I. CAMPECHANA MENTAL

 
 
COMO todo mexicano que se respete, desde muy pequeño aprendí que los mayas fueron unos chingones. Pero hasta entrada la cuarta década de mi vida descubrí cuán chingones habían sido en realidad. Y eso, discúlpenme, no es algo que sepan todos los mexicanos. Me explico.

El año en que tuvo lugar la historia que estoy por relatarles es irrelevante, pero el mes es de la mayor importancia. Era marzo, y estábamos a unos cuantos días del equinoccio de primavera. Me encontraba en la bella, cálida —demasiado— y tranquila ciudad de Campeche, acompañado de Martina y Chuy, mis amigos y compañeros de aventuras. Martina, conocida también como la Navratilova por ser tocaya de la tenista checa de los años ochenta y por su carácter aguerrido, en algún momento del pasado remoto había sido novia de Chuy, peculiar personaje al que conozco desde la tierna juventud. Por razones que jamás nos molestamos en indagar, los tres acabamos conformando una especie de muégano inseparable al que de cuando en cuando se le agregaban nuevos elementos, que nunca duraban mucho. Por cierto, mi nombre es Aristarco, aunque mis amigos —y mis enemigos también— me conocen como Aristerco.

Llevábamos un par de días en la ciudad amurallada, instalados en la campechana mental —para citar al gran Rockdrigo González—, descansando, gozando de la vida y preparándonos para hacer una incursión a la reserva ecológica de Calakmul, en donde se encuentra la ciudad maya del mismo nombre.

Nos alojábamos en el hotel La Muralla —los tres en la misma habitación, por razones de economía—, modesto establecimiento que, como nosotros, había visto pasar sus mejores tiempos, pero que cumple con tres requisitos básicos: es extremadamente barato, tiene aire acondicionado y está a un par de cuadras del Marganzo, uno de los mejores restaurantes en este lado del planeta. El maserati, mi vocho rojiblanco modelo 1993 que nos había traído sanos y salvos desde la Ciudad de México, permanecía estacionado en la pensión, recuperándose del largo viaje. Y aunque la pátina del tiempo era en él más notoria que la pintura original, y aunque portaba en las salpicaderas las huellas de algunos incidentes de tránsito, mi fiel volkswagen seguía funcionando y continuaba recorriendo la geografía nacional. No tenía dudas de que llegaría sin problemas hasta Calakmul, pero lo que jamás imaginé fue que nos llevaría mucho, pero mucho más lejos.

Era miércoles y estábamos instalados en el Marganzo, en una de las mesas del fondo. Llevábamos más de una hora combatiendo la calor con una batería de cocteles margarita de tamarindo y afinando los preparativos para la excursión del día siguiente.

Martina desapareció en el pasillo en busca del baño y Chuy, inclinado sobre un mapa que cubría casi toda la mesa, repasaba la ruta a seguir. Yo, fresco y relajado, escuchaba a los músicos que, tres mesas más allá, cantaban una versión norteña de “comandante Che Guevara”, la famosa canción de Carlos Puebla, a un grupo de turistas demasiado güeros para ser nacionales.

—“Aquí se queda la clara, la entrañable transparencia… —canturreé, acompañando al subversivo trío norteño campechano—, de tu querida presencia, comandante Che Guevara”.

—Creo que son alemanes —dijo Chuy, sin levantar la vista del mapa—. Los escuché ladrar cuando entramos.

—Pues han de ser de Alemania oriental. Digo, por sus gustos musicales, han de ser comunistas.

—Si fueran de Alemania oriental no serían comunistas —respondió Chuy, con un toque de cinismo digno del anarquista desencantado que era—. Es más, Alemania Oriental no existe desde hace como veinte años, güey.

—En ese punto tienes razón.

—¿Qué onda? —preguntó Martina, recién llegada del tocador—. Pedimos de comer, ¿no?

—Ya lo hice —le respondí, mientras paraba oreja para escuchar el final de la canción—. Tres órdenes de pan de cazón y otras de camarones al coco. ¡Y unas Montejo pal desempance!

—¡Qué bien! Me muero de hambre.

Chuy levantó la mirada del mapa y, en tono de navegador experto, nos comunicó sus hallazgos.

—La ruta está sencilla, pero el camino está medio largo; además, como sesenta kilómetros, dentro de la reserva ecológica, son de terracería. Calculo que para estar en Calakmul entre ocho y nueve tendríamos que estar saliendo como a las tres de la mañana.

—¿A las tres? ¿Y si nos vamos más tardecito? —preguntó Martina, mortificada por la inminente desmañanada—. Aunque lleguemos a mediodía.

—El problema es que por ahí de las nueve empieza el calorón. Y como recordarás, el maserati no tiene aire acondicionado.

—¡Cómo olvidarlo! —comentó Chuy arteramente. Levantó el mapa de la mesa para dejarles espacio a los platos, que llegaban precedidos de unos pecaminosos aromas que incitaban al atascón.

Comimos como bucaneros ingleses recién desembarcados y, terminada la opípara cena, nos retiramos a nuestra modesta habitación. Cobijados por el frescor del aire acondicionado y arrullados por las melodías de las fuentes brotantes musicales que están junto a la “Puerta de Mar”, dormimos como boas constrictoras haciendo la digestión.

Haciendo gala de disciplina militar, a las tres de la mañana estábamos a bordo del maserati. Bordeando el malecón para después cruzar la ciudad hacia el sur, echamos un último vistazo al mar campechano. Ese mar que ya no es Golfo de México, pero que todavía no se atreve a ser Caribe pleno; un mar grisáceo que ha sido protagonista de incontables naufragios y testigo de uno que otro prodigio, como el del Cristo Negro de San Román, que milagrosamente salvó de naufragar al bajel que lo transportaba.

Las calles estaban vacías. En la radio, John Coltrane jugueteaba con su saxofón y con sus Favorite Things —la radio universitaria, supuse— y Martina dormía a pierna suelta en el asiento trasero. Tomamos la carretera 261 a Escárcega y avanzamos, en paz con el mundo, rumbo a la región del Petén en pos de la antigua ciudad maya.

El sitio arqueológico se ubica dentro de una enorme reserva en la que no es raro avistar todo tipo de animales autóctonos, entre ellos una gran variedad de aves, venados, reptiles y jaguares. Llevaba años queriendo visitar ese sitio y Chuy y Martina, que también son aficionados al estudio de la historia de México, no se hicieron del rogar cuando los invité a unirse a la expedición. En realidad, nunca se habían negado a acompañarme a ninguno de los viajes exploratorios que me inventaba cada vez que tenía un excedente monetario, situación que no ocurría con frecuencia. Como los tres somos frilanceros de amplio espectro: corrección de estilo, diseño gráfico, publicidad y todo aquello que tenga relación con lo anteriormente mencionado, nuestra condición existencial se caracteriza por una constante escasez de dinero y una envidiable abundancia de tiempo libre.

Habíamos viajado desde la Ciudad de México hasta Villahermosa, de ahí subimos hasta el puerto de Frontera y luego derechito por la selvática carretera panorámica hasta Campeche. Todo el recorrido nos había llevado tres días, que no estaba nada mal, dada la avanzada edad del maserati.

En menos de tres horas llegamos a Escárcega y de ahí tomamos la carretera a Chetumal. Seguimos avanzando a buena velocidad y sin incidentes, calculando que antes de las seis y media llegaríamos a la entrada de la reserva. Como casi siempre, Chuy iba al volante: era el que más disfrutaba de manejar en carretera y tenía un romance insano con el maserati, al que amaba más que a cualquier criatura viviente. Martina seguía profundamente dormida y yo, cumpliendo a cabalidad con mi papel de copiloto, para mantener despierto y entretenido a Chuy, le iba contando de las cosas que había aprendido sobre los mayas a lo largo de los años.

Le conté algunas de las teorías que recordaba sobre el origen de la civilización maya y, como era de esperarse, la que más llamó su atención fue la de un arqueólogo gringo de apellido Clark, que sostiene que los mayas fueron descendientes directos de los olmecas.

Chuy, bien despierto, me hacía preguntas, que yo respondía hasta el límite de mis magros conocimientos. Había poco tráfico, casi nada en realidad, y se respiraba un aire de tranquilidad, reforzada por el verdor selvático que empezaba a despuntar con los primeros rayos de sol.

Pasamos por pequeños poblados que estaban partidos a la mitad por la carretera y nos topamos con algunas casas mayas tradicionales, de planta oval, con techos de zacate, que contrastaban con las inevitables casas y bardas de monoblock gris. Me llamó la atención que algunas de esas bardas todavía tuvieran pintas de la campaña presidencial de Enrique Peña Nieto (“Mi compromiso es contigo”, “Te lo firmo y te lo cumplo”), que nadie se había tomado la molestia de borrar.

Como necesitábamos aprovechar el tiempo para avanzar lo más posible antes de que saliera el sol, no nos detuvimos en ninguna parte. La primera parada del viaje, sin embargo, se hizo inevitable cuando el dedo flamígero de Martina emergió de las profundidades del asiento trasero y, firmemente sostenido entre nuestras cabezas, apuntó hacia la gasolinera y el OXXO que se vislumbraban en el horizonte.

—Café, ahora —exigió la Navratilova, con una voz de ultratumba que habría sido la envidia de Tom Waits.

—Ya te dije que lo que venden allí no es café —le respondí, sabedor de lo que me esperaba.

A pesar de mi lapidaria descalificación, Chuy se estacionó prudentemente a las puertas del OXXO. Sabía, tan bien como yo, que no es prudente quedar atrapado entre la Navratilova y su necesidad de cafeína.

—¿Vamos a tener otra vez esta conversación? —preguntó Martina, que se desperezaba y preparaba para descender del vehículo, en pos del oro negro reanimador.

—Si es necesario, sí. Es por tu bien —respondí, chingativo.

Chuy asintió vigorosamente con la cabeza, en señal de apoyo.

—¿Cuántas veces tengo que decirles que yo crecí tomando café Legal y que cualquier chingadera, hasta la que venden en los OXXO, es mejor que eso? —dijo Martina mirando al cielo, como buscando ayuda divina.

—¿Qué es café Legal? —pregunté, nomás por seguir jodiendo.

—¡Pinche Aristerco! Mientas madres, pero luego, como siempre, te vas a acabar tragando la mitad de mi café.

—Eso es cierto —afirmó Chuy, de nuevo sacudiendo la cabeza con vigor y convicción—. Aprendiendo de la experiencia y puesto que no hay muchas opciones, deberíamos bajar todos por un vaso grande de noescafé y una dotación de productos Marinela para acompañar.

—¡El desayuno de los campeones! —concedí, ya fuera del coche, haciendo para adelante el asiento para que Martina pudiera bajar.

—Y también deberíamos cargar gasolina. Ustedes vayan por los cafeses y por los productos y yo me encargo de alimentar al maserati.

Así lo hicimos.

Hechas las compras, armados del vital líquido y de barritas de piña —invaluable contribución de don Lorenzo Servitje a la humanidad—, Martina y yo alcanzamos a Chuy y nos trepamos al maserati. Retomamos el camino y, por un rato, comimos y bebimos en silencio, disfrutando de la pecaminosa combinación de paraíso selvático, comida chatarra y café de a mentiritas.

Pocos kilómetros más adelante, llegamos a la entrada de la reserva y doblamos en el camino de terracería. La tierra estaba mojada y el paisaje era abrumadoramente hermoso; siguiendo las indicaciones de los letreros que advertían de la presencia de fauna salvaje, Chuy bajó la velocidad y nos dispusimos a observar. Continuamos avanzando con gran precaución como veinte minutos, embelesados y conmovidos por la belleza del lugar, hasta que nos sacó del trance la figura de un hombre viejo, indígena maya a todas luces, que pedía aventón al pie del camino. Los tres volteamos a verlo mientras pasábamos junto a él y, unos metros más adelante, Chuy detuvo el coche y nos hizo la pregunta que, ahora lo sé, marcaría nuestra existencia para siempre.

—¿Cómo ven, llevamos al viejito?

—Ni madres —respondió Martina—. La cosa no está como para andar levantando desconocidos en la carretera.

—Es un pinche viejito —insistió Chuy.

—Un pinche viejito que ha de tener hijos, sobrinos y nietos que sabrá Dios en qué andarán metidos —replicó Martina, decidida.

—Pero está en medio de la nada —añadí yo—, y además ahí viene.

El viejecito, animado por el hecho de que estábamos parados, en medio de la carretera, a unos metros de distancia, avanzaba lentamente en nuestra dirección, ajeno a nuestro debate grupal.

—Okey, okey —cedió Martina—, pero si nos roban y nos matan, no digan que no se lo advertí, cabrones.

Abrí la puerta para dejar entrar al senecto autoestopista que, además del peso de sus años, sólo cargaba con su sombrero de paja y un morralito de tela. Se sentó atrás, junto a Martina, que aún no daba muestras de haber aceptado la situación, pero la amplia sonrisa y los brillantes ojillos del anciano maya derritieron pronto sus resquemores y fue la primera en tenderle la mano.

—Buenos días, ¿señor…?

—Xuno, Xuno Chen, para servirle, señorita. Y a ustede, amigo, tambiém— respondió el abuelo, en un español entrecortado, con un marcado acento maya que resultaba delicioso al oído. Creo que los tres lo amamos instantáneamente.

—¿Para dónde va, don Xuno?

—¿Pa dónde van ustede, amigo?

—Vamos a Calakmul —le dijo Chuy, haciendo avanzar de nuevo al maserati.

Don Xuno entrecerró los ojos y nos dirigió una miradita entre burlona y divertida.

—¡Aaaaaaaaaaah! ¡Ustede son turista! —gritó y disparó una ráfaga de risitas agudas.

—Pues, más que turistas, yo diría que somos estudiosos de la historia —le respondí, levemente ofendido.

—¡Uuuuuuuuuy! Pues si muy estudioso, yo le puedo llevar a sitio maya má chingón que Calakmul.

—¡Ahí está! —brincó Martina—. ¡Lo que les dije! Nos quiere llevar a otro lado.

—¿Y ese sitio dónde está, don Xuno? —preguntó Chuy, divertido.

Seguíamos avanzando, pero más despacio que antes.

—Ah, pue como a diez kilómetro de aquí. Mire, por ese caminito que se ve allá, justo nos metemo… —dijo, apuntando hacia una vereda que, como a cien metros, topaba con la terracería.

—¡Ni madres que nos vamos a meter por ningún caminito! —gritó Martina, plenamente transformada en la Navratilova.

—Permítanos unos momentos, don Xuno —dijo Chuy, al tiempo que orillaba y detenía el maserati—. Vamos a deliberar.

Los tres nos bajamos del coche e hicimos team back frente al cofre. La Navratilova fue la primera en hacer uso de la palabra.

—No puedo creer que piensen que es buena idea dejarnos llevar por un desconocido a quién sabe dónde. ¿En serio quieren acabar sus días descuartizados en la selva, devorados por fieras salvajes?

—Nadie va a terminar de comida para jaguares, Martina —le respondió Chuy.

—Esto no es ni Tampico ni Tepito, Martina —agregué—, es Campeche. Aquí no pasa nada. ¿A poco no estaría chido descubrir una zona arqueológica nuevecita?

—Me siento como Jacques Cousteau —dijo Chuy.

—¿Y qué chingados tiene que ver Jacques Cousteu con esto? —gritó la Navratilova.

—Jacques Cousteau era un explorador muy chingón —respondió Chuy, muy serio.

—Era un explorador submarino, güey.

Martina lanzó un fuerte y largo suspiro.

—Miren, si quieren ir ustedes a que los descuarticen y pozoleen, muy su gusto. A mí me dejan en el OXXO y yo ahí los espero.

—¿Y cómo vamos a regresar por ti si vamos a estar descuartizados?

El viejito maya, simpático y casi beatífico, nos miraba desde el interior del maserati. Imaginarlo transformado en pozolero del cartel de Calakmul era punto menos que imposible, así que Martina terminó por relajarse y volvió a ocupar su lugar en el asiento trasero.

—¿Entonce? ¿Los llevo a ruina maya chingona, amigo?

—¡Llévenos, don! —Chuy le dio al viejillo unas palmaditas en la espalda.

—Pues ya qué —dijo Martina, resignada a su incierto destino.

Doblamos a la derecha en la vereda y poco después, los que nos doblábamos éramos nosotros, pero de la risa. Además de guía de turistas y promotor de sitios arqueológicos poco conocidos, don Xuno resultó ser un magnífico contador de chistes “colorados, de color”, como él los llamaba, y un declamador genial de bombas picarescas. Martina, que minutos antes lo miraba con recelo, ahora le festejaba sus puntadas y lo abrazaba sin el menor asomo de desconfianza.

Avanzamos unos kilómetros por la vereda de tierra, que en algunas partes era más bien lodo, debido a la lluvia reciente, hasta que, literalmente, se acabó el camino.

Don Xuno gritó:

—¡Aquí, aquí, amigo! Llegamo a sitio especial maya.

En un paraje desmontado en medio de la selva, en el que no se veía pirámide ni construcción alguna, los cuatro nos bajamos del auto. El maserati estaba cubierto de lodo blancuzco y el aroma de la selva mojada era aún más penetrante que los cantos de las aves.

Don Xuno volvió a gritar:

—¡Vengan, vengan, amigo! Viejo don Xuno le va a llevar a sitio de lo señore maya del tiempo.

Don Xuno comenzó a caminar. Era demasiado tarde para desconfiar, así que, sin más, lo seguimos.

¿Los señores mayas del tiempo, había dicho?