos con sus pequeños sueños.