Laurie
Oscar Ogilvy-Black. Menudo trabalenguas, ¿verdad? Dudo que nos hubiéramos cruzado en Londres si los acontecimientos hubieran seguido su curso habitual, pero aquí, en Tailandia, las reglas de las citas han quedado reducidas a pedazos. Me dice que trabaja en la banca, pero que no es de esos a los que el dinero se les sube a la cabeza, y le confío mi esperanza de no tardar mucho en introducirme en el mundo del periodismo de revistas. Tengo que admitir que lo juzgué mal cuando nos conocimos, pero por debajo del innegable pijerío, es un tipo divertido y con capacidad de autocrítica, y cuando me mira advierto en sus ojos una bondad que me derrite.
—No irás a convertirte en una de esas horribles reinas de las columnas de cotilleo, ¿verdad?
Contengo una exclamación, me finjo ofendida, y luego suspiro, un poco aturdida porque entrelaza sus dedos con los míos mientras caminamos por la arena fresca después de cenar.
—¿Tengo pinta de que me importen los famosos mejor y peor vestidos?
Se queda mirando mis vaqueros cortados y mi camiseta negra sin mangas, y luego las tiras de color limón de la parte de arriba de mi biquini, visibles alrededor de mi cuello.
—Eh… Puede que no —reconoce, y se echa a reír.
—Qué caradura, ni que tú fueras de punta en blanco.
Enarco una ceja y Oscar baja la mirada cómicamente hacia sus pantalones cortos y rasgados y sus sandalias.
Entre risas, llegamos a mi cabaña y me quito los zapatos en el porche.
—¿Cerveza?
Asiente y deja sus zapatos fuera, junto a los míos, antes de dejarse caer sobre mi enorme puf con las manos cruzadas detrás de la cabeza.
—Siéntete como en tu casa —digo, y me desplomo a su lado con las cervezas frías.
—¿Estás segura? —pregunta, y se vuelve de costado, apoyado en un codo, para mirarme.
—¿Por qué? ¿Qué harías si estuvieras en tu casa?
Estira las manos y se quita la camiseta por la cabeza, de manera que se queda solo en pantalones cortos. La luz de la luna proporciona a su piel un tono marrón cáscara de coco.
—Me pondría más cómodo.
Me quedo callada un segundo mientras me planteo la posibilidad de reírme de él en su cara —porque vaya frasecita—, pero luego sigo su ejemplo y me quito la camiseta. ¿Por qué no? Oscar es todo lo que mi vida no es: desenfadado, directo.
—Yo también.
Extiende un brazo para que me recueste a su lado, y cuando lo hago siento su cuerpo cálido y vital. Soy tan libre como uno de esos pajaritos rosados que revolotean por el cielo, sobre mi cabaña, al amanecer.
A través de la ventana, veo los contornos negros y puntiagudos de los botes de cola larga varados en la orilla, listos para la mañana, y más arriba el cielo oscurísimo, tachonado con una miríada de estrellas diamantinas.
—No recuerdo la última vez que me sentí así de tranquila.
Oscar bebe un trago largo y luego deja su botellín de cerveza en el suelo antes de responder:
—Creo que me siento ultrajado. Esperaba que estuvieras intolerablemente excitada.
Me río en voz baja junto a su pecho y me incorporo para mirarlo.
—Creo que podría estarlo.
Con un brazo todavía doblado detrás de la cabeza, me pasa la mano libre por la nuca y tira despacio de las tiras de mi biquini. Se cae cuando las suelta, pero él no aparta la mirada de mis ojos mientras desliza la mano entre mis omóplatos para terminar el trabajo.
—Ahora soy yo quien está intolerablemente excitado —dice, y recorre con la punta de un dedo la distancia que separa el valle que se forma entre mis clavículas del botón de mis vaqueros.
Traga saliva cuando me mira los pechos desnudos. La brisa agita las campanas de viento que cuelgan de una esquina de mi cabaña, un suave tintineo de cascabeles mientras Oscar cambia ligeramente de postura y me presiona contra el puf para atrapar uno de mis pezones en el calor de su boca. Madre mía. Una lujuria torturadora, cada vez más intensa, se despliega como un pulpo en el interior de mi cuerpo, sus tentáculos me lamen las extremidades a toda prisa, me pesan en el abdomen, se desbocan en mi pecho cuando introduzco las manos en el espesor de su pelo y lo atraigo hacia mí. Nunca pensé que pudiera experimentar algo así con alguien que no fuera Jack, pero, por alguna razón, estar aquí con Oscar me ha liberado.
Baja la mano hacia el botón de mis pantalones y levanta la cabeza para mirarme antes de seguir adelante. Me alivia que sea ese tipo de hombre; aunque tiene la respiración agitada y su mirada me suplica que no le pida que pare, sé que lo haría, y eso es suficiente.
—¿Tienes un condón? —susurro mientras le acaricio el pelo y rezo para que conteste que sí.
Se tumba sobre mí, su pecho sobre el mío, y me da un beso tan pausado y exquisito que lo abrazo por los hombros y lo aprieto contra mí.
—Creo que sí —jadea, y emite una risa temblorosa—. Solo espero que no esté caducado.
Se lleva la mano al bolsillo trasero y vuelve a besarme. Deja su billetera en el suelo, al lado del puf, y acto seguido la abre y saca un envoltorio de aluminio que revisa antes de ponérmelo en la palma de la mano para que lo guarde.
Se incorpora hasta quedar sentado y esta vez no pierde el tiempo intentando desabrocharme los vaqueros. Con dedos seguros y firmes, me los baja por las caderas hasta que la única prenda que me queda puesta es la braguita amarilla del biquini.
Me separa los muslos y se arrodilla entre ellos; después me separa los brazos y me sujeta suavemente para que no me mueva.
—¿Sabes lo que eres?
Lo miro con fijeza, sin tener claro lo que va a decir.
—Una estrella de mar la hostia de sexy.
Cierro los ojos y me echo a reír, y al instante jadeo porque ha hundido la cara entre mis piernas y siento la calidez de su boca moviéndose sobre la tela sedosa de mi biquini.
Ni un solo átomo de mi ser quiere que se detenga cuando se quita la ropa que le queda. Durante un segundo mantenemos una conversación silenciosa solo con la mirada. Le digo que sé que está huyendo de la responsabilidad y el estrés de la vida urbana que lo espera en Londres, y él me dice que puede taparme las grietas del corazón y conseguir que vuelva a sentirme mejor. Nos hacemos promesas mutuas a pesar de que habíamos pactado no hacérnoslas, y a continuación Oscar se coloca encima de mí y me olvido de todo salvo el ahora.
Más tarde, me despierto y lo encuentro sentado en los escalones de mi cabaña, contemplando el inicio de otro amanecer rosado y púrpura.
Me siento a su lado con una colcha con estampado de elefantes echada sobre los hombros, y me mira de reojo.
—Cásate conmigo, Estrella de Mar.
Me río en voz baja y me levanto para preparar café.