Laurie
—… te deseamos, Thomas, ¡cumpleaños feliz!
Todos aplaudimos y el pequeño se ríe como un loco satisfecho.
—Me cuesta creer que ya tenga un año —digo mientras lo mezo apoyado en mi cadera, como he visto hacer a Anna durante la mayor parte del fin de semana.
Mi cuñada está inmersa por completo en la maternidad, no hay indicios de que nadie la haya visto sin un paño de muselina echado al hombro o sin el portabebés enganchado a la cintura, a punto para que el trasero regordete de Tom aterrice sobre él. Una cosa hay que reconocerle: es supermono, todo rizos rubios y lorzas de bebé, con un par de diminutos dientes blancos en la encía inferior y melocotones en los mofletes. Para ser tan pequeño, ha acaparado por completo el fin de semana; todo cuanto lo rodea se ha adaptado para el confort de un bebé.
—Te queda bien, Laurie.
—No digas ni una palabra más.
Lanzo a mi madre una mirada de advertencia.
Se encoge de hombros, riéndose.
—Solo pensaba…
«Lo que piensan todos los demás», digo para mis adentros. Que cuándo vamos a empezar a oír el correteo de unos pies diminutos es casi lo primero que nos pregunta la mayoría de la gente ahora que estamos casados, con la notable excepción de Lucille, que seguro que todas las noches se arrodilla junto a su cama y reza para que yo sea estéril. «¡Estamos en 2014, no en 1420», me entran ganas de gritar cuando todavía otro colega más me pregunta si estamos pensando en tener niños. ¿Y si antes quiero forjarme una carrera profesional?
Daryl me pasa un brazo por los hombros en un gesto de solidaridad que le agradezco, y el bebé se pone a lloriquear al instante porque quiere ir con su padre.
—Posponlo el mayor tiempo posible, hermanita. Tu vida nunca volverá a ser la misma después.
Me alivia que Oscar ya se haya ido a casa, ya que así se ha ahorrado toda esta conversación. Se ha marchado temprano de la fiesta porque esta noche vuela a Bruselas para una prolongada estancia de cinco días; se encuentran en medio de unas importantísimas negociaciones de adquisición y tiene que estar allí para supervisarlo todo. No me he permitido preguntarle si Cressida estará también allí o no durante el tiempo que duren; Oscar me ha prometido que no tengo nada de qué preocuparme en lo que a ella respecta y he elegido creerlo a pies juntillas. Al fin y al cabo, mi marido tenía razón: yo ya sabía que Cressida trabajaba para la misma empresa, lo que no sabía era que trabajaban tan estrechamente. Pero Oscar me ha asegurado que no era así justo hasta la semana antes de que Lucille me visitara para alardear de ello. Por suerte, no soy una mujer celosa, y él nunca me ha dado ningún motivo para pensar que todavía sienta algo por ella. Tienen que trabajar juntos; esas cosas pasan. Tienen que trabajar juntos en un país diferente; siendo justos, es probable que eso suceda con menos frecuencia, pero confío en Oscar, y no hay más que decir. Así que, con él de camino a Bruselas, he decidido quedarme con mis padres hasta mañana por la tarde. Estoy haciendo todo lo posible para cumplir el propósito de Año Nuevo que me hice respecto a ellos, aunque no el que me hice respecto a Lucille.
¿Es horrible que confiese que me siento un poco más relajada desde que me he despedido de él? Nunca tiene más que elogios para mis padres, pero siempre me siento un pelín incómoda cuando estamos todos juntos, como si, en caso de que yo no estuviera, no hubiera más que tres extraños en una habitación. Me he pasado una parte de nuestro trayecto en tren fingiendo que estaba dormida cuando lo que estaba haciendo en realidad era reunir una pequeña selección de temas de conversación que sacar a relucir. Las vacaciones, el trabajo (más el mío que el de Oscar, por razones obvias), el nuevo color del que vamos a pintar el cuarto de baño, ese tipo de cosas. No había tenido en cuenta al pequeño Tom, por supuesto. La conversación no se agota cuando hay un bebé alrededor, así que en general ha sido un fin de semana familiar bastante agradable. Me he dado cuenta de que apenas tengo ganas de volver a Londres mañana, a nuestra casa solitaria y silenciosa.
—Lleva esto a tu padre, por favor, cariño. —Mi madre pone los ojos en blanco al mismo tiempo que me entrega una taza de té—. Está en el estudio mirando un partido de fútbol.
Mi padre es un entusiasta seguidor del Aston Villa; si televisan un partido suyo, él tiene que verlo, incluso durante el cumpleaños de su nieto, al parecer. Cojo la taza y me escapo por el pasillo, contenta de tener una excusa para huir de la conversación «cuándo tendrá Laurie un bebé». La respuesta es: «Cuando Laurie esté lista (si llega a estarlo)».
—¿Papá? —Empujo la puerta del estudio y me sobresalto cuando no se abre. No puede estar atrancada; ni siquiera tiene pestillo. La empujo de nuevo. Algo la bloquea desde dentro—. ¿Papá? —llamo de nuevo.
Se me acelera el corazón porque no responde. Aterrorizada, doy un golpetazo a la puerta con el hombro y derramo el té sobre la nueva alfombra beige de mamá, pero esta vez se abre un par de centímetros. Entonces todo parece detenerse y oigo a alguien cuya voz se parece a la mía, aunque es imposible que lo sea, que grita pidiendo ayuda una y otra vez.