Laurie
—¿Es ese? Estoy convencida de que acabo de captar una vibración tipo bus en él.
Sigo la dirección que señala la cabeza de Sarah y paseo la mirada por el bar, que está tan abarrotado como solo podría estarlo un viernes por la noche. Es una costumbre que hemos adoptado: en cada sitio al que vamos escudriñamos caras y multitudes en busca del «chico del autobús», como Sarah lo bautizó cuando comparamos nuestros apuntes navideños en enero. Me dio la sensación de que sus celebraciones familiares en York habían sido mucho más bulliciosas que las mías en Birmingham, íntimas y con un montón de comida, pero ambas habíamos regresado a la realidad del invierno londinense con la tristeza de la cuesta de enero. Añadí el plato de mi trágica historia de «amor a primera vista» al banquete de la autocompasión, pero enseguida deseé no haberlo hecho. No es que no confíe en Sarah; es más bien que desde aquel mismo instante se ha obsesionado incluso más que yo con encontrarlo. Y yo estoy volviéndome loca por él en secreto.
—¿Cuál?
Frunzo el ceño y miro hacia el mar de gente, casi todo nucas de cabezas desconocidas. Sarah arruga la nariz y se calla para pensar en cómo podría diferenciar a su hombre para que yo lo someta a escrutinio.
—Ese de ahí, en el medio, al lado de la mujer del vestido azul.
A ella la identifico con más facilidad; su cortina de pelo rubio oxigenado y liso como una tabla refleja la luz cuando echa la cabeza hacia atrás y se ríe de algo que ha dicho el tipo que está junto a ella.
El chico es más o menos de la altura adecuada. Tiene el pelo parecido y la forma de sus hombros, cubiertos por una camisa oscura, me resulta sorprendentemente familiar. Podría ser cualquiera, pero también ser el chico del autobús. Cuanto más lo miro, más segura estoy de que la búsqueda ha terminado.
—No lo sé —digo conteniendo el aliento, porque es lo más cerca de él que he llegado a estar.
Se lo he descrito tantas veces que es probable que Sarah sepa mejor que yo qué aspecto tiene. Quiero acercarme a él. De hecho, creo que ya he empezado a hacerlo, pero Sarah me pone una mano en el brazo y me quedo quieta, porque el chico acaba de agachar la cabeza para comerse a besos la cara de la rubia, que al instante se convierte en mi persona menos favorita del planeta.
¡Ay, Dios, creo que es él! ¡No! Así no es como tiene que ocurrir. Todas las noches al cerrar los ojos he imaginado variantes de esta escena y nunca, repito, nunca, termina así. A veces está con un grupo de chicos en un bar, en otras ocasiones está solo en una cafetería leyendo, pero lo único que no sucede jamás es que tenga una novia con la que se besuquea a menos de dos centímetros de su reluciente melena rubia.
—Mierda —murmura Sarah, que me pone mi copa de vino en la mano.
El beso se alarga y nosotras no apartamos la mirada. Y aún siguen. Ostras, ¿es que esta gente no tiene límite? Ahora él le agarra el trasero con ganas, sobrepasando con creces lo admisible en un bar tan lleno.
—Un poco de decencia, por favor —gruñe Sarah—. Al final resulta que no es tu tipo, Lu.
Estoy hecha polvo. Tanto que me echo al gaznate toda la copa de vino frío del tirón, y me estremezco.
—Creo que quiero ir —digo ridículamente al borde de las lágrimas.
Y entonces dejan de besarse y ella se alisa el vestido, él le murmura algo al oído y a continuación se da la vuelta y comienza a andar en línea recta hacia nosotras.
Me doy cuenta de inmediato. Pasa deprisa a nuestro lado y estoy a punto de echarme a reír, aturdida de alivio.
—No es él —susurro—. Ni siquiera se parece a él.
Sarah hace una mueca y suelta el aire que debía de estar conteniendo.
—Joder, menos mal. Qué asco de tío. ¿Sabes lo poco que me ha faltado para ponerle la zancadilla?
Tiene razón. El tipo que acaba de pasar junto a nosotras rebosaba prepotencia, iba limpiándose de la boca el carmín rojo de la chica con el dorso de la mano y esbozando una sonrisa engreída y satisfecha de camino a los aseos.
Madre mía, necesito otra copa. La búsqueda del chico del autobús dura ya tres meses. Más me vale encontrarlo pronto, porque si no terminaré en un centro de desintoxicación.
Más tarde, ya de vuelta a Delancey Street, nos quitamos los zapatos y nos dejamos caer en el sofá.
—He estado pensando… —dice Sarah, desplomada en el otro extremo—. Hay un chico nuevo en mi trabajo, y creo que podría gustarte.
—Solo quiero al chico del autobús —digo con un suspiro en plan melodrama clásico.
—Pero ¿y si lo encuentras y es un imbécil? —alega Sarah.
Está claro que nuestra experiencia de hace un rato en el bar también la ha afectado.
—¿Crees que debería dejar de buscar? —pregunto, y alzo la cabeza espesa del brazo del sofá para mirarla a los ojos.
Extiende los brazos hacia los lados y ahí los deja.
—Solo digo que necesitas un plan para casos de emergencia.
—¿Por si es un imbécil?
Levanta los pulgares, seguro que porque alzar la cabeza le supone demasiado esfuerzo.
—Podría ser un gilipollas de campeonato —contesta—. O tener novia. O, joder, Lu, hasta podría estar casado.
Se me escapa un suspiro. Esta vez uno auténtico.
—¡Imposible! —farfullo—. Está soltero, y es guapísimo y está en algún lugar ahí fuera esperando a que lo encuentre. —Siento mis palabras con toda la convicción de una borracha—. Y hasta es posible que él esté buscándome.
Sarah se incorpora apoyándose en los codos y me mira fijamente; a estas horas de la noche, tiene los largos rizos de su melena pelirroja hechos una maraña y el rímel corrido.
—Lo único que digo es que tal vez tengamos, o mejor dicho, tengas expectativas poco realistas, y que debamos, o más bien, debas proceder con más cautela, eso es todo.
Sé que tiene razón. Hace un rato, en el bar, casi se me para el corazón.
Intercambiamos una mirada, y luego Sarah me da unas palmaditas en la pierna.
—Lo encontraremos —dice.
Es un simple gesto de solidaridad, pero, en mi estado de ebriedad, hace que se me forme un nudo en la garganta.
—¿Me lo prometes?
Ella asiente con la cabeza y se traza una cruz sobre el corazón, y entonces un gran sollozo cargado de mucosidad me brota del gañote, porque estoy cansada y cabreada, y porque a veces no soy capaz de recordar bien la cara del chico del autobús y me da miedo olvidarme de cómo es.
Sarah se sienta y me seca las lágrimas con la manga de su camisa.
—No llores, Lu —susurra—. Seguiremos buscando hasta que lo encontremos.
Asiento y me tumbo de nuevo para mirar el estucado del techo que nuestro casero lleva prometiéndonos volver a pintar desde que nos mudamos aquí hace ya unos cuantos años.
—Daremos con él. Y será perfecto.
Sarah se queda callada, y después mueve el dedo índice distraídamente por encima de su cabeza.
—Más le vale. O le grabaré «imbécil» aquí mismo, en la frente.
Hago un gesto de asentimiento. Agradezco y comparto su lealtad.
—Con un bisturí oxidado —digo para adornar la espeluznante imagen.
—Y se le infectará y se le caerá la cabeza —masculla.
Cierro los ojos, riendo entre dientes. Hasta que encuentre al chico del autobús, el objeto de mi cariño es Sarah.