COMO las recámaras y el sofá estaban ocupados, salí a dormir al balcón. Me acomodé en un equipal y me arrullé escuchando Los cuadernos azules, de Max Richter, que en el 94 todavía no habían sido compuestos, pero que afortunadamente también tenía en el iPhone.
Soñé que Lázaro Cárdenas dirigía la Orquesta Sinfónica Nacional y que tocaban el Huapango de Moncayo en el Palacio de Bellas Artes. Antes de que concluyera su interpretación, sin embargo, me despertó el interfón, que sonaba insistentemente en la cocina. Chuy se apresuró a responder y después se asomó al balcón.
—¡Ahí está otra vez Ruiz Massieu! Pero ahora viene acompañado de una bola de cabrones.
—Pero si todavía ni amanece —me quejé, estirándome en el equipal para desentumirme.
Un par de minutos más tarde, Chuy le abría la puerta a un nutrido grupo de hombres, que entró de manera ordenada y sin hacer mucho ruido. José Francisco Ruiz Massieu, ya sin gorra ni lentes oscuros, entró detrás de ellos. Eran ocho o diez hombretones de tez morena, no muy altos, más fornidos que gordos, varios con pistola al cinto y todos con cara de pocos amigos.
—¿Dónde está Donaldo? —nos preguntó Ruiz Massieu.
Colosio respondió desde la recámara.
—¡Ahorita salgo!
Rafa se levantó del sofá en donde había dormido e hizo espacio para que se sentaran algunos de los hombres, pero todos prefirieron seguir de pie. Ruiz Massieu se sentó en una de las sillas del comedor y preguntó si le podíamos invitar una taza de café bien cargado. El pobre tenía cara de que realmente lo necesitaba.
—¡Desdeluegamente! —le respondí. En esta casa, a nadie se le niega una taza de café, Licenciado. ¿Alguien de ustedes, caballeros, quiere café de Veracruz?
Tres o cuatro de los hombretones —todos de pie, algunos recargados en la pared— dijeron que sí y los otros negaron con la cabeza. Rafa y Chuy también se apuntaron. Miré el reloj: eran las seis y pico de la mañana.
Me trasladé a la cocina para cumplir con mis deberes de anfitrión, puse el agua a calentar y encendí la radio, muy bajito, para escuchar las noticias. Cuando Colosio salió de la recámara, vestido con la misma ropa de la noche anterior, Gutiérrez Vivó disertaba sobre las implicaciones del asesinato del candidato del PRI y daba golpes en la mesa, indignado por lo que había ocurrido la tarde anterior. Apagué la radio, serví el café y le pedí a Chuy que me ayudara a repartir las tazas. Ruiz Massieu dio un par de tragos al preciado líquido y volteó a mirarme, agradecido, con ojos de que el alma le estaba regresando al cuerpo.
—Donaldo. Acá está tu escolta. Son compañeros de la sección 35 del Sindicato Petrolero. Vienen desde Tula y, a partir de hoy, no se te van a despegar.
Colosio saludó de mano a cada uno de los hombres, y cada uno de ellos, a su vez, le dijo su nombre y su ocupación. Después, Ruiz Massieu sacó un fajo de billetes y se lo entregó a uno de los petroleros, que parecía y actuaba como el líder del grupo.
—Váyanse a desayunar, muchachos, y después regresan. Yo mientras me voy a poner de acuerdo con el candidato.
El petrolero al que le había entregado el fajo de billetes dio un paso al frente.
—Dos de nosotros nos vamos a quedar allá abajo, a la entrada del edificio, Licenciado. Por lo que se ofrezca.
—Está bien —le respondió Ruiz Massieu, dándole unas palmadas en el hombro—. Gracias.
Cuando los hombres salieron del departamento, el lugar se sentía vacío. No había pasado ni un minuto, cuando alguien golpeó discretamente a la puerta. Abrí, pensando que sería uno de los petroleros que había olvidado algo, pero la que tocaba era Alma, en camisón.
—¿Y esos fulanos? —preguntó, señalando a dos de los hombres que estaban bajando por la escalera.
—Te dije que son unos primos —le contesté—. Vinieron de Tula.
—¿Están armados?
—Es que mis primos son de armas tomar.
—¡Ah! Oye, te vengo a avisar que ayer en la noche llegó Poncho, de improviso. ¡Qué bueno que no bajaste! Imagínate.
Alma regresó con su marido y yo a la cocina, con mis amigos, los viejos y los nuevos. Ruiz Massieu le estaba explicando a Colosio de dónde habían salido los integrantes de su escolta personal.
—El presidente Salinas estaba como león enjaulado. No sé si estaba más alterado por tu asesinato, bueno, el que piensa que fue tu asesinato, o porque todo el mundo le está echando la culpa del atentado.
—¿Tú crees que pudo haber sido él? —le preguntó Donaldo, visiblemente perturbado ante la mera posibilidad de semejante traición.
—¡No tengo idea! Me cuesta mucho trabajo creerlo. Además, ¿qué ganaría con eso? Tú eres como un hijo para él, Donaldo.
—Pues eso dicen, pero la verdad es que desde enero me ha tratado como a un hijo, sí, pero como a un hijo no deseado.
—El hecho —continuó Ruiz Massieu— es que, mientras son peras o son manzanas, no podemos confiar en él. Desde luego, no le dije al presidente que estás vivo. Lo que hice al salir de la reunión fue trasladarme directamente al Reclusorio Oriente, para hablar con don Joaquín Hernández Galicia.
Colosio se enderezó en su silla y, de la sorpresa, sus ojillos rasgados se hicieron redondos.
—¡Ah, caray! ¿Fuiste a ver a la Quina?
Joaquín Hernández Galicia, conocido como la Quina, por décadas había sido el poderosísimo dirigente del sindicato petrolero, hasta que fue encarcelado por Carlos Salinas al principio de su sexenio por haberle jugado las contras y haber apoyado extraoficialmente la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas. Lo que más había molestado a Salinas fue que don Joaquín había hecho publicar y distribuir un pasquín en el que se acusaba a Carlos y a su hermano Raúl de haber fusilado a una sirvienta cuando eran niños. Evidentemente, tanto la Quina como todos los de su grupo odiaban a Salinas.
Ruiz Massieu continuó con su explicación.
—Mira, ante la posibilidad de que el presidente o alguien de su círculo cercano esté detrás de todo esto, necesitaba recurrir a alguien que no tuviera ningún nexo, ni con él ni con nadie de su gobierno y, además, alguien que tuviera mucho que ganar quedando bien con el nuevo presidente.
—Oye, pero la Quina también debe de odiarnos a ti y a mí, ¿no, Pepe?
—Me imagino que sí, pero ante el compromiso de liberarlo y de regresarle la dirigencia del sindicato si llegas a la presidencia, don Joaquín se mostró muy cooperativo.
—¡Oye! ¿Pero cómo le voy a regresar la dirigencia del sindicato? Sería volver otra vez a lo mismo de siempre.
—Bueno, ¿qué prefieres? ¿Hacerle al héroe de la renovación moral o seguir con vida?
Colosio no respondió.
—Lo importante ahorita es tener gente que te cuide, que te mantenga a salvo para que puedas continuar con la campaña. Y ya que seas presidente, haces lo que se te pegue la gana con él: le siembras otras metralletas o le inventas otro muertito y lo regresas al reclusorio.
Colosio, más nervioso que divertido, se rio del chiste de su compañero. Ruiz Massieu se refería, desde luego, al operativo del ejército, que fue conocido popularmente como “el quinazo”, mediante el cual capturaron y encarcelaron a un grupo de cabecillas del sindicato petrolero, cuyo líder era Hernández Galicia. Los acusaron de posesión de armas de alto poder, que desde luego les fueron sembradas por los mismos militares y, aunque durante el operativo también apareció el cadáver de un supuesto agente del ministerio público, nunca se supo ni quién era el occiso, ni qué había pasado con él, ni dónde acabaron sus huesos, si es que alguna vez existió.
Colosio coincidió con José Francisco Ruiz Massieu en que lo fundamental en esos momentos era hacerle saber a la nación que el candidato del PRI no había muerto. Con el consentimiento de Luis Donaldo, Ruiz Massieu hizo una llamada telefónica y giró instrucciones a algún subordinado para que se convocara a una rueda de prensa urgente, a las once de la mañana, en el hotel Presidente Chapultepec. “En la conferencia —dictó Ruiz Massieu— se revelará información muy sensible sobre Luis Donaldo Colosio y sobre la campaña.”
Colosio y Ruiz Massieu acordaron reunirse en el estacionamiento subterráneo del hotel, a las diez cuarenta y cinco, para subir juntos al salón.
Después de tomarse una segunda taza de café, más resignado que reanimado, el secretario general del PRI se despidió y se fue a cumplir con su deber: por una parte, tenía que hacerse visible, llamar la atención de los periodistas y jalar la marca, como se dice en el argot futbolero, para abrirle cancha a Colosio; por otra, tendría que lidiar con el presidente, que seguramente estaría furioso por no haber sido informado de la rueda de prensa. Más enojado iba a estar después, cuando se enterara de la sustancia de la misma.
“Madre del amor hermoso —pensé—. ¡La que se va a armar!”
Colosio pidió que lo acompañáramos al hotel, pero lo convencimos de que lo más sensato sería quedarnos en casa para que él pudiera concentrarse por completo en lo que tenía que hacer. Lo que sí hicimos fue ayudarle a organizar sus ideas y a redactar un discurso que, anticipábamos, iba a causar más revuelo que el del Monumento a la Revolución. Y vaya que así fue.
Como a las nueve y media de la mañana, Luis Donaldo Colosio salió del departamento, tal como había llegado la noche anterior: enfundado en su gabardina, con la gorra de béisbol cubriéndole la cabeza y los lentes oscuros haciendo invisibles sus muy característicos ojillos rasgados. La única diferencia de la noche anterior era la escolta de hombres armados que ahora lo custodiaban y que, al salir del edificio, lo subieron a una camioneta negra, blindada, que lo esperaba con el motor encendido. Rafa también se fue con él, así que Martina —que, por fin había despertado—, Chuy y yo nos quedamos solos en el departamento bajo el manto protector del anonimato.
La noticia de la rueda de prensa “urgente” convocada por el secretario general del PRI había corrido como reguero de pólvora en las redacciones de los noticieros de radio y televisión. Las opiniones de los conductores y reporteros estaban divididas: unos pensaban que se daría a conocer información relevante sobre el asesinato de Colosio y otros, los menos, creían que se revelaría el nombre de quien lo sustituiría en la candidatura presidencial.
Mientras las teorías iban y venían, nosotros nos apoltronamos en el sofá con la radio y la televisión encendidas a la vez: estábamos con el alma en un hilo, conscientes de que, por mucho que fuéramos viajeros del tiempo, lo que estaba ocurriendo en este universo paralelo era tan nuevo para nosotros como para todo el resto de los mexicanos.
Poco después de las once dio inicio la rueda de prensa. José Francisco Ruiz Massieu fue el primero en aparecer. Muy serio, en medio de un silencio sepulcral, se dirigió a los reporteros y “a la nación en su conjunto”, con un breve mensaje en el que condenaba el atentado de la tarde anterior, denunciaba el clima de violencia y zozobra, generado por “un grupo no identificado de enemigos de la democracia y enemigos de México”, a quienes les advirtió que no se saldrían con la suya. Con voz firme, concluyó:
—Les puedo asegurar con toda certeza, señores, que sus esfuerzos por dañar a la nación han sido en vano y la persona que hablará después de mí es prueba viviente de ello.
El espeso silencio que reinaba en el salón se transformó en un estruendoso mar de voces y gritos cuando por una de las puertas laterales entró Luis Donaldo Colosio. La marea de reporteros que intentaba acercársele fue apenas contenida por la guardia pretoriana, o más bien, petrolera, que había formado una muralla impenetrable frente al podio. El ruido de las decenas de preguntas lanzadas a gritos hacía imposible entender ninguna de ellas, pero cuando Colosio comenzó a hablar, poco a poco las aguas volvieron a tomar su nivel y lo que él dijo se escuchó con total claridad.
Cada una de las frases que iba pronunciando Luis Donaldo Colosio era interrumpida por una lluvia de preguntas, que amainaba cada vez que el resucitado candidato volvía a hablar, sólo para comenzar de nuevo momentos después.
Reproduzco el discurso de Colosio, que al día siguiente ocupó las primeras páginas de todos los periódicos:
Señoras y señores de los medios de comunicación, mexicanas y mexicanos: estoy vivo. En estos meses de intensos recorridos por todo el país, vi un México agraviado y con sed de justicia, y me comprometí a promover una reforma del poder que respondiera a las exigencias y necesidades de toda esa gente. Por esa razón, trataron de matarme.
Lo que ustedes presenciaron ayer, fue el cobarde asesinato de Filiberto Márquez, el talentoso participante y casi seguro ganador del programa de concursos que ha capturado la atención del público mexicano y que, sin proponérselo, dio su vida por mí. Envío mis condolencias a sus familiares, en San Luis Potosí, con quienes me comprometo a hacer todo lo que esté en mi poder para dar con los responsables de tan artero crimen.
Filiberto Márquez nunca imaginó que alguien trataría de matarme y yo tampoco. Le pedí que me sustituyera en el acto político que se realizaría en la colonia Lomas Taurinas para poder acudir a una muy importante reunión privada que, pensé, abonaría a la unidad del partido y al fortalecimiento de la campaña. Aunque dicha reunión tuvo lugar, lo que ocurrió en Tijuana ha enrarecido todavía más el ambiente político y atenta gravemente, no sólo contra la unidad de mi partido, sino contra la unidad nacional, y me obliga a tomar medidas drásticas y rápidas.
Para empezar, convoco a mis adversarios, los candidatos de los partidos de oposición, al licenciado Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano y a Diego Fernández de Cevallos, a que suspendamos una semana todas las actividades políticas y nos reunamos a dialogar para, juntos, lograr que México recupere la calma y el rumbo.
Yo vi un México convencido de que ésta es la hora de las respuestas, y las respuestas que necesitamos las encontraremos todos juntos. También vi un México que exige soluciones y que exige cambios, y los cambios van a empezar hoy mismo: relevo al doctor Ernesto Zedillo de la coordinación de mi campaña y de cualquier participación en ella; pronto les daré el nombre de quien lo sustituirá en ese encargo.
A partir de hoy, tendré control absoluto de mi campaña presidencial y no permitiré que nadie que no pertenezca a mi equipo más cercano intervenga en la toma de decisiones.
Manifiesto mi respeto al presidente Carlos Salinas de Gortari, pero, a partir de hoy, mantendré con él una sana distancia y con los integrantes de su gabinete una relación institucional, pero nada más.
Relevo al Estado Mayor presidencial de sus responsabilidades para con mi seguridad y la de mi familia, que a partir de hoy estarán a cargo de la escolta que tienen ustedes enfrente, hombres leales que darían su vida, no por mí, sino por el bienestar de la República y la estabilidad de las instituciones.
No culpo a nadie de lo que pasó ayer, porque no sabría a quién culpar, pero sepan los cobardes asesinos de Filiberto Márquez que ahora yo también tengo hambre y sed de justicia y que pagarán por su crimen.
Mexicanas y mexicanos, me comprometí a ocuparme de los justos reclamos, de los antiguos agravios y de las nuevas demandas y les voy a cumplir.
El México de las esperanzas, el que exige respuestas, comienza hoy.
Muchas gracias.
Colosio abandonó el salón, protegido por su escolta que, como legión romana, lo rodeaba en formación de tortuga. Ruiz Massieu reapareció e hizo lo que pudo para responder el tsunami de preguntas de los reporteros, hasta que la transmisión de la rueda de prensa fue interrumpida por un mensaje del presidente de la República.
En cadena nacional, Carlos Salinas de Gortari se dijo complacido por la reaparición con vida de Luis Donaldo Colosio, lamentó el asesinato de Filiberto Márquez, se comprometió a investigar el crimen “hasta las últimas consecuencias, caiga quien caiga” y manifestó su respeto y respaldo a las medidas recién anunciadas por el redivivo candidato.
Todo ese día, 24 de marzo de 1994, fue una auténtica vorágine noticiosa. En la radio y la televisión, conductores y comentaristas se daban vuelo, en noticieros extendidos que se entrecruzaban con programas de análisis, que en algún momento se convertían en mesas redondas y, más tarde, se volvían a transformar en noticieros. El discurso de Colosio se repitió una y otra vez, hasta que todos nos lo aprendimos de memoria. Por la tarde, grupos de personas comenzaron a salir a las calles, coreando consignas a favor de Luis Donaldo Colosio y en contra del presidente Salinas, y decenas de marchas espontáneas brotaron por toda la ciudad, convergiendo finalmente en el Ángel de la Independencia.
Por seguridad, nosotros sólo salimos de casa para comprar algunos víveres y volvimos a encerrarnos. Toda la tarde seguimos las transmisiones en vivo desde el Ángel y, por la noche, nos chutamos los noticieros y las consabidas mesas de análisis, que no analizaban gran cosa. Para entonces, los tres extrañábamos a rabiar el internet; tener acceso inmediato, ilimitado, a medios alternativos y a miradas y voces distintas a las de los medios tradicionales, era algo a lo que estábamos irremediablemente acostumbrados y, el estar de nuevo a merced de Televisa, TV Azteca, Núcleo Radio Mil y cadenas similares resultaba asfixiante.
Como a la media noche sonó el interfón. Era Rafa. Colosio lo había mandado a checar que estuviéramos bien y a entregarnos un teléfono celular, con el que podríamos comunicarnos directamente con él “a cualquier hora del día o de la noche”. Además del teléfono celular, Rafa nos entregó un abultado sobre de papel manila que, nos adelantó, contenía diez mil nuevos pesos. Sin siquiera revisar el contenido del sobre, nos negamos a aceptarlo, pero Rafa nos advirtió que el Licenciado le había dado instrucciones de no regresar hasta que lo tomáramos, por razones de seguridad. El Licenciado, agregó, nos mandaba decir que, en cuanto se calmaran las cosas, nos buscaría y que, mientras tanto, nos pedía mantener un perfil bajo y tener mucho cuidado. El perfil bajo era nuestra especialidad, así que por ese lado no iba a haber ningún problema.
Afortunadamente, nadie sabía de nuestra existencia y, mucho menos, de nuestra participación en los hechos recientes que tenían al país en efervescencia o, cuando menos, eso era lo que nosotros pensábamos.