CAMINAMOS no más de diez minutos. El sitio era más plano que un largometraje polaco, así que cuando nos topamos con unos montículos cubiertos por tierra y maleza, imaginé que habíamos llegado a nuestro destino.
—Aquí mero e lugar —exclamó don Xuno, haciendo alto total.
—Interesantes montículos, don —dijo Chuy, dando voz al escepticismo que seguramente reflejaban nuestros rostros—; sin duda son construcciones mayas, pero que diga usted que están más chingonas que las pirámides de Calakmul, la verdad, no creo.
—Es que todavía ustede, amigo, no ha visto nada —contestó nuestro guía, con esa miradita divertida a la que ya nos estábamos acostumbrando—. Vengan, síganme un poquito. Vamo a entrá en ese monteciiiiiiito de allá mero.
Caminamos unos metros más, hasta llegar al montículo más lejano, que tendría unos cuatro o cinco metros de altura, y lo rodeamos. En lo que vendría siendo la pared oriental de la estructura, cubierta completamente por vegetación, había un agujero. No era muy grande, pero una persona de tamaño medio podría entrar sin problemas.
Don Xuno se paró al lado del hoyo y, solemnemente, anunció:
—Este mero, amigo estudioso de historia, es el sitio sagrado de lo señore maya del tiempo.
Con la mano abierta, apuntaba a la apertura, como invitándonos a pasar.
—¡Órale, cabrones! Ustedes querían venir, ¿no? Pues vayan pasando, que es gerundio —nos retó Martina.
—¡Yo voy primero! —respondió Chuy, dando un paso adelante.
Barrió el sitio con la mirada y, hablando a una multitud imaginaria, sentenció:
—Si no regreso, le dejo el depa a Martina y el maserati a Aristarco.
—El depa y el maserati son míos, güey —respondí.
Chuy se agachó y se internó, gateando, en el montículo.
—¿Ves algo? —preguntó Martina, asomándose al interior del túnel.
—¡Todavía no! —gritó Chuy, desde adentro de la estructura—. Hubiéramos bajado las linternas.
—No necesaria linterna, amigo —le gritó, de regreso, don Xuno—. Avance nomá otro poquito y va a ver…
Permanecimos en silencio unos instantes, envueltos por el canto de las aves y de las chicharras hasta que del interior de la cueva emergió el grito triunfante de nuestro compañero.
—¡Ay, cabrooooooooooón! ¡Ay, cabrooooón! Vengan a ver esto.
Martina y yo nos apresuramos a entrar. Gateamos rápido, avanzando unos cuantos metros en la oscuridad del túnel, que desembocaba en un espacio más amplio, una especie de cámara rectangular, de unos cuatro por cuatro metros, y de alto quizás un poco más de dos. En el techo había un pequeño rectángulo, por el que entraban unos tímidos rayos solares y en el centro del recinto había una estela, perfectamente conservada, con inscripciones en maya y la figura de un personaje ricamente ataviado, labrada sobre la piedra.
Don Xuno nos había seguido y estaba, de nuevo, parado junto a nosotros.
—Tenía usted razón, don Xuno —dije a nuestro guía, que ya estaba de nuevo junto a nosotros—. ¡Esto está chingonométrico!
—¡Mejó que Calakmul! —celebró, orgulloso, nuestro guía.
—¡Mejor que Chichén Itzá! —concedió Chuy, sumando su entusiasmo al mío.
—Y eso que todavía, amigo, no ha visto ustede nada de nada.
—¿A poco hay más estelas? —preguntó Martina, picada por la curiosidad y contagiada de la emoción grupal—. ¿En los otros montículos?
—No, ahí no hay nada de estela. Pero con ésta solita va a tené ustede suficiente.
Bajo la luz de la linterna del celular revisé cuidadosamente las inscripciones de la estela. Expliqué a mis compañeros que la inscripción sería, probablemente, una fecha en el sistema de cuenta larga, utilizado por los mayas para hacer cálculos calendáricos muy complejos. Este sistema, herencia de los olmecas tardíos, fue perfeccionado por los mayas, que lo convirtieron en una herramienta deslumbrante. Los mayas históricos habían sido unas chuchas cuereras para las matemáticas, la astronomía, la arquitectura y, pronto nos enteraríamos, también para otras cosas que no están registradas en los libros de historia.
Otra vez muy serio, apuntando a la estela, don Xuno repitió con más énfasis lo que ya nos había dicho anteriormente:
—Abuelito maya eran señore del tiempo.
—Efectivamente, don —le respondí, orgulloso de mis conocimientos en la materia—. Ésta es una inscripción calendárica. Probablemente marca la fecha de nacimiento o entronización de un rey o algún hecho importante en la vida de esta comunidad.
—No, no, no. Ésa no e una fecha. Ésa e mucha fecha, cualquiera fecha.
—¿Cómo que cualquier fecha?
Don Xuno se recargó contra la pared y se sentó en cuclillas y, con los ojos entrecerrados, continuó elaborando sus extrañas respuestas.
—Sí, sí. Esa fecha cambia. Cambia cuando le pega el sol y cambia como uno quiere que cambie. ¡Abuelo maya eran señore del tiempo!
Martina intervino.
—¿Qué quiere decir con eso, don Xuno? Ya nos lo dijo tres veces.
—Lo que quiere decir, señorita, es que abuelo maya podían hacer con tiempo lo que querían.
—O sea, ¿calcular lo que querían: miles de años en el futuro y en el pasado?
—¡Nooooooo! No contar nada más: abuelo maya podían ir y venir en tiempo. Cualquiera año en futuro y cualquiera año en pasado.
—¡No la friegue, don! —le respondí, francamente sorprendido—. ¿Está diciendo que los mayas podían viajar en el tiempo?
—Sí, eso estoy diciendo, amigo. Con esta piedra de aquí, ese hoyito de allá y la luz de padrecito sol.
Don Xuno señaló primero la estela y después el agujero por donde entraba la luz. Los tres nos quedamos en silencio por un rato, sopesando las palabras del viejo y observando la estela.
Martina se movió lentamente en dirección al túnel.
—Yo creo que es hora de irnos —dijo—. No sea que se nos vayan a aparecer los Alienígenas Ancestrales.
—Pero ¿cómo van a ir ahorita, señito? ¿No quiere ustede ver maravilla de abuelito maya? A mediodía, luz pasa por ahí —señaló el agujero en la pared—, pega en piedra y entonce fecha se mueve, bonito.
Me quedé viendo al viejecillo, con una mezcla de incredulidad e interés que se inclinaba más hacia el lado de la curiosidad. “¿Por qué nos estaría diciendo todas estas sandeces?”, me preguntaba. No era la primera vez que un guía, en un sitio arqueológico, nos salía con teorías dignas de la Dimensión desconocida, pero ésta del viaje en el tiempo no la había escuchado nunca. Intrigado por la nueva faceta de la cultura maya propuesta por aquel amigo, más cercana a la ciencia ficción que a las ciencias sociales, le pregunté:
—O sea, don Xuno que, si nos esperamos unas horas aquí, ¿vamos a poder ver eso que usted nos cuenta?
—Nomás ver, no —respondió, sin dar importancia a la sutil ironía de mis palabras—. Si está aquí conmigo cuando luz pegue en piedra a mediodía y mueva fecha, ustede, amigo, podrán ir a tiempo pasado que ustede quiera ir.
—¡Ay, no, por favor! —exclamó Martina, exasperada. Chuy le hizo un gesto con las manos para que le bajara y luego preguntó al anciano:
—Oiga, don, ¿y si a mediodía estuviéramos nosotros aquí, pero sin usted, también podríamos viajar en el tiempo?
—¡Uuuuuuuuuuu, no! Puro chile que viajarían —respondió el anciano, acompañando su respuesta con una sonora risotada—. Si Xuno no está aquí, con ustede a mediodía, sólo ven luz y piedra, pero fecha no se mueve ni madre. Y ustede tampoco, aquí se quedan, mismo tiempo, mismo lugar.
—¡Ah, chingá, chingá! ¿O sea que sin usted la máquina del tiempo no funciona?
—Como dije a ustede, abuelito maya era señore del tiempo. Y yo, Xuno Chen, soy también abuelito maya. Tengo catorce nieto y nieta, y también tengo herencia de conocimiento que me dio mi papá, que a él le dio su papá de él, que a él le dio su papá de él… Y así, hasta nacimiento del mundo, del cielo, de la tierra, del sol y del tiempo.
Solté un estruendoso “¡Ah, cabrón!”, que fue seguido de un pesado silencio. Como que la atmósfera dentro del recinto ya no estaba para bromas ni para preguntas estúpidas.
El silencio lo rompió el mismo don Xuno con una risotada que nos hizo brincar en nuestros lugares. Yo casi me rompo la crisma con un dintel que sobresalía de la pared de tierra.
—¿Por qué tan callado, amigo? —preguntó el viejito sin dejar de sonreír—. ¿Va a querer hacer viaje en tiempo o no? Tiene ustede pa decidir como media hora, cuando sol pega en mera piedra y fecha se mueve.
—¿Cómo que media hora? —preguntó Chuy, extrañado—. ¿No dijo que el show empieza a mediodía? Apenas han de ser como las nueve.
—¡Uy, no, amigo! Si ya son casi once y media —le respondió don Xuno, apuntando al relojito de plástico rojo que portaba en la muñeca derecha.
Miré el reloj y Chuy y Martina checaron la hora en sus teléfonos. Efectivamente, eran once y media. Los tres nos quedamos de nuevo callados, sin saber bien a bien qué hacer o qué decir.
—“¿Quién me ha robado el mes de abril? ¿Cómo pudo sucederme a mí…?” —canturreó Chuy.
—¡No seas payaso! —lo regañó Martina, que no estaba de ánimo para boberías.
—Niños, compórtense —intervine—. Nomás tenemos media hora para decidir a dónde vamos a viajar, así que hay que aplicarnos.
—¡Por favor, Aristerco! No le sigas el juego a este señor. Acuérdate de aquel guía en Monte Albán que dizque nos iba a enseñar unos extraterrestres dibujados en unas estelas y acabó bajándonos quinientos pesos.
—Bueno, los extraterrestres nos los enseñó —le respondí, aguantándome la risa—. Que tú no hayas sabido apreciar uno de los grandes misterios del Tercer milenio es otra cosa.
—¡Misterio, mis ovarios! ¡Eran las estelas de los danzantes!
—Ya sé, ya sé. Nomás quería aligerar el ambiente con un chistorete.
Teníamos dos opciones, salir de la cueva e irnos, perdiendo así la oportunidad de presenciar, quizás, un fenómeno lumínico y astronómico único, o aguantar un rato más las excentricidades de nuestro guía e irnos después de ver el espectáculo. Como nadie se movió de sus lugares, quedaba claro que el consenso era esperar.
—A ver, raza, no es que crea que vamos a viajar en el tiempo, pero… si pudieran hacerlo, ¿a qué época viajarían? ¿A qué lugar?
Chuy alzó la mano de inmediato.
—Si pudiera viajar en el tiempo, yo elegiría ir de regreso a la secundaria y me ligaría a Greta Estudillo. ¿Te acuerdas de Greta Estudillo, güey?
Chuy me miró con ojos de adolescente libidinoso.
—¡Cómo olvidarla! —le respondí—. Greta Estudillo, también conocida por la afición como la ninfómana insaciable. Por cierto, creo que tú fuiste el único de toda la secundaria a quien Greta no se pasó por las armas.
—¡Precisamente por eso necesito regresar! Esa injusticia no debe quedar sin castigo. Era yo joven y pendejo.
—¡Ahora nomás eres pendejo! Ustedes no necesitan una máquina del tiempo para regresar a la adolescencia. ¡Nunca la han dejado!
Salí en defensa de Chuy:
—A ver, pues, tú, mujer madura y responsable, ¿a dónde viajarías en el tiempo? O más bien, ¿a cuándo?
Martina se tomó unos momentos antes de contestar.
—¡Mhhh! Yo, probablemente, elegiría viajar a… ¡aquí mismo! —dijo, mirando a su alrededor—, quinientos o mil años antes de la llegada de los españoles.
—Pues no estoy muy seguro de que te gustara. La equidad de género no era precisamente el fuerte de los camaradas mesoamericanos.
—No estaría chido que viajaras mil años al pasado para acabar encerrada en la cocina echando tortillas.
—¡Podría disfrazarme de hombre!
—Francamente —Chuy apuntaba con la mirada al frondoso busto de nuestra amiga—, no creo que pudieras disimular esos atributos que la madre naturaleza te concedió. No creo que todo ese chicharrón cupiera dentro de un traje de caballero águila.
Martina lo miró con cara de “ah, qué pendejo eres”.
—Bueno, bueno —dije, intercediendo a favor de Martina—. A lo mejor el viaje en el tiempo incluye algunos otros prodigios, como el cambio de género.
Volteé a ver a don Xuno, que seguía en cuclillas y parecía que dormitaba. Conteniendo la risa, le pregunté:
—¡Oiga, don! Cuando se viaja en el tiempo, ¿tiene uno a fuerza que ser la misma persona, o puede uno cambiar?
De nuevo, don Xuno hizo caso omiso al tono irónico de mi pregunta y, abriendo los ojillos, caviló unos momentos antes de responderme.
—Viajero de tiempo, misma persona al principio. Pero va cambiando, va cambiando.
—¡Ah caray! —exclamé—. ¿O sea que primero es una persona y luego otra?
Don Xuno no dijo nada más y volvió a cerrar los ojos.
—Bueno —continuó Martina—. Como sea, yo pagaría por ver cómo era Tenochtitlan en su época de esplendor. O Teotihuacan, Monte Albán, Tula, Tikal… ¿Se imaginan?
—Ha de haber sido un alucine. Pero, la neta, yo paso sin ver —confesé.
—¿En serio? Hubiera apostado que ésa sería tu primera opción para viajar en el tiempo.
—O sea, sí me encantaría ver todo eso, pero es que con la pinche suerte que tengo seguro que aterrizando me sacrificaban a Huitzilopochtli en el Templo Mayor.
Mis amigos soltaron la carcajada. Don Xuno parecía haberse quedado dormido, en cuclillas, recargado contra la pared.
—Entonces, ¿a dónde viajarías? —me insistió Martina.
Luego de pensar un poco, le respondí.
—Yo creo que viajaría a 1968 e impediría la matanza de Tlatelolco.
El silencio que produjeron mis palabras no duró mucho.
—¡No manches, Aris! —respingó Martina—. No puedes arreglar el desmadre de tu edificio, ¿y quieres arreglar el de México sesenta y ocho?
Los tres nos reímos.
Martina había dado en el clavo. El departamento que heredé de mi tía Concha, en el que he vivido desde que me trasladé de Xalapa a la Ciudad de México —luego de la muerte de mi madre— para estudiar la preparatoria, acompañado de Chuy, personaje al que adopté en la secundaria, cuando sus padres lo enviaron de Tampico —también a estudiar—, estaba en el tercer piso de un edificio de la colonia Doctores; aunque no era una ruina, sí estaba en un estado bastante lamentable. Todo, desde las tuberías hasta la pintura exterior, necesitaba de atención urgente, pero los vecinos nunca logramos ponernos de acuerdo en nada. Los vecinos simplemente no se llevaban bien y algunos, como los del segundo piso, de plano no se podían ni ver. Al principio, cuando me llevaba bien con todos, fungí como una especie de mediador entre las partes y mi departamento —el 3A— era una especie de zona neutral, una pequeña Suiza en la que se realizaban las asambleas vecinales. Con el tiempo, sin embargo, la vehemencia con la que suelo defender mis puntos de vista acabó por enemistarme con varios de los inquilinos y terminé convirtiéndome en parte del problema. Chuy, que también vivía ahí y siempre estaba presente en las reuniones, jamás contribuyó a solucionar nada, pero tampoco se peleó con nadie, así que acabó haciendo el papel de mediador. Fue un fracaso: a pesar de sus esfuerzos pacificadores, ni siquiera logramos un acuerdo para sustituir el foco del elevador, que llevaba fundido una eternidad. Yo lo hubiera cambiado en cinco minutos, pero Chuy me hizo ver que semejante osadía habría sido interpretada como un acto hostil por algunas de las partes en conflicto, por lo que me abstuve de actuar y más bien terminé por acostumbrarme, como todos los demás, a subir y bajar a oscuras.
Chuy tomó de nuevo la palabra.
—Oiga, don Xuno. Dijo usted que se puede viajar no nada más al pasado, sino también al futuro, ¿verdad?
—Así mero dije yo, amigo —respondió don Xuno, que ya había abierto los ojos—. Abuelo maya era señore de todo tiempo, futuro y pasado.
—¡A toda madre! Entonces yo mejor prefiero viajar al futuro. Muy, muy lejos en el futuro, cuando haya carros voladores y la humanidad se haya extendido por el cosmos.
—¡Uuuuuuuuuuu! Eso no va a poderse ahorita. El viaje a futuro, hasta invierno.
En un tono francamente burlón, que a don Xuno o no le importaba o no detectaba, Chuy dijo:
—Okey, okey, entiendo. Los paquetes de viaje al futuro son exclusivos de las vacaciones de diciembre, ¿no?
El viejo maya asintió con la cabeza.
—Bueno, si la onda es viajar al pasado, entonces sí estaría padre volver a algún punto de la historia de México y cambiarla.
Chuy preguntó de nuevo a don Xuno:
—¿Se puede cambiar el pasado?
Don Xuno estaba otra vez quietecito, como dormitando, y no contestó nada. Nosotros, ya picados con el tema, continuamos dándole duro a la especulación espacio-temporal. Martina hizo una observación importante:
—Si quisiéramos reescribir la historia para mejorarla, tendríamos que identificar el momento exacto en el que se jodió México, ¿no?
—¡Uta! Es que no es uno, son muchísimos. La historia de México es un amasijo de tragedias, metidas de pata, traiciones y chingaderas de todo tipo.
—Pues, igual que la historia de cualquier otro país, ¿no?
—Hay momentos clave en nuestro pasado nacional —comentó Chuy, con actitud teatral—. Acontecimientos que, de no haber sucedido, habrían cambiado completamente la historia de nuestro país. Como, como…
—¡La Noche Triste! —gritó Martina—. Si los mexicas hubieran rematado a los españoles cuando los corrieron de Tenochtitlan en vez de dejarlos escapar, probablemente nunca habrían sido conquistados.
—Ése es un buen ejemplo. Pero no me imagino cómo tres gatos podríamos viajar a la gran Tenochtitlan y convencer al tlatoani de que le diera chicharrón a Hernán Cortés y a sus huestes.
—Tú sabes náhuatl, ¿no? —me preguntó Martina.
—Nomás sé contar hasta diez: ce, ome, yei, nahui, macuilli, chicuace, chicome, chicuei, chiconahui, mahtlactli.
—Pues no, no creo que sea suficiente para hacernos conducir sanos y salvos hasta el palacio de Moctezuma.
—Además, si los ejércitos mexicas se hubieran chingado a los españoles, finalmente habrían llegado más tropas —añadió Chuy, con razón—. Me temo que, al final, de una o de otra manera los mexicas habrían sido conquistados.
—Oigan: ¿y si salváramos a Madero? —pregunté—. Si Victoriano Huerta no lo hubiera traicionado y asesinado, México se habría convertido en una democracia a principios del siglo XX. ¡Nos habríamos ahorrado un siglo de PRI!
—¿Tú crees? —preguntó Martina—. Con el respeto que me merece, yo creo que don Pancho Madero era medio pendejón.
—Además, andaba metidísimo en esas jaladas del espiritismo.
—¿Están ustedes tratando de decidir a qué época del pasado viajar y pendejean a don Francisco I. Madero por creer en la existencia de los espíritus?
—¡Está bien, pues! Nomás me pregunto si Madero habría sido un buen presidente.
—Mejor que Victoriano Huerta, seguro que sí.
—Pero, compañeros, piensen en esto: si lográramos evitar el asesinato de Madero, no habría Revolución mexicana. Eso quiere decir que no se compondría el corrido de la Adelita, ni el de la carabina 30-30, que los zapatistas no tomarían café en el Sanborns y que Villa y Zapata jamás se tomarían una foto con la silla del águila.
—Cierto. Sin la historia de la Revolución mexicana y sin que Adelita se fuera con otro, México no sería México.
A Martina se le iluminó la mirada y, con cara de haber hecho un gran descubrimiento, gritó:
—¡Ya sé, ya sé! Mil novecientos noventa y cuatro. ¡El año en que mataron a Colosio!
Don Xuno abrió los ojos, pero siguió acuclillado en su rincón y algo murmuró que no alcanzamos a distinguir.
—¿Qué? —le preguntó Chuy—. ¿Y como para qué? ¡Pinche año, fue una locura!
—La verdad, dije lo primero que se me ocurrió.
—Ha de ser porque el otro día nos pasaron en el camión la película del asesinato de Colosio.
—¡Ándale! Ha de ser por eso.
Don Xuno nos miraba divertido desde su lugarcito. Al parecer, la siesta lo había puesto todavía de mejor humor.
—¿Tons qué, don Xuno? —le pregunté, animado—. ¿A qué hora dijo que empieza el espectáculo?
—¿Cuál espectáculo, amigo? —preguntó el viejo, muy sonriente.
—¿Cómo que cuál? El del viaje en el tiempo. Ya son más de las doce y acá seguimos.
—¡Uuuuuuuuuuuuuuuuuu! Viaje en tiempo ya terminó —respondió entre risitas.
—¡Pero si no pasó nada! Además, usted estaba bien jetón.
—No, no jetón. Yo acá sentado, con ojo cerrado, rezando oración maya pa que fecha se moviera.
—¿Para que la fecha se moviera? —preguntó Martina—. Si ahí sigue la piedra y la inscripción está igual que antes.
—¡Uuuuuuuuuuuuuuuuu, no! Fecha movió, pero es que ustede, amigo, estaba plática y plática y no vieron fenómeno.
Nos miramos entre nosotros.
—¿Y a dónde se movió, si se puede saber?
—Pos a mero donde usté dijo, señito —contestó don Xuno, cada vez más divertido con nuestro desconcierto—. ¡Mil noveciento noventicuatro!
—¿Y cuándo dije yo eso?
—¡A la exactamente doce en punto, señorita! A mera hora de viaje en tiempo lo dijo usté, bien fuerte y bien clarito “año que mataron a Colosio”. Mil noveciento noventicuatro.
Todos nos volvimos a quedar callados. Como que, ahora sí, ya habíamos tenido suficiente de don Xuno y sus payasadas. Incorporándome y estirándome en mi lugar, exclamé:
—Pues… ¡Bienvenidos a 1994! Muchas gracias por la irrepetible experiencia, don. Acá tiene, mire, para que se eche unas cervecitas en nuestro honor.
Le extendí al viejo un billete de doscientos pesos, que tomó sin ninguna vacilación. Se lo guardó en el morralito, y viéndonos a los tres con sus sonrientes ojillos, dijo a manera de despedida.
—Ya sabe amigo, cuando quiera ustede regresar, conoce dónde encontrarme. Nomás me viene ustede a buscar en diciembre, mera entrada de invierno.
Salimos gateando del montículo.
Afuera, 1994 se veía exactamente igual que cuando entramos.