Laurie
Cuando me despierto, sé que hay algo que tengo que recordar, pero me siento como si tuviera el cerebro envuelto en una mullida capa de fieltro. «Es por el vino», pienso adormilada, y entonces abro los ojos y me doy cuenta de que no estoy en la cama. Sigo en el sofá, aunque con mi almohada debajo de la cabeza y acurrucada debajo de mi edredón. Una larga mirada a mi reloj de pulsera me informa de que pasan pocos minutos de las seis de la mañana, así que vuelvo a tumbarme y cierro los ojos para repasar toda la noche desde la parte que recuerdo con mayor facilidad.
Helado. Vino. Ryan Gosling remando en un bote. Cisnes. Está claro que había cisnes. Y, ostras, ¡Sarah se había pillado un buen pedal! Iré a verla dentro de un minuto, menos mal que Jack la trajo a casa. Jack. Oh, mierda… Jack
Mi mente entra directamente en modo pánico y me convence de que debo de haber dicho o hecho algo terrible y desleal y de que Sarah va a odiarme. Jack estuvo hablando conmigo, nos reímos, vimos la película y luego… Ah. Ahora lo recuerdo. «Ginny.» Vuelvo a deslizarme hacia el interior del refugio de mi edredón, cierro los ojos con fuerza y me permito recordar a mi dulce y preciosa hermanita. Los dedos finos, las uñas tan frágiles que eran casi traslúcidas, la única persona del mundo que tenía los ojos igual que los míos. Tengo que concentrarme muchísimo para rescatar su voz infantil de entre mis recuerdos, la alegría emocionada de sus risas, el brillo de su pelo rubio y liso bajo la luz del sol. Son recuerdos fracturados, desvaídos como fotografías dañadas por el sol. No me permito pensar en Ginny muy a menudo en el día a día; mejor dicho, no me lo permito nunca, porque después tardo mucho tiempo en aceptar el hecho de que simplemente ya no está aquí, en dejar de estar furiosa con todos los demás por respirar cuando ella ya no puede hacerlo.
Ahora recuerdo lo de anoche con claridad. No hice nada malo desde el punto de vista moral con Jack, al menos nada por lo que esta mañana deba sentirme culpable en el sentido tradicional; tengo claro que no le enseñé las tetas ni le confesé mi amor verdadero. Aun así, no puedo considerarme inocente por completo, porque la verdad es que sí crucé una línea, aunque fuera muy fina, casi invisible. La siento enredada alrededor de los tobillos como un sedal de pesca, dispuesta a hacerme tropezar y convertirme en una mentirosa en cualquier momento. Me permití acercarme demasiado. Solo necesité una botella de vino barato para bajar la guardia; un comentario inconscientemente dañino para desmoronarme como un castillo de arena abandonado cuando sube la marea.