18 de diciembre

Laurie

—Trata de no tomar decisiones precipitadas cuando conozcas a David esta noche, ¿vale? Es probable que a primera vista pienses que no es tu tipo, pero, créeme, es muy gracioso. Y además educado, Laurie. Por ejemplo, el otro día me cedió su silla en una reunión. ¿A cuántos tipos capaces de hacer algo así conoces?

Sarah me da esta charla de rodillas en el suelo mientras saca todas las copas de vino llenas de polvo que encuentra al fondo del armario de la cocina de nuestro diminuto apartamento compartido.

Me estrujo las meninges en busca de una respuesta y, siendo sincera, no tengo mucho donde escoger.

—Esta mañana el chico del piso de abajo ha apartado su bicicleta para dejarme salir a la calle. ¿Eso cuenta?

—¿Te refieres al mismo chico que abre nuestro correo y deja restos de kebab frío en el suelo del portal todos los fines de semana?

Me río por lo bajo mientras sumerjo las copas de vino en agua caliente y jabonosa. Esta noche damos nuestra tradicional fiesta de Navidad, la que celebramos todos los años desde que nos mudamos a Delancey Street. Aunque nos autoengañamos diciendo que, ahora que ya hemos salido de la universidad, la de este año será mucho más sofisticada, básicamente consistirá en que varios estudiantes y unos cuantos compañeros de trabajo a los que todavía no conocemos muy bien invadan nuestro piso para beber vino barato, debatir sobre cosas que en realidad no entendemos del todo y, en mi caso, por lo que parece, enrollarse con un chico llamado David, que es mi hombre perfecto, según ha decidido Sarah. Ya hemos pasado por esto antes. Mi mejor amiga se tiene por una celestina y ya me emparejó en un par de ocasiones cuando todavía estábamos en la universidad. La primera vez, Mark, o puede que fuera Mike, apareció vestido con unos pantalones cortos de deporte en pleno invierno y se pasó toda la cena tratando de impedirme elegir cualquier plato cuyo aporte calórico requiriera más de una hora de gimnasio para quemarse. Soy una chica de postre; para mí lo único inconveniente que el menú ofrecía era Mike. O Mark. Como fuera. En defensa de Sarah, debo decir que se parecía un poco a Brad Pitt si entornabas los párpados y lo mirabas con el rabillo del ojo en una habitación oscura. Y reconozco que lo hice. A ver, no suelo acostarme con un chico en la primera cita, pero sentí que tenía que darle una oportunidad en nombre de Sarah.

Su segunda opción, Fraser, solo resultó ser un pelín mejor; al menos recuerdo su nombre. Era, con mucho, el escocés más escocés que había conocido en mi vida, hasta el punto de que entendí únicamente alrededor del cincuenta por ciento de lo que me dijo. No creo que mencionara las gaitas en concreto, aunque no me habría sorprendido que llevara una debajo de la chaqueta. Su pajarita de tartán me pareció desconcertante. Sin embargo, nada de todo esto me habría importado; lo que realmente fue su perdición tuvo lugar al final de la cita: me acompañó hasta nuestro piso de Delancey Street y entonces me besó como lo haría quien efectúa una maniobra de reanimación cardiopulmonar. Una reanimación cardiopulmonar con una cantidad de saliva del todo improcedente. En cuanto entré en casa, me fui corriendo al cuarto de baño y mi reflejo me confirmó que tenía la misma pinta que si me hubiera besuqueado un gran danés. Bajo la lluvia.

Tampoco es que yo tenga un historial impresionante en lo que a elegirme pareja se refiere. A excepción de Lewis, un novio que tuve durante mucho tiempo cuando aún vivía en Birmingham, es como si por alguna razón fuera incapaz de dar en el clavo. Tres citas, cuatro citas, a veces incluso cinco antes del fiasco inevitable. Empiezo a preguntarme si ser la mejor amiga de una persona tan deslumbrante como Sarah no será una espada de doble filo; ella hace que los hombres se creen expectativas poco realistas respecto a las mujeres. Si no la adorara, lo más probable sería que quisiera sacarle los ojos.

En cualquier caso, llámame tonta, pero sabía que ninguno de esos hombres era el adecuado para mí. Soy una chica dada al romanticismo; siempre que me preguntan con qué famoso me gustaría ir a cenar contesto que con Nora Ephron y me muero de ganas de saber de una puñetera vez si los buenos chicos besan así de verdad. Ya te haces una idea. Albergo la esperanza de que entre todas estas ranas algún día aparezca un príncipe. O algo parecido.

A saber cómo van las cosas con David, a lo mejor a la tercera va la vencida. No pienso hacerme ilusiones. Puede que sea el amor de mi vida o puede que sea abominable, pero en cualquier caso no niego que me pica la curiosidad y que estoy más que dispuesta a desmelenarme. No es algo que haya hecho muy a menudo a lo largo del último año; tanto Sarah como yo hemos pasado por ese período convulso en el que sales del cómodo mundo de la universidad a la realidad del trabajo, con más éxito en el caso de Sarah que en el mío. Ella encontró casi sin esfuerzo un puesto de auxiliar en una cadena de televisión regional, mientras que yo sigo en la recepción del hotel. Sí, a pesar de mi propósito de Año Nuevo, es evidente que aún no tengo el empleo de mis sueños. Pero era eso o volverme a Birmingham, y me temo que si me marcho de Londres no regresaré nunca más. Estaba claro que a Sarah iba a resultarle más fácil; ella tiene don de gentes, mientras que yo soy un poco torpe con las relaciones sociales, y eso significa que las entrevistas no suelen salirme muy bien.

Esta noche, no obstante, eso quedará a un lado. Estoy decidida a pillarme tal borrachera que mi torpeza social resulte imposible. A fin de cuentas, tendremos la excusa del Año Nuevo para olvidar el comportamiento imprudente que el alcohol favorece. Es que, venga ya, Lu, ¡eso ocurrió el año pasado, por el amor de Dios! ¡Supéralo de una vez!

También es la noche en la que por fin voy a conocer al nuevo novio de Sarah. Lleva ya varias semanas con él, pero por una u otra razón todavía no he podido verlo en una carne y unos huesos que, por lo que parece, son increíblemente sexis. Sin embargo, he oído hablar tanto de él que podría escribir un libro. Por desgracia para el pobre chico, ya sé que en la cama es un dios del sexo y que Sarah espera con ansia ser la madre de sus hijos y casarse con él en cuanto sea la celebridad mediática de altos vuelos en que sin duda va camino de convertirse. Casi me da pena que ya le hayan planeado el futuro de los próximos diez años a la edad de veinticuatro. Pero, oye, así es Sarah. Por muy guay que sea el chico, él es el afortunado.

No puede dejar de hablar de él. Ahora mismo está haciéndolo otra vez, contándome muchísimo más sobre su desenfrenada vida sexual de lo que me gustaría saber.

Cuando levanto los dedos jabonosos para detener su cháchara, esparzo burbujas por el aire como si fuera una niña que agita un pompero.

—Vale, vale, para, por favor. Intentaré no correrme nada más ver por primera vez a tu futuro marido.

—Eso no se lo sueltes, ¿vale? —me pide con una gran sonrisa—. Lo de «futuro marido», digo, porque él todavía no lo sabe y, bueno, compréndelo, podría llevarse una sorpresa.

—¿Tú crees? —bromeo.

—Es mucho mejor que dentro de unos años piense que ha sido idea suya y que es brillante.

Se sacude el polvo de las rodillas de los vaqueros en cuanto se pone de pie.

Hago un gesto de asentimiento. Si conozco a Sarah, y la conozco muy bien, lo tendrá comiendo de la palma de su mano y más que dispuesto a declararse de forma espontánea cuando ella decida que es el momento adecuado. ¿Sabes ese tipo de persona en torno a la que gravita todo el mundo? ¿Esa rara avis chispeante que irradia un aura que atrae a la gente hacia su órbita? Pues esa es Sarah. Pero si piensas que eso la hace parecer insufrible, te equivocas.

La conocí aquí mismo, al empezar nuestro primer año como universitarias. Yo había decidido optar por uno de los apartamentos en alquiler que ofrecía la universidad en lugar de por una habitación en una residencia, y escogí este lugar. Es una casa adosada, alta y antigua dividida en tres apartamentos: dos más grandes en las plantas inferiores y nuestro ático plantado encima, como una desenfadada idea de último momento. La primera vez que lo vi me encantó, se me iluminó la cara y todo se me antojó de color de rosa. ¿Te acuerdas de ese apartamentito shabby chic en el que vive Bridget Jones? Me recordó a algo así, solo que era más viejo y menos chic y que yo tendría que compartirlo con una completa extraña para poder pagar el alquiler. Ninguna de esas desventajas me impidió firmar sobre la línea de puntos; una extraña era más fácil de tolerar que una residencia ruidosa y atestada de desconocidos. Todavía recuerdo que, mientras subía los tramos de escalones de los tres pisos cargada con todas mis cosas el día de la mudanza, mi mayor anhelo era que mi nueva compañera no aniquilara mi fantasía a lo Bridget Jones.

Sarah había pegado una nota de bienvenida en la puerta, unas letras grandes, redondas y rojas garabateadas en el reverso de un sobre usado:

Querida nueva compañera de casa:

He ido a comprar cerveza caliente y barata para inaugurar nuestro nuevo hogar. Quédate la habitación más grande si quieres, ¡yo prefiero estar más cerca del meadero y poder llegar dando tumbos sin caerme!

S x

Y eso bastó. Me tenía ganada por completo antes incluso de ponerle la vista encima. Es diferente a mí en muchos aspectos, pero compartimos los puntos en común justos y necesarios para ser como uña y carne. Ella posee una belleza imponente, tiene una melena ondulada y de un tono rojo camión de bomberos que le llega casi hasta el culo, y un tipazo increíble, aunque su aspecto le importa un bledo.

Lo normal sería que una persona tan guapa como ella me hiciera sentir como el patito feo, pero Sarah tiene algo que logra que te sientas bien contigo misma. Lo primero que me dijo cuando volvió de la tienda aquel día fue:

—¡Me cago en la leche! Eres la viva imagen de Elizabeth Taylor. Vamos a tener que poner un candado en la puerta para evitar disturbios.

Estaba exagerando, por supuesto. No me parezco mucho a Elizabeth Taylor. El pelo oscuro y los ojos azules se los debo a mi abuela materna, que era francesa; fue una bailarina bastante célebre en su juventud, y guardamos como oro en paño varios programas y recortes de prensa granulados que lo demuestran. Pero yo siempre me he considerado más bien una parisina fracasada: he heredado la silueta de mi abuela, pero no su elegancia, y en mis manos su pulcro recogido moreno se ha convertido en un revoltijo de rizos permanentemente electrocutados. Además, es imposible que alguna vez llegue a tener la disciplina que exige el baile; me gustan demasiado las galletas con doble de chocolate. Cuando mi metabolismo empiece a pasarme factura, estaré perdida.

Sarah, en broma, se refiere a nosotras como «la puta y la princesa». En realidad, ella no tiene nada de puta y yo no soy ni por asomo lo suficientemente delicada para ser una princesa. Como ya he dicho, buscamos el punto medio y nos hacemos reír. Ella es mi Thelma y yo su Louise, he ahí la razón por la que me desconcierta que de repente se haya enamorado hasta la médula de un tipo al que no conozco ni he dado el visto bueno.

—¿Crees que tenemos suficiente alcohol? —pregunta mientras observa con ojo crítico las botellas alineadas sobre la encimera de la cocina.

Nadie podría referirse a ellas como una selección sofisticada; parece uno de esos expositores de oferta especial de un supermercado, una montaña de botellas de vino y de vodka baratos que llevamos tres meses acumulando para asegurarnos de que nuestra fiesta sea de las que se recuerdan.

O de las que no se recuerdan, tal vez.

—Más que de sobra. La gente también traerá botellas —digo—. Va a ser genial.

Me rugen las tripas, y eso me recuerda que ninguna de las dos hemos comido nada desde la hora del desayuno.

—¿Has oído eso? —Me froto la barriga—. Mi panza acaba de pedirte que prepares un especial «Delancey Street».

Los sándwiches de Sarah son lo más de Delancey Street, míticos. Me ha enseñado la santa trinidad de su desayuno (tocino, remolacha y champiñones) y tardamos casi dos años en decidirnos por nuestro plato estrella, el especial DS, que lleva el nombre de nuestra calle.

Pone los ojos en blanco y se echa a reír.

—Puedes hacértelo tú, ya sabes.

—No tan bien como tú.

Fanfarronea un poco y abre la nevera.

—Eso es cierto.

La miro formar capas de pollo y queso azul con lechuga, mayonesa y arándanos, una ciencia exacta que yo aún no he logrado dominar. Sé que suena asqueroso, pero, créeme, no lo es. Puede que no sea una comida muy típica de estudiantes, pero desde que dimos con el combo ganador durante nuestra época universitaria nos aseguramos de tener siempre los ingredientes en el frigorífico. Es más o menos nuestra dieta básica. Eso, junto con helado y vino barato.

—La clave son los arándanos —digo después de mi primer bocado.

—Es una cuestión de cantidad —alega ella—. Demasiados arándanos y se convierte poco menos que en un sándwich de mermelada. Demasiado queso y estás lamiendo el calcetín sucio de un adolescente.

Levanto mi sándwich para darle otro bocado, pero Sarah se abalanza sobre mí y me obliga a bajar el brazo.

—Espera. Tenemos que acompañarlo de una copa para ir entrando en ambiente.

Protesto, porque en cuanto coge dos vasos de chupito me doy cuenta de lo que se propone hacer. Ya está riéndose entre dientes mientras busca la botella polvorienta al fondo del armario de la cocina, detrás de las cajas de cereales.

—El pis de los monjes —dice, y nos sirve un trago ceremonial a cada una.

O Bénédictine, para llamar con propiedad al licor de hierbas añejo que nos encontramos en el piso cuando llegamos. En la botella se lee que es una mezcla de hierbas y especias secretas, y cuando la probamos por primera vez, no mucho después de habernos mudado, decidimos que uno de esos ingredientes secretos era, casi seguro, pis de los monjes benedictinos. De vez en cuando, por lo general en Navidad, nos tomamos un chupito cada una, un ritual que hemos llegado a disfrutar y odiar a partes iguales.

—¡Al buche! —Sarah sonríe y desliza por la mesa un vasito en dirección a mí antes de sentarse de nuevo—. Feliz Navidad, Lu.

Brindamos, y luego nos bebemos el contenido de los vasos y los estampamos contra la mesa mientras esbozamos muecas de repugnancia.

—No mejora con la edad —susurro.

Me siento como si me hubieran arrancado la piel del paladar.

—Combustible para cohetes —dice con voz ronca y riéndose—. Cómete el sándwich, te lo has ganado.

Nos sumimos en un silencio de sándwich especial y cuando terminamos Sarah se pone a dar golpecitos al borde de su plato vacío.

—Creo que, como es Navidad, podríamos añadirle una salchicha.

Niego con la cabeza.

—No conviene mezclar nada con el especial DS.

—Hay pocas cosas en la vida que una salchicha no pueda mejorar, Laurie. —Me mira con las cejas enarcadas—. Nunca se sabe, a lo mejor esta noche tienes suerte y se la ves a David.

Teniendo en cuenta las dos últimas citas a ciegas que Sarah me había preparado, no dejo que la perspectiva me sobreexcite.

—Vamos —digo tras dejar los platos en el fregadero—. Será mejor que nos preparemos, no tardarán en llegar.

Ya llevo encima tres copas de vino blanco, y no cabe la menor duda de que estoy muy relajada cuando Sarah viene a por mí y me saca casi a rastras de la cocina agarrándome de la mano.

—Ha llegado —susurra mientras me machaca los huesos de los dedos—. Ven a saludarlo. Tienes que conocerlo ahora mismo.

Sonrío a David a modo de disculpa y me alejo con Sarah. Voy entendiendo a qué se refería Sarah con lo de que el chico mejoraba con el tiempo. Ya me ha hecho reír varias veces y me ha mantenido la copa llena; había empezado a plantearme un pequeño morreo exploratorio. Es bastante majo, se da un ligero aire a Ross de Friends, pero descubro que siento más curiosidad por conocer al alma gemela de mi amiga, lo cual debe de significar que mañana me arrepentiría del besuqueo con el Ross de Friends. Es un barómetro tan bueno como cualquier otro.

Sarah tira de mí entre nuestros amigos risueños y borrachos y un montón de gente que no estoy segura de que ninguna de las dos conozcamos, hasta que por fin llegamos junto a su novio, que está de pie, algo titubeante, al lado de la puerta de entrada.

—Laurie… —Sarah está nerviosa y tiene los ojos brillantes—. Este es Jack. Jack, ella es Laurie. Mi Laurie —añade para enfatizar.

Abro la boca para saludar, pero entonces le veo la cara. Se me desboca el corazón y me siento como si alguien acabara de ponerme unos electrodos en el pecho y los hubiera activado a la máxima potencia. Soy incapaz de conseguir articular ni una sola palabra.

Lo conozco.

Tengo la sensación de que no ha pasado más que una semana desde que lo vi por primera vez… y por última. Aquel momento de infarto en el segundo piso de un autobús lleno de gente hace doce meses.

—Laurie —dice mi nombre, y me entran ganas de llorar de puro alivio, porque por fin está aquí.

Va a parecer una locura, pero me he pasado el último año deseando, esperando toparme con él. Y ahora está aquí. He escrutado innumerables multitudes intentando dar con su cara y lo he buscado en bares y cafeterías. Había renunciado por completo a encontrar al chico del autobús, aunque Sarah jura que le he dado tanto la brasa con él que incluso ella misma lo habría reconocido.

Pero por lo que se ve no ha sido así, ya que me lo ha presentado como el amor de su vida.

Verdes. Tiene los ojos verdes. De un color musgo de árbol brillante alrededor de los bordes del iris y de un dorado ambarino cálido que se filtra hacia las pupilas. Pero no es el color de sus ojos lo que más me impresiona, sino la expresión que adoptan en este preciso instante, cuando baja la mirada hacia mí: un destello de reconocimiento alarmado; una colisión vertiginosa y precipitada. Y entonces, en menos que canta un gallo, esa mirada desaparece y me deja sin saber si ha sido la intensidad de mi propio anhelo lo que me ha hecho imaginar que se ha producido.

—Jack —logro decir, y le tiendo la mano. «Se llama Jack.»—. Encantada de conocerte.

Él asiente con la cabeza, y una media sonrisa asustadiza y vacilante le curva los labios.

—Laurie.

Miro a Sarah, loca de culpa, segura de que debe de estar dándose cuenta de que algo no va bien, pero en realidad no hace sino sonreírnos a los dos como una boba. Menos mal que existe el vino barato.

Cuando me estrecha la mano, la suya, cálida y fuerte, me da un apretón firme, casi cortés, como si estuviéramos conociéndonos en el ambiente formal de una sala de juntas en vez de en una fiesta de Navidad.

No sé qué hacer, porque ninguna de las cosas que quiero hacer estaría bien. Fiel a mi palabra, no me corro en el acto, pero es evidente que a mi corazón le pasa algo. ¿Cómo coño es posible que se haya producido este desastre descomunal? No puede ser de Sarah. Es mío. Ha sido mío durante todo un año.

—¿A que es fantástica?

Ahora Sarah me ha puesto una mano en la parte baja de la espalda y prácticamente me presenta a Jack como si fuera una ofrenda; de hecho, me empuja hacia él para que lo abrace, porque está desesperada por que nos convirtamos de inmediato en grandes amigos. Estoy destrozada.

Jack pone los ojos en blanco y se ríe con nerviosismo, como si la obviedad de Sarah lo incomodara.

—Tan maravillosa como me habías dicho que era —conviene mientras asiente con la cabeza como si estuviera admirando el coche nuevo de un amigo, y algo tan parecido a una disculpa que me horroriza se filtra en su expresión cuando me mira.

¿Está disculpándose porque me recuerda o porque Sarah se comporta como una tía excesivamente entusiasta en una boda?

—¿Laurie? —Sarah se vuelve hacia mí—. ¿No es tan guapísimo como te dije que era?

Se echa a reír, orgullosa de él, y no me extraña que lo esté.

Hago un gesto de asentimiento. Trago saliva con dificultad y, a pesar de eso, me fuerzo a reír a mi vez.

—Sí, desde luego.

Como Sarah está tan desesperadamente ansiosa por que nos llevemos bien, Jack se inclina hacia mí y me roza la mejilla con los labios solo un instante.

—Me alegro de conocerte —dice. Su voz encaja a la perfección con él: es intensa y transmite una seguridad calmosa, una inteligencia sutil y perspicaz—. Nunca deja de hablar de ti.

Cierro los dedos en torno a mi colgante morado en busca del consuelo de algo conocido y me obligo a soltar una risa temblorosa.

—Yo también me siento como si ya te conociera.

Y es cierto; me siento como si lo conociera de toda la vida. Quiero volver la cara y atrapar sus labios entre los míos. Quiero arrastrarlo a toda prisa hasta mi habitación, cerrar la puerta, decirle que lo amo, quitarme la ropa y meterme en la cama con él, ahogarme en el olor amaderado, limpio y cálido de su piel.

Esto es un infierno. Me odio a mí misma. Me alejo un par de pasos de él por el bien de mi propia cordura y forcejeo con mi desgraciado corazón para que deje de latir por encima de la música.

—¿Una copa? —sugiere Sarah, alegre y vociferante.

Jack asiente, agradecido por el salvavidas que acaba de lanzarle.

—¿Laurie?

Sarah me mira para que los acompañe.

Me echo hacia atrás y miro por el pasillo en dirección al cuarto de baño, sacudiéndome como si me muriera de ganas de hacer pis.

—Luego os busco.

Necesito alejarme de él, de ellos, de esto.

Ya a salvo en el cuarto de baño, cierro la puerta de golpe y me deslizo de espaldas por ella hasta quedar sentada en el suelo. Entierro la cabeza entre las manos y engullo el aire a bocanadas para no llorar.

¡Joder, joder, joder! Adoro a Sarah, es mi hermana en todos los sentidos menos en el biológico. Pero esto… No sé cómo sortear esta tempestad sin hundir el barco con los tres a bordo. Un destello de esperanza me ilumina el pecho cuando fantaseo con salir corriendo ahí fuera y soltar la verdad sin más, porque tal vez entonces Sarah se dé cuenta de que la razón por la que se siente tan atraída por él es que, a nivel subconsciente, lo ha reconocido como el chico del autobús. Bien sabe Dios que lo único que me ha faltado ha sido dibujárselo. ¡Menudo malentendido! ¡Cómo nos reiremos de lo absurdo que es todo esto! Pero… ¿y después qué? ¿Sarah se hace amablemente a un lado y él se convierte en mi nuevo novio, así de fácil? ¡Ni siquiera creo que Jack sepa quién soy, por el amor de Dios!

Una derrota plomiza aplasta esa delicada y ridícula esperanza en cuanto la realidad se impone. No puedo hacer algo así. Por supuesto que no puedo. Sarah no tiene ni idea y, joder, qué feliz es. Brilla más que la puñetera estrella de Belén. Puede que sea Navidad, pero esto es la vida real, no una mierda de película hollywoodiense. Es mi mejor amiga del mundo mundial, y por mucho que esto me duela, por más tiempo que me torture, jamás sostendré en silencio, en secreto, carteles que confiesen a Jack O’Mara, sin esperanza ni intenciones ocultas, que para mí él es perfecto y que mi corazón destrozado lo amará por siempre jamás.